www.laizquierdadiario.com / Ver online / Para suscribirte por correo hace click acá
La Izquierda Diario
2 de agosto de 2020 Twitter Faceboock

Semanario Ideas de Izquierda
La vieja/nueva tesis del liberalismo económico argentino
Esteban Mercatante | @EMercatante

Ilustración: Mar Ned-Enfoque Rojo

Una polémica con los planteos de “La paradoja populista, de Pablo Gerchunoff, Martín Rapetti, y Gonzalo de León.

Link: https://www.laizquierdadiario.com/La-vieja-nueva-tesis-del-liberalismo-economico-argentino

El artículo “La paradoja populista”, publicado por Pablo Gerchunoff, Martín Rapetti y Gonzalo de León en la revista Desarrollo Económico de junio, plantea una lectura de las desventuras económicas argentinas de las últimas décadas en clave de un “conflicto distributivo estructural [1]. Este surgiría por el hecho de que existe “una puja también sistemática y persistente entre las demandas sociales y la capacidad productiva de la economía”. Esto lleva a una situación crónicamente inestable, como resultado de que las condiciones de “equilibrio económico” no coinciden con aquellas de “equilibrio social”. La imposibilidad de conciliar las condiciones que llevan al equilibrio macroeconómico y aseguran el crecimiento –siempre en la mirada de los autores sobre lo que serían estas políticas–, con aquellas que satisfacen las demandas sociales, es lo que habría empujado a numerosos gobiernos en la historia argentina, incluso algunos insospechables de “populistas”, a privilegiar “el objetivo de armonía social por sobre el equilibrio macroeconómico”.

El artículo le da una vuelta de tuerca más al argumento de cuño liberal que sostiene que la Argentina “se jodió”, como diría un personaje de Mario Vargas Llosa (escritor a quien seguramente le gustaría mucho el texto en discusión), gracias a las desmedidas pretensiones de las clases subalternas, que nadie desde los años 1930 terminó de ser capaz de llamar al orden. Gerchunoff, ya en 2004, en el libro Entre la equidad y el crecimiento escrito junto a Lucas Llach, ex funcionario del gobierno de Macri, recorría el mismo tópico. En este trabajo buscan explicar por qué no es que la decisión política de determinados gobiernos de aplicar políticas macroeconómicas “inconsistentes” sea “irracional”, sino que es el resultado de estas tensiones sociales. Dicho en criollo, la “irracionalidad” existe, pero está en la sociedad y sus reclamos, no en los gobernantes que deben elegir entre malas opciones.

Quizás por tomar desde el título el tema del populismo, tan recorrido desde 2003 en adelante, o quizás por poner el eje en el “dilema” distributivo (apuntando que solo hay “equilibrio” si se resuelve a la baja) en un momento en el que es poner el dedo en la llaga, el artículo tuvo una amplia repercusión para tratarse de un texto aparecido en una publicación académica. Como era esperable, su público más entusiasta estuvo en los ámbitos más afines a un argumento de este tipo, recibiendo citas aprobatorias en varios artículos de La Nación. Pero no se limitó a circular por allí, sino que sus planteos tuvieron eco en buena parte del espectro ideológico. No sorprende que así sea, ya que se lleva muy bien con las miradas, muy extendidas incluso en buena parte de la “heterodoxia”, de que puede haber un camino de desarrollo y redistribución –así no sea moderada– que pasaría por superar los “desequilibrios macroeconómicos”, todo hecho sin afectar sustancialmente las condiciones constitutivas del capitalismo dependiente argentino.

El meollo argumental

Ya desde la dedicatoria, el planteo de “La paradoja populista” se declara tributario de Adolfo Canitrot, quien en 1975 publicó “La experiencia populista de redistribución de ingresos”, aunque le agregan una mirada más explícitamente antipopular. El marco analítico en el que se apoya el artículo está desarrollado en un trabajo previo de dos de los autores [2].

El argumento empieza por definir las coordenadas del equilibrio macroeconómico, que tiene a su vez dos patas. La primera es el “equilibrio interno”, que sería una economía en situación “equivalente al pleno empleo”. La otra pata es el “equilibrio externo”, es decir una balanza de pagos (las transacciones de bienes, servicios, rentas y operaciones financieras con el resto del mundo) que no tiene al déficit ni al superávit excesivo.

