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La Izquierda Diario
20 de septiembre de 2020 Twitter Faceboock

SEMANARIO IDEAS DE IZQUIERDA
El imperialismo hoy: ¿hacia un “caos sistémico”?
Esteban Mercatante | @EMercatante

Ilustración: Mar Ned - Enfoque Rojo

En dos meses las elecciones en EE. UU. definirán si continúa Donald Trump por 4 años más, o regresan los Demócratas a la Casa Blanca con Joe Biden. Los dos escenarios pueden marcar un cierto punto de inflexión, por diversos motivos. Una nota saliente durante este primer mandato de Trump fue la ubicación rupturista –con logros dispares– respecto de los dispositivos con los que EE. UU. articuló su dominio desde la Segunda Guerra Mundial, desentendiéndose de los aspectos más “multilaterales” en favor de un unilateralismo más exacerbado.

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En plena cuenta regresiva, Trump no se privó de imponer que el Banco Interamericano de Desarrollo sea presidido, por primera vez de su fundación, por un ciudadano de EE. UU., contrariando una norma no escrita aceptada desde la fundación de la institución, a instancias del propio imperialismo norteamericano.

Un punto de coincidencia de la mayor parte de los análisis es que la agresividad y el unilateralismo son muestras no de fortaleza sino de debilidad. La mayor agresividad exhibe un intento de revertir, por la fuerza, un retroceso expresado en las más variadas dimensiones.

Continuando con los debates sobre el imperialismo hoy, en este artículo queremos discutir un marco conceptual para abordar las implicaciones del retroceso norteamericano y su respuesta para mantener la primacía mundial que seguiremos profundizando en esta serie.

Las contradicciones de la internacionalización productiva

Como señalábamos en un reciente artículo, “la internacionalización productiva benefició a las multinacionales de los países imperialistas aunque estos hayan quedado relegados en materia de crecimiento”.

Como observa Claudio Katz, “las ganancias del sector más globalizado de las clases dominantes contrastan con las pérdidas del tradicional segmento americanista” [1]. El país que se puso a la cabeza de la globalización y cuyas empresas se ubicaron entre las principales ganadoras, sufrió un revés en su posición relativa como resultado de alcanzar sus objetivos. “El éxito inicial de la primera potencia en la globalización ha derivado en el repliegue actual” [2]. La consecuencia, como señala Perry Anderson en un artículo con el que ya hemos polemizado, es que “la primacía norteamericana no es ya el corolario de la civilización del capital” [3].

¿Frente a quién viene retrocediendo EE. UU.? No lo viene haciendo frente a la Unión Europea (UE), es decir, Alemania, ni frente a Japón, los países imperialistas que unas décadas atrás aparecían como los grandes candidatos a superar a EE. UU. en materia de desarrollo y competitividad, y capaces de disputarle el dominio global. Ambos países tuvieron frente a la internacionalización productiva estrategias que les permitieron a sus capitales sacar provecho de la misma, pero también han visto un fuerte retroceso en su posición global. Tanto en poder financiero como en capacidad de innovación, algunos de los pilares –junto con el desarrollo militar en el que ambos países también son limitados– de la competencia por el liderazgo mundial hoy, ambos competidores se vieron relegados, aumentando su brecha con EE. UU. En distinta medida y por distintas vías en cada caso, se ven también afectados por las condiciones del desarrollo desigual internacional que venimos analizando, que beneficiaron a sus firmas multinacionales pero al precio de desplazar su lugar en el terreno internacional. En detrimento de ellos avanzaron casilleros países como China.
Esto alimentó durante la última década las ideas de que podíamos estar rumbo a un mundo más multipolar, cuando en realidad contribuyó a catalizar las tendencias hacia un creciente “desorden mundial”.

Controversias sobre capital global y estados nacionales

¿En qué perspectiva se inscribe el declive relativo de EE. UU., a pesar del cual todavía sigue llevando la delantera por varios cuerpos en capacidad de despliegue de poder mundial?

