Después de cuatro días de incertidumbre, el conteo oficial declaró ayer a Joe Biden presidente electo, algo que Donald Trump se negó hasta ahora a reconocer. Sin la “ola azul” (demócrata) que esperaban los partidarios de Biden, es casi asegurado que el Senado seguirá en manos de los republicanos. Se puede anticipar que las divisiones internas y el bloqueo institucional en la principal potencia imperialista definirán a la nueva presidencia.
Con todas las encuestas anunciando una holgada diferencia nacional de al menos 8 puntos porcentuales, los demócratas llegaron al martes confiados en que una ola azul (el color de los demócratas) pintaría el mapa estadounidense. Confiaban en una victoria decisiva. No ocurrió tal cosa. Casi con lo justo llegaron a cortar la racha de que todo presidente obtiene un segundo mandato, lo que ocurrió siempre desde Clinton hasta acá.
El mapa de 2020 expone mínimas modificaciones respecto del de 2016. Trump perdió varios estados del “rust belt” [cinturón de óxido], que son aquellos donde supo prosperar la industria norteamericana hasta hace algunas décadas cuando la deslocalización de empresas hacia otros países de salario más barato –o estados del propio EE. UU. con menos derechos sindicales– los convirtió en un cementerio de fábricas. Estados como Michigan, Winsconsin, Ohio o Pensilvania, que históricamente favorecieron a los demócratas, resultaron decisivos para el triunfo de Trump en 2016, y ahora le dieron la espalda, aunque por escaso margen de votos. Pero Trump retuvo otros estados del rust belt como Ohio, Virginia del oeste, Indiana, Iowa, y Missouri. También conservó Florida y Carolina del Norte. Biden podría también podría sumar Georgia, donde se esperaba que ganaría el magnate.
El EE. UU. bicolor con partes de las costas en azul y un centro (y costas del sudeste) rojos –color republicano– expone cómo a pesar del “fuego y furia” que caracterizó la administración de Trump, los estragos del Covid en materia sanitaria y económica, y la respuesta incendiaria de Trump ante las movilizaciones contra el racismo y la violencia policial que hace meses atravesaron el país, no se conmovió su base electoral como esperaba la campaña de Biden. El terreno que perdió en parte de su electorado (como los votantes blancos) lo recuperó holgadamente avanzando en sectores del “voto latino” y otros espacios, en una elección que alcanzó niveles de participación que fueron récord de 66 % del electorado, la más alta desde 1900, cuando había llegado a 73,2 %. En un país donde el voto no es obligatorio se sumaron más de 20 millones de electores este año. La noción de que esta mayor participación favorecería exclusivamente a los demócratas quedó aplastada. En el voto nacional Biden tiene con lo contabilizado hasta hoy 4 millones más de votos que Trump; pero el magnate alcanzó este año 10 millones de votos más que en 2016.
“Incluso si Biden gana, gobernará la america de Trump”, sentenciaba la revista Time [1]. El polítologo Ernesto Calvo apelaba el miércoles, para caracterizar el apoyo que mantuvo Trump a la metáfora de “clavar los talones”, “el acto de enterrar los tacos de los zapatos en la tierra para evitar que a uno lo muevan de la posición en la que se encuentra” [2]. Agregaba que la combinación entre “cuatro años de imagen negativa y ningún voto menos” solo era posible “si existe al menos una fracción no trivial de votantes que prefieren a Trump como presidente y tienen, a su vez, una imagen negativa de él”. Se confirmó que 2016 no fue una anomalía; “los votantes que eligieron a Trump en 2016 lo hicieron porque era el candidato de su preferencia. No hay engaños ni malas interpretaciones, no hay confusiones ni complacencia”.
Entre el magnate con un discurso nacionalista –que se plasmó en una retórica encendida y pocos resultados palpables– y las promesas del candidato demócrata Joe Biden, que más allá de un discurso centrado en “desengrietar” no ofrecen más que un retorno al neoliberalismo de Clinton y Obama. Como comentaba el historiador indio Vijay Prashad, el “neoliberalismo ‘socialdemócrata’ está completamente exhausto, no tiene agenda. El eslogan de los demócratas es básicamente ‘no soy tan malo como Trump’” [3]. En realidad, sería más preciso señalar que tiene una agenda, que es la del gran capital combinada con algunas moderadas políticas de sesgo progresista, es decir, una de las dos expresiones de lo que Tariq Ali definió como el “extremo centro”, que durante décadas se alternó en EE. UU. (Demócratas y Republicanos, hasta la llegada de Trump) y la UE, llevando adelante las políticas neoliberales. La crisis de este extremo centro explica tanto a Trump como la gravitación de Sanders en la interna demócrata, el Brexit en Gran Bretaña, y el crecimiento –hoy alicaído– de formaciones “neorreformistas” como Syriza o Podemos. Biden buscó continuamente en la campaña mostrar que no tenía nada que ver con los planteos más progresistas que otros candidatos habían planteado en la interna demócrata, y que era confiable para el capital, prometiendo hasta la continuidad del negocio petrolero del fracking. Esta plataforma difícilmente podía ser la base para pretender traccionar electoralmente a amplias mayorías. No sorprende entonces el resultado dividido en una elección donde cada candidato logró votos más por el rechazo generado que por las políticas que expresa.