Como en cualquier argumento del mainstream económico que se precie, la cuestión se desarrolla a partir de ecuaciones y gráficos. Cada equilibrio, interno y externo, se presenta como una línea en el gráfico, como se puede ver a continuación.

El punto S, que sería el “equilibrio social”, como vemos solo intersecta la línea de “equilibrio interno” pero no la de “equilibrio externo”. Se alcanza con un tipo de cambio más bajo (moneda nacional más fuerte en su cotización respecto del dólar).

Tomando como variable central de análisis el tipo de cambio, existe un conjunto de combinaciones entre tipo de cambio y políticas expansivas (“ya sea de forma directa, por ejemplo, vía un aumento del gasto público; o indirecta, por ejemplo, incentivando la liquidez del sector privado”) en las que se produce “equilibrio interno”, que dibujan una primer línea en el sistema de coordenadas XY. Otra serie de combinaciones de tipo de cambio y políticas expansivas asegura el “equilibrio externo” y dibuja una segunda línea en el gráfico presentado por los autores. La intersección entre ambas líneas, la de equilibrio interno (pleno empleo) y la de equilibrio externo (balanza de pagos equilibraba) define un punto de equilibrio “que garantiza el cumplimiento simultáneo de los balances externo e interno”. Al nivel del tipo de cambio que corresponde con este punto de intersección, los autores lo denominan “tipo de cambio real de equilibrio macroeconómico”.

La cuestión es que este punto de intersección estaría en contradicción con las demandas sociales, dada “la relación inversa existente entre el tipo de cambio real y el salario real”. No hace falta explicar demasiado en la Argentina que un tipo de cambio alto (peso depreciado frente al dólar) conduce a una caída en el poder adquisitivo del salario, es decir, una reducción del salario real. Sobran los episodios recientes (2002, 2014, 2016, 2018 y 2019) que lo ilustran. Este trabajo postula al mismo tiempo la existencia, entonces, de otro equilibrio –el “social”– que “implica una distribución funcional del ingreso compatible con las demandas de la sociedad”. La distribución funcional se refiere a la manera en la que el ingreso total de la sociedad se reparte entre los propietarios de los medios de producción y los sectores asalariados. Este equilibrio social requiere pleno empleo “y simultáneamente un nivel de salario real lo suficientemente alto, igual o mayor a las aspiraciones, que están históricamente conformadas”. “Es concebible”, afirman Gerchunoff y compañía, que el equilibrio social y el macroeconómico coincidan en un mismo punto. Pero los autores se enfocan en aquellos casos en que esto no ocurre, y en los que, por el contrario, las demandas sociales determinan un punto, en las coordenadas del gráfico utilizado por los autores, con un tipo de cambio más bajo (dólar más “barato”) que el requerido para el equilibrio macroeconómico. El equilibrio social “se da con un desequilibrio insostenible de las cuentas externas”. Esto, sostienen, “revela que las demandas sociales son mayores a las que permite el equilibrio macroeconómico”. Es más bien una manera complicada de decir lo que el economista de Cambiemos Javier González Fraga (el mismo que como presidente del Banco Nación desde 2017 refinanció hasta el año pasado los USD 300 millones a la patronal fugadora de Vicentin) dijo más llanamente en 2016: “le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior”.

Está idea de que se trata de aspiraciones que exceden lo que “puede permitirse” la economía, es reforzada por la manera dicotómica en la que se caracterizan los dos equilibrios en el artículo.

El valor del tipo de cambio real compatible con el equilibrio macroeconómico está definido por variables estructurales de la economía (stocks sectoriales de capital, dotación de riqueza natural, productividad, términos de intercambio de largo plazo y otros), mientras que el que es compatible con el equilibrio social está definido por una determinada estructura de valores, aspiraciones y normas de justicia social.

