Al peronismo le asiste, desde siempre, el carácter movimientista, amplio, catch-all en términos más contemporáneos y electorales. El Frente de Todos no hizo más que renovar esa metodología. Repetirla, uniendo a casi todos los retazos de ese espacio político. En una suerte de homenaje póstumo a Laclau, convirtió el “Hay 2019” en un amplio y abarcativo significante vacío, capaz de conciliar pañuelos verdes y celestes; trabajadores precarizados y empresarios precarizadores; defensores de las libertades democráticas y Sergio Berni.
En el vértice de aquella promesa estaba la actual dupla presidencial. Hace exactamente un año definíamos a Alberto Fernández como “el equilibrista de lo imposible”. La cuerda sobre la que camina no ha hecho más que angostarse en los meses de la pandemia.
El rompecabezas frentista nació como constelación de múltiples impotencias, de un “empate catastrófico” entre las distintas fracciones peronistas. Una unidad lograda a caballo del espanto social que causaba el modelo macrista. Surgió, también, de una maniobra astuta y certera, cuando Cristina Kirchner eligió a su delegado y construyó un Cámpora contemporáneo, su propio “Tío Alberto”.
Alberto Fernández vino a representar todos los límites del llamado “kirchnerismo puro”. Se convirtió, a su vez, en su máximo deudor. El masivo voto del conubarno bonaerense fue el que lo depositó en el Sillón de Rivadavia. Pero su poder era también una promesa: la de construir -junto a gobernadores y caciques sindicales- un “nuevo” peronismo, liberado de la tutela cristinista.
Game of Thrones
234 caracteres en Twitter: una invitación a la lectura y a la reflexión. Patear el tablero de la política nacional casi sin mover un músculo. La sorpresiva irrupción de Hebe y una tensa entrevista con Víctor Hugo. Aunque la sangre sigue demasiado lejos del río, las costuras del Frente de Todos empiezan a resentirse.
De fondo suena el mar embravecido de la crisis social y económica, en inmoderado ascenso. Las estadísticas grafican la tensión contenida: 45 % de pobreza; más de 5 millones de asalariados afectados por despidos, suspensiones y baja salarial; por lo menos 40 mil pequeños comercios cerrados desde el inicio de la cuarentena. Se adiciona una crisis sanitaria que -todo indica- está lejos de culminar.
La crisis social tiene particular agudeza en el conurbano bonaerense. Allí convergen los históricos niveles de precariedad e informalidad laboral con los efectos suspensivos sobre la economía que provoca la cuarentena. La pobreza se agudiza. El hambre también. La bronca crece y trepa, entre otros lugares, por las ramas del Frente de Todos.
Proclamando una suerte de superioridad moral por parte de la burguesía mercado-internista, yerran el disparo al proponer a la alimenticia Arcor como ejemplo. La empresa de origen cordobés, amén de las múltiples plantas que tiene en el mundo, comparte la pasión por la fuga de capitales con sus aliados de Techint en la AEA. Para quien tenga memoria corta habrá que recordar que, hace menos de dos meses, Horacio Verbitsky presentaba a los Pagani entre los mayores fugadores de divisas del ciclo macrista [1]. Agreguemos, en un tiempo histórico más largo, el enorme crecimiento que tuvo la firma en tiempos de genocidas como Videla y Menéndez.
Paradojas del relato: el discurso contra los poderosos corre paralelo a las tertulias destinadas a garantizar el respeto a la propiedad privada. Los protagonistas de los encuentros con grandes empresarios no son figuras de segundo orden. Por el contrario, Máximo Kirchner y Sergio Massa presentan credenciales de moderación y respeto al capital.
No deja de sorprender el repentino despertar del “fuego amigo” que sufre Alberto Fernández. Hace ya meses que la gestión estatal atiende más al gran capital que a los más vulnerables. ¿O acaso podría obviarse la liquidación de la movilidad jubilatoria y los incrementos que, a decreto limpio, hacen caer el poder adquisitivo de millones de jubilados? ¿O qué decir de los cerca de USD 15 mil millones adicionales que han ganado los especuladores internacionales desde la última “última oferta” por la deuda pública? ¿O como explicar la espera infinita por un proyecto de impuesto a las grandes fortunas que nunca arriba?