Los meses previos a las elecciones estuvieron signados por masivas movilizaciones en todo el país contra el racismo y la violencia policial. Buena parte de la juventud movilizada, de la cual una proporción considerable fue parte de los apoyos a Bernie Sanders en la primaria del Partido Demócrata, no parecen haber acompañado la decisión de Sanders y algunos de sus partidarios de respaldar a Biden. Pero la tendencia a izquierda en sectores juveniles y minorías oprimidas se expresó en las eleccioes legislativas. La reelección de Alexandria Ocasio Cortéz, Ilhan Omar, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley, la llegada al parlamento de Cori Bush, joven enfermera y militante del movimiento Black Lives Matter, o Jamaal Bowman, y Sarah McBride (primera senadora trans que ganó con el 86 % de los votos en Delaware) marcan esta tendencia.
Dado el estrecho margen del resultado, desde el martes estuvimos viendo al presidente Trump desplegar todo una serie de iniciativas que ya hace meses estaban descontadas, pero que habrían sido más difíciles de llevar a cabo con un resultado más holgado en favor de Biden como el que anunciaban las encuestas. Nada indica que vaya a reconocer la derrota que el conteo de votos oficial se la adjudica. Todavía reina la incertidumbre y podría escalar en las próximas semanas la tensión política si Trump mantiene esta negativa.
Hacer a Norteamérica paralizada de nuevo
“Embotellamiento” fue un término muy repetido en estos días para analizar el escenario que define este apretado resultado electoral [4]. Excepto que el recuento de votos en Georgia produzca un cambio en el ganador en el senado, este seguirá dominado por los republicanos, dejando a un gobierno de Biden solo con el control de la cámara de representantes. Ningún presidente desde George Bush en 1988 inició su primer mandato sin mayoría en ambas cámaras. En este aspecto, Biden estará desde el inicio en la misma situación en la que se encontraron Clinton y Obama desde el tercer año de sus respectivos gobiernos.
Con su discurso de desconocimiento y fraude, Trump prepara el terreno para llevar al partido republicano hacia una línea de hostilidad contra el gobierno que podría bloquear cualquier cambio legislativo. Todavía es incierto si seguirá habiendo “trumpismo” sin Trump en la presidencia. Buena parte de los análisis políticos pronostican con cierta unilateralidad que continuará como un movimiento político que incluso podría ir más allá del partido republicano. Pero lo cierto es que, más allá de Trump, la política obstruccionista de los republicanos cuando tuvieron mayoría legislativa como opositores a un gobierno demócrata, fue una constante en las últimas décadas.
Sin duda, la presidencia tiene herramientas para tratar de cambiar un férreo alineamiento opositor. Puede tratar de que algún senador republicano se desprenda de la mayoría. Pero también hay incentivos en sentido contrario. Edward Luce sostiene desde Financial Times que “Trump puede haber perdido. Pero los republicanos en su conjunto ganaron a nivel nacional” y, dado su arrastre electoral, “tampoco hay muchas posibilidades de que los republicanos traten a Trump como una aberración” [5].
La perspectiva es de parálisis legislativa y volverá la amenaza de que todos los años terminen con el fantasma de “cierre” de gobierno –es decir una suspensión de casi toda la actividad de la administración pública que puede durar semanas– por desacuerdos sobre la deuda y el presupuesto (los que siempre se resuelven con un “consenso” que se logra cortando el gasto en salud, infraestructura, educación y demás), algo que ocurrió reiteradamente durante el segundo mandato de Obama.
En opinión de Luce, “lo mejor que pueden esperar los demócratas es una especie de triangulación como en la era de Bill Clinton, en la que Biden logra incorporar modestas prioridades demócratas a los grandes proyectos de ley de los republicanos”. De esta forma fue que Clinton “aprobó una ley draconiana de reforma de la asistencia social, un proyecto de ley contra el crimen de ‘tres strikes y estás fuera’, y adoptó la rectitud fiscal”. Agrega que “la izquierda de su partido rara vez se incluyó en la conversación” [6]. No sorprende que, siendo una perspectiva de este tipo hoy bastante probable, Wall Street casi no haya parado de subir desde el martes.
