Si la historia no puede ser un mero registro de hechos pasados y se revela en toda su dimensión en los instantes de peligro, el itinerario de un hombre que se fusionó con la historia bien puede narrarse a través de sus dilemas. Esos momentos en los que debe tomar decisiones trascendentales, sin que ningún resultado esté asegurado de antemano y cuando se abren ante sí múltiples posibilidades. Tariq Ali eligió esta segunda estrategia para escribir sobre el líder de la Revolución rusa a cien años de aquel acontecimiento que terminó de inaugurar el corto siglo XX.
En Los dilemas de Lenin (Alianza Editorial, 2017), pinta al hombre que mejor expresó la síntesis de la historia de Rusia y del movimiento obrero europeo. Su texto está lejos de los hagiógrafos que lo transformaron en un santo bizantino, sagrado, casto, infalible y concebido con el único objetivo de ser adorado. El estalinismo no sólo embalsamó los restos de Lenin, también momificó sus ideas. Por eso, el escritor pakistaní se sumó a la tarea de otros tantos que intentaron recuperar al Lenin real y viviente.
Cuando reflexiona sobre el dilema que para Lenin contuvo la Primera Guerra Mundial y sobre todo la traición de la socialdemocracia alemana votando los créditos de guerra, Tariq Ali repasa toda la historia del internacionalismo desde los cartistas ingleses hasta la puesta en pie de las internacionales; cuando analiza la disyuntiva que plantea la dinámica de la Revolución rusa, se remonta a la historia de las revoluciones (burguesas y proletarias), a las leyes generales que la teoría extrajo de ellas y a las diferencias específicas que imponían las circunstancias nacionales; cuando escribe sobre el dilema de la relación entre la toma del poder y la Guerra Civil, se interna en los debates militares sobre el carácter de la guerra y en la necesidad de que el Ejército Rojo fuera “todo lo napoleónico que le permitiera la relación de fuerzas”; cuando analiza el modo en que Lenin abordó sus dilemas personales y específicamente su vínculo con Nadia Krúpskaya y con Inessa Armand, recorre toda la historia del protagonismo de las mujeres en la tradición revolucionaria rusa y los años de oro inmediatamente posteriores al triunfo de Octubre, cuando derechos que en otras naciones tardaron siglos en conquistarse (y en algunos países nunca tuvieron lugar) se lograron en meses. Más allá de que se perdieran en el “termidor sexual” que, como en tantos otros terrenos, impuso la larga noche estalinista.
Populismo y utopía
Para pensar la prehistoria de los revolucionarios que antecedieron a Lenin y al triunfo del marxismo en el movimiento obrero ruso, Ali se remonta a los tiempos de la hegemonía del populismo y el anarquismo en la segunda mitad del siglo XIX. Las condiciones de su emergencia, auge y caída. Pasa revista a la atmósfera política y literaria que moldeó a la intelligentsia y al movimiento terrorista. La influencia que tuvo en toda una generación el ensayista, historiador y novelista N. G. Chernyshevski, parte de una escuela social-realista de escritores y críticos que intentó conectarse con el creciente movimiento de los razochyny (terroristas). Recluido en la Fortaleza de Pedro y Pablo (había sido detenido por sus convicciones políticas), Chernyshevski escribió una novela utópica cuyo protagonista es un revolucionario entregado que lo sacrifica todo por la causa; su título suena familiar: ¿Qué hacer?.
