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La Izquierda Diario
1ro de octubre de 2016 Twitter Faceboock

Revista Ideas de Izquierda
Las neurociencias como marketing político
Juan Duarte | Ciencia y Ambiente | tw: @elzahir2006

El salto del discurso de la neurociencia a la arena política y la gestión neoliberal. A propósito de El cerebro argentino, de Facundo Manes y Mateo Niro, y Pobre cerebro, de Sebastián Lipina.

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No es por ver el fruto, que el fruto llegará, sino por la responsabilidad cotidiana de arar la tierra, plantar la semilla y cuidar que esos brotes no se sequen, no se quemen, no se ahoguen. Se trata de una verdadera revolución. La revolución del conocimiento en Argentina es imprescindible. Una revolución de la que debemos ser protagonistas
Facundo Manes, El cerebro argentino, p. 417.

 

No se trata de una parábola bíblica, ni de un discurso de Macri, aunque a simple vista podemos reconocer raíces en ambos. No, se trata de las palabras finales del El cerebro argentino [1], el último libro del neurólogo y director de la Universidad Favaloro, Facundo Manes (en coautoría con Mateo Niro). Manes, además, ocupa el flamante cargo de asesor en la Unidad de Coordinación para el Desarrollo del Capital Mental, recientemente creado por la gobernadora María Eugenia Vidal (Cambiemos) y se perfila como el principal candidato macrista para la elecciones del año próximo en ese distrito clave. Es que nos encontramos ante un fenómeno relativamente novedoso: la concreción de un salto desde el despliegue de un programa disciplinar y una ideología reduccionista biológica de matriz neoliberal, con pretensiones científicas y gran presencia en medios y editoriales, directamente hacia la arena política y la gestión directa del Estado.

Al mismo tiempo se trata de un intento de relanzar un discurso neoliberal tout court en cada ámbito de la vida: salud, educación, ciencia, arte, moral, política, e interpretar desde allí la historia nacional. Una suerte de gran discurso omniabarcativo con pretensiones científicas, como lo fue en su momento el darwinismo social a fines del siglo XIX.

Un movimiento neoliberal global

En un artículo reciente trazábamos una fisonomía de las neurociencias, megaproyecto tecnocientífico (con fondos de más de 6 billones de dólares entre EE. UU. y Europa) impulsado por los grandes gobiernos imperialistas con fines tanto económicos (reactivar áreas económicas clave como la computación y la industria farmacéutica), sociales (abonar una ideología neoliberal e idear modos de control biopolítico) y político/estatales (conocimientos y tecnologías al servicio del sector militar). Y señalábamos que es imposible entenderlas si no es teniendo en cuenta el marco neoliberal en el que se desarrolló en los últimos años [2].

La socióloga Hilary Rose y el neurobiólogo Steven Rose ubican de esta manera al desarrollo actual global de las neurociencias: Como otras ciencias de la vida que la han precedido, notablemente la genética, los avances en el conocimiento del cerebro han sido acompañados por esperanzas y autobombos, amplificados por un periodismo complaciente. En la economía neoliberal actual cumplen, tanto como ayudan a crear, las demandas de la sociedad neoliberal. El foco metodológico de las neurociencias en el cerebro individual está de acuerdo con el del neoliberalismo en el individuo antes que en el colectivo, con sus iniciativas de políticas públicas que enfatizan la autoconfianza, la aspiración y la voluntad de éxito. En esta economía, los cerebros (no los niños que los rodean) como depositarios del capital mental son vistos como un recurso, y los padres son impelidos a elevar a sus niños de la pobreza por medio de sus neuronas y la mágica plasticidad cerebral. Las intuiciones neurocientíficas, a menudo pobremente comprendidas o extrapoladas, son cooptadas en apoyo de políticas públicas de intervención temprana, incluyendo paquetes de programas ofrecidos por muchos actores privados [3].