Resulta inevitable que esta dicotomía entre lo “estructural” y lo “valorativo” o “aspiracional” nos recuerde al proceder que criticaba Marx en la forma de proceder de los economistas, que separa aquello que es “natural” (las relaciones de producción burguesas) de lo “artificial” (las formaciones sociales que la precedieron). Acá lo “natural” sería que las clases subalternas se llamaran al orden y aceptaran el “equilibrio macroeconómico”, y lo “artificial” la indisciplina que no permite alcanzar ese punto.

La existencia de no uno, sino dos equilibrios, determina que habrá “dos centros de gravedad por los que orbita la economía”. La llamada “paradoja populista” que caracterizan los autores estaría dada por la dificultad de los gobiernos para llevar adelante políticas tendientes al equilibrio macroeconómico como resultado de las presiones sociales. Al tratarse de un desequilibrio distributivo estructural, casi todas las administraciones, independientemente de su signo político, serían llevadas a tomar medidas que atentan contra el equilibrio macroeconómico en función de sostener el equilibrio social. Pero a la larga o a la corta, dependiendo de una serie de factores de la economía local e internacional, esto lleva a que el desequilibrio macroeconómico característico de la pretensión de satisfacer el “equilibrio social” no pueda sostenerse; los gobiernos que lo intentan terminan aplicando políticas de signo contrario o preparando las condiciones para que sean sus sucesores quienes encaren el ajuste.

Los autores dedican un párrafo a analizar por qué “las aspiraciones de una sociedad” –es decir la “desmedida” pretensión de acceder a un empleo sin resignar niveles salariales– “pueden estar tan alejadas de lo que la economía puede ofrecer”. Como “las aspiraciones de los ciudadanos no son observables”, no queda más que “conjeturar tanto sobre su génesis como sobre la incidencia de esas aspiraciones en el comportamiento social”. Entre otras consideraciones que realizan acá los autores, resalta la incidencia de la experiencia pasada. Lo que buscan poner de relieve es que “circunstancias excepcionales pueden dejar marcas indelebles sobre nuestras aspiraciones y comportamiento. Confundir un cambio benéfico transitorio con uno permanente puede, por ejemplo, inducir a un consumo que no se podrá sostener en el tiempo”. Acá se encontraría una de las claves para explicar por qué puede haber un “desequilibrio distributivo estructural”.

Con estas coordenadas definidas, “La paradoja populista” realiza un apretado recorrido por la historia económica argentina para comprobar su hipótesis.

Medias verdades y grandes omisiones

Como ocurre con todo planteo ideológico, este se apoya en una parte de la realidad, para presentarla de manera deformada. En el caso de Gerchunoff y compañía, el planteo se lleva bien con la noción, con muchos puntos de contacto con la realidad, de que el programa de gobierno de Macri no solo terminó desarticulado por las “inconsistencias” –por decir lo menos– que lo aquejaban, sino por las dificultades que encontró para torcer la relación de fuerzas sociales para favorecer a la minoría de los grandes “dueños” del capital, de los medios de producción, como clase de conjunto, pero especialmente los banqueros y el conjunto de la “patria financiera”, a las prestadoras privadas de servicios públicos, y al agropower [3]. Por decirlo coloquialmente, como hemos señalado en más de una oportunidad, el gobierno de Cambiemos ha sido “todo lo neoliberal que le permitió la relación de fuerzas”. Esta clave de análisis también podría a priori resultar pertinente para entender por qué las promesas de “sintonía fina” realizadas por Cristina Fernández a los empresarios antes de su reelección en 2011, con las cuales se refería a las medidas a tomar para hacer frente a la erosión de las condiciones que habían dado lugar a la recuperación posconvertibilidad, se convirtieron en papel mojado. Ante el agotamiento del esquema posconvertibilidad, se tomaron toda una serie de medidas parciales de ajuste y emparchamiento, pero nada equivalente a lo reclamado por el empresariado [4].