Toda esta trama no tuvo una importancia meramente académica o intelectual para la formación de la personalidad de Lenin, se introdujo en su vida íntima y de forma abrupta. Su adolescencia terminó el día que le dieron la noticia del asesinato de su hermano, integrante activo de un grupo terrorista y que había participado del intento de asesinato del zar. Alexander Ulianov fue ahorcado el 8 de mayo de 1887 cuando tenía diecinueve años. Lenin había alcanzado los diecisiete y desde ese momento en los círculos politizados y radicales de la vieja Rusia pasó a ser el hermano menor. Probablemente ya iba creciendo dentro suyo un deber político: sacar las conclusiones de los combates de una generación valiente, aunque estratégicamente equivocada, y un desafío personal: que la muerte de su hermano –a quien había estado muy unido– no se haya producido en vano. Isaac Deutscher reveló que el nombre del hermano no aparece en ninguno de los libros de Lenin, ni en sus artículos ni en sus discursos, y ni siquiera en las cartas a su madre y a sus hermanas. Pero, considera que “no es posible achacar una reticencia tan extraordinaria a la frialdad de sus sentimientos: por el contrario, esa reserva enmascaraba una emoción demasiado profunda como para ser expresada y demasiado dolorosa para que alguna vez fuera posible recordarla con serenidad”. Nada más y nada menos que Winston Churchill escribió –cinco años después de la muerte de Lenin– que “era un hombre joven y muy sensible. Su mente era un instrumento extraordinario. Cuando brillaba su luz, alumbraba el mundo entero, su historia, sus penas, sus estupideces, sus farsas, y sobre todo sus injusticias. Revelaba todos los hechos con gran nitidez –los más desagradables, los más inspiradores– con un rayo de luz igual para todos. Su intelecto era muy amplio, y en algunas fases fue magnífico. Era capaz de una comprensión universal en una medida raramente lograda por los hombres. La ejecución de su hermano mayor refractó a través de un prisma aquel amplio haz de luz blanca: y el prisma era rojo”.
Internacionalismo y guerra
La Gran Guerra y la actitud de los socialistas hacia ella fue otro de las grandes disyuntivas de Lenin.
En el congreso celebrado en Stuttgart (Alemania) en 1907 se había aprobado por unanimidad una resolución redactada conjuntamente por Lenin, Rosa Luxemburgo y Julius Mártov (líder de los mencheviques rusos). La resolución fue acogida “con una ovación apoteósica, prolongada y reiterada, con particular entusiasmo por parte de la delegación francesa”. Ante la amenaza del estallido de una guerra, el deber de las clases trabajadoras y de sus representantes parlamentarios en los países implicados consistía en hacer todos los esfuerzos posibles para evitar el estallido de la guerra por los medios que consideren más eficaces. El Congreso Extraordinario de Basilea (Suiza) reafirmó –con matices– esta posición.
Cuando el 4 de agosto de 1914 los socialistas alemanes decidieron votar a favor de los créditos de guerra en el Reichstag, para muchos fue una sorpresa. La decisión se había tomado luego de una reunión interna del grupo parlamentario del SPD: por 78 votos a favor, frente a 14 en contra, se decidió apoyar al imperialismo alemán en la guerra. Luego de votar a favor, tan sólo Karl Liebknecht desafió la disciplina del partido y terminó votando, unos meses después, en contra.
Lenin estaba anonadado por la capitulación de quien en los viejos tiempos había sido su maestro y referente europeo, Karl Kautsky. Creyó en un primer momento que la información de la prensa era una falsificación. Al poco tiempo cayó en la cuenta de que el partido líder de la Segunda Internacional había dinamitado el internacionalismo.
El pueblo suizo de Zimmerwald y luego la aldea de Kienthal en el mismo país, fueron sedes para las reuniones del puñado de revolucionarios internacionalistas que se oponían a la masacre. Lenin no conocía a Leopoldo Marechal y no podía conocerlo, pero del laberinto más oscuro en el que se había sumido la humanidad intentó salir por arriba como aconsejaba el escritor argentino.
Gracias a las gestiones de su camarada G. I. Gusev (militante bolchevique), que había sido editor de la Enciclopedia Militar Rusa se hizo de un ejemplar de Vom kriege (De la Guerra) de Karl Von Clausewitz.
Allí el militar prusiano escribió que “es cierto que la guerra misma ha sufrido cambios importantes en su esencia y en sus formas, que la han acercado a su forma absoluta; pero esos cambios no se han producido porque el Gobierno francés se haya en cierto modo emancipado, liberado de la tutela de la política, sino que han surgido de la nueva política que surgió de la Revolución francesa tanto para Francia como para toda Europa. Esa política movilizó otros recursos, otras energías, y por tanto hizo posible una energía en la dirección que además habría sido imposible imaginar”. Lenin se entusiasma y anota al margen: «¡Exactamente!». Y anota también un exaltado «¡Cierto!» cuando lee que Clausewitz escribe: “En términos políticos, una guerra defensiva es una guerra que se libra por la independencia propia. Estratégicamente, una guerra defensiva entraña una campaña limitada a mi combate contra el enemigo en un teatro de guerra que yo mismo he preparado a tal efecto. Que en ese teatro de guerra yo combata defensiva u ofensivamente no supone ninguna diferencia”.