La descripción cabe, efectivamente, para la emergencia de la “neuromanía” en nuestro país, que se ha transformado en un boom editorial [4]. Y dentro de este boom, dos publicaciones resaltan: el citado libro de Manes y Niro, y Pobre cerebro de Sebastián Lipina [5]. Cada uno tiene su especificidad, de conjunto dan cuenta del fenómeno que estamos planteando. Activemos entonces el sistema de procesamiento atencional de nuestros cerebros, y echémosles un vistazo.

El cerebro (neoliberal) de los argentinos

Si el libro anterior de Manes constituía –como los describimos en su momento– básicamente una estrategia de marketing de la neurociencia, mezcla de cientificismo ramplón, observaciones de sentido común, citas literarias y comentarios propios de la literatura de autoayuda, este mantiene esa línea. Pero extrae su novedad del intento de constituir tanto un ensayo interpretativo histórico, social y político de la historia Argentina y el “ser nacional”, como el despliegue de un programa político neoliberal. Marketing, disciplinar y político, en acto: se trata también –y sobre todo– de la patética construcción discursiva de la figura política del propio Manes. Veamos sus ejes principales.

El prólogo recorre los tópicos usuales del “self made man” que, en base al esfuerzo y dedicación y los “valores” heredados, que llegó a la meca de la ciencia, y vuelve –al modo de un (neuro)redentor– al país en plena crisis de 2001, poniendo en pie su fundación, INECO. Al mismo tiempo, Manes se ubica dentro de la genealogía de la ciencia y la tradición liberal argentina, junto a Alberdi, Sarmiento, Mitre, así como Milstein, Favaloro, Borges y, por supuesto, Alfonsín.

A continuación los fundamentos “científicos”: el credo materialista vulgar reduccionista que ubica al cerebro como clave explicativa de toda la naturaleza humana; luego, el de la psicología cognitiva y la metáfora del cerebro como un procesador de información, “una gran máquina de aprender” con la capacidad de procesar información del ambiente modificándose a sí mismo y desarrollar patrones de conducta más o menos fijos según el contexto, así como patrones mentales y esquemas cognitivos, sesgos mentales, etc.

Decir “mente” es decir cerebro, y por detrás de todo el enfoque, el autor ubica con insistencia las fuerzas de la evolución biológica y la selección natural. Absolutamente todo, es un producto evolutivo biológico, desde la moral, hasta sexualidad y el género, etc.

Desde allí, Manes construye una interpretación del ser nacional, en definitiva, su base electoral, con afirmaciones del tipo “los argentinos somos así”, y preguntas como “¿De dónde surge esa idiosincrasia y los estereotipos por los que muchos (incluso nosotros mismos) nos identifican?”, respondiendo desde la neurociencia.

También se trata de un marketing de las “neurociencias conductuales”, terapias cognitivo comportamentales (TCC), de perfil sumamente conductista, adaptativas y psiquiatrizantes. Asimismo, se reclama el lugar de las neurociencias en el diseño de políticas de Estado para desarrollar el “capital mental”:

Muchas políticas públicas e intervenciones institucionales para combatir el hambre, la pobreza y la corrupción deben rediseñarse e incluir una comprensión cabal sobre cómo los humanos pensamos, nos comportamos y tomamos decisiones (p.54).

El libro está dividido en 5 capítulos. El primero, “Diálogo con el pasado”, parte de la conceptualización cognitivista de la memoria, un “producto de la evolución”, para abordar la historia argentina. Son apartados cortos que parten de una noción o experimento neurocientífico para desde allí explicar un proceso histórico, finalizando con una reflexión propia de la autoayuda o el discurso moral del tipo “el optimismo es un elemento clave que nos permite convivir en sociedad y ser más felices” (p.87) Los saltos lógicos entre niveles explicativos están casi tan presentes como las frases de autoayuda.

