Avanzada la década de 1930, Trotsky hacía un balance de la política stalinista en La revolución traicionada donde definía la dramática situación del arte en estos términos:
La vida del arte soviético es una especie de martirologio. Después del artículo consigna de Pravda en contra del “formalismo”, se inicia entre los escritores, los pintores, los directores teatrales, y aun los cantantes de ópera, una epidemia de humillantes retractaciones. Uno tras otro se arrepienten de sus propios pecados del pasado, absteniéndose, por lo demás –por si acaso– de precisar lo que es el “formalismo”. […] Los juicios literarios se revisan en unas cuantas semanas, los manuales son corregidos. Las calles cambian de nombre y se levantan monumentos porque Stalin ha hecho una observación elogiosa sobre Maiakovsky. La impresión que una ópera produce a los altos dignatarios se transforma en una directiva para los compositores [1].
El párrafo bien podría ser parte de la última novela de Julian Barnes El ruido del tiempo, al parecer titulada así en homenaje al poeta soviético Osip Mandelstam, uno de cuyos libros de memorias lleva como título una variante acústica: El rumor del tiempo, y arranca también en una estación de trenes (decimos al parecer porque Barnes no lo ha especificado en el apéndice del libro donde cita sus fuentes).
El libro de Barnes tiene como eje la vida de uno de los artistas que transitó la época revolucionaria, la consolidación del stalinismo y el proceso de desestalinización iniciado tras la muerte de Stalin: Shostakovich (1906-1975), el compositor y pianista genial que recibió del gobierno soviético tantas censuras y amenazas como premios y cargos, y que escapó de represalias mayores por una obra que no se ceñía a los parámetros del realismo socialista probablemente porque su fama mundial hizo que el stalinismo considerara mejor utilizarlo a su favor que liquidarlo.
Un artista desviado más
Narrada en una tercera persona que se confunde con la primera –ya que el relato se compone básicamente de las reflexiones del músico–, la novela atraviesa décadas convulsionadas en lo político, lo social y lo personal siguiendo a un Shostakovich que, sin moverse de lugar, “Había nacido en San Petersburgo, empezó a crecer en Petrogrado y terminó de crecer en Leningrado”.
Concentrado en su música (“el mundo se volvió comprensible para él” al sentarse al piano) más que interesado en las luchas políticas y los cambios sociales que abrió el proceso revolucionario, su vida no estará exenta de una serie de encontronazos con el régimen soviético que el narrador enumera como “Conversaciones con el Poder”. La idea de la “conversación” es irónica: el Poder es el que habla unilateralmente impartiendo directivas y amenazas; del lado del músico, la única respuesta posible parece ser la reflexión íntima que sobre el Poder va construyendo mientras acata para no poner en riesgo su vida y la de sus conocidos:
En los viejos tiempos, un niño podía pagar por los pecados de su padre o hasta de su madre. Hoy día, en la sociedad más avanzada de la tierra, los padres podían pagar por los pecados del hijo, junto con tíos, tías, primos, parientes políticos, suegros, cuñados, colegas, amigos, e incluso el hombre que sin pensarlo te sonreía al salir del ascensor a las tres de la madrugada. El sistema de castigos había mejorado enormemente y era mucho más inclusivo de lo que solía ser.
Estas conversaciones podían darse cara a cara con alguno de sus enviados –a veces la policía política, otras un funcionario que le demanda declaraciones o un profesor que lo “instruye” en los preceptos del marxismo-leninismo oficial y hasta en una rara llamada telefónica del mismo Stalin–, o en forma pública, por ejemplo, a través de la prensa oficial, donde un elogio o una crítica podían definir literalmente la vida del artista. La novela arranca justamente con la publicación de una dura crítica a una de sus obras que supone escrita por el mismo Stalin –basado en la abundancia de errores ortográficos que contiene y que no habrían sido corregidos porque nadie se animada a enmendarlo siquiera en eso–, tras la cual el músico decide esperar sucesivas noches su detención en el rellano de su departamento, ya vestido y equipado, para evitar mayores problemas a su familia.
Si Shostakovich sale indemne de esta primera “conversación” en tiempos en que el arte se medía en los mismos términos que otras “categorías productivas” –“estableciendo normas y desviaciones de las mismas”–, es por motivos poco alentadores: al parecer el mismo funcionario que lo investigaba fue a su vez acusado y había desaparecido misteriosamente, dejando su caso pendiente.
El panorama que observa el Shostakovich ficcional no parece estar muy alejado de lo que podría haber observado el real. Fueron no pocos los artistas que durante el stalinismo sufrieron, por sus “desviaciones” artísticas, similar destino que los opositores políticos al régimen fusilados o destinados a trabajos forzosos. En el libro se menciona una situación similar para con el cineasta Eisenstein; en otro artículo de esta revista tomamos ya el caso de Maiakovsky [2]. Podrían sumarse más nombres de todos los géneros y estilos: a Bulgakov, autor de una obra que para su desgracia era una de las preferidas de Stalin en su adaptación teatral, no se le permitía salir del país pero tampoco publicar por su trabajo satírico sobre la vida soviética, y después de recibir una llamada de Stalin dejó amargas cartas donde oscilaba entre la esperanza de que lo rehabilitaran para poder publicar y la desesperación por su penosa situación que no dejó de prolongarse [3]; Mandelstam, después de haber declamado frente a testigos un epigrama dedicado a Stalin [4], fue condenado a un “castigo leve”: el campo de trabajos forzados, que no era la opción más drástica del momento –aunque terminaría muriendo en un campo similar tras otra detención–. Peor destino podemos suponer para quienes no eran tan reconocidos en la opinión pública.