El vínculo entre política y guerra y el estudio de Clausewitz aportaron a su brújula en medio de esa historia de odio, locura y muerte, y prepararon el terreno no sólo para la revolución que derivaría de la contienda, sino también para su episodio más difícil: la Guerra Civil.
De Febrero a Octubre
El siguiente dilema concierne a los objetivos de la revolución en el periodo posterior al triunfo de febrero de 1917 que terminó con la autocracia. El Gobierno que había surgido de aquel primer momento estaba condenado desde el vamos. Comprimir las etapas del proceso revolucionario había dejado de ser una hipótesis teórica y se había convertido en una necesidad práctica. Es posible que algo del grito de Marat (“¡Dictadura o derrota!”) reverberara en esos momentos en la cabeza de Lenin mientras hacía su propio tránsito desde las concepciones de la “dictadura democrática de los obreros y campesinos” hacia la necesidad de la “dictadura del proletariado”. Se produce el salto “permanentista” con las Tesis de Abril y la redirección forzosa de la cúpula del aparato del partido empujado por Lenin en un movimiento de pinzas que incluía su autoridad política y personal y la tendencia incontenible de los obreros avanzados. Partía de muy atrás, porque cuando presentó por primera vez las Tesis, en una reunión del Sóviet, la única que lo apoyó fue la dirigente bolchevique Alexandra Kollontái. Los demás no estaban convencidos. Lenin estaba solo contra todas las facciones de la socialdemocracia rusa, incluida la suya propia, con la excepción de Trotsky.
Quienes plantean en abstracto que la Revolución de Octubre fue demasiado temprana y que la toma del poder por parte del Partido Bolchevique fue un error, no tienen en cuenta que en ese momento había dos opciones: o el gobierno bolchevique o la dictadura de los generales que posteriormente dirigieron al Ejército Blanco en la Guerra Civil. No había salida democrática intermedia o, quizá, una democracia degradada podría haberse instaurado mucho tiempo después sobre los restos humeantes de una masacre dictatorial, social y política. Eso que León Trotsky había previsto teóricamente, se le presentó a Lenin como una opción estratégica ineludible. “Cuando no existe un partido revolucionario, o el que hay ha sido derrotado o decapitado, lo que triunfa es la reacción, no el reformismo”, escribe Tariq Ali para sintetizar las coordenadas del dilema.
Por eso cuando pisó Petrogrado, Lenin planteó que la revolución no podía quedarse en el resultado de febrero, todo lo que no avanzaba iba retroceder: la revolución tenía que ser socialista en su naturaleza, internacional en su perspectiva y permanente en su mecánica.
Revolución y contrarrevolución
Pero la experiencia de la revolución es la experiencia de la contrarrevolución. La insurrección de Octubre fue relativamente “fácil” comparada con lo que se avecinaba. La Guerra Civil delineó la matriz del futuro desarrollo y fijó los límites geográficos, sociales y políticos del experimento en formación. Lenin estaba convencido de que la combinación de la guerra y la revolución iba a provocar una tormenta de fuego revolucionaria por toda Europa y esa previsión fue confirmada por los acontecimientos. En el bienio rojo de 1918 y 1920 una oleada de sublevaciones inundó el continente: Berlín, la Comuna de Budapest, la huelga masiva en Austria, las ocupaciones de fábricas en Italia, son sólo algunos ejemplos. Las coordenadas político estratégicas de la paz de Brest-Litovsk estaban sobredeterminadas por esta hipótesis que se confirmó en los hechos, pero con la ausencia de algún triunfo que vaya en auxilio del sol naciente ruso.
En relación al campo estrictamente militar, los bolcheviques y especialmente Trotsky habían creado el Ejército Rojo, pero mientras los blancos tenían un exceso de oficiales y necesitaban soldados, los rojos sufrían una tremenda escasez de oficiales cualificados.
En ese contexto, Tariq Ali rescata la figura del exoficial del Ejército Imperial que pasó a prestar servicios para el Ejército Rojo, Mijaíl Tujachevski. Un militar de gran talento que había combatido en la Primera Guerra Mundial, fue prisionero de los alemanes en 1915 y fue encarcelado en la fortaleza de Ingolstadt. Tuvo un compañero de cautiverio que no le tenía mucha simpatía y que estaría llamado a protagonizar un capítulo entero de la historia de Francia: Charles de Gaulle.
El itinerario de Tujachevski le sirve de excusa a Tariq Ali para preguntarse sobre el carácter global de la Guerra Civil y sobre su naturaleza militar y social.
