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28 de noviembre de 2024 Twitter Faceboock

A UN AÑO DEL 18-O
Algunas lecciones y desafíos que deja la violencia del Estado contra la revuelta
Juan Valenzuela | Profesor de filosofía. PTR.
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Piñera declarando la guerra

Cuando la noche del 20 de octubre de 2019, Sebastián Piñera, en cadena nacional, afirmó que su gobierno estaba “en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a la violencia y a la delincuencia” no hacía sólo retórica: en ese momento dejaba a 10 millones de personas bajo “estado de excepción constitucional” extendiendo la medida que el día anterior se había aplicado a algunas zonas acotadas en la RM. Así, su gobierno decidió aplicar la violencia estatal contra las manifestaciones y protestas, aunque una semana después –luego de la “marcha más grande de la historia” del 26 de octubre, que congregó por sobre un millón de personas- tuvo que retirar el estado de excepción.

Ejército y policía: instrumentos fundamentales del poder del Estado

De todos modos, hasta el 15 de noviembre -casi 25 días después de finalizado el toque de queda-, la política que tuvo Piñera, puso bastante en evidencia que el ejército regular y la policía son los instrumentos fundamentales de poder del Estado. Poner un hecho así en evidencia, no es menor: millones ya sabemos que las clases dominantes y su gobierno se defenderán con violencia cuando queramos terminar con sus privilegios.

Fue precisamente a través de esas instituciones -ejército y carabineros- que Piñera intentó sostener su mandato y reprimir la revuelta, objetivo este último que no logró, pues las convocatorias fueron creciendo después del 18 de octubre: la represión concitó un repudio transversal que cruzó a la juventud y a las generaciones más viejas, a los trabajadores, a los sectores populares y a las capas medias con formación universitaria: todo eso fue un factor para que la ebullición de las calles se mantuviera, y trabajadores, mujeres, estudiantes y pobladores -sin atemorizarse frente a las escopetas, los perdigones, los abusos sexuales y los constantes vejámenes de carabineros-, continuaran en acción. Si durante la primera semana posterior al 18 de octubre, Sebastián Piñera desplegó a 20.000 militares en las calles del país, cuando dio por terminado el toque de queda, el papel represivo volvió a recaer en sus depositarios centrales: carabineros de Chile.

¿Cómo fue la represión de carabineros?

En un informe de Amnistía Internacional publicado esta semana que termina -que recoge datos en un rango que va desde el 18 de octubre hasta el 30 de noviembre de 2019-, leemos que carabineros habrían provocado “dolores o sufrimientos deliberados a las personas manifestantes con la intención de causar sufrimiento o sabiendo que podían causarlo” con objeto de “castigar a las personas manifestantes y dispersarlas a toda costa”. Se habla de “niveles de violencia estatal sin precedentes en democracia”. Algo que sabemos perfectamente quienes participamos personalmente de las manifestaciones en esos días álgidos.

Este informe reporta algunas cifras que hablan por sí solas: por ejemplo, 5.558 víctimas de violencia institucional de las cuales 1.938 serían víctimas por arma de fuego; 12.500 atenciones en urgencias por lesiones en manifestaciones y 347 lesiones oculares por balines (INDH); en octubre se habrían detonado 104 mil cartuchos de balines. El informe se refiere también a ciertos casos como el de Alex Núñez (39), padre de tres hijos, de la comuna de Maipú, que luego de haber participado de una manifestación fue interceptado la noche del domingo 20 por funcionarios policiales que bajaron de un vehículo y luego de derribarlo “le dieron puntapiés en la zona media del cuerpo y en la cabeza por varios minutos, antes de abandonarlo en la vía pública”, lo que terminó con su vida a la mañana siguiente. O el caso del estudiante de 21 años, Gustavo Gatica, quien el 8 de noviembre, en Plaza Dignidad, recibió el impacto de balines de goma y metal, razón por la cual perdió el sentido de la vista. También el de la trabajadora Fabiola Campillai, que la mañana del 26 de noviembre se dirigía a sus labores y que producto del disparo de lacrimógena, quedó ciega. Entre otros hechos.

Lenin tenía razón

Todos estos hechos -además de darnos más fuerza para estar en las calles- nos recuerdan uno de los planteamientos que hacía Lenin (1870-1924) sobre la teoría marxista del Estado. Recordemos que Lenin discutía en contra de la idea según la cual el Estado es un organismo de conciliación entre las clases sociales que busca mitigar las desigualdades e intereses contrapuestos entre aquéllas, idea que era defendida por políticos burgueses y pequeñoburgueses y que en la actualidad se replica cuando se habla del Estado como si fuera una entidad neutra que sólo gestiona y administra asuntos públicos y que no ejerce la fuerza o cuando se plantea que carabineros y militares podrían guiarse por los derechos humanos y no por los intereses de las clases dominantes y sus propios intereses. En todos esos casos se habla del Estado como si fuese un órgano que mitiga y concilia a las clases. Organizaciones como el Partido Comunista o el Frente Amplio contribuyen a esta comprensión errónea.

