“Conceptualizar el cerebro como capital, un recurso a ser expandido, transforma a quién –o qué– en algo a ser expandido. Separa la parte del todo: ahora, en vez de ser el niño que aprende, el estudiante, el anciano temiendo demencia (…) aparece el cerebro que aprende, el cerebro social, el cerebro emocional, el cerebro ético o el cerebro indicador, el que debe ser mejorado.” Steven Rose y Hillary Rose, Can neuroscience change our minds
Hace no mucho tiempo, hubiera resultado extraño encontrar una vitrina principal de la sección psicología o autoayuda poblada de títulos como Las neuronas de dios, Usar el cerebro, El cerebro de los argentinos, Cerebro, corazón y psicología de la mujer, e incluso Atletismo mental (con la imagen de un cerebro con pies y brazos corriendo en una cinta). También la creación de una asesoría “en capital mental”, especializada en educación en la provincia de Buenos Aires, a cargo de un neurólogo, o que el reconocido Instituto Balseiro tenga cursos permanentes en neurociencias. Hoy, parece natural.
Es que en los últimos años venimos asistiendo en nuestro país, (y en el mundo, como veremos), a un auge de las llamadas neurociencias. Autores como Facundo Manes, Diego Golombek o Andrés Rieznik, recorren asiduamente los programas de radio y televisión, llenan teatros y salones a lo largo del país, están al tope de ventas de libros, y comienzan a tener injerencia directa en el diseño de políticas públicas.
Pero, ¿de qué se trata la neurociencia? ¿Cuál es su origen social y científico? ¿Qué discursos y prácticas sociales promueve y cómo los fundamenta? Desde estos interrogantes, y otros, claves para un análisis desde el marxismo, resulta provechosa la lectura del nuevo libro de Steven y Hilary Rose, Can neuroscience change our minds? [1]. Desde sus campos disciplinares (neurobiología y sociología respectivamente) son parte de una generación de científicos y académicos (en su caso, ingleses) que, impactados por la revolución cubana, el uso de la ciencia con fines bélicos por parte de Estados imperialistas (Vietnam), así como por la invasión soviética a Hungría y la Guerra Fría, se acercaron a la crítica anticapitalista y a las luchas obreras y populares, participando de ellas al tiempo que cuestionando el rol de la ciencia en el capitalismo. En coautoría, publicaron Ciencia y sociedad (1969), seguido de La radicalización de la ciencia (1976), y en los últimos años Alas, poor Darwin! (2005), y Genes, células y cerebros (2012).
En este caso, intentan brindar un análisis que, sin perder profundidad y filo crítico, pueda ser leído por un público amplio, a tono con el alcance de masas del discurso de las neurociencias. Y si bien situado en el medio inglés, al tratarse de un fenómeno mundial, resulta completamente relevante para pensar concretamente desde nuestra geografía.
El título del libro, ¿Puede la neurociencia cambiar nuestra mente?, sirve de disparador para el análisis posterior. Si bien reconocen que la neurociencia se apoya en importantes avances en el conocimiento del cerebro, parten de afirmar que “ciencia y sociedad se moldean una a la otra –se coproducen–”, y señalan que el objetivo será “separar la esperanza del marketing de esos neuroprefijos, que surgen como parte de la economía política neoliberal actual” (2). A diferencia de la genómica, pero compartiendo su reduccionismo, el imaginario de la neurociencia “pretende que su conocimiento nos puede empoderar para rehacer nuestro cerebro, nuestras mentes y a nosotros mismos” (3). El esfuerzo personal y la plasticidad, ligados a términos neoliberales extrapolados como el de “capital mental”, se vuelven términos omnipotentes para dar el salto y resolver cuestiones sociales y políticas como la desigualdad y la educación.
La neurociencia moderna es definida como una tecnociencia: fusión de ciencia y tecnología, inseparable de la matriz neoliberal, que ya había dado lugar a otros proyectos reduccionistas como la sociobiología en los ‘70 y la psicología evolucionista en los ‘90, ambas de sesgo social conservador, individualista y patriarcal. Aunque esta vez con un apoyo financiero y político mucho mayor.
Genealogía de la neurociencia
Los autores trazan un recorrido del discurso neurocientífico que comienza con el planteo cartesiano de la glándula pineal como juntura entre mente y cuerpo, y sigue por el materialismo reduccionista de la frenología y los avances de la neuroanatomía en el siglo XIX, que definía un cerebro “moldeado por el imperialismo y las relaciones patriarcales decimonónicas” (13). Desde allí, ubican el surgimiento del Programa de Investigación en Neurociencia del MIT a principios de los años ‘60 como el primer gran proyecto apuntado al estudio del cerebro y el comportamiento, con fines principalmente científicos, concitando gran interés y financiamiento: el nacimiento de la neurociencia moderna. Ya en los ‘90, el nuevo impulso va a provenir de una agenda “aplicada” motorizada por la industria farmacéutica en búsqueda de nuevas drogas psicotrópicas y desarrollos neurotecnológicos. Será denominada la “década del cerebro”.