Tujachevski terció en un debate del que fueron protagonistas Mijaíl Frunze, viejo soldado y teórico bolchevique, y el mismo Trotsky. Frunze estaba convencido de que era necesaria una nueva “ciencia de la guerra proletaria”, que debía expresar el carácter social de la clase trabajadora, hegemónica en la nueva sociedad. Esto implicaba una “democratización” un poco anárquica de la organización del Ejército, la supremacía de la ofensiva sobre la defensiva y de la maniobra sobre la posición. Puntos de vista similares se habían expresado en el terreno político en el seno de la Tercera Internacional. Como es sabido, Trotsky no coincidía con esta visión. Tujachevski tampoco, pero compartía algunos aspectos: lo que Frunze creía que era la differentia specifica de la guerra proletaria, para Tujachevski equivalía a la reaparición de los principios de la guerra revolucionaria, perfeccionados por los ejércitos de Napoleón en los días de gloria de la lucha de Francia contra la Gran Alianza. Trotsky respondía que Francia, a principios del siglo XIX, era el país económica y socialmente más avanzado de Europa, mientras que Rusia era uno de los más atrasados. Por el contrario, el naciente Estado soviético debía adoptar la primacía de la defensa formulada por Clausewitz en el tratado que algunos años antes había leído Lenin [1].
Pero, a propósito de esta polémica de alto vuelo, Tariq Ali se permite reflexionar sobre dos cuestiones más profundas. La primera, a partir de una pregunta: ¿cuál era la base social de aquel conflicto armado? Según la definición de Lenin, los bolcheviques tomaron el poder porque tenían una “mayoría estratégica”: la clase obrera rusa que actuó como fuerza apabullante en las principales ciudades. El campesinado, diez veces más numeroso, se mantuvo neutral, benévolo o apoyó la gesta, pero no con la misma intensidad. Cuando estalló la Guerra Civil, la relación con las masas campesinas cambió debido a los estragos de la guerra en sí. Los blancos, por supuesto, eran aún más odiados o temidos por la inmensa mayoría campesina: lo necesario como para que la victoria militar estuviera asegurada, pero no lo suficiente para estabilizar las bases sociales de un país rodeado y hasta cierto punto devastado. Con ese telón de fondo, salta a la vista el problema principal de la perspectiva de Frunze: presuponía unas fuerzas políticas que no existían. “Era imposible que surgiera una doctrina militar «proletaria» en Rusia en 1920 porque no había un ejército proletario para aplicarla”, sentencia Tariq Ali. El mérito de Trotsky fue su conciencia de la fragilidad de la base social de la guerra. La oposición de Trotsky a la supremacía de la maniobra se fundamentaba en que era un factor común a ambos bandos del conflicto y reflejaba las circunstancias ruinosas de una nación atrasada. En ese sentido, fue fiel al Engels que había escrito: “Nada depende más de las condiciones económicas que el Ejército y la Armada. Las metas, la composición, la organización, las tácticas y la estrategia están en relación directa con el grado del desarrollo de la producción y los medios de comunicación en un momento dado”.
La segunda cuestión está vinculada a las potencialidades y límites del Ejército Rojo como auxiliar “desde afuera” para las insurrecciones o rebeliones en otros países. El fenómeno que a la salida de la Segunda Guerra Mundial impulsó el estalinismo de “revoluciones desde arriba y desde afuera”, con las aberrantes deformaciones que lo caracterizaban en todos los terrenos, tuvo un antecedente en un debate en el que se planteaba como posibilidad más “armónica” siempre con la política y la lucha de clases en el puesto de mando: no era descartable ir en auxilio de la clase trabajadora de cualquier país, siempre que esté preparada para la mano auxiliadora que se le tiende.