Lenin, por el contrario, señalaba que “el Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del “orden” que legaliza y consolida esa opresión, apaciguando los conflictos entre las clases” (El Estado y la revolución). Para Lenin, el instrumento esencial de ese orden son el ejército y la policía: “cuerpos armados especiales que disponen de cárceles y otros elementos”. De esa manera el Estado garantiza actuar como un “instrumento de explotación de la clase oprimida”. Creemos que estas ideas son las que se han actualizado durante octubre y noviembre de 2019.

Tomando las ideas de Lenin, podríamos decir que los niveles de “violencia estatal sin precedentes en democracia” (usando la expresión de Amnistía Internacional) son, en realidad, la manifestación de un aspecto esencial del Estado y no un mero accidente que puede evitarse a través de la generación de protocolos que garanticen un “uso proporcionado de la fuerza”, de parte de quienes ejercen el control del orden público. En octubre y noviembre de 2019 se puso en juego precisamente el esquema con el que los grandes grupos económicos, los inversionistas y especuladores, los políticos de derecha y de la ex Concertación, han conservado su dominio. La huelga general del 12 de noviembre, los incendios de edificios públicos y los saqueos a los recintos del retail, las barricadas y las marchas multitudinarias, los enfrentamientos con la policía, el surgimiento de la primera línea, las brigadas de salud, las asambleas territoriales y el comité de emergencia y resguardo en Antofagasta -todas esas experiencias combativas-; no surgieron a raíz de algún malestar difuso, sino a raíz de odios muy concretos: se cuestionó el sistema de pensiones que deja a los abuelos y abuelas con jubilaciones de hambre, el sistema de salud, el sistema de educación, los sueldos bajos, la misma represión: en resumen, toda la obra neoliberal de la dictadura y la “transición”. Es precisamente esta lucha de clases la que llevó al gobierno a decidirse por la violencia estatal como medio preponderante poniendo al centro al ejército y a la policía.

A propósito de esto último, no está demás recordar que la Constitución de 1980, antes de la reforma de 2005, indicaba que “las FFAA existen para la defensa de la patria, son esenciales para la seguridad nacional y garantizan el orden institucional de la República”. Aunque las FF.AA. ya no tengan en exclusiva ese papel en el texto constitucional, los hechos de octubre y noviembre -sin referirnos acá al contexto de pandemia de 2020-, demuestran que la clase dominante continúa considerando a las FF.AA. -junto a la policía- como garantes del orden. En realidad se trata de una cuestión estructural de lo que es el Estado de los capitalistas.

El acuerdo por la paz salvando al Estado

Sin embargo, esa violencia física directa, por sí sola, no logró dispersar las grandes acciones de masas y controlar la situación. Para recobrar el control, el gobierno tuvo que implementar una política de diálogo.

En contra de todo escepticismo que ve que las fuerzas armadas y carabineros son imbatibles, por razones técnico-militares (armamento, disciplina militar, etc.), conviene recordar que el movimiento de masas logró asestar derrotas políticas a la línea coercitiva del gobierno. La primera fue cuando Piñera tuvo que retirar el estado de excepción y el toque de queda después de la marcha más grande de la historia que en Santiago convocó 1 millón 200 mil personas. La huelga general del 12 de noviembre y las protestas en las poblaciones y los principales centros urbanos del país, se transformaron en verdaderas jornadas revolucionarias que amenazaron que esos “instrumentos fundamentales” de poder no sirviesen para mantener a Piñera en el gobierno, abriendo escenario políticos impredecibles.

Por ejemplo, en su edición del día siguiente, El Mercurio habló de la “jornada más violenta desde el estallido de la crisis social (…) con incendios y saqueos en prácticamente todas las regiones entre Arica y Magallanes”. Si después del 18, 19 y 20 de octubre, este diario patronal registraba 250 cajeros destruidos, 227 supermercados saqueados o con daños, 122 farmacias saqueadas y 25 malls con daños, buses interurbanos y vuelos cancelados; las líneas 2, 3, 4, 4A, 5 y 6 del Metro sin funcionar; el 13 de noviembre, al día siguiente del paro, lamentaba la “nueva escalada de violencia (…) pues a los ataques contra los edificios públicos se sumaron atentados contra dos unidades militares: la Escuela de Ingenieros Militares, en Tejas Verdes, San Antonio, y el Regimiento de Infantería 23 “Copiapó””.