Pero el planteo de “La paradoja populista”, como clave de lectura de la decadencia argentina que pretende ser, destaca por todo lo que queda fuera de su marco de análisis. En primer lugar, es notable que pongan sobre el tapete un “conflicto distributivo estructural” sin poner nunca en primer plano es reverso de los salarios en el “reparto de la torta”, es decir, la ganancia capitalista. No debería sorprendernos, ya que la economía mainstream, a diferencia del marxismo o la corrientes poskeynesianas o neorricardianas, dejan en un conveniente segundo plano la cuestión de la ganancia, y su tasa, como centro gravitacional fundamental de la economía capitalista [5]. La imposibilidad de las aspiraciones distributivas “de la sociedad”, es presentada por los autores, como ya dijimos, como una cosa dada, técnicamente, por las debilidades de la productividad argentina, sin ponerla en ningún momento en relación con las demandas que impone sobre esa distribución la clase capitalista.

La gran ausente en esta construcción analítica de “La paradoja populista” es la clase capitalista –como no podía ser de otro modo–. Un gran obstáculo epistemológico impide a los liberales de ayer y de hoy tomar nota siquiera de la amplia bibliografía escrita sobre la incapacidad que ha mostrado la burguesía argentina para ponerse a la cabeza de cualquier proyecto de desarrollo autónomo nacional [6], cuyas “reticencias inversoras” son las responsables de agravar cualquier “conflictos distributivo”, el que, dicho sea de paso, en el capitalismo es siempre “estructural” aunque no siempre esto se manifieste de igual manera en distintos países y períodos. Apenas al pasar se hace una mención al hecho de que la brecha entre los puntos de equilibrio macroeconómico y social podría cerrarse, hipotéticamente, con un “aumento del stock de capital o la productividad de las actividades transables”, es decir si se registrara un aumento en los niveles de acumulación de capital. En el recorte de la realidad que deben hacer Gerchunoff y Cía. para que cierre el argumento, no cabe ninguna indagación a por qué los niveles de inversión productiva en la argentina son paupérrimamente bajos desde hace décadas. La baja productividad relativa de la economía argentina en la comparación internacional (brecha que viene profundizándose casi sin pausa desde mediados de los años 1970) [7] aparece entonces simplemente como un dato, un límite a las pretensiones de mejora de ingresos de la clase trabajadora y los sectores populares, sin ahondar las raíces que lo explican.

Si lo hubieran hecho, tal vez podrían haber encontrado otros “conflictos distributivos” que pesan sobre el capitalismo dependiente argentino y afectan gravemente el crecimiento, como es el hecho de que el tipo de cambio, que es un determinante de primer orden en la rentabilidad, impacta de manera diferenciada en distintos sectores del capital [8]. Los sectores que producen bienes o servicios transables, es decir sometidos a la competencia internacional, favorecen un tipo de cambio alto, mientras que los que producen mercancías no transables y sectores de las finanzas favorecen un tipo de cambio bajo.

Se comprende entonces por qué el tipo de cambio se transforma en un terreno de disputa recurrente entre las fracciones capitalistas ganadoras con el tipo de cambio depreciado y las que se benefician con una moneda fuerte. El valor de la moneda es un punto clave para establecer cómo se reparte la ganancia entre los capitales en el espacio económico nacional [9].

Como hemos argumentado, estas divergencias entre los requerimientos de distintos sectores del capital sobre el tipo de cambio, que se encuentran en las raíces procesos inflacionarios como el de los últimos 15 años [10], explican que un tipo de cambio real depreciado no resulte sostenible en el tiempo [11].

Que el tipo de cambio sea un determinante crucial en la acumulación y que, a la vez, los conflictos, estos sí “estructurales” impidan que tenga un nivel estable, es algo que tiene importantes efectos sobre la rentabilidad esperada de las nuevas inversiones y, por lo tanto, sobre la tasa de acumulación que podemos esperar. Explica por qué los ciclos de inversión tienen una forma más desfasada, con un ritmo más discontinuo que el que caracteriza la acumulación de capital en los países más desarrollados: en los momentos de tipo de cambio alto se utiliza intensivamente la capacidad instalada, pero operan incentivos contrarios a la inversión en capital fijo, impulsando un crecimiento extensivo, mientras que en los momentos de tipo de cambio bajo existen mayores incentivos para la importación de medios de producción. Los capitalistas incorporan la expectativa sobre el tipo de cambio esperable a futuro en sus decisiones de inversión, posponiendo hoy aquellos desembolsos que en un futuro próximo podrían hacerse a un menor costo como consecuencia del encarecimiento de la moneda local. ¿A dónde vamos con esto? A que, considerando el lugar que otorgan los autores al tipo de cambio en su análisis, antes de poner el foco en un conflicto distributivo entre las clases, harían bien en posar la mirada en estas condiciones estructurales que afectan el tipo de cambio e impactan sobre la inversión y la productividad, en vez de considerarlos como dados. Por supuesto, no podemos pedirle peras al olmo: hacer esto les implicaría abandonar su marco analítico y su postura ideológica para realizar una crítica de las condiciones de la acumulación capitalista en el país.