Con los ojos de las mujeres
El apartado sobre la “cuestión de la mujer” incluye también el dilema personal de Lenin: su vínculo con Nadia Krúpskaya y su historia con la militante bolchevique Inessa Armand. Pero, Ali no se detiene a analizar, mucho menos a juzgar, la forma que Lenin, Inessa y Nadia resolvieron esa historia de un amor como no hay otra igual. Tampoco reduce la “sensibilidad” de Lenin a la trillada “teoría del vaso de agua”, que efectivamente pronunció, pero que en muchas ocasiones fue interesadamente descontextualizada. Lo interesante es que coloca el eje en las mujeres y rastrea la dimensión –siempre de vanguardia– que la cuestión tuvo en la tradición socialista (los textos tempranos de Engels y de August Bebel e incluso el pensamiento del utopista francés Charles Fourier). Destaca la gravitación de las mujeres en la tradición revolucionaria rusa (la alta proporción que había en las filas del terrorismo decimonónico es un ejemplo) y el importante papel en las dos revoluciones de 1917, profundizando el rol que habían tenido en 1905. De hecho, el puntapié inicial del levantamiento de febrero fue una huelga de mujeres de la industria textil “en su doble papel de obreras y, en muchos casos, de esposas de los soldados del frente”. Personalidades como la de Alexandra Kollontái, Inessa Armand (cuyo rol termina injustamente opacado por aquellos que la reducen a “la amante de Lenin”) o la misma Nadia Krúpskaya eran el producto de toda esa historia.
La legalización del aborto, la aprobación del matrimonio civil (para disputar el monopolio con la iglesia), del divorcio, la aprobación de medidas que tendían a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la búsqueda de mayor peso de la voz y la opinión de las mujeres en los debates públicos y en torno a la familia (se llegaron incluso a explorar nuevas formas arquitectónicas que acompañen las transformaciones sociales como los diseños del arquitecto constructivista Moisei Ginzburg), el amor, la libertad sexual o el cese de la persecución legal a homosexuales, fueron algunos de los derechos democráticos conquistados en aquellos primeros años.
El experimento de la Zhenotdel, la Secretaría de la Mujer del partido, liderada exclusivamente por mujeres (entre sus responsables estaban Inessa Armand, Alexandra Kollontái, Sofía Smidovich, Konkordia Samoilova y Klavdia Nikolayeva), editaba el periódico La Comunista y buscaba dar instrumentos para que las mujeres pudieran emanciparse, construir redes que diesen respuesta al “terrorismo patriarcal” que surgió como reacción a la emancipación de las mujeres que estaba en curso. La Zhenotdel estaba imbuida de ese espíritu que recorre el folleto de Lenin El Estado y la revolución, es decir, la idea profundamente dialéctica de que desde el momento exacto en el que se instaura comienza a dejar de ser, porque el Estado de transición no tiene nada que ver con lo que hasta ese momento se conocía como Estado.
Por supuesto, la reacción y la contrarrevolución estalinista hicieron estragos en los años 30 también en este terreno en el que la Unión Soviética retrocedió tanto como en otras áreas de su vida pública y privada.
Los últimos combates y los enemigos íntimos
Lenin tenía el extraño don de que los acontecimientos, en general, le dieran la razón. Quizá eso le otorgaba la confianza para no tener problemas a la hora de autocriticarse o incluso de pedir perdón. En sus notas sobre la cuestión nacional, pidió disculpas a los obreros y especialmente a los georgianos por “no haber intervenido lo bastante enérgica y decisivamente en la tristemente célebre cuestión de la autonomía política”, un entuerto en el que Stalin había metido su tosca mano “gran rusa”. Y a propósito de las deformaciones burocráticas del Estado y del Partido al final de su vida escribió: “Parece que soy sumamente culpable ante los trabajadores de Rusia”.
El último dilema podría presentarse así: ¿cómo poner al partido bajo el escrutinio de las masas y cómo evitar la burocratización mientras se seguía apostando a la revolución internacional? Una contratendencia pasaba por poner al partido bajo el riguroso control democrático de las masas. Pero aquí surgía un inconveniente adicional que fue identificado por Lenin: el bajo nivel cultural de la población en general. Este dilema no pudo ser resuelto: la muerte llegó quizás demasiado temprano en enero 1924. El intento de bloque con Trotsky iba en ese sentido y la alianza concentraba el embrión del programa de lo que luego sería llamado “el trotskysmo”.
Dos anécdotas finales que involucran a adversarios políticos (aunque revolucionarios íntegros) grafican al Lenin portador de una intransigencia estratégica de hierro, pero dotado de una flexibilidad táctica y una gran sensibilidad humana. La expresión de un tipo de revolucionario anterior al barbarismo estalinista y a las subjetividades producidas por su maquinaria monstruosa.