¿No se planteó en este momento la posibilidad de una reacción de violencia estatal, que escalara todavía más los enfrentamientos contra la acción revolucionaria de masas? Sí. El hecho de que estuviese en debate la posibilidad de un nuevo toque de queda, lo demuestra. Pero tampoco hay que tener una visión exagerada de las chances que tenían las fuerzas armadas y de orden para reprimir a mansalva, dado el nivel de ascenso de masas y la enorme atención que concitaban los hechos en Chile en todo el mundo, poniendo en alerta a organismos de DD.HH y a sectores de trabajadores y populares.

Por eso resulta tan esencial ver que la otra posibilidad el 12 de noviembre era que la huelga general se prolongase -sobrepasando a la burocracia de la CUT- y que se generalizaran las experiencias de autoorganización y coordinación, redoblando la posibilidad de que el gobierno cayera producto de la acción revolucionaria de masas lo que habría posibilitado en ese momento que las organizaciones obreras y populares convoquen a una asamblea constituyente libre y soberana que pueda discutir el país. Una huelga general que de los puertos y el sector público se hubiese extendido a la minería, las empresas forestales, las aeronáuticas, las telecomunicaciones, el transporte, el retail -entre otros sectores clave-; indudablemente hubiese tenido una gran capacidad de desorganizar las fuerzas del Estado y hubiese transformado a la clase trabajadora en un potencial factor de doble poder contrapuesto al poder del Estado capitalista.

Estado y régimen en octubre y noviembre

Trotsky decía que un país estaba en una etapa prerrevolucionaria (o prefascista) “en el momento en que el conflicto entre las clases divididas en dos campos hostiles traslada el eje del poder fuera del Parlamento”. Por esos días -especialmente entre el 18 de octubre y el 12 de noviembre- la coyuntura política en Chile era directamente prerrevolucionaria. Y el eje del poder parecía alejarse del parlamento. Aunque varios dirigentes frenteamplistas se entrevistaron con Piñera después de los días de toque de queda, aunque la ex Concertación cumplió su deber de mantener en funcionamiento las instituciones de la república en los momentos más difíciles, en los que no cumplieron ningún papel relevante en las calles; durante esos días fue la acción de la clase trabajadora y los sectores populares, por un lado, y la reacción estatal con agentes represivos, lo que iba a definir el destino del país. No el parlamento. Eso cambiaría con el pacto por la paz del 15 de noviembre.

Fue ese pacto el que evitó una salida “bonapartista”, tomando la terminología marxista. Recordemos que Trotsky define como bonapartismo al régimen político “en el cual la clase económicamente dominante, aunque cuenta con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos, se ve obligada a tolerar -para preservar su propiedad- la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial, por un "salvador" coronado”. Este tipo de situación se crea cuando las contradicciones de clase se vuelven particularmente agudas; el objetivo del bonapartismo es prevenir las explosiones” (¿Qué es el bonapartismo?).
Indudablemente todos los rasgos “bonapartistas” se incrementaron en el régimen chileno después de octubre, como se ve en el simple hecho de que el gobierno no sólo tolera sino que secunda a un aparato policial incontrolado, llamado Carabineros de Chile, ahora defendiendo la infiltración en Lo Hermida o el reciente episodio en puente Pino Nono donde un joven de 16 años fue arrojado al río por un carabinero. O en el hecho de que se esté discutiendo un proyecto en el cual el presidente podrá convocar a las fuerzas armadas supuestamente para proteger la infraestructura crítica. Pero sí decimos que no se ha configurado un régimen bonapartista, es porque en el caso concreto que analizamos, Chile en octubre y noviembre, la modalidad para prevenir nuevas explosiones de la lucha de clases que escogió el gobierno y la izquierda del régimen, fue el “acuerdo por la paz y una nueva constitución”. Todos los sectores desde la derecha hasta la izquierda del régimen (PC, FA) aceptaron jugar las reglas del juego del proceso constitucional para evitar explosiones mayores de la lucha de clases. Las calles en sí mismas no bastan tampoco para plantear una alternativa a la izquierda del terreno cimentado por el “pacto por la paz”.

