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La Izquierda Diario
1ro de noviembre de 2015 Twitter Faceboock

Revista Ideas de Izquierda
Maiakovsky, el poeta agitador
Ariane Díaz | @arianediaztwt
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Testigo de la revolución de 1905, Vladimir Maiakovsky se enroló en la fracción bolchevique, actividad por la que, como tantos otros, terminó en la cárcel; allí comenzó a escribir. Protagonista de la bohemia literaria de principio del siglo XX, su obra fue una de las más poderosas fuentes de la renovación de la poesía rusa –que pronto sería soviética–. La revolución de Octubre lo encontró ya fuera del partido, al que nunca volvió formalmente, pero que cuando mucha de esa bohemia emigraba, lo contó como uno de sus fervientes defensores, como propagandista en la agencia rusa de noticias, como editor de libros y revistas, y como miembro de los distintos agrupamientos artísticos nacidos con la revolución. Como tal, fue parte de los debates que cruzaron la década de 1920 sobre la política que el nuevo Estado obrero debía tener hacia la producción cultural y los artistas.

El derecho de los poetas “a aferrarse como a una piedra a la palabra ‘nosotros’ en medio de un mar de silbidos y de indignación” proclamaba el manifiesto futurista ruso [1] allá por 1912, uno de cuyos autores era Maiakovsky. Un “nosotros” que durante la vida del poeta –que también incursionó en el teatro, el cine y la propaganda– irá cobrando distintas inflexiones, abarcando desde un “yo” capaz de ordenar el mundo a su alrededor –“si yo fuera / pequeño / como el Océano Pacífico- / me pondría en puntas de pie sobre las olas / y a la luna, como la pleamar, le haría caricias” [2]–, o el anonimato que daba voz a los que nunca la tuvieron –“150.000.000 hablan por mi boca” [3]–.

Se cumple este año el centenario de su poema “Una nube en pantalones”, donde dio muestras de una lírica de ritmo vertiginoso que podía recurrir al lenguaje callejero, las imágenes más inesperadas, la provocación a los lectores, o las bombas de los populistas revolucionarios, para dar cuenta de una historia de amor. Esta veta lírica fue parte de una producción que exploró también una épica hambrienta de ser la voz de los millones de oprimidos que habían decidido tomar las riendas de su destino, y las proclamas y manifiestos donde sin piedad ajustaba cuentas con colegas de otras tendencias, y con la suya propia [4].

Varios libros publicados en 2015 permiten acercarnos a su obra. Poesía lírica, Mi descubrimiento de América y Para la voz –una selección de poemas publicada según su edición original rusa, “proyectada” por El Lissitsky, la versión en castellano y estudios críticos–. Ya en 2013 se habían publicado sus Escritos sobre cine y la novela biográfica de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones.

De este lado del Atlántico

En 1925 Maiakovsky viaja a EE. UU., experiencia que deja plasmada en una crónica que publica un año después –aunque allí mismo dice que no pensaba publicarla–. Su breve trasbordo en Cuba y México le anticipan la cercanía del “monstruo” que pronto conocería desde “sus entrañas”, al decir de otro famoso cronista [5]. En la isla observaría cómo la dominación norteamericana dividía al país en dos Cubas, una rica para los turistas y empresarios llegados del norte, y una pobre dedicada a servirlos. En México, donde fue recibido por Diego Rivera, asomaba la misma amenaza: barrios donde los obreros viven hacinados, las huellas de sus luchas en edificios y murales, coyotes que trafican con la vida de los desesperados migrantes, y un panorama de alzamientos y recambios de gobierno que respondían a la injerencia del peligroso vecino. En los tres meses que duró su viaje pudo observar la política imperialista ofensiva de EE. UU. disputando con Gran Bretaña y Francia, y que con terror se ejercía en Latinoamérica y África.