La primera tiene como protagonista a Mártov. Fundador, junto a Lenin, del Grupo para la Emancipación del Trabajo, creado en 1899 en San Petersburgo y que colocó los cimientos del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Tenía casi la misma edad que Lenin (tres años menor) y fueron íntimos camaradas y amigos. El resto es historia conocida: la división entre bolcheviques y mencheviques desde 1903 y el enfrentamiento durante toda la etapa posterior. Trotsky dijo que Mártov constituyó una de las figuras más trágicas del movimiento revolucionario porque “a pesar de ser un escritor de talento, un político con recursos, una mente penetrante y un licenciado en la escuela del marxismo […], su pensamiento carecía de coraje, su incisividad carecía de voluntad. La tenacidad no puede suplir esas carencias”. Pese a todo esto, Lenin tenía una alta consideración de Mártov y cuando estaba grave (murió seis meses antes que Lenin) ordenó que le enviaran dinero y que se asegurasen de que no le falte nada. Fue en esos días en los que “le susurró con tristeza a Krúpskaya: «Dicen que Mártov también se está muriendo»”. Cuando casi no podía hablar, señalaba los libros de su viejo camarada en la biblioteca y hacía gestos para que lo llevasen a visitarlo, objetivo que nunca logró.
La otra anécdota incumbe al príncipe Kropotkin en los días en que había regresado a Rusia después de la revolución y con cierto entusiasmo. “Me han dicho que Vladimir Ilich ha escrito un excelente libro sobre el Estado –afirmó el viejo anarquista– que todavía no he leído, donde plantea el pronóstico de que al final el Estado se desvanecerá por sí solo. […] Tan sólo por ese rayo de luz arrojado sobre las enseñanzas de Marx, Vladimir Ilich se ha ganado mi más profundo respeto. […]”.
Tuvieron una entrevista solicitada por Lenin, debatieron sobre el Estado, la autoridad, el funcionariado y los peligros profesionales del poder. Lenin trató de explicarle que no se puede hacer una revolución de guante blanco. “Seguimos cometiendo muchos, muchos errores –se lamentó Lenin ante Kropotkin–; corregimos todo lo que puede corregirse; admitimos nuestros errores —que a veces son simplemente consecuencia de nuestra estupidez. […] Usted debería ayudarnos, hacernos saber cuándo ve algo que está mal; puede estar seguro de que acogeremos sus comentarios con la máxima atención”. Pero, Lenin admiraba a Kropotkin sobre todo por su importante libro sobre la historia de la Gran Revolución francesa y creía que sería un aporte fundamental su lectura por la mayor cantidad de personas, por eso quería reeditarlo. Kropotkin se sintió halagado, pero desconfiaba y se produjo el siguiente diálogo:
–Kropotkin: ¿Pero quién lo publicaría? No puedo permitir que lo haga la Editora del Estado.
–Lenin: No, no. Bueno, por supuesto, la Editora del Estado no, sino una cooperativa editorial.
Dicen que el diablo está en los detalles, a veces la sensibilidad también.
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El libro de Tariq Ali es un aporte porque profundiza –con un saber erudito– en los fundamentos de respuestas que se conocían. Evidentemente, el intelectual pakistaní tiene más lucidez para pensar el pasado que el presente. Pero sobre todo, es interesante porque plantea preguntas sobre las que vale repensar: ¿qué hubiera pasado si Lenin hubiese vivido diez años más? Es conocida la respuesta de Krúpskaya, que afirmaba que estaría perseguido o encarcelado, pero ese contrafáctico habla más de la posición clara en la que se hubiera ubicado Lenin, en el extremo opuesto del estalinismo, antes que precisar necesariamente cómo hubiesen ocurrido los hechos. ¿Qué rol podría haber cumplido el hombre clave de la revolución en tiempos de contrarrevolución? ¿Qué fortaleza hubiese tenido un bloque interno con Trotsky para batallar en tiempos hostiles? ¿Qué gravitación hubieran alcanzado sus combates y sus aportes en la Tercera Internacional cuando se produjo la Huelga General inglesa de 1926 o cuando estalló la primera Revolución China en 1927?
Nadie puede tener certezas sobre estos interrogantes, pero constituyen un ejercicio crítico válido para repensar el itinerario del “loco” que (parafraseando el texto literario de Lenin con el que Tariq Ali cierra si libro) “ascendió a las altas montañas” de la Historia y la hizo avanzar a pasos agigantados, articulando planes que le permitieron cumplir los que quizá son los mejores sueños: precisamente aquellos que se sueñan despierto.