El siguiente capítulo se centra en explicar por qué los argentinos están “enamorados de las crisis”, las “causas y consecuencias cognitivas de la crisis”, y encontramos afirmaciones tales como “Una nación es una metáfora de una gran familia”, acentuando el rol de padres y cuidadores, y corriendo el acento desde las desigualdades intrínsecas del capitalismo hacia un déficit moral. Así se abordan desde la drogadicción, la transmisión epigenética de los traumas sociales (Malvinas), hasta el condicionamiento clásico pavloviano para comprender el estrés de la violencia social cotidiana. Frente a esto, se promocionan el “mindfulness” y “técnicas terapéuticas basadas en la aceptación”, así como los “programas de entrenamiento conductista”. ¿La consigna?: “tener en cuenta la historia de lo que nos pasó para intentar que lo malo no se repita y lo bueno sea aún mayor” (p.167).

El tercer bloque, “Los otros, los mismos”, parte de la analogía cerebro/computadora y el desarrollo evolutivo para explicar las “habilidades sociales”. Desde allí, fenómenos como “el sentimiento de soledad” se explican porque “nuestros cerebros se sienten solos o aislados, responden con un mecanismo de autopreservación” (173), y así surgirían “instituciones como Defensa civil o el Club Progreso, grandes ciudades, países”, etc. Una “teoría de la mente” como clave evolutiva serviría para comprender los procesos históricos. En el medio, la construcción de un relato mítico sobre el propio Manes [6], asociado a los “verdaderos líderes”, “grandes hombres”, cuyo denominador común es “su cerebro social” (182). Se llega a extremos bizarros, del tipo “las ciudades inteligentes se asemejan al cerebro humano”, y al igual que aquel “cuando más grandes son las ciudades, mayor su eficiencia y productividad” (192).

Hay lugar, por supuesto, para el coaching empresarial antiobrero y una reivindicación de la competencia en “contexto de incertidumbre”, que “puede actuar como un factor que juega a favor de la competitividad” (211). Sobre la educación, la base de su discurso político, pesan más la genealogía sarmientina que los ejemplos de neurociencia aplicada, sumamente escasos y pobres.

Por último, la moral sería un mero producto de las presiones evolutivas (232), un “instinto moral”, y la neurociencia demostraría que “el hombre es corrupto por naturaleza” (247). Nada nuevo, un “homo homini lupus neurociencia style” justificando al Estado burgués que aspira a conducir.

El capítulo 4, “Cómo decidimos”, indaga en los modelos mentales para abordar “la relación intrínseca entre el cerebro y la ley, la psicología del liderazgo” y las políticas públicas. En este relato, que sería risueño si no fuera que se postula como un sentido común de masas, “La conciencia encarna el rol de director ejecutivo de la mente” (273). El cerebro decide… como un CEO, naturalmente. Y desde su afirmación del Nunca Más del fiscal Strassera, y su implícita teoría de los dos demonios, el neurólogo pasa a la “necesidad de liderazgo” como una clave adaptativa biológica, y el lugar de las neurociencias con su “nueva teoría del liderazgo” basada en la “inteligencia emocional”.

En otro apartado, se despliega un discurso meritocrático aplicado a la gestión de la pobreza mediante el esfuerzo y la motivación personal:

Un grupo de familias observaron videos motivacionales […] donde personas narraban cómo habían cambiado sus condiciones económicas, resaltando el valor que tuvo para ellas establecerse objetivos y esforzarse. Seis meses después, las familias que habían visto esos videos habían generado más ahorros e invertido más en educación de sus hijos. (327).

El último capítulo, “Felicidades”, despliega todo un discurso motivacional y de autoayuda, con apartados como “El poder de la confianza” y “Amar con todo”, donde se exalta y naturalizan los sentimientos de “amor” basados en la propiedad, mediante una explicación evolutiva, naturalizando de paso la monogamia como “ese preciado premio de la vida”, y la sexualidad como un instrumento meramente reproductivo (354). No es casualidad que la figura más nombrada del libro, junto con Sarmiento, sea el papa Francisco.