El conformismo o batallar por el poder de la clase trabajadora

En ese momento algunos quisieron justificar que el pacto por la paz y perdonarle la vida al gobierno de Piñera, era el único camino posible, y que persistir en la lucha de clases abierta era una especie de suicidio. Así, leemos en la revista Rosa al militante de Convergencia Social, Sebastían Farfán, defender el pacto por la paz, usando como argumento que no quedaba de otra dada la relación de fuerzas:

«Si asumimos que el enemigo no será aplastado, es lógico que se tenga que abrir la posibilidad de acuerdos en ciertos puntos, al menos desde las fuerzas de izquierda. Lamentablemente esto no estaba del todo claro y nos percatamos de esto en todo su alcance en el debate constituyente [...] La máxima muestra de la fortaleza del Estado está en la capacidad de uso de las Fuerzas Armadas (FFAA) en caso de necesidad. No existen muestras evidentes de quiebre en esta dirección, sino más bien lo contrario. Las FFAA siguen actuando como el garrote tras la pérdida de hegemonía social y política. Recuerdo a todos que el martes 12 y miércoles 13 no eran pocas las amenazas veladas desde estos sectores y más explícitas el jueves en la mañana cuando sacaron a mostrar a los soldados en diversos lugares, sobre todo de la quinta región. En mi juicio, la salida de Piñera, no implicaría una derrota absoluta para la clase dominante, sino incluso la aplicación de medidas más duras contra el pueblo».

El argumento de Farfán se resume en la imposibilidad de conquistar las aspiraciones de los trabajadores por medio de la acción revolucionaria, puesto que las fuerzas armadas siempre van a reprimir. Es una posición que, no sólo no ve que fue precisamente la acción de masas la que hizo retroceder al gobierno con su toque de queda y su estado de excepción después de la “marcha más grande de la historia”. Tampoco incluye los factores políticos que pueden limitar una acción represiva abierta (cálculos políticos en base al temor a respuestas mayores de las masas, opinión internacional, etc.). Farfán da por sentado que si no hacíamos otra cosa que el pacto por la paz, nos golpeaban más duro.

Por el contrario, a nuestro modo de ver, si la huelga general se extendía y si se extendían las acciones revolucionarias de masas, la coordinación y la autoorganización; se abría la posibilidad de hacer caer al gobierno, cuestión que hubiese implicado una importante victoria popular. Si bien es cierto que la caída del gobierno no implica automáticamente que otros poderes del Estado como las fuerzas armadas y la policía desaparezcan de la escena, en el contexto de la rebelión en Chile, hubiese profundizado la etapa prerrevolucionaria o revolucionaria, abriendo escenarios cambiantes. No hablamos acá de una revolución triunfante, para lo que se requiere mucho más de lo que había: organismos de poder obrero contrapuestos al poder estatal capitalista, milicias de trabajadoras y trabajadores, un partido revolucionario de vanguardia con influencia de masas, etc.

La ubicación de la clase trabajadora en las ramas estratégicas de la economía es lo que le da un enorme “poder de fuego”, una importante capacidad de combate. Si se autoorganiza y se coordina con los sectores populares, si desarrolla organismos de autodefensa, puede dar paso a un poder contrapuesto al poder del Estado capitalista, que sea la base de un Estado de la clase trabajadora. En vez de lamentarnos por lo infranqueable del poder estatal capitalista y argumentar a favor del conformismo como hace Farfán, necesitamos construir una nueva izquierda revolucionaria que se proponga desarrollar todo el potencial de la clase trabajadora.

Es con esa perspectiva que en el PTR dimos la pelea durante los meses de revuelta apostando por el Comité de Emergencia y Resguardo en Antofagasta y por la coordinación obrera y popular desde el hospital Barros Luco. Para nosotros se trata de experiencias incipientes, pero muy valiosas de unidad de acción con objetivos políticos comunes. Esas experiencias aportan para que sectores de la clase trabajadora y el pueblo se puedan preparar para nuevas explosiones de la lucha de clases.

Con esta misma perspectiva, frente al actual proceso constitucional, junto a organizaciones sociales y políticas levantamos una alternativa independiente desde el Comando por una Asamblea Constituyente Libre y Soberana, llamando a votar por el apruebo, pero en contra del engaño de las convenciones, al mismo tiempo que militamos una tercera papeleta para marcar Fuera Piñera, Huelga General y Constituyente. Esta alternativa, la articulamos con la defensa de los puestos de trabajo que se han ido perdiendo en pandemia y la lucha contra la represión y por la disolución de carabineros, porque estamos convencidos de que es en la unidad de acción en la defensa de los intereses, económicos y políticos de la clase trabajadora y los sectores populares, que se desarrollará la capacidad de confrontar todos los pilares del poder capitalista, incluyendo el Estado capitalista. Un proyecto político revolucionario basado en la clase trabajadora, requiere prepararse para ese gran desafío.

 
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