Atender a la degradación social de millones de familias no debería admitir demoras o dilaciones. En cuatro meses de cuarentena solo el Frente de Izquierda presentó un programa -y varios proyectos de ley- impulsando medidas de fondo para dar salida a esos enormes padecimientos.
Hace menos de una semana, durante una reunión virtual, Nicolás del Caño se encargó de recordárselo al propio presidente. Allí también le señaló el geométrico crecimiento de la brutalidad policial, expresado en los múltiples casos de gatillo fácil. La concentración de muertes en manos de la Bonaerense dice mucho de la tropa que comanda Sergio Berni.
Polarizadores y dialoguistas
Si se atiende a la agenda pública, la política nacional discurre entre el andarivel de la polarización y el del diálogo, ambos presentados como esquemas de construcción posible. La gran corporación mediática, no sin razones, elige presentar a Macri y CFK [2] como variantes semi-silenciosas o semi-públicas de la primera modalidad. La famosa grieta goza de buena salud.
Sin embargo, en la cartografía política nacional, las fronteras entre polarizadores y dialoguistas pueden difuminarse. Patricia Bullrich y Alfredo Cornejo, dos “halcones” del armado cambiemita, firmaron esta semana un texto llamando a la “unidad”. El escrito, que propone convocar a una “mesa de diálogo nacional” tuvo su impulso inicial de la mano de Eduardo Duhalde y Graciela Fernández Meijide. Sin embargo, logró capitalizar las firmas de viejos carcamanes del peronismo menemista, sectores de la oposición patronal y de la misma AEA (Asociación Empresaria Argentina) capitaneada por Techint, Clarín... y Arcor.
En el centro de la política nacional, Alberto Fernández juega al equilibrio imposible. Mientras ensaya variantes de empatía hacia el poder económico, intenta responder a las demandas del votante kirchnerista. Cada paso es un vaivén político, una oscilación para agraciar a algún sector. Un intento impotente de sostener el alto nivel de apoyo conquistado en los primeros meses de cuarentena. Un intento tan utópico como abrazar el agua para contenerla.
La creciente polarización está también en las calles. Hace semanas que ésta se convirtió en un barómetro del humor social, ese que ansiaba investigar la ministra Frederic.
Banderazo mediante, las clases medias y medias altas hicieron oír reclamos y delirios. Mirando espantadas el presente y el futuro, entraron al hipnótico relato de la “amenaza comunista”. Fogoneadas por el poder económico y mediático, reclaman una etérea “libertad” de la que no parecen carecer. Sobre esa heterogénea y reaccionaria marea, junto al 41 % obtenido en octubre, se sostienen las tendencias que habitan el mundo cambiemita.
La clase obrera y los sectores populares, aun habiendo ocupado la palestra callejera en varias ocasiones, no logran aun un impacto de la misma magnitud. Parte de la explicación se halla en el papel traicioneramente conservador de la CGT y las cúpulas gremiales, activas garantes a la hora de amordazar el descontento existente en amplias franjas del pueblo trabajador.
La dinámica de la crisis social y económica plantea en forma cada vez más urgente la necesidad de romper esa obscena tregua, hacer pesar la fuerza de la clase obrera y los sectores populares en las calles. Acompañando aquella, otra necesidad se despliega: la de apostar a poner en pie de lucha a las organizaciones de masas, en los lugares de trabajo, los centros de estudiantes, las barriadas populares. La "alternativa" es que los golpes de las crisis sigan cayendo en la espalda de las mayorías trabajadoras.
Salvando las distancias históricas y sociales, el fantasma del "doble poder" persigue al peronismo desde hace décadas. Crisis y resoluciones han mutado a lo largo del tiempo. La invariante consiste en que el poder bifronte no admite duración eterna.
Cuando Perón ya habitaba suelo argentino, un emblemático periodista del franquismo sentenció
El lema Cámpora al gobierno, Perón al poder no se cumple con el general Perón en su casa de Vicente López (…) el poder entre bastidores se llama influencia. Cuando se vuelve es para mandar, no para dar lecciones de filosofía política. El poder no es una abstracción, sino una manija [3].
Aquellas palabras constituían una declaración de guerra. Un conflicto que se desplegaría en el territorio nacional. De fondo, un enorme ascenso revolucionario sacudía al país desde mayo de 1969. El hombre del destino volvía a la Argentina para imponer un orden: el capitalista.