La neurociencia molecular y su búsqueda de neurotransmisores será clave para el negocio de la medicalización de la vida cotidiana de la industria farmacéutica, asociada a manuales psiquiátricos como el DSM, aunque con resultados similares a generaciones anteriores de psicotrópicos, ya que el vínculo neurotransmisor/trastorno mental tampoco se sostiene, por lo que compañías líderes ya cerraron sus laboratorios de neurociencia enfocándose en otros mercados. Mientras, esa crisis en la psiquiatría biológica se ha intentado superar mediante la nueva tecnología de la resonancia magnética funcional (fMRI), cuyas dramáticas imágenes en colores son “deducidas por una cadena de manipulaciones y asunciones estadísticas”, pero “son tomadas como reales, y no solo por neurocientíficos” (34). La crítica en este punto es muy aguda:
...tales imágenes pueden ocultar tanto como revelan. Para empezar su escala temporal de torrente sanguíneo medida en segundos es demasiado amplia, en tanto el cerebro opera en milisegundos. Y también su resolución espacial (36).
A lo que podríamos agregar el fuerte cuestionamiento recién recibido por el software estadístico que utilizan [2].
La neurociencias como megaproyecto
Pero el gran auge de la disciplina es mucho más reciente. En 2013, con la llegada de los primeros megaproyectos científicos destinados para las neurociencias: el proyecto BRAIN en EE. UU., y el Human Brain Proyect (Proyecto Cerebro Humano, HBP en inglés) en la UE, con el antecedente del Proyecto Genoma Humano.
Los autores desmenuzan la génesis y objetivos de ambos, señalando el lugar de científicos, Estados, capitales y público. El HBP consiguió 1,2 billones de euros en el concurso de Flagship Future and Emerging Technologies Programme, provenientes del Directorio de Información y Tecnología de Computación de la UE, según los autores en respuesta a la crisis de 2008, y designados mediante una pantomima de “consulta popular”. Su iniciador y coordinador, Henry Makram, planteó que su objetivo es
construir una infraestructura tecnológica de computación de información para investigación relacionada a neurociencia y cerebro en medicina y computación, catalizando un esfuerzo colaborativo global para entender el cerebro humano y finalmente emular sus capacidades computacionales (45).
La intención es la creación de un modelo computacional del cerebro para 2023.
En definitiva, y esto es llamativamente dejado de lado por los Rose, se trata, desde la psicología, de retomar el conocido reduccionismo de la psicología cognitiva, con su metáfora de la mente como procesador de información, a su vez –irónicamente– motivada por los avances tecnológicos en cibernética y teoría de la información en el período de entreguerras [3]. Aunque ese procesador es identificado ahora con el cerebro: el reduccionismo se recuesta en la biología, pero la matriz teórica del procesamiento de información (ahora neuronal), se mantiene [4] Los autores señalan la injerencia en el proyecto y el aprovechamiento privado de fondos públicos, de IBM, con la cual Makran puso en pie su proyecto Blue Brain. De hecho, en los últimos días IBM anunció con pompa que había creado las “primeras neuronas artificiales” [5]. La base de investigación son estudios con cerebros de ratones. La escala es monstruosa: 113 equipos de 20 países diferentes.
En el caso de EE. UU., el proyecto se denominó Investigación Cerebral para el Avance en Neurotecnologías Innovativas (BRAIN en inglés), apuntando a realizar “un mapeo neural de todas las vías y conexiones (el así llamado conectoma), entre las 70 millones de neuronas del ratón, como subrogado del cerebro humano”, que en seis años solo avanzó en una ínfima porción. Los fondos son titánicos: en 2014 se aumentaron a 4,5 billones de dólares, y las intenciones comerciales son claras: desde nanopartículas a optoelectrónica de amplio potencial industrial. Significativamente, parte del financiamiento proviene de la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa (DARPA), interesada en el desarrollo de neuroprótesis para soldados. Los autores subrayan el potencial comercial detrás de estas mega iniciativas, replicadas a su vez en Japón (2014), China (2015), y por capitales privados, como el mega proyecto Big Neuron, de Paul Allen (cofundador de Microsoft). Pero, señalan también el creciente escepticismo de la comunidad científica ante el carácter aporético del objetivo de fondo, que llevó a que “unos 700 neurocientíficos elevaran una carta a la UE criticando tanto la ciencia como el manejo del proyecto” (54). Mientras que construir una bomba atómica o descifrar el genoma eran promesas alcanzables, “¿Qué querría decir ‘resolver el cerebro humano’?”. El escepticismo, señalan, se hace oír cada vez más entre los participantes, en tanto “las neurociencias simplemente no tienen equivalente para la física teórica detrás del Proyecto Manhattan, ni para la biología molecular del Proyecto Genoma Humano” (52).