Tenemos una primer mirada que señala que, a pesar de lo que parece, la posición de EE. UU. y su dispositivo de dominio no se alteró significativamente. Es lo que afirman Leo Panitch y Sam Gindin, con quien ya polemizamos en varias oportunidades. En 2019, a tres años del gobierno de Trump, reafirman su perspectiva sobre la vitalidad del “imperio informal” norteamericano. Trump sería expresión de una “crisis política” en la principal potencia, pero las capacidades determinantes de EE. UU. para dominar, en el Tesoro y el departamento de Estado, no estarían desgastadas de manera significativa [4]. La idea de que EE. UU. continua sosteniendo exitosamente una gobernanza global coordinada con las demás potencias y otros países gravitantes pudo mostrarse –al menos a primera vista– ajustada a la realidad una década atrás, pero va quedando cada vez más desenfocada con el paso del tiempo, y no puede explicar a Trump.

Aunque parte de presupuestos muy diferentes a los de Panitch y Gindin, la idea defendida por William Robinson sobre el capitalismo globalizado como una transformación cualitativa que dio lugar a una clase capitalista trasnacional y empuja, en paralelo, a la conformación de un Estado global o trasnacional, termina teniendo puntos de contacto con el planteo de Panitch y Gindin –y encuentra dificultades similares–. El aparato estatal norteamericano es, de acuerdo con Robinson, el que es utilizado por las elites trasnacionales para extender y consolidar el sistema capitalista global. En él se concentran todas las presiones y contradicciones del sistema, sobre las que debe actuar coordinando las intervenciones de otros Estados [5]. La tesis de la clase capitalista y el estado trasnacional extrapola de manera unilateral la creciente internacionalización de un sector de la clase capitalista, que es el que en muchos aspectos fue el más dinámico de las últimas décadas, pero está lejos de expresar a toda la clase capitalista. Ni siquiera en estos sectores del capital más trasnacionalizado puede hablarse realmente de una pérdida de base nacional [6], aunque sí puede hablarse, como hace Michel Husson, de un cierto “distanciamiento” respecto de su país de origen. Este se debe al hecho de que

las grandes empresas tienen el mercado mundial por horizonte y que una de las fuentes de su rentabilidad reside en la posibilidad de organizar la producción a escala mundial con vistas a minimizar los costes. Nada les obliga a recurrir al empleo doméstico y sus salidas están en gran medida desconectadas de la coyuntura nacional de su puerto de amarre [7].

León Trotsky señalaba que el capitalismo “ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus tendencias hasta el fin”. Esto se expresa claramente en la contradicción que podemos ver entre la internacionalización de las fuerzas productivas, que trasformó la economía mundial en una “realidad superior”, que “impera en los tiempos que corremos sobre los mercados nacionales” [8], y la permanencia de los Estados nacionales como el terreno donde se articulan las relaciones de producción.

Cada Estado, dice Husson, busca “combinar los intereses divergentes de los capitales orientados al mercado mundial –y que organizan la producción en consecuencia– y los del tejido de empresas que producen para el mercado interior” [9]. Al mismo tiempo los Estados “tratan de garantizar una regulación nacional coherente y al mismo tiempo las condiciones de una inserción óptima en una economía cada vez más globalizada” [10], objetivos en muchos aspectos contradictorios. Como argumenta Spyros Sakellaropoulos, si bien el Estado nacional ha cedido algunas funciones de regulación a ámbitos supranacionales configurando una relación compleja que “trasciende en mucho la relación unidimensional Estado-Entidad supranacional”, continúa siendo el ámbito privilegiado en el que se constituyen las relaciones de clase, es decir, el dominio sobre el proletariado el resto de las clases subalternas. Por eso, concluye que en “un contexto más internacionalizado y más intensamente capitalista, los estados continúan preocupándose por la defensa de su burguesía nacional tanto contra las clases trabajadoras nacionales como contra otras burguesías nacionales en competencia” [11].