En aquellas circunstancias el poder bicéfalo resultaba aún más inadmisible en el peronismo. La resolución llegó por la fuerza, de la mano de López Rega, Osinde y la Triple A. La dictadura genocida vino a completar aquella obra que había tenido uno de sus actos más oscuros en los bosques de Ezeiza.
Salvando las distancias temporales y los contextos sociales -disímiles en cantidad y calidad-, el peronismo afrontó otra interna por el mando, ya en este siglo. Un nuevo poder bicéfalo había emergido tras los años críticos de 2001-2002. Los apellidos Duhalde y Kirchner ocuparon el lugar central como contrincantes.
Anunciado desde tiempo antes, tuvo lugar en las elecciones legislativas de 2005, cuando el ascendente kirchnerismo osó enfrentar a su padre político, terminando con el “doble comando” que se arrastraba [4]. Incruento, controlado y sin derramamiento de sangre, aquel “trasvasamiento” creó un nuevo esquema de poder en el peronismo.
Lo derramado, en ese caso, fueron dólares. El erario público nacional, fortalecido por el súper-ciclo de las commodities, permitió alinear y disciplinar a propios y extraños mucho antes de llegar a las urnas. El kirchnerismo capitalizó en ese entonces el alineamiento de gran parte del aparato partidario y la simpatía de amplias capas de las masas.
El equilibrista de lo imposible nada en la escasez. No tiene soja ni dólares. Carece de un mercado mundial en crecimiento. Recibió una administración endeudada sideralmente y no un país en default, como le había tocado en suerte a Néstor Kirchner. Fiel administrador de los negocios capitalistas, Alberto se entregó a una febril negociación para hacer felices a los especuladores internacionales, intentando evitar que la cesación de pagos se convierta en un hecho consumado.
Esa decisión supone, en un futuro ya cercano, apilar dólar sobre dólar para dejar conformes a fondos como BlackRock o Fidelity. Implica, también, allanar el camino para los onerosos pagos que deberán hacerse al FMI. La deuda pública vuelve a ser la soga que ahorca a la nación.
El prestigio propio no compensa el vacío en la caja estatal. Antes de ser elevado a candidato presidencial, Alberto Fernández era una incógnita a ojos de las mayorías populares. Al interior del peronismo, su mérito parecía radicar en sus dotes como operador político. Su figura debió ser construida, militada, asociada a otra más recordada por la población, la de Néstor Kirchner.
Sin embargo, la incertidumbre pesó más que los recuerdos. Tras elegir al delegado, CFK ingresó a la dupla electoral como socia vitalicia. Devenida vigía permanente, se garantizó resortes de poder y lugares de decisión. Desde allí y desde sus extensos silencios, construye su agenda política. También desde su cuenta de Twitter.
En aquel acto que destapó la furia de Hebe y las Madres, el presidente colmó de elogios a “los 24 gobernadores”. La palabra “amigo” sonó reiteradamente. Adjetivando con “querido” o “entrañable”, los alabanzas focalizaron en Juan Manzur o Gildo Insfrán, verdaderos barones feudales.
El discurso rememoró la promesa incumplida de un peronismo federal y moderado. Aquella perspectiva, sin embargo, nunca halló visos de materialidad. El albertismo se liquidó a sí mismo antes de nacer. El actual presidente eligió el equilibrio imposible de la coalición, el vértice de la pirámide, el lugar que -por definición- implica la caída como posibilidad.
Los años neoliberales alteraron la matriz social del partido fundado por Juan Domingo Perón. El llamado mundo del trabajo asistió a una progresiva y constante diferenciación en su seno. La política no podía ser indiferente. Las fracciones existentes en los últimos años vinieron a expresar, según lo ilustró Juan Carlos Torre, “la magnitud del quiebre de la columna vertebral del peronismo” [5].
Sobre esa fractura social se erige el edificio peronista, sostenido por las débiles vigas frentistas inauguradas a mediados de 2019. Las tensiones sociales y económicas van socavando cimientos. Los chispazos actuales anticipan las crisis por venir.
Tal vez 2021 sea el año en que el Frente deje de ser “de Todos”. Pero la pregunta central no es esa, sino quién pagará la crisis económica y social acelerada por los estragos de la pandemia.