Si Israel votara en las elecciones norteamericanas, Donald Trump tendría amplias posibilidades de asegurarse otros cuatro años en la Casa Blanca. Así lo dice una encuesta del 6 octubre, publicada en Jerusalem Post, según la cual un 63,3% de los israelíes prefieren la reelección del presidente Trump, mientras que apenas un 18,8% eligieron al candidato demócrata Joe Biden. A excepción de los números favorables en Israel –que no vota- y en algunos distritos del medio oeste norteamericano, por ahora Trump pierde cómodo por una diferencia en promedio de más de dos dígitos con el demócrata Joe Biden. No es raro entonces que la campaña republicana intente que algo de la buena onda israelí llegue a Estados Unidos. Por lo que, si bien la política exterior no tiene gravitación en la carrera presidencial –excepto por la campaña anti China- Trump tratará de facturar a su favor los “éxitos” de la política norteamericana en Medio Oriente.
Nadie duda del compromiso de Biden con Israel. Incluso en esta misma encuesta, junto con la preferencia por Trump, la mitad de los encuestados reconoció que la “amistad” entre Estados Unidos e Israel es a prueba de recambios gubernamentales. Algo obvio porque efectivamente esta alianza es una cuestión de estado para el imperialismo norteamericano, más allá de momentos de mayores roces.
Las diferencias entre el eterno primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y Barack Obama, no evitaron que este haya sido el presidente que más dinero le dio al estado de Israel para asistencia militar –un paquete de nada menos que 38.000 millones de dólares repartidos en diez años.
Sin embargo, a veces el perro le muerde la mano a quien le da de comer. Y eso parecía hacer Netanyahu, que petardeaba la política “multilateral” de Obama para estabilizar el Medio Oriente y contener el desafío nuclear de Irán, conspirando con los halcones republicanos. Y aunque no hay diferencias entre republicanos y demócratas en cuanto al carácter estratégico para Estados Unidos de la alianza con Israel, Biden podría crear expectativas en resucitar alguna versión, aunque sea degradada, del acuerdo nuclear con Irán que todavía suscriben las potencias europeas.
En el plano interno, además de la necesidad de poner fin a los desastres de Irak y Afganistán, en los últimos años adquirieron peso otros actores que influyen en la política exterior norteamericana. Históricamente, el llamado “lobby sionista” (American Israel Public Affairs Committee) ha tenido mayor influencia en el partido demócrata. Sin embargo, han irrumpido con fuerza en la escena política los sectores evangélicos pro Israel, nucleados en Christians United for Israel (que tienen creciente gravitación en otros países como Brasil). Este agrupamiento de extrema derecha (sionista y antisemita a la vez) es parte del núcleo duro de la base electoral de Trump y mantienen una relación orgánica con su gobierno. El vicepresidente Mike Pence, como el secretario de Estado Mike Pompeo son oradores habituales en las cumbres anuales de la organización.
Eso explica que la política pro israelí, o más bien, pro ultra derecha sionista de Trump supere los estándares ya altos del imperialismo norteamericano. En sus casi cuatro años al frente de la Casa Blanca, Trump retiró a Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán. Reimpuso durísimas sanciones contra el régimen de Teherán. Asesinó al general Qassem Suleimani, un estratega de la política iraní en Medio Oriente. Arrastró a algunos incondicionales como el presidente brasileño Jair Bolsonaro, a reconocer la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, y a Jerusalén como la capital del estado sionista, que como dice el propio Trump fue una política dirigida a los cristianos sionistas norteamericanos. Y más recientemente, le impuso al gobierno de Serbia el compromiso de mover su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, una exigencia que a cuento de nada apareció por sorpresa en el acuerdo comercial con Kosovo auspiciado por la Casa Blanca. Esto causó una crisis entre Serbia y la Unión Europea que se opone al reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, poniendo en cuestión la ya complicada incorporación de Serbia al bloque europeo.
Pero quizás lo más significativo por sus consecuencias es la reconfiguración de las alianzas entre el Estado de Israel y los aliados árabes (y sunitas) de Estados Unidos en un frente más o menos permanente en contra de Irán y sus aliados para liquidar sus ambiciones de liderazgo regional. Y en otro plano apunta contra los delirios “otomanos” del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan.