¿90 años del mismo conflicto distributivo “estructural”?

Lo más curioso de la tesis de Gerchunoff, Rapetti y de León es que el “conflicto distributivo estructural” parece no haber variado significativamente desde 1930. Como si el desplome del poder adquisitivo de los salarios desde mediados de la década de 1970 [12] y el aumento del desempleo y la precariedad laboral –sancionada legalmente por numerosas contrarreformas laborales que degradar los derechos incluso para el empleo formal estable– no hubieran alterado significativamente los términos de este “conflicto”. Los autores realizan algunas menciones a la informalidad, pero más bien para señalar lo que esto implica como demanda hacia el Estado (mayores políticas de ingresos como la AUH u hoy el IFE) y no para analizar en qué medida puede sostenerse un hilo de continuidad como el que defienden.

Con un salario real que hoy es, en promedio, el 75 % del de 1970 en el mejor de los casos, resulta difícil argumentar que sea el “conflicto distributivo estructural” la clave explicativa para los recurrentes trastornos macroeconómicos que venimos atravesando. Más bien parecería que la burguesía argentina ha logrado, al menos en parte, “resolver” ese “conflicto” en su favor, mejorando su participación en el ingreso a través de sucesivos episodios de ataque a la clase trabajadora y los sectores populares, sin que esto haya concretado ninguna de las promesas de crecimiento y desarrollo que sugieren los autores.

Otra modificación notable de los últimos años que tampoco les merece un par de menciones a los autores, a pesar de que altera de manera notable las condiciones de su “equilibrio” cambiario, es la apertura de la cuenta financiera desde la dictadura, que creó las condiciones para que desde entonces la clase capitalista argentina fuera el gran protagonista de una fuga de capitales que suma el equivalente a un PBI. Sí mencionan en un par de ocasiones la “dolarización de los ahorros”, pero apenas para señalar que fue uno de los factores que “retroalimentaron al conflicto distributivo argentino”. Pero la fuga de capitales, así como la extranjerización de la economía, la desarticulación y el cariz trunco de la estructura industrial, y el peso de la deuda pública con las crisis recurrentes que esta ha generado, son centrales para comprender la dinámica del capitalismo argentino en las últimas décadas y son las que determinan las condiciones “distributivas”, lejos de poder ser ellas explicadas en clave de un “conflicto distributivo estructural”.

¿Bienaventurados los mansos?

Si este es el conflicto “estructural” que aqueja a la economía argentina e impide el equilibrio macroeconómico que aseguraría el crecimiento, como creen Gerchunoff, Rapetti, y de León, ¿cómo se resolvería? Aceptando los términos del planteo, la única salida, evidentemente, pasaría por que los “responsables” del conflicto, que es la clase trabajadora con sus pretensiones desmedidas, resigne aspiraciones. Sugieren alguna variante de “una propuesta más audaz basada en un intercambio entre trabajadores y empresarios, en el que los primeros cedan ingreso presente a cambio de dividendos futuros”, como puede ser otorgando a los primeros participaciones accionarias o alguna variante similar. A propósito de esta sugerencia, comentaba Fernando Rosso:

Traté de imaginarme concretamente la cuestión: habría que ir a hablar de buena onda con Paolo Rocca, Marcelo Mindilin, con la familia Macri o con Marcos Galperín y decirles: “Miren, aceptamos rebajarnos el salario, implementar una reforma laboral que aumente nuestra explotación presente, pero a condición de que cuando las empresas crezcan y se valoricen gracias nuestro esfuerzo, podamos compartir algo de los beneficios futuros”. No sé por qué tengo la sensación de que hasta incluso pueden llegar a aceptar la propuesta para la actualidad y en el futuro: “Si te he visto no me acuerdo”. Después dicen que los socialistas somos utópicos.

