Existe un amplio consenso sobre el gigantesco paso adelante que significó, para la vida de las mujeres rusas, el triunfo de la revolución proletaria de 1917. Sus ecos resonaron también en otros continentes y las sufragistas, las mujeres que bregaban por la educación femenina, las feministas liberales y distintos sectores progresistas de los países de Occidente saludaron la avanzada legislación, las políticas públicas y el desarrollo conquistado en las lejanas estepas europeas.
Lo más sugestivo era que las noticias provenían de Rusia, un país sumido en el atraso cultural y económico: las mujeres asaltaban el cielo nada menos que allí, en el viejo reinado de los patriarcas ortodoxos y los zares, de los cosacos embriagados por barriles de vodka, del campesinado sumido en el analfabetismo y de los kulaks enriqueciéndose a fuerza de latigazos. Y esto ocurría nada menos que en 1917, cuando Rusia atravesaba la devastación que provocaba la Iº Guerra Mundial, rodeada de ejércitos imperialistas, con una población diezmada también por la guerra civil, las sequías, las enfermedades y las plagas.
En ese terreno –previsiblemente árido para el florecimiento del progreso cultural y político–, se instauró la igualdad legal entre hombres y mujeres; se reconocieron las uniones de hecho; se estableció el derecho al divorcio y al aborto; se crearon guarderías, lavanderías y comedores comunitarios; se eliminó la criminalización de la homosexualidad y la persecución a las mujeres en situación de prostitución.
Pero estas innovaciones que revolucionaron la vida cotidiana de las mujeres y de los hogares rusos, no cayeron del cielo, ni tampoco surgieron espontáneamente bajo el estímulo de la revolución social. El partido dirigido por Lenin era un hervidero de debates acerca de la emancipación femenina; encarnaba la herencia libertaria de las rebeliones de esclavos de la Antigüedad, que había resucitado en las sectas igualitaristas y comunistas de los albores del capitalismo; era heredero del socialismo utópico y también de esa crítica implacable que Marx y Engels le habían propinado, con ironía, al matrimonio burgués y a la familia en el Manifiesto comunista.
Esa relación entre un ideario heredado del socialismo utópico y del materialismo histórico, y la incorporación masiva de las mujeres en las concentraciones industriales de las grandes ciudades europeas, produjeron una experiencia inédita. La combinación de ese “nuevo proletariado” constituido por mujeres, que a su vez soportaba las condiciones de hambre y carestía impuestas por la contienda bélica, con una dirigencia revolucionaria imbuida de las ideas más avanzadas sobre la emancipación son el fundamento de las audaces medidas adoptadas por el Partido Bolchevique, traducidas en legislación, planes de gobierno y políticas sociales.
El amor libre
Desde la Edad Media que la humanidad reflexiona sobre la libertad en el amor y se han constituido sectas, movimientos y asociaciones que rechazan los sistemas contractuales, los matrimonios concertados por terceros o la injerencia de la Iglesia y/o el Estado en las relaciones sexoafectivas. No solamente el matrimonio es cuestionado por las distintas corrientes que postulan el ideal del amor libre, sino también las reglamentaciones acerca del adulterio y las prohibiciones que atañen a la anticoncepción y el aborto, entre otros tópicos. Por eso, en general, casi todos los movimientos que defienden el amor libre, también cuestionan la sujeción de la mujer al varón, su falta de libertad y, por lo tanto, son partidarios de la emancipación de las mujeres.
Quizás sea más preciso referirse a la “unión libre”, antes que al amor libre, cuando nos referimos a la Rusia de la revolución proletaria.
La preocupación central entre los dirigentes e intelectuales del bolchevismo consistía en acabar con la desigualdad existente entre las relaciones legalizadas por la Iglesia Ortodoxa bajo el régimen zarista y las uniones de hecho, además de sus consecuentes desigualdades para los hijos e hijas concebidas por unas y otras parejas.
Kollontai proclamaba la necesidad de construir un amor de camaradas, contra las relaciones posesivas que configuraba el ideal burgués del “amor romántico”: la dirigente revolucionaria se esforzaba por demostrar que esa forma de pasión, surgida históricamente con el ascenso de la burguesía, encarnaba el concepto de propiedad privada trasladado a las relaciones personales, cosificando a las personas, engendrando los celos y por lo tanto, siendo también la fuente de múltiples formas de violencia.