Sin duda, no hay mal que por bien no venga, y en estas condiciones cualquier parálisis de la agenda “progresista” que Biden no tiene mucho entusiasmo en llevar a cabo, será como presentada como un impedimento dada la relación de fuerzas parlamentaria. Incluso no puede excluirse, como sostiene Juan Cruz Ferré, el impulso a proyectos de este tenor que terminen trabados en el Congreso. “Hay una gran expectativa en la presidencia de Biden, que si bien no ofreció concesiones como Educación y Salud, probablemente los demócratas propongan cuestiones que no teniendo el total de las cámaras los republicanos finalmente no van a aprobar, pero cada uno le da a su base lo que está esperando. Esto es algo usual en la historia de Estados Unidos”.
El problema para Biden, y para todo el régimen político, es que que el sector que se identifica con la izquierda en el partido demócrata, que apoyó en las primarias a Bernie Sanders, tuvo como ya señalamos un buen desempeño electoral aumentando su presencia parlamentaria. Esto es una expresión política algo distorsionada del notable giro político que viene teniendo lugar en amplios sectores de la juventud, y que se puso de manifiesto en las masivas movilizaciones de los últimos meses –y que en muchos casos no participó en las elecciones–, cuyo rechazo al régimen bipartidista seguirá profundizándose con este curso de acuerdos proempresariales para sostener la gobernabilidad.
Postales de la decadencia
Entre la polarización que volvió a expresar la elección y la probable parálisis institucional, una administración de Biden estará casi enteramente absorbida por la agenda doméstica. Cualquier expectativa de retorno triunfal de la “nación indispensable” a concentrarse en los asuntos más críticos del capitalismo global –desde los efectos de la crisis económica que todavía no quedó atrás como sostienen los optimistas, hasta la batalla contra el coronavirus– con una agenda agresiva para revalidar su liderazgo y poner freno a las aspiraciones de China y otras países, se verá seguramente defraudada.
Lo que algunos estudiosos definen como el “imperio informal” norteamericano, apoyado en la articulación de las variadas instituciones multilaterales que fundó y dominó EE. UU. desde su creación –FMI, Banco Mundial, la alianza militar de la OTAN, la OMC, el G7 o el G20– dependió siempre del rol de las secretarías de Estado y del Tesoro, a través de las cuales el imperialismo yanqui articuló siempre con otros las iniciativas tendientes a alcanzar sus metas. Esta gobernanza, dirigida a defender los intereses del capital más trasnacionalizado –no solo de EE. UU. sino también del resto del mundo– al mismo tiempo que asegurar la perpetuación del liderazgo norteamericano, quedó relegada por Trump en favor de políticas de presión y negociación directa, bilateral, con cada país. Más allá del desdén manifestado por el magnate a la articulación de alianzas en la que se apoyó EE. UU. desde el final de la Segunda Guerra Mundial para darle a su dominio un cariz hegemónico a través de esta articulación, el giro respondía de fondo a un hecho fundamental, que es la evidencia del retroceso que viene sufriendo hace largo tiempo el poder norteamericano frente a otras potencias. Sigue siendo la principal potencia imperialista, pero con un poder cada vez más desafiado, empantanado en Oriente Medio desde las incursiones de Bush y sin poder frenar a China. Biden se propone enfrentar estos desafíos volviendo a apelar a una agenda “multilateral”. Pero absorbido como estará por las disputas internas, difícilmente podrá cambiar el curso de retroceso.
El empantanamiento político puede limitar en parte la reorientación de la política exterior hacia lineamientos más acordes con lo que era hasta 2016, donde Biden puede querer mostrar cambios simbólicos importantes respecto de Trump.
[Biden] podría volver a unirse al acuerdo de París sobre el cambio climático. Pero no puede obligar a un Senado republicano a financiar energías alternativas. Podría volver a unirse a la Organización Mundial de la Salud, pero necesitaría que McConnell [líder republicano del Senado; N. de R.] autorizara la financiación estadounidense para el organismo. Podría traer de vuelta a Estados Unidos al acuerdo nuclear con Irán, pero cualquier cambio tendría que ser aprobado por el Senado de Estados Unidos [7].
Aliados y adversarios de la –todavía– principal potencia imperialista, miraron con perplejidad –y buena dosis de regocijo– cómo el país que “exportó” durante décadas su democracia, no pudo oficializar un ganador de las elecciones hasta cuatro días después de la elección, mientras el mandatario actual no da señales de acatar un resultado que no lo favorezca. Si ya las condiciones para el liderazgo norteamericano se vienen deteriorando hace tiempo por cuestiones objetivas y por los traspiés de la política imperialista –y de los giros de Trump– en las circunstancias en las cuales podría producirse la llegada de Biden al poder, cualquier regreso a la normalidad como el que ambicionan los estrategas geopolíticos más preeminentes de EE. UU. parece lejos de su alcance. Las escenas de confusión y divisiones que exhibe la clase dominante norteamericana son una clara muestra de decadencia del principal garante y defensor de la opresión capitalista en todo el mundo. Este es un elemento de primer orden a ser tomado en cuenta por los pueblos oprimidos de todo el mundo. |