Tenemos otra tesis del “capitalismo globalizado”, postulada por Ernesto Screpanti, que, al contrario de la tesis de Robinson, sostiene que no hay un Estado que se haya transformado en el garante de la reproducción global del capital. Por el contrario, es el propio capital trasnacional el que domina este proceso. Estados no desaparecen, ni mucho menos, pero “las acciones políticas de las grandes potencias tradicionales debe ser torcida para servir a los intereses colectivos del capital multinacional”. Se configura “una gobernanza global sin soberano (en vez de sin Estado)” [12]. Por “primera vez en cinco siglos, los estados de las potencias imperialistas preexistentes están perdiendo su soberanía y, con ella, su capacidad para gobernar la acumulación”, afirma Screpanti [13]. Un corolario importante para Screpanti es que “las rivalidades interestatales siguen existiendo, pero no son disruptivas en la medida en que las políticas nacionales son condicionadas por el capital multinacional y sus ‘mercados’” [14].

El capital multinacional, al contrario de lo afirmado por Screpanti, no se transformó en una fuente de poder y soberanía autónoma. La internacionalización productiva, es cierto, fortaleció los mecanismos característicos a través de los cuales la acumulación de capital moldea y “disciplina” la operación de los Estados capitalistas. Pero no se trata de una relación unidireccional. Ni tampoco se comprueba una tendencia irreversible hacia más globalización, como la afirmada por Screpanti. Por el contrario, la tendencia hacia una mayor internacionalización se encuentra frenada, al punto que hay quienes llegan a hablar –con cierto apresuramiento quizás– de “desglobalización”. Como resultado del debilitamiento de la acumulación de capital vinculado a consecuencias duraderas de la Gran Recesión, pero también de Trump y su “América primero”, y más recientemente de las “guerras comerciales”, muchas multinacionales han congelado la expansión de sus cadenas de valor internacionales. Por eso, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés) se refiere al período que va desde 1990 hasta hoy como uno en el que “la producción internacional vio dos décadas de rápido crecimiento seguida de una de estancamiento”. Los “flujos de inversión transfronteriza en activos productivos físicos dejaron de crecer durante la década de 2010, el crecimiento del comercio se enlenteció y el comercio a través de las cadenas globales de valor declinó” [15].

Volviendo a EE. UU., el trasfondo del trumpismo, del que no pueden dar cuenta enfoques como los de Robinson o Screpanti, es una división profunda en la burguesía norteamericana [16], que se da sobre todo entre una gran burguesia mayormente globalista y una burguesía mediana donde priman sectores más deseosos de protección del mercado interno, que se identifican con el “americanismo”. Estas brechas son acicateadas además por los devastadores efectos que dejó la Gran Recesión en sectores extendidos de la sociedad.

Otra mirada, más englobadora y de largo alcance para el análisis el ascenso y caída de las potencias, es la que desarrolló el fallecido Giovanni Arrighi. Este propone la existencia de ciclos de hegemonía, de más o menos un siglo de duración, que se remontan desde las ciudades-estado italianas en el siglo XII hasta los EE. UU. hoy. El recorrido que realiza Arrighi por casi 800 años de ciclos de hegemonía, ilumina muchos aspectos y plantea hipótesis sugerentes sobre cómo cada uno se caracterizó por combinaciones específicas de expansión territorial y acumulación económica (las dos variables cuya relación contradictoria ordena la sucesión). Una conclusión de su trabajo, de gran utilidad para abordar las coordenadas del mundo que se está configurando, es que cada ciclo de hegemonía concluye con un período de “caos sistémico”, el que el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo no acaba de nacer. Otra gran intuición que expresó cuando pocos lo hubieran imaginado, es el ascenso de China. Pero Arrighi unió esta previsora proyección a una expectativa, con poco sustento, de que China pudiera desplazar la hegemonía norteamericana para establecer un orden de mercado no capitalista, es decir el cierre definitivo de los ciclos de hegemonía que analizó para entrar en otra etapa diferente. El gran ausente en la construcción de Arrighi, como le señalaron los más variados críticos y reconoció incluso el propio autor, son los sujetos sociales.