El mismo año en que Dos Passos retrataba la consumista e impiadosa escena neoyorkina en Manhattan Transfer, y Fitzgerald la organización mafiosa que dominaba al país en El gran Gatsby, Maiakovsky encuentra una nación inmersa en los ritos del “Dios dólar”, donde una clase dominante astuta utiliza diferencias salariales y sindicatos amarillos para dividir a la clase trabajadora. Una burguesía bien armada y organizada, ya sea en el Ku Klux Klan o en las instituciones de un Estado definitivamente imbricado en los negocios de la mafia a la que alimenta, mientras con sus leyes y su policía castiga a la clase trabajadora:

Durante mi primer día en Chicago vi una escena impensable en medio del frío y de una lluvia torrencial. Obreros mojados, flacos, muertos de frío, iban dando vueltas alrededor del enorme edificio de una fábrica; unos policías robustos, gordos, abrigados con impermeables, los vigilan desde las calles [6].

El arte y la cultura no estaban exentos de la desembozada religión consumista. En el “debate público”, quienes defienden el uso del pelo largo es porque venden hebillas, especula Maiakovsky, mientras quienes se inclinan por el pelo corto seguramente son parte de un consorcio de peluquerías. Los periódicos, vendidos a sus anunciantes, callan “como si tuviesen la boca llena de dólares”, mientras una burguesía bien asentada ha logrado rodearse de la suficiente “grasa” de escritores que la celebren.

Si la tecnología de la que EE. UU. hacía gala configuraba un paisaje de ciencia ficción, Maiakovsky observa cómo la impactante cadena de montaje fordista permite obtener mayores ganancias a los patrones, pero precariza las condiciones laborales de quienes las producen. En manos capitalistas, la tecnología que los futuristas habían tomado como objeto artístico, y que Maiakovsky ambicionaba asimilar para la URSS, producía lo contrario a lo que había prefigurado en su incursión en la ciencia ficción, imaginando un futuro donde la electricidad y las máquinas hacían el trabajo pesado permitiendo a la población disfrutar del tiempo libre y la cultura [7]. Maiakovsky descubre que la ostentación de su pujante desarrollo burgués convive con escenas medievales de escarnio público en pueblos y campos. Impactado por la segregación de los negros, los considera “pólvora” decisiva en los futuros movimientos revolucionarios. La clase obrera, dividida como está, no parece estar cerca del horizonte de la revolución, pero sus posibilidades, concluye Maiakovsky, no deben subestimarse.

Del otro lado del Atlántico

Ese mismo 1925 fue un año decisivo para el proceso de burocratización del Estado obrero. Luego de la derrota de la revolución alemana, y en medio de las tensiones de la “Nueva Política Económica”, Trotsky es apartado de la dirección del partido, mientras Stalin introduciría el llamado a la construcción del “socialismo en un solo país”. Por su parte, es también ese año que el debate sobre la política que el Estado y el partido debían trazar hacia el arte y la cultura llega a su clímax.

Desde el triunfo de la revolución, distintas tendencias artísticas habían participado de una prolífica efervescencia cultural, aún en medio de la guerra civil y las penurias económicas. Los agrupamientos artísticos habían disputado entre sí por la manera en la que el arte y la cultura debían relacionarse con las masas revolucionarias, las formas y temas en las que podía expresar un nuevo arte, y las instituciones que a tal fin eran necesarias. El libro de Bonilla tiene un eje en estas tensiones. Pueblan sus páginas las actividades que despliega el poeta tanto como los debates y los agrupamientos de los que participa por esos años. Aunque se presenta como una novela, el libro tiene la pretensión de ser fiel a los hechos históricos, apuntando incluso bibliografía consultada –cita además en extenso, aunque sin marcas, documentos de la época, como Literatura y revolución de Trotsky–. No siempre lo logra, pero sin duda no falla en dar cuenta de un problema que fue eje de las aspiraciones y decepciones del poeta: la delimitación de la tradición previa y contemporánea, o los recursos para que su poesía sea popular sin por ello renunciar a las formas experimentales que para él mejor respondían a la época aunque no siempre lograban una buena acogida en los lectores.