También esto traía consecuencias para la vida de las mujeres, ¿la libertad en las uniones traía las mismas consecuencias para aquellas a las que el matrimonio significaba su único modo de supervivencia? ¿No era necesario, acaso, impulsar audazmente la emancipación de las mujeres conquistando su incorporación al trabajo productivo, su independencia económica, su igualdad ante la ley para entonces establecer la legitimidad de las uniones libres?
Habiéndose hecho del poder del Estado, la clase obrera tenía la oportunidad de poner en práctica, en un gigantesco laboratorio social, aquello que había promulgado como un credo revolucionario.
La chispa que encendió la llama
Durante una década, bajo el régimen zarista, las mujeres habían protagonizado enormes luchas en el seno de la naciente clase obrera rusa: a las reivindicaciones económicas, frecuentemente, añadían las demandas de guarderías en las fábricas, pago de licencia por maternidad, tiempo libre para amamantar a los recién nacidos, etc. En los registros policiales y de las fábricas, abundan los ejemplos de huelgas de mujeres que reclaman poder usar los mismos baños que usan los dueños de la empresa, que cese el abuso de los capataces y que se prohíba insultar a las obreras.
La guerra significó una carga adicional sobre sus hombros. Mientras eran movilizados al frente casi 10 millones de hombres –en su mayoría, campesinos–, las mujeres se convirtieron en obreras agrícolas alcanzando a representar el 72 % de los trabajadores rurales.
Entre 1914 y 1917, la fuerza de trabajo femenina en las fábricas se incrementó casi en un 50 %. Sobre ese fermento, el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia desarrolló una política audaz para el reclutamiento de jóvenes obreras, al tiempo que educaba a los trabajadores para que éstos asumieran la lucha por la emancipación de las mujeres.
El 26 y 27 de agosto de 1910, se había realizado en Copenhague la II° Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, donde los principales debates habían girado en torno al derecho al sufragio para las mujeres y la legislación para la protección de la maternidad. Las delegadas Clara Zetkin y Kate Duncker, del Partido Socialdemócrata Alemán, propusieron allí la conocida moción de establecer la conmemoración de un Día Internacional de las Mujeres. En Rusia, se conmemorará por primera vez en 1913. Para 1914, al igual que las socialistas alemanas y suecas, las rusas acordaron que la conmemoración se haría el 8 de marzo, fecha que mantuvieron en los años siguientes. Mientras la tendencia menchevique postulaba que solo las mujeres debían participar en las manifestaciones conmemoratorias, los bolcheviques sostenían que esta fecha debía ser conmemorada por toda la clase obrera, porque la emancipación femenina debía ser asumida como una bandera de lucha por el conjunto de los explotados.
En tanto, la guerra hacía estragos en 1915, las mujeres protagonizaban motines, sabotajes y acciones desesperadas en las principales ciudades de Europa, también en San Petersburgo arremetían contra un mercado de comestibles. La escena se repetía en Moscú y volvía a ocurrir al año siguiente. Aquellas consignas que las obreras textiles de San Petersburgo popularizaron en el Día Internacional de las Mujeres de 1917, se gestaron en cada una de estas revueltas provocadas por las penurias. La policía zarista advertía del peligro que se estaba incubando entre los estómagos vacíos y los cementerios repletos de cadáveres: “las madres de familia, agotadas por las colas interminables de los comercios, atormentadas por el aspecto hambriento y enfermo de los niños, están más abiertas ahora a la revolución, que el señor Miliukov, Rodichev y compañía, y por supuesto, son más peligrosas porque ellas representan la chispa que puede encender la llama” [1], decían en un reporte previo al levantamiento de febrero de 1917.
La advertencia llegaba demasiado tarde: el 23 de ese mes –que corresponde al 8 de marzo del calendario occidental–, las obreras textiles se declararon en huelga. El pliego de reclamos era escueto: pan, paz y abajo la autocracia.
El 23 de febrero era el Día Internacional de la Mujer. Los socialdemócratas se proponían festejarlo en la forma tradicional: con asambleas, discursos, manifiestos, etc. A nadie se le pasó por las mentes que el Día de la Mujer pudiera convertirse en el primer día de la revolución [2].