Esta omisión de Arrighi no es una menor. Deja a los ciclos de sucesión de potencias y las dinámicas de sus enfrentamientos como un resultado de tendencias puramente objetivas. En la tradición marxista clásica, a la que Arrighi propone darle la espalda casi al comienzo de su recorrido teórico cuando escribe La geometría del imperialismo, podemos encontrar un enfoque donde estos elementos que el separa, se unen en un mismo marco analítico estratégico.

El equilibrio capitalista y su ruptura

Como discutimos en otra oportunidad, resulta de gran utilidad el método propuesto por Trotsky para caracterizar el equilibrio capitalista –concepto que integra las tendencias de la economía, las relaciones entre las clases en los distintos Estados y las que se constituyen entre los Estados. Si algo distingue el abordaje de Trotsky es que, a diferencia del de Arrighi, la lucha de clases y la geopolítica están unidas en un mismo esquema, determinadas por –y a la vez determinando a– las tendencias económicas. En su intervención en el Congreso de la Internacional en 1921, Trotsky señala:

El equilibrio capitalista es un fenómeno complicado; el régimen capitalista construye ese equilibrio, lo rompe, lo reconstruye y lo rompe otra vez, ensanchando, de paso, los límites de su dominio. En el esfera económica, estas constantes rupturas y restauraciones del equilibrio toman la forma de crisis y booms. En la esfera de las relaciones entre clases, la ruptura del equilibrio consiste en huelgas, en lock-outs, en lucha revolucionaria. En la esfera de las relaciones entre estados, la ruptura del equilibrio es la guerra, o bien, más solapadamente, la guerra de las tarifas aduaneras, la guerra económica o bloqueo. El capitalismo posee entonces un equilibrio dinámico, el cual está siempre en proceso de ruptura o restauración. Al mismo tiempo, semejante equilibrio posee gran fuerza de resistencia; la prueba mejor que tenemos de ella es que aún existe el mundo capitalista [17].

Este método fue expuesto ahí para el análisis de situaciones o coyunturas. A partir de estas coordenadas Trotsky polemizó con los sectores ultraizquierdistas que negaban a comienzos de la década de 1920 las posibilidades de que el capitalismo alcanzara una momentánea estabilización.

Tomándonos una cierta licencia, podemos tomar el mismo concepto de equilibrio capitalista para la caracterización de períodos más largos, aunque en este caso estaríamos hablando de una situación menos dinámica y variante. Sería un equilibrio más en el sentido de condiciones generales para la reproducción de las relaciones capitalistas bajo determinados equilibrios entre las clases y los Estados. Sin utilizar explícitamente el término, Trotsky apeló al mismo esquema conceptual integrador para pensar las relaciones entre la declinación de Europa, especialmente de Gran Bretaña, y el ascenso de EE. UU. Continuando la elaboración sobre el imperialismo después de la I Guerra Mundial (las elaboraciones “clásicas” se habían escrito antes o durante la guerra), Trotsky describió de manera penetrante el “caos sistémico” que se derivaba de la irreversible declinación hegemónica de Gran Bretaña, y de Europa de conjunto. En 1925 planteaba:

La porción que dominan hoy del mundo el conjunto de la economía británica y el conjunto de la economía europea está cayendo -a la vez que, la estructura económica de Inglaterra y de Europa Centro-Occidental surgieron de la hegemonía mundial de Europa y dependían de esta hegemonía-. Esta contradicción, que es tan inevitable como imposible de ignorar, se está profundizando progresivamente, y es el prerrequisito económico básico de una situación revolucionaria en Europa [18].

Como sostiene Paula Bach, “este método le permitió identificar no sólo de forma muy temprana la creciente hegemonía norteamericana desde los primeros años ‘20, sino que esta se desarrollaría como un conflictivo proceso en permanente confrontación con Europa y las restantes potencias capitalistas” [19]. Podemos verlo en “El nacionalismo y la economía”:

La ley de la productividad del trabajo es de importancia fundamental para las relaciones entre Norteamérica y Europa y en general para determinar la futura ubicación de Estados Unidos en el mundo […] Tarde o temprano el capitalismo norteamericano se abrirá camino a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta. ¿Con qué métodos? Con todos. Un alto coeficiente de productividad denota también un alto coeficiente de fuerzas destructivas [20].