Esos enfrentamientos no impedían el trabajo común, pero tampoco evitaban las rupturas, las maniobras y los agrios reproches, ni estaban exentos de las disputas por los lugares de decisión sobre los recursos y las políticas del nuevo Estado; es por ello que el debate había llegado a la máxima dirección del partido. Una nueva resolución del partido de ese año intentará delimitar posiciones. Por un lado, iba dirigida contra la “arrogancia comunista” con la que muchos miembros del partido y de organizaciones que proponían el desarrollo de una “cultura proletaria”, en nombre de una hegemonía obrera que del terreno político suponían trasladada al terreno cultural, pretendían con tono imperativo desestimar la tradición cultural previa y establecer un único estilo y temática. Sus fundamentos teóricos, sin embargo, se alejaban de las premisas marxistas en las que pretendía apoyarse.

La resolución proponía una conceptualización del arte delimitada del liberalismo con que la burguesía se permite –en tiempos en que su dominio está asegurado– atribuir al arte una neutralidad política y una autonomía de sus condiciones sociales y políticas, sin dejar por ello de traficar, bajo esa coartada, posiciones ideológicas, sentidos comunes y si es necesario, propaganda en su favor. Señalaba también que el proletariado, como clase hasta entonces desposeída, así como en el terreno de las ciencias o la tecnología, no tenía por qué tener respuestas para todos los problemas de la forma artística, por lo cual no podía pretender desestimar con sorna la tradición previa ni establecer un único estilo “proletario”. Sin embargo, las tesis señalan estos elementos en términos de “tolerancia” y no de reconocimiento de la riqueza o el aporte que otras tradiciones, en sus temas y en sus formas, podrían representar, incluso marcadas por esas determinaciones sociales, o mejor dicho, precisamente gracias a la relación contradictoria que el arte como práctica subjetiva y creativa establece con su entorno social. Las tesis no niegan la necesidad de una hegemonía proletaria en el terreno del arte, sino que caracterizan que aún debe ganarse.

La contracara propuesta entonces es la de un populismo que no problematiza las posibilidades o límites de viejas y nuevas formas o temas, que no se pregunta por la relación entre la vida y el arte como práctica autónoma –problema que las vanguardias habían dejado asentado en esos años, entre ellos, Maiakovsky–, ni por las posibilidades de que las clases oprimidas no solo accedan sino que aprovechen críticamente los frutos de la cultura; sólo propone ampliar los temas de la fábrica a los de la lucha de la clase obrera y campesina. Por ello, si bien la resolución en sus consecuencias prácticas –que tampoco finalmente se cumplieron– fue vista como una derrota para los promotores de la “cultura proletaria”, estaban lejos del cuestionamiento que Trotsky por ejemplo había discutido en el seno del partido en los años previos, para quien el arte nuevo debía evitar arar por una determinada cantidad de surcos numerados.

Si es cierto que para Trotsky la existencia de escritores provenientes de la clase obrera, dando cuenta de sus luchas y aspiraciones, desde un punto de vista podría considerarse un “acontecimiento cultural” tan importante como la existencia de un Shakespeare o un Goethe, porque señala la perspectiva de dar por tierra con la división entre trabajo manual e intelectual que caracteriza a todas las sociedades basadas en la explotación de una clase por otra, ello no significaba sin embargo que, demagógicamente, eso pueda considerarse una nueva cultura, si entendemos por ella un sistema “desarrollado y coherente de conocimiento y de habilidades en todos los ámbitos de la creación material e intelectual” [8]. Sin duda el arte y la cultura soviética debían inscribirse en un período de transición, pero los objetivos de la revolución socialista no son el reforzamiento de la dominación de una determinada clase, aún la oprimida y mayoritaria; la construcción del socialismo implica justamente la disolución de las clases. En todo caso, al éxito de la revolución le correspondería un arte no proletario sino socialista, donde se desplegara la creatividad científica, filosófica, artística [9].