La guerra y la paz
El conocimiento público podía servir de resguardo al artista pero era también problemático, porque lo ponía en la mira del Poder tanto para enmendarlo como para utilizarlo para hacerse propaganda (lo mismo sucedía en otros terrenos como el deporte, según narra la novela). Esa “suerte” es la que va a tener el compositor, aunque la “rehabilitación” que se le otorgó no implicara que el pecado fuera borrado de los registros. A Shostakovich se lo requiere para propaganda durante la Segunda Guerra, período durante el cual produce gran parte de su obra y su sinfonía más famosa, la séptima, pero donde también debe leer discursos a favor del régimen que le escribían otros.
Terminada la guerra se reinician los ataques contra su obra, aunque tras una llamada del mismo Stalin –que afirma que debe ser “un error” la censura de su obra–, Shostakovich será elegido para representar a la URSS en una conferencia por la paz. Así es como viaja, bajo estricta vigilancia, a EE. UU. La trampa consiste esta vez en hacerlo hablar públicamente en contra de su admirado Stravinsky –que había emigrado de la URSS–, algo que para Shostakovich significa una capitulación en el terreno de aquello que había creído poder preservar del terror: la música.
Resignándose una vez más, el compositor no deja de criticar duramente, siempre para sí, tanto al régimen como a aquellos opositores que desde la seguridad de no tener en la URSS seres queridos a los cuales proteger, le exigen una ruptura que no está en condiciones de sostener. Así fustiga por ejemplo a los intelectuales comunistas como Malraux, Rolland, Picasso o Shaw que defienden a la URSS callando lo que allí ocurría, pero también a los que diciéndolo, demandaban mártires:
Se había visto obligado a enviar a Shaw la partitura de su séptima sinfonía. Debería haber añadido a su firma en la portada el número de campesinos que habían muerto de hambre mientras el dramaturgo se empapuzaba en Moscú. Después estaban los que comprendían un poco más, los que te apoyaban y a los que, sin embargo, al mismo tiempo decepcionabas. Que no habían captado el hecho más simple sobre la Unión Soviética: que aquí era imposible decir la verdad y seguir viviendo. Que se figuraban que sabían cómo operaba el Poder y querían que lo combatieses como creían que harían ellos en tu lugar. En otras palabras, querían tu sangre. Querían mártires para demostrar la maldad del régimen. Pero el mártir tenías que ser tú, no ellos.
Si no se mata entonces, reflexiona el músico, es porque sabe que en tiempos en que las fotos pueden modificarse para eliminar personajes indeseados o inventar circunstancias que no existieron, su propia historia sería reescrita por el Poder.
El panorama no parece mejorar en el período de desestalinización tras la muerte de Stalin. Ya para entonces
… sus Conversaciones con el Poder, sin que al principio él lo reconociera, se volvieron más peligrosas para el alma. Antes habían puesto a prueba la magnitud de su valor; ahora sondeaban la magnitud de su cobardía.
Si ya no corría riesgo de muerte, sí podía ser aún rebajado un poco más: mientras una nueva revisión de una de sus obras prohibidas vuelve a arrojar resultados negativos, y aunque ahora lo eximan de soportar un profesor rojo, le exigen que se afilie al Partido para levantar el perfil de Nikita “El Mazorca” Jruschov, algo que hasta ese momento había logrado sortear. Después de una escasa resistencia que le permitía su reconocimiento, sus servicios prestados y el supuesto cambio de política, el compositor finalmente se afilia aunque se ausenta de la ceremonia donde con ese requisito le otorgarían un nuevo cargo oficial.
Historia y ficción
A través de estos episodios, la novela dibuja un Shostakovich que, sometiéndose al Poder, es sin embargo, íntimamente, un disidente. Sus formas de resistencia a veces toman la forma de los “caprichos” de un genio artístico, como retirar sus obras pero no retractarse de ellas, dejar que un traductor continúe leyendo en público, sin su participación, un discurso que no fue escrito por él, o ausentarse de determinados eventos. Partícipe en los hechos del aparato cultural del régimen, el músico parece justificarse apelando a la figura de la ironía:
La ironía, por tanto, viene a ser una defensa del ego y el alma; te deja respirar día tras día. Escribes en una carta que alguien es “una persona maravillosa” y el destinatario sabe que debe entender lo contrario. La ironía te permite imitar la jerga del Poder, leer discursos vacíos, escritos en tu nombre, lamentar seriamente la ausencia del retrato de Stalin en tu despacho mientras detrás de una puerta entornada tu mujer contiene una risa prohibida. […] Escribes un movimiento final para tu quinta sinfonía que equivale a pintar en un cadáver la sonrisa burlona de un payaso, y luego escuchas con la cara seria la respuesta del Poder: “Mira, ya ves que murió feliz, convencido de la victoria justificada e inevitable de la Revolución”. Y en parte creías que podrías sobrevivir mientras pudieras contar con la ironía.
