“Los capítulos siguientes vienen a ser, en cierto sentido, la ejecución de un testamento” [110] [1]. Así abre Engels su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de 1884. Marx había muerto el año previo y su entrañable camarada se disponía ya a rescatar, ordenar y desarrollar parte de su trabajo –muchas veces realizado en común–, que había quedado en buena medida inconcluso o inédito.
El libro de Engels surgía de la lectura del estudio antropológico de Lewis Morgan, Ancient society, publicado en Estados Unidos siete años antes, y que para él representaría un redescubrimiento, “a su modo”, de la teoría materialista de la historia de Marx. Si Engels considera que su trabajo “sólo medianamente puede remplazar al que mi difunto amigo no logró escribir”, cuenta sin embargo con las anotaciones que Marx dejara sobre el libro de Morgan y que irá mechando en su trabajo (las glosas de Marx se publicarían ya en siglo XX como parte de Los apuntes etnológicos de Karl Marx).
Apoyándose, no sin críticas, en los estudios de Morgan –que refutaban diversas teorías antropológicas de la época–, en el recorrido que Engels realiza por las sociedades primitivas y modernas buscando la relación entre las formas de producción y las formas de organización familiar, tendrá un lugar destacado el problema de la opresión de la mujer, abordado desde el punto de vista de esa “teoría materialista de la historia”. Desde entonces el libro de Engels ha sido referencia obligada en las distintas elaboraciones sobre el problema de la mujer desde posiciones marxistas –no siempre refrendándolo sino discutiéndolo–, pero también para las teorías feministas no marxistas que, al menos para discutirlo, deben tomarlo como hito teórico del cual dar cuenta.
Un siglo y medio de actualidad
Para asegurar la fidelidad de la mujer y, por consiguiente, la paternidad de los hijos, aquélla es entregada sin reservas al poder del hombre: cuando éste la mata, no hace más que ejercer su derecho [132].
La vigencia de algunas de las denuncias de Engels sobre la situación de la mujer, a casi un siglo y medio de formuladas, son tan escalofriantes como radicales para su época. Efectivamente, para el autor, la instauración de la familia monogámica, que aún hoy prevalece, fue “la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo”:
… la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los de los tiempos clásicos, ha sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni mucho menos, abolida [132].
No era la primera vez que Marx y Engels denunciaban el lugar subordinado que ocupan las mujeres en las sociedades clasistas, ni la primera vez que enfrentaban la doble moral de la sociedad de su época que, mientras sumaba a las mujeres al ejército de trabajadores superexplotados en las fábricas, las representaba o bien como madres convenientemente asexuadas, o bien como putas, mercantilmente sexualizadas. Ya en el Manifiesto Comunista habían respondido a los defensores de los valores burgueses que achacaban a los comunistas querer “colectivizar” a las mujeres:
Para el burgués, su mujer no es otra cosa que un instrumento de producción. Oye decir que los instrumentos de producción deben ser de utilización común y, naturalmente, no puede por menos de pensar que las mujeres correrán la misma suerte de la socialización. No sospecha que se trata precisamente de acabar con esa situación de la mujer como simple instrumento de producción [2].
Pero además, los planteos de Engels eran una respuesta a los trabajos que sobre el tema habían realizado otros dirigentes del socialismo de entonces. Bebel, en un libro de 1883, y Kautsky, en artículos en periodísticos publicados entre 1882-1883, habían planteado que la opresión de la mujer había sido una constante desde las primeras formas de organización social humanas [3]. Engels, basándose en los estudios de Morgan y otros antropólogos de la época, les contrapondría la idea de que dicha subordinación tiene un origen histórico determinado, el surgimiento de la propiedad privada como institución social, previamente al cual las formas de organización de las comunidades no solo no suponen la opresión de la mujer sino que incluso habrían sido precedidas por organizaciones sociales igualitarias e incluso matrilineales –Engels habla de un “derecho materno” citando al antropólogo suizo Bachofen, aunque aclara que es una denominación problemática en tanto no existía en tales sociedades un Estado y por tanto, un derecho que lo regulara [125]–. Deja asentado también, hacia el final del libro, la influencia que tuvieron sobre él las formulaciones del socialista utópico Charles Fourier, que ya había señalado la monogamia y la propiedad como características de las “civilización”, a la cual llama una guerra de los ricos contra los pobres” [184]. Engels plantea así su premisa histórica:
Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata. […] De una parte, la producción de medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del hombre mismo, la continuación de la especie [110].
El enfoque, que muchos han criticado posteriormente como “economicista” –más por prejuicio hacia el marxismo que por poder demostrar que esta perspectiva limite el problema–, es justamente lo que tiene de novedoso el análisis de Engels, poniendo el problema de la opresión de la mujer en el nivel teórico de la producción social, es decir, en el eje de las preocupaciones del marxismo.