Trotsky no formuló una teoría de la “sucesión hegemónica” como la de Arrighi, sino que caracterizó que la situación llevaba hacia la guerra y la revolución. El resultado podía ser el triunfo del imperialismo norteamericano reafirmando su posición como la principal fuerza contrarrevolucionaria en todo el mundo –lo que llevaría en su opinión a la liquidación de la URSS– o el triunfo de la revolución en Europa y en EE. UU. –lo que era inseparable de la revolución política en la propia URSS para barrer a la burocracia estalinista. Efectivamente la II Guerra Mundial dio lugar a la revolución en buena parte de Europa y aceleró la lucha por la descolonización en los países oprimidos, pero la propia acción del estalinismo y la intervención contrarrevolucionaria del imperialismo dieron lugar a un resultado “combinado”: EE. UU. se impuso como la potencia hegemónica en el mundo capitalista, pero la URSS sobrevivió –a pesar de la burocracia y gracias al heroísmo de las masas– y amplió su esfera hacia los países de Europa del Este, afianzando los rasgos de degeneración burocrática en la URSS que también caracterizaron desde el comienzo al resto de los países en los que fue expropiada la burguesía.

Sobre estas bases se constituyó un equilibrio capitalista, basado en el orden de Yalta [21]. Este equilibrio fue golpeado por la derrota militar de EE. UU. en la guerra de Vietnam y las tendencias a la confluencia de la revolución en la periferia y el centro durante los años 60-70. Pero el desvío o derrota de estos procesos revolucionarios, y la ofensiva capitalista contra la clase obrera y los sectores populares desde los años ‘80 que estuvo íntimamente ligada a internacionalización productiva y las políticas neoliberales, permitió a EE. UU. recrear las condiciones de su ascendiente sobre el resto de las potencias que participaron de esta búsqueda de ampliar la expansión mundial de sus capitales.

Hace rato ya que la “ley de la productividad” se vuelve claramente contra EE. UU. si consideramos el conjunto de su estructura productiva y no miramos solo el liderazgo que mantiene en algunos sectores de alta tecnología [22]. Este es, como señalamos más arriba, el resultado de cómo los capitales norteamericanos abrazaron la internacionalización. Pero las consecuencias se miden en un deterioro social profundo que alimentó los descontentos cuyas derivaciones explican lo que analistas liberales lúcidos como Martin Wolf definieron con preocupación como “furia populista”, que aupó a Trump. El mismo derrotero estructural explica además de las divisiones entre sectores de la burguesía que ya mencionamos. También en el plano internacional hace rato que, como identifican los propios estrategas norteamericanos, existe una dificultad creciente de EE. UU. para imponer sus designios.

Similar trayectoria de “crisis orgánicas” y “furias” observamos durante la última década en otras latitudes. Desde la crisis de 2008, además del Brexit y la corrosión por derecha y por izquierda del “extremo centro” de los regímenes políticos en la UE, registramos también dos oleadas de profunda lucha de clases que recorrieron el planeta. Esta se está reanimando ahora al calor de la pandemia.

Con Trump se aceleraron todas estas tendencias preexistentes, que marcaron el inicio de una ruptura de cualquier equilibrio capitalista. Cualquiera sea el resultado de noviembre, no habrá ninguna recomposición de la situación preexistente. La “vuelta a la normalidad” es un sueño eterno.

Tenemos que partir de coordenadas conceptuales que permitan analizar el “caos sistémico” como algo más que un mero juego de potencias. Sin duda, el método de Trotsky puede y debe ser enriquecido tomando aportes de los autores mencionados en esta nota y otros que permitan –superando sus aspectos unilaterales– comprender cómo operó y actúa el imperialismo norteamericano desde la II Guerra Mundial, y las consecuencias que conlleva la mayor internacionalización de la producción actual. Pero resulta un marco insoslayable para abordar una situación mundial determinada por el recrudecimiento de la lucha de clases y las rivalidades entre potencias –y aspirantes a serlo–. Un mundo signado por las tendencias a “crisis, guerras y revoluciones”.

 
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