 

Redefinir la pobreza en términos neurocientíficos o de cómo transformar la desigualdad en un problema moral de los pobres

En su análisis, los Rose acentúan un postulado clave del discurso neurocientífico neoliberal:

El capitalismo desenfrenado al parecer no tiene la culpa; en su lugar, su ideología culpa a los padres –ellos son deficientes, faltos de capital mental, tienen débiles habilidades parentales, son insuficientemente ambiciosos para sus niños y fallan en ver la importancia de su educación. […] Desde las neurociencias, se invocan intuiciones, reales o imaginadas, para explicar aquellos déficits morales e idear programas para compensarlos. (p.154).

Es este el objetivo que aborda el psicólogo e investigador de CEMIC/CONICET, docente de la UNSAM, y también asesor de la unidad creada por Vidal, Sebastián Lipina en su libro recientemente editado, que lleva el –ilustrador– subtítulo de Los efectos de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional, y lo que la neurociencia puede hacer para prevenirlos. Aquí, el eje está puesto en fundamentar la necesidad de redefinir el concepto de “pobreza”. A partir de la crítica al “economicismo”, que pone el acento “criterios de ingreso y necesidades básicas para identificar a quienes sufren la tragedia de la pobreza”, propone

superar la ceguera moral de las definiciones que reducen un fenómeno complejo que afecta la vida de millones de personas a un conjunto discreto de variables económicas”, que “no debería primar sobre la consideración del sufrimiento de nuestros congéneres (23).

La propuesta, entonces, será poner el acento en la “experiencia subjetiva”. Así, “si los padres comunican o no a sus hijos sus preocupaciones sobre la inseguridad económica o si se dejan de lado los materiales y experiencias que permitan estimular el aprendizaje de los niños por falta de recursos”, o “la falta de apoyo familiar durante la escolaridad primaria”, serían determinantes para definir “pobreza”, y la propuesta es que las neurociencias pueden aportar el conocimiento científico necesario para explicarla, medirla y diseñar políticas públicas al respecto.

De esta manera, el eje ya no es “la cuestión de los mecanismos que en nuestra civilización causan desigualdad, sino la evidencia psicológica y neurocientífica de la pobreza como forma de esa desigualdad en el nivel autorregulatorio” (27) neuronal, y conceptos como “autorregulación” y “plasticidad neuronal”, “periodos sensibles”, “epigenética”, “calidad de las prácticas de crianza”, “sensibilidad materna”, etc., como ejes del diseño de políticas públicas. Ligado a esto, Lipina pone explícitamente el problema en términos morales respecto a la investigación misma.

La consecuencia obvia es el pasaje de la responsabilidad, ahora moral, al entorno familiar o educador de la niñez, devaluando el papel de la desigualdad económica y social y la responsabilidad del Estado. Por otro lado, al acentuar una explicación en términos biologicistas del fenómeno, abre la puerta a una intervención psicofarmacológica y/o por medio de terapias cognitivo conductuales (p.78) adaptativas a las condiciones sociales dadas. Y todo con el objetivo de fondo de evitar la propagación de “residuos humanos” (sic).

Por lo demás, si bien se diferencia de Manes en cierta rigurosidad y mayor sofisticación conceptual (lo cual no es muy difícil, ya que en la pampa conceptual de Manes no encontramos una sola cita), comparten el marco teórico de la neurociencia mainstream. Y un aspecto interesante aquí, es que al detallar el recorrido de sus investigaciones y su financiamiento, Lipina muestra el rol del gobierno Kirchnerista en el financiamiento de esta corriente [7].

 

Algunas palabras finales

En definitiva, ambas lecturas dan cuenta del desarrollo de un entramado de conceptos que, como señalaba en su momento Lev Vigotsky en su clásico análisis de la crisis en psicología, ya lejos de cualquier pretensión científica explotan como pompas de jabón mostrando abiertamente los intereses sociales que intentan legitimar e impulsar. El reduccionismo biologicista devela su reaccionaria base ideológica neoliberal a cielo abierto. La crítica de los conceptos y la elaboración de una síntesis propia (retomando el programa Vigotskiano) deberá ser correlativa con la “crítica crítica” a estos proyectos políticos reaccionarios.

 
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