Una pieza clave de esta reconversión de la geopolítica del Medio Oriente –que tiene implicancias globales como se puede ver en el actual conflicto en el Cáucaso entre Armenia y Azerbaiyán, donde Israel tiene importantes intereses- son los llamados “Acuerdos de Abraham”, firmados en la Casa Blanca en agosto y septiembre, por los cuales Emiratos Árabes Unidos y Bahrein “normalizaron” las relaciones con el Estado sionista a cambio de nada, salvo que Netanyahu retrocedió de la anexión lisa y llana de casi toda Cisjordania. No está claro si otros estados árabes o musulmanes y monarquías del Golfo seguirán el mismo camino. Parece difícil que Arabia Saudita haga un gesto similar, y probablemente prefiera mantener la colaboración informal con Israel mientras sigue subordinando la “normalización diplomática” a que el estado sionista reconozca la Iniciativa de Paz Árabe impulsada por la monarquía saudita en 2002.
Aunque por ahora el acuerdo se limita a dos pequeños reinos, que ni siquiera han estado en guerra con Israel, Emiratos y Bahréin se suman a Egipto (1979) y Jordania (1994) como los únicos estados árabes en reconocer al estado de Israel. Lo novedoso es que ni siquiera existe la exigencia formal de la creación de un estado palestino y el fin de la ocupación israelí.
Este es un cambio simbólico (y material) de magnitud por parte de las reaccionarias burguesías árabes que han desplazado la “cuestión palestina” a favor de otras prioridades geopolíticas, en particular, enfrentar el peligro que representa Irán para sus intereses. Y hacer rentable la colaboración con Israel. Como recompensa por los acuerdos, Trump dio luz verde a Emiratos Árabes Unidos para una compra masiva de armamento pesado norteamericano, que incluye aviones de combate F-35.
Netanyahu se encuentra en una posición endeble por las causas de corrupción, el manejo de la pandemia del coronavirus, y una crisis económica y social pavorosa que desató un proceso de movilizaciones masivas. La combinación de estos elementos puso al borde de la ruptura a la inestable coalición de gobierno que integra el Likud con el Partido Azul y Blanco del ministro de defensa Benny Gantz. En este marco, los Acuerdos de Abraham fueron una bocanada de aire fresco. El Knesset (parlamento) los ratificó a mediados de octubre, con la oposición bastante solitaria del bloque árabe-israelí.
La fórmula que se impuso en la región es la combinación entre “normalización” implícita y explícita de las relaciones entre la “alianza sunita” y el Estado de Israel que deja dos perdedores: Irán y el pueblo palestino.
Aunque Emiratos Árabes Unidos se atribuyó haber “suspendido” el plan más ofensivo de Netenyahu de anexar los territorios palestinos, los Acuerdos de Abraham de ninguna manera evitan esa perspectiva. Al contrario, en el cálculo de Netanyahu, con el “plan de paz” auspiciado por Estados Unidos “Israel ganará el 30% de Judea y Samaria” (como llama el estado sionista a Cisjordania), diez veces más de lo que obtenía con cualquier otro plan anterior, sin desmontar ningún asentamiento de colonos ni devolver ningún territorio ocupado.
Por si hiciera falta alguna confirmación, a menos de un mes de haber firmado la paz con las dos mini monarquías del Golfo, el gobierno israelí dio por finalizada la tregua en la expansión de los asentamientos de colonos, y anunció que reanudará el plan de construcción de 4.000 nuevas viviendas en los territorios palestinos ocupados.
Trump presentó estos acuerdos como un éxito de su política de “paz” en Medio Oriente, que tiene como premisa la liquidación de cualquier aspiración del pueblo palestino a tener su propio estado. Eso incluye el abandono definitivo del fallido “proceso de paz” y la “solución de dos estados” impulsado previamente por Estados Unidos, que como bien explican historiadores críticos como Ilan Pappé y Norman Finkelstein, ha despojado al pueblo palestino de sus derechos elementales, profundizando la situación colonial y el “genocidio incremental” perpetrado por el estado sionista.
Con Trump o con Biden en la Casa Blanca seguirá avanzando la institucionalización del régimen de apartheid contra el pueblo palestino. Esta es la conclusión que han sacado miles de jóvenes norteamericanos de origen judío que hoy militan contra la ocupación y la política pro sionista y pro israelí del bipartidismo imperialista. |