La emancipación de las mujeres, pilar de la revolución
Si tamañas transformaciones fueron posibles apenas con la toma del poder, fue porque se apoyaban en ese fermento femenino que fue capaz de encender la chispa de la revolución. Y porque la imaginación de los bolcheviques resultó ser más transgresora y potente que las adversidades que se cernían sobre el naciente estado obrero.
Pero, como sostenía Lenin, la igualdad ante la ley era apenas el inicio, el mínimo paso que podía dar la revolución a favor de las mujeres, pero no era aún la igualdad ante la vida. Y la revolución tenía que, al menos, intentar avanzar en este sentido. Las transformaciones legales debían estar acompañadas de la monumental tarea de eliminar la “esclavitud doméstica”, aquella doble jornada sin remuneración que sobrecargaba las espaldas de las mujeres. Convertir los quehaceres del hogar en un trabajo asalariado, industrializado y por lo tanto,pasible de ser efectuado por hombres y mujeres, colectivamente, remunerados por el estado obrero, era un paso crucial para avanzar en la emancipación femenina.
Desde el ministerio de Asistencia Pública, Alexandra Kollontai, pronto se convirtió en una de las artífices de gran parte de las reformas que se introdujeron en la legislación sobre la mujer y la familia. Entre las medidas más destacadas que tomó la nueva ministra del estado obrero se encuentran el permiso para que las mujeres soviéticas pudieran elegir libremente su profesión, la equiparación salarial con los varones por el mismo trabajo, el acceso asegurado de las mujeres a todos los empleos del Estado, la prohibición de los despidos de mujeres embarazadas, el derecho de las mujeres casadas a no seguir a su marido y la educación mixta.
La emancipación de las mujeres no era una tarea secundaria de la revolución proletaria, sino uno de los pilares fundamentales. Por eso fue crucial tener en cuenta este ángulo, para diseñar el nuevo Código Civil, que fue precedido de largos, profundos e interesantes debates. Su objetivo era proteger a las mujeres de las consecuencias que, por su situación ancestral de desigualdad con respecto a los varones, podían provocar las nuevas normas que introducían mayores libertades respecto de las formas tradicionales de familia. La historiadora norteamericana Wendy Z. Goldman indica que,
… desde una perspectiva comparativa, el Código de 1918 se adelantaba notablemente a su época. No se ha promulgado ninguna legislación similar con respecto a la igualdad de género, el divorcio, la legitimidad y la propiedad ni en América ni en Europa. Sin embargo, a pesar de las innovaciones radicales del Código, los juristas señalaron rápidamente “que esta legislación no es socialista, sino legislación para la era transicional”. Ya que este Código preservaba el registro matrimonial, la pensión alimenticia, el subsidio de menores y otras disposiciones relacionadas con la necesidad persistente aunque transitoria de la unidad familiar. Como marxistas, los juristas estaban en la posición extraña de crear leyes que creían que pronto se convertirían en irrelevantes [3].
Esta nueva forma de pensar el Código Civil se fundaba en que, para los bolcheviques, la revolución era apenas un acto, el inicio de un proceso de cambios profundos en los valores y la cultura que se habían reproducido durante milenios. León Trotsky señalaba, en su reconocida teoría de la revolución permanente, que uno de los aspectos esenciales que caracteriza a una revolución socialista es, justamente, esa metamorfosis que, mediante una lucha interna constante, engloba al conjunto de las relaciones sociales. La emancipación de las mujeres del yugo que, por siglos, las mantuvo subordinadas y oprimidas, era uno de los aspectos fundamentales de esas relaciones sociales destinadas a ser transformadas radicalmente.
Por eso, lejos de todo reduccionismo economicista, para los marxistas, la emancipación de las mujeres no era una cuestión secundaria sino una tarea central de la revolución proletaria. En este sentido, establecieron cuatro pilares programáticos que consideraban fundamentales para poder avanzar en un camino emancipatorio: 1) la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado, 2) la socialización del trabajo doméstico, 3) la extinción de la familia y 4) el amor o la unión libre.