Maiakovsky se encontraba viajando hacia América cuando se publica la resolución, aunque había sido y seguiría siendo protagonista de los debates que ésta pretendía zanjar. Estas tesis, mientras garantizaban aún el desarrollo y expresión de las distintas tendencias que habían caracterizado el régimen revolucionario, suponían una concepción del arte revolucionario que no podía incluir una poesía como la de Maiakovsky y que pronto reduciría los espacios de producción artística a la reglamentación estatal utilizando argumentos similares, ya sin ninguna tolerancia. El “realismo socialista” dominante en la década de 1930 dominaría la escena artística soviética, donde la proliferación de estilos, teorías y debates que caracterizaron la época que abrió Octubre cada vez se angostaría más a las alabanzas a Stalin, la tergiversación de la historia, la propaganda del régimen y el silencio frente a la persecución, encarcelamiento y muerte de los opositores políticos. Ni siquiera los miembros del Proletkult o los escritores realistas no stalinistas saldrían indemnes de ello. No habría ya duras discusiones entre ellos, porque el cuestionamiento con la doctrina oficial sería ya sospechoso. No serían ya las posiciones estéticas lo que estaría en juego, sino las conveniencias de una burocracia asentada que buscaba también rodearse de la suficiente “grasa cultural” que justificara su posición dominante.

Lo personal es político

En 1929, para un nuevo aniversario de la muerte de Lenin, Maiakovsky escribía, ensombrecido:

Kúlaks y burócratas, adulones
sectarios y borrachos
van, orgullosos, el pecho abombado
con estilográficas e insignias a montones” [10].

Un año después se suicida, disparándose en el corazón. Sus últimos versos dicen:

“La barca del amor
se estrelló contra la vida cotidiana”.
Estoy a mal con la vida
y es inútil recordar
dolores,
desgracias
y ofensas mutuas.
Sed felices [11].

Tomándolos como “prueba”, el comunicado que emite la dirección del PCUS ante el hecho insiste en que la decisión del poeta no tenía nada que ver con sus actividades políticas o sociales, sino con motivos personales. Lo que significa decir, según responderá indignado Trotsky, que su muerte “no estaba vinculada con su vida, o que su vida no tenía nada que ver con su creación poética-revolucionaria” [12]. Similar a su caracterización de las causas del suicidio de Esenin en 1925 (a poco del regreso de Maiakovsky de EE. UU.), Trotsky apunta el desgarro interior de una generación de poetas formados en una época previa, que ni fueron hostiles ni indiferentes a la revolución, pero que no pudieron comprenderla, ni armonizar su conformación subjetiva, núcleo de su poesía, con una época que cobijó tanto la esperanza y las posibilidades de una nueva cultura como combates implacables y catástrofes. En el caso de Maiakovsky, a ello se sumaría el “espanto” ante la “rutina pseudo-revolucionaria” de la pretendida “cultura proletaria”, que si durante los primeros años de la revolución había tenido un carácter de “idealismo utópico”, con el asentamiento del stalinismo había devenido en sofoco y degeneración burocrática, frente a la cual el poeta no pudo encontrar una vía para sobreponerse.

Una de las ideas más inquietantes de la novela de Bonilla, después de repasar suicidios, encarcelamientos o silencios de una cantidad llamativa de poetas en esa época, es imaginar que detrás de esas muertes, aparentemente explicables por sí solas, en realidad puede rastrearse la mano invisible de un asesino serial que a los cadáveres que ha cosechado sumará más. No sería difícil encontrar en la URSS un nombre para aquella voluntad que en la década siguiente, que con la instauración del realismo socialista, convirtió a la vida del arte soviético en un “martirologio” [13], al decir de Trotsky a poco de terminar exiliado en México.

Hoy, después de caído el muro y anunciado el “fin de las ideologías”, el realismo socialista sirve más bien de esperpento con el cual rechazar no el stalinismo, sino la idea misma de revolución socialista. La experiencia de la Rusia revolucionaria, sus agrupamientos y producción artística, a lo sumo son una nueva moda a la que pueden dedicarse muestras y estudios, siempre a condición de disociarla del proceso revolucionario o mejor aún, de atribuirle a éste su tragedia. Por su parte, la mercantilización que Maiakovsky de la cultura había visto en EE. UU. ha alcanzado los niveles que las más oscuras distopías de la época de Maiakovsky no llegaron a imaginar, ni ha dejado de acompañar la segregación de comunidades enteras y las míseras condiciones de vida de la clase obrera que Maiakovsky observó allí y que casi podrían considerarse referidas a los diarios de hoy. El derecho a una vida libre de opresión y a la posibilidad del disfrute y desarrollo de la creatividad humana, una vez más deberán aferrarse a un “nosotros” capaz de arrancarlos a los explotadores.

 
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