Confiado en que “El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo”, considera como su refugio y fuerte esa ironía que “podía facultarnos para preservar lo que valoramos, incluso cuando el ruido del tiempo se volvía tan fuerte que rompía cristales”.
No es la primera vez que Barnes elige un personaje histórico como protagonista de sus novelas, como en El loro de Flaubert o El puercoespín. Las críticas al libro han cuestionado la adecuación fáctica o la plausibilidad de lo narrado en la novela con lo que se conoce de la vida de Shostakovich, asunto sobre el que, por otro lado, no abunda la unanimidad. Cuando se publicó en inglés recibió por ejemplo críticas de dos historiadores de moda sobre la URSS, Sheila Fitzpatrick en London Review of Books y Orlando Figes en The New York Review of Books. Este último le cuestionó, ejemplificando con una escena que enmarca el relato y que no se adecuaría históricamente:
Barnes asume el discernimiento de los pensamientos privados y las emociones de Shostakovich […] y nos pide que creamos que nos ha conducido dentro de su cabeza. Como lector de novelas puedo estar dispuesto a creerle, como historiador no [5].
Barnes parece haber salido bien parado no solo porque el hecho cuestionado por Figes había tenido lugar, sino porque elige poner en juego una autonomía de la ficción que no necesariamente se opone a la verdad: “la verdad artística puede construir sobre la verdad histórica, y a veces lo bello es también verdad”, le responde Barnes [6]. De hecho, quizás anticipándose porque la figura de Shostakovich es suficientemente controvertida, Barnes pone en boca de su narrador una definición que bien podría atribuirse a su literatura: las múltiples versiones de una historia que pueden ser frustrantes para un biógrafo, pueden ser muy beneficiosas para un novelista.
Quizás más productivo que verificar punto por punto los hechos históricos (aunque un libro que se presenta a sí mismo como documentado y consultado con especialistas en el tema no esté exento de una crítica del estilo) sea preguntarse en qué medida logra el novelista construir de forma estéticamente efectiva una “verdad ficcional” para su personaje. Ya en este sentido, muchos comentaristas se han preguntado si el recurso a la ironía no es una simple excusa. Porque incluso considerada sincera, ¿hasta dónde puede ser efectiva una ironía que el Poder no capta porque no tiene el “oído afinado” para ello, pero que tampoco captan el resto de sus contemporáneos durante décadas? La ironía, que como figura retórica explicita algo que es contrario a lo que realmente quiere afirmar, requiere que ese sustrato se reconozca a riesgo de ser tomada literalmente.
Claro que la valentía o la cobardía del personaje puede ser materia opinable y una novela no tiene por qué postularse como un lugar para zanjar la cuestión. Mandelstam concluía su libro diciendo: “La fiera no puede sentir vergüenza de su cobertura de piel. La noche la guarneció y el invierno la vistió. La literatura es la fiera. La noche y el invierno son el peletero”. Lo valedero o no de los motivos de la fiera musical cercada por el peletero quedará a criterio del lector. La novela en este sentido presenta contradicciones que pueden ser su fuerte, porque aunque la voz del narrador parece abiertamente identificarse con las justificaciones que se da a sí mismo el músico, también parece vislumbrar por momentos los límites de ese refugio (quizás esa sea la función de la tercera persona que se confunde, pero no es, la primera): “no puedes firmar cartas tapándote la nariz al mismo tiempo o cruzando los dedos a la espalda, confiando en que otros adivinarán que no crees lo que firmas”, afirma por ejemplo. Incluso la cita a Mandelstam en el título, aunque no explicitada, podría tomarse como una contracara de Shostakovich: aquel que no pudo callarse y lo pagó caro, sin duda, aunque tampoco impidió que su arte trascienda.
Sin embargo, a pesar de estas incursiones escasas que podrían complejizar el drama que Barnes propone, el problema es que el personaje que construye esta vez, a diferencia de otras de sus incursiones en figuras históricas, parece haber sido aplanado más que provisto de carnadura. Las relaciones con la madre, las mujeres, los hijos, sus colegas o su trabajo artístico concreto, salpican cada tanto las reflexiones sobre el Poder con apenas un carácter ilustrativo. El músico parece atravesar los miedos más terribles, los cambios más traumáticos y las penas más amargas, con aforismos que parecen más propios de un ensayo sobre el período que de las memorias o las reflexiones de quien tuvo esa experiencia. Así, aunque el autor logra mostrar un período del siglo XX donde también, como veía Mandelstam en el XIX, el sistema estatal “llamea hielo”, su protagonista no logra verosimilitud como termómetro de su tiempo. |