El diagnóstico a nivel científico es lapidario: “no hay forma de integrar las variadas neurodisciplinas, desde la molecular hasta los sistemas, y menos de proyectarlas hacia el misterioso terreno de la ‘mente’”. Es que “las neurociencias son ricas en datos y pobres en teoría” (57). Lo notable es que aún así, sus ambiciones proliferan, e ingresan crecientemente en las políticas públicas del desarrollo infantil y la educación.
Las neurociencias como fundamento para políticas públicas neoliberales
A continuación, los autores abordan el desarrollo de políticas públicas en hacia la niñez y la educación en Inglaterra, ensayando una crítica de los conceptos que permite develar la razón neoliberal detrás del pretendido fundamento científico. Entramos en un terreno que comienza a ser familiar en la Argentina, donde el gobierno macrista ensaya la aplicación de políticas similares de la mano de Facundo Manes.
El foco estará puesto en dos ejes. El primero, centrado en la crítica de un informe gubernamental publicado en 2008, centrado la idea de que “los países deben aprender a capitalizar a sus propios ciudadanos” [6] mediante la intervención temprana y sus tres conceptos centrales: capital mental, bienestar mental y recursos cognitivos. La idea de capital mental, apuntan los autores, es correlativa con la redefinición de la pobreza en términos ya no de ingresos sino de logros educativos, falta de empleo y adicción a drogas, o sea, un regreso a una política moral sobre los pobres. Para esto, los informes citados se apoyan en estudios sobre análisis de imágenes de resonancia magnética funcional sobre niños, que demostrarían la necesidad de actuar sobre los primeros “1.001 días críticos” (título de otro reporte). Al respecto, se señala que “en esta narrativa biológica, la niñez y la adolescencia son entidades biológicas, categorías independiente de clase, género, etnicidad y geografía” (79). Y se desmonta su supuesto fundamento neurocientífico y psicológico: relación entre sinapsis y desarrollo, los conceptos de “ambientes enriquecidos y empobrecidos”, períodos sensitivos, relaciones entre stress e indicadores hormonales (cortisol), y la teoría del apego. En cada uno la crítica aporta valiosas referencias, como por ejemplo, la crítica de la primatóloga Susan Hrdy desarmando la teoría del apego de Bowlby y su contenido ideológico patriarcal [7]. Como conclusión, resaltan el carácter de vigilancia moral de la “intervención dirigida”: “Las desigualdades solo pueden atacarse mediante reformas estructurales, sobre las cuales la neurociencia no tiene nada que decir” (103).
El capítulo final está destinado a las prescripciones que desde la neurociencia se hacen sobre la educación y el aprendizaje, mostrando el mecanismo mediante el cual un organismo imperialista como la OECD plantea directivas de aprendizaje que instituciones científicas como la Royal Society apoyan, y a las cuales revistas especializadas aportan “fundamentos”:
Estamos en tiempos excitantes para la neurociencia –dice una editorial de Nature–, donde la unión de neurociencia con educación nos lleva desde un conocimiento molecular y celular de la función cerebral, hasta el aula (104).
A continuación, analizan críticamente las pretensiones de “mejoramiento cerebral”, ligada al marketing de drogas “inteligentes” (Ritalin, por ejemplo) y dispositivos eléctricos (estimulación por corriente transcraneal directa). También se critican las prescripciones derivadas de esta concepción, y su aplicación concreta a fenómenos como la discalculia o la dislexia, mostrando los límites de la misma, y el intento de estigmatizar y normalizar la adolescencia. Resulta muy valioso el análisis de cómo estas concepciones apuntan a normalizar la subjetividad y actuar directamente sobre la visión de los propios adolescentes sobre sí mismos, y también las referencias a trabajos críticos, como el de la neurocientífica Suparna Choudhury, que demuestra cómo los adolescentes perciben el intento de los trabajos neurocientíficos “mainstream” de estereotiparlos [8].
Un aporte valioso para la crítica del furor neuro
Tratándose de un libro tan condensado, quedan necesariamente muchos desarrollos fuera de esta reseña. Acaso se podría criticar el no tomar en cuenta las relaciones entre las neurociencias y las teorías psicológicas de las que se sirve (cognitiva, en sentido amplio), así como alguna referencia a opciones superadoras (en otro libro, Steven Rose señala los desarrollos de Vigotsky como posible vía superadora a concepciones reduccionistas). Así también, aunque encontramos un análisis de la economía política de la neurociencia, incluido el carácter cada vez más precarizado de los investigadores, a diferencia de trabajos previos, está ausente el horizonte socialista como vía superadora a las contradicciones analizadas.
Empero, se trata de una crítica balanceada, aguda y bien fundamentada, que resulta de un gran aporte tanto para analizar el auge de las neurociencias, en Argentina y en el mundo, y desnudar los intereses sociales detrás del mismo.
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