Quizás el logro más importante de la revolución fue haber sentado las bases para un pleno y verdadero acceso de la mujer a los dominios culturales y económicos. Para los revolucionarios, las funciones económicas de la familia debían ser absorbidas por la sociedad socialista, emancipando a las mujeres del yugo de las tareas domésticas. De este modo, además, sentaban las bases para nuevas formas de relaciones sexoafectivas, liberadas de la coerción económica en la que se fundaban las viejas costumbres patriarcales.
La reacción stalinista
Y, sin embargo, ¿cómo fue posible que ese estado obrero –surgido de la revolución proletaria, y destinado a extinguirse– se transformara, en menos de una década, bajo el régimen de la burocracia estalinista, en el gendarme de la vida cotidiana?
El trabajo asalariado se convirtió en una pesada carga cuando se redujeron los servicios comunitarios y, al igual que en los países capitalistas, las mujeres volvieron a asumir ladoble jornada que las hacía responsables por las tareas domésticas. Pero, además, el Estado también se encargó de inculcar la idea de que las mujeres se realizaban verdaderamente como tales, en la maternidad, como esposas y amas de sus hogares. La familia tradicional que, en Alemania e Italia, era considerada como la base fundamental del disciplinamiento social por parte de los regímenes fascistas, también cumplió ese papel en la Unión Soviética, bajo la égida de Stalin. Todas las ideas libertarias enarboladas en los primeros años de la revolución, del amor y la unión libre, fueron acusadas por los comisarios políticos de propaganda inmoral, pequeñoburguesa y anarquista.
Esta transformación que, inversamente a la realizada por la revolución en 1917, significaba un gigantesco paso hacia atrás, no pudo imponerse sin resistencia. Por eso, a la revolución fue necesario ahogarla con una contrarrevolución: la generación que había participado del levantamiento de 1917 fue aniquilada; quienes no perecieron en la guerra imperialista o en la guerra civil, murieron por el hambre y las enfermedades o fueron deportados, encarcelados en campos de trabajo forzoso o fusilados. Stalin consiguió hacerse del poder del partido y del Estado con el apoyo de las nuevas generaciones de arribistas que ingresaron al Partido Bolchevique después de conquistado el poder y de las clases más atrasadas de la sociedad, de las cuales tomó sus prejuicios patriarcales ancestrales, reproduciendo la moral pequeñoburguesa de las masas campesinas. Y también fue necesario derrotar los levantamientos obreros de la moderna Europa, como la revolución alemana, para terminar aislando a la Unión Soviética dentro de sus propias fronteras.
Paradójicamente, en nombre del socialismo real, no solo se limitó la socialización de los servicios que reemplazaban el trabajo doméstico, sino que también se estableció que el matrimonio civil fuera la única forma legal de unión frente al Estado, se suprimió la sección femenina del Comité Central del Partido Bolchevique, se criminalizó la prostitución, se persiguió y encarceló a los homosexuales, se prohibió el aborto y se desacreditaron todas las ideas vanguardistas que se habían debatido ardientemente en los primeros años de la revolución.
Como señala Wendy Z. Goldman en su investigación sobre la política hacia las mujeres en la Unión Soviética, lo más trágico de los crímenes cometidos por el estalinismo es que haya llevado adelante esta contrarrevolución, convenciendo de que eso era el socialismo real. Sin embargo, ni siquiera el medio siglo de su existencia al frente del estado obrero –un tiempo efímero, visto con los ojos de la historia–, pudieron borrar de la memoria colectiva de los oprimidos, el heroico papel que jugaron las mujeres en la Revolución Rusa de 1917, ni tampoco la gran conquista que la revolución socialista significó para ellas, las proletarias del proletario.
Así como lo hicieron en Francia en 1789, como lo volvieron a hacer en la Comuna de París en 1871, las mujeres rusas de 1917 dieron sobradas muestras de abnegación, coraje y heroísmo. Y la historia continúa dando muestras de este protagonismo de las mujeres trabajadoras y del pueblo pobre a las que seguiremos encontrando encabezando los procesos revolucionarios y las grandes transformaciones sociales. Como señalaba León Trotsky –y que bien podría convertirse en un teorema infalible para los historiadores– será porque “quienes luchan con más energía y persistencia por lo nuevo son quienes más han sufrido con lo viejo” [4].
Una versión más extensa de este artículo fue publicado anteriormente en Anuario, Escuela de Historia (UNR), Nº 29, 2017, Rosario. |