No hace falta agregar mucho más. Pero además de pedirnos que seamos demasiado crédulos con los compromisos que pueda realizar la burguesía argentina realmente existente y las empresas extranjeras que valorizan su capital en el país, no está muy claro qué podría resultar de este generoso aporte que proponen los autores a las clases subalternas. En las condiciones de una economía mundial que hace décadas impone a los países dependientes profundizar su especialización en los commodities o participar de una carrera hacia el abismo, la idea de que esta solución del “conflicto distributivo estructural” pueda ser la piedra de toque del despegue, además de echar todas las cargar sobre el peso de la clase obrera, se parece bastante al pensamiento mágico respecto de las potencialidades del capitalismo argentino y su decadente burguesía “nacional” [13].

Un consenso transversal

La idea de que las aspiraciones de la clase trabajadora y los sectores populares deben ajustarse a las limitadas condiciones de la productividad argentina permea mucho más allá de quienes abiertamente sostienen una tensión o contradicción entre distribución y crecimiento como la de Gerchunoff y Cía. El enfoque de que, para lograr y sostener los equilibrios macroeconómicos sería necesario primero exportar para crecer (así sea cerdos a China) y en todo caso después “distribuir”, que permea a buena parte de los funcionarios del actual oficialismo, parece tributario de pensamientos con muchos puntos de contacto aunque se referencien en otras corrientes teóricas. Sin expresarlo de la manera rabiosa de los liberales, hemos visto cómo economistas afines al actual oficialismo hablaron de “congelar la distribución del ingreso” que había dejado Macri, es decir convalidar un primer robo a los salarios. El pacto social que lanzó como idea Alberto Fernández, y con el cual sigue coqueteando, se mueve en igual sentido. Desde los inicios de la actual administración todo apuntaba a “sincerar” expectativas a la baja, lo cual ahora “inevitablemente” ocurrirá de manera recargada como resultado de los efectos económicos del Covid-19.

Ahora, de cara a una pospandemia para la cual la clase capitalista ya se viene preparando, el gobierno de Alberto Fernández en el mejor de los casos deja hacer aunque diga lo contrario, como vimos con Techint o la expropiación que no fue de Vicentin, y en el peor les arma leyes a medida como la de teletrabajo. Por último, la burocracia sindical, cuya invariante es adecuar las “demandas” del movimiento obrero disciplinándolo en función de las necesidades del capital, no aporta muchas evidencias para sostener que hay un “conflicto distributivo estructural. Pero sí parece compartir con Gerchunoff, Rapetti y de León la idea de que siempre es necesario “poner el hombro”. Ahora no solo se entusiasman con algún pacto social, sino que los popes de la CGT vienen de reunirse con las centrales empresarias y acompaña pedidos de menos impuestos y por un acuerdo con los acreedores, sin decir palabra de los cientos de miles de empleos que ya se han destruido desde el comienzo de la pandemia.

Desde la clase trabajadora y los sectores populares debemos tener una cosa bien clara: la cuestión no pasa por un “conflicto distributivo estructural” que se “resuelva” con salarios cada vez más ajustados y condiciones laborales degradadas como las que viene imponiendo y buscará profundizar la clase empresaria aprovechando el chantaje de la desocupación. Pasa por el atraso y la dependencia que la clase dominante argentina, atada por mil lazos al imperialismo y empeñada en fugar la mayor parte de sus ganancias a paraísos fiscales, no puede más que perpetuar. Solo mediante la más amplia movilización, con un programa para que la crisis la paguen los grandes empresarios, los bancos y los especuladores, y el agropower, será posible cortar el círculo vicioso que nos impone el capitalismo dependiente argentino.

Te puede interesar: Ante una catástrofe sanitaria, social y económica: qué propone el PTS-Frente de Izquierda

 
Izquierda Diario
Seguinos en las redes
/ izquierdadiario
@izquierdadiario
Suscribite por Whatsapp
/(011) 2340 9864
[email protected]
www.laizquierdadiario.com / Para suscribirte por correo, hace click acá