Para Engels, la opresión de las mujeres surge del mismo proceso que instituye a la propiedad privada y la división en clases como núcleo de la organización social, lo que forja como instituciones concomitantes las formas de familia –que buscaron asegurar cómo se heredaban las riquezas acumuladas– y las formas de Estado –que perpetuaría la naciente división en clases y el derecho de la clase poseedora a explotar a la no poseedora–. Es decir que, como el resto de los fenómenos sociales que los seres humanos han forjado, no hay en la milenaria opresión de las mujeres nada de “natural”.
Críticas y desarrollos
Distintos autores que comparten la perspectiva socialista han señalado que el libro, sin embargo, debe ser leído críticamente, ya sea porque el estado de la cuestión que presentaba se ha visto superado por nuevos estudios antropológicos; o porque simplifica, o idealiza, algunos de los hitos de su recorrido histórico, como la existencia, incomprobable hasta hoy, de un matriarcado primitivo.
Chris Harman, teórico del SWP inglés, por ejemplo, ha señalado que la idea que presenta de la sexualidad y de la organización de los linajes en las sociedades que se iniciaban en la agricultura, eran mucho más complejas que la forma “ingenua” que les concede Engels. Agrega que además no se demuestra por qué, cuando la sociedad comienza a dividirse en clases, son los hombres los que logran controlar en su beneficio los derechos de propiedad y necesitarían asegurar su herencia, después de siglos de no hacerlo [4].
Celia Amorós, feminista española, extiende la misma crítica alegando que esta laguna supondría el peligro de “cierto naturalismo” de parte de Engels que, en analogía con las formas de trabajo doméstico “privatizadas” en el capitalismo, supone la desvalorización social de tareas que atribuye, sin mayores explicaciones, a la mujer [5].
Mandel, por su parte, considera que esta inicial división genérica del trabajo, previa al surgimiento de las clases, se relaciona con la necesidad de confinar a las mujeres a ciertas prácticas sociales para resguardar la capacidad reproductiva de la sociedad una vez que las nuevas generaciones comenzaron a ser vistas como un posible beneficio, volviendo así a las mujeres un objeto de codicia económica [6].
Esta y otras de las descripciones que Engels realiza de las sociedades primitivas son discusiones que siguen abiertas, a la espera de nuevos descubrimientos antropológicos pero, como la misma Amorós reconoce, efectivamente es en aquellas sociedades donde existe la propiedad privada que la subordinación de las mujeres es mayor, y señalarlo es un aporte de Engels, así como también el trazar un paralelo entre contrato de trabajo y contrato matrimonial, que suponen dos partes legalmente iguales que están lejos de serlo en la vida.
Otro grupo de apropiaciones críticas tiene que ver con la relación que queda establecida entre patriarcado y capitalismo apuntando a la relación de este libro con El capital de Marx. Amorós reivindica la sensibilidad de Engels al señalar el problema de la doble jornada con que carga la mujer trabajadora –aunque opina que peca de un optimismo ingenuo respecto a las posibilidades de resolución–, pero destaca que el capitalismo no parece tener preferencias por qué sujeto explotar, y de hecho ha incorporado al enorme ejército de trabajo a mujeres y niños cuando le fue necesario. ¿Ello implicaría que en el capitalismo esta división genérica perdería sentido porque ya no sería funcional a la acumulación de ganancias o, como alegan contra el marxismo muchas feministas radicales, su permanencia demostraría que los trabajadores varones colaboran con la clase explotadora abaratando la fuerza de trabajo a costa de la opresión de sus esposas e hijas?
Podría agregarse en relación a este problema la crítica de lo que se conoce como el “feminismo de la reproducción social”, para la cual la definición inicial de Engels, que distingue producción y reproducción, abre la puerta a un tratamiento dualista de “la madre” y “la trabajadora”, que en la vida real no están desdobladas [7]. En sentido contrario, otras marxistas han cuestionado que, en la medida en que Engels apuesta a que el socialismo, disolviendo las clases, acabe también con la opresión de género, distintas lecturas marxistas han subordinado el problema de género al de clase, desdibujando sus particularidades y restándoles jerarquía [8].
En todo caso, la virtud del trabajo de Engels aquí es plantear los términos en los cuales es posible explorar la relación concreta entre patriarcado y capitalismo, en la medida en que reconoce una historia de opresión de género que precede por mucho al capitalismo, a la vez que, poniéndola en términos de las formas de apropiación de la riqueza social, permite abordar por qué el capitalismo, a pesar de “desvanecer en el aire” entre otras tantas instituciones previas, sin embargo utiliza los ancestrales prejuicios patriarcales sobre los que se construyó la dicotomía reproducción/producción, a su favor. Una glosa de Marx lo acompaña en este camino:
Casuística innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el impulso suficiente para ello [132].
Abriendo un enorme campo de debate teórico aún a desarrollar y debatir, el libro de Engels debe sin duda ser leído críticamente no sólo por lo que en él pueda haber quedado avejentado o desdibujado, sino porque en su nombre se han hecho lecturas que en muchos casos se oponen entre sí. Pero cabe señalar que, con todo, la visión de Engels, alejándose de cualquier esencialismo de lo femenino y de lo masculino, tiene un corolario que también es político: así como todo proceso social, surgido históricamente, también el patriarcado puede ser abolido. |