Era el 25 de mayo de 2017. Donald Trump había jurado hacía cuatro meses y estaba en su primer viaje presidencial al extranjero. Ese día, en una reunión formal de los países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), les pidió que gastaran más dinero en seguridad y se negó a respaldar el artículo 5 del tratado de 1949, que trata un ataque armado a cualquier miembro como un ataque a todos y promete una respuesta colectiva.
El Primer Ministro de Montenegro, Dusko Markovic, también estaba allí; la adhesión oficial de su país entraría en vigor dos semanas después. La sola presencia de Montenegro irritó al presidente ruso Vladimir Putin. Como el Wall Street Journal había escrito tres años antes:
Moscú criticó las ampliaciones anteriores que desplazaron las fronteras orientales de la OTAN hacia las de Rusia y ha tratado de forzar a las ex repúblicas soviéticas a volver a su esfera de influencia geopolítica.
Tras las protestas que instaron a estrechar los lazos entre Occidente y Ucrania, que condujeron a la destitución del Presidente Viktor Yanukovych en febrero, Rusia anexó Crimea y expresó su apoyo a los separatistas en el este de Ucrania.
Este mes, un miembro de la cámara baja del parlamento ruso, el nacionalista Mikhail Degtyarev, dijo que Montenegro podría convertirse en “un objetivo legítimo de los misiles rusos” si se unía a la alianza.
Cuando llegó el momento de la foto de grupo de los líderes reunidos, Trump se abrió camino hacia el frente, haciendo a un lado a Markovic. Fue el “empujón visto en todo el mundo”. El presidente de EE. UU. se ajustó la chaqueta, se puso de pie con la mandíbula sobresalida, y lanzó años de memes que lo retrataban como el dictador italiano Benito Mussolini.
El comportamiento de Trump ese día en Bruselas fue mucho más grosero que cualquier cosa que haya visto un presidente de EE. UU., pero ciertamente no fue poco característico del imperialismo de EE. UU. -que impone condiciones a otros países desde hace décadas.
La administración de Joe Biden se enfrenta a un reto mayor que deshacer el acoso de Trump a sus aliados. Debe superar una situación internacional anterior a Trump y que empeoró desde la crisis económica mundial que comenzó en 2008. Trump exacerbó las cosas, añadiendo nuevos elementos a una crisis que no creó. Su gusto por “romper las normas”, el caos y el unilateralismo desperdiciaron cuatro años durante los cuales el imperialismo estadounidense podría haber tomado medidas más deliberadas para apuntalar su posición.
La situación global del imperialismo estadounidense
El 23 de noviembre, cuatro analistas de la derechista Hoover Institution y el American Enterprise Institute -incluyendo al General Jim Mattis, quien fue secretario de defensa de Trump- publicaron un artículo en la revista Foreign Affairs sobre la importancia de los aliados para Estados Unidos. Advirtiendo que “el mundo no se está volviendo más seguro” en “un ambiente internacional de creciente desorden global”, afirma,
El simple fortalecimiento del ejército de los Estados Unidos no es suficiente; ni tampoco la tarea aún más urgente de fortalecer la diplomacia de los Estados Unidos y otros elementos civiles del poder nacional. La mejora de la seguridad nacional debe comenzar con la verdad fundamental de que Estados Unidos no puede protegerse a sí mismo ni a sus intereses sin la ayuda de otros. El compromiso internacional permite a Estados Unidos ver y actuar a distancia, a medida que las amenazas se acumulan, en lugar de esperar a que asuman proporciones que, en última instancia, las hacen mucho más costosas y más peligrosas de derrotar.
Ese trastorno global es anterior a 2017. Desde 2008, el imperialismo estadounidense ha visto su dominio global debilitado por los cambios de alianzas y el ascenso de China en el mercado mundial. Trump empeoró las cosas al hacer a un lado las instituciones internacionales que Estados Unidos estableció después de la Segunda Guerra Mundial y que ha “poseído” desde entonces, haciendo que se ausenten de jugar su papel manteniendo a otros países atados a un sistema construido para apuntalar los intereses del imperialismo estadounidense. Si se añade una recesión mundial en desarrollo y una pandemia que ha forzado cambios masivos en la forma de hacer negocios en todo el mundo, la receta es un desastre.
China tendrá que estar en el centro de la política exterior de Biden. [1]. La relación entre Estados Unidos y China es cada vez más conflictiva, con aranceles, la guerra comercial, la retórica antichina (especialmente en torno a las causas del Covid-19), las controversias jurisdiccionales en el Mar de China Meridional, y así sucesivamente, todo lo cual suscita preocupaciones sobre la posibilidad de un conflicto armado. Sin embargo, estos dos países dependen fuertemente el uno del otro en, China como primer exportador mundial y Estados Unidos como líder mundial en materia de compras.
Justo antes de las elecciones de este año, el New York Times publicó un artículo de opinión de Paul Krugman, el economista ganador del Premio Nobel, en el que celebraba que “una administración Biden probablemente hará todo lo posible por restaurar el papel tradicional de Estados Unidos en el mundo” siguiendo de nuevo las normas comerciales, retornando a los tratados y arreglando las diferencias con los aliados. Rebosante de orgullo patriótico, Krugman dejó claro de qué se trata: “Durante casi 70 años, EE. UU. jugó un papel especial en el mundo, uno que ninguna nación había jugado antes. (...) el dominio estadounidense representaba una nueva forma de superpotencia hegemónica”. Krugman anhela la estabilidad de los “Treinta Años Dorados” de la posguerra, cuando la economía de EE. UU. estaba en un camino ascendente casi constante, impulsada en gran medida por su capacidad de maniobrar en todo el mundo para apoyar los intereses del capital.
Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations (CFR-Consejo de Relaciones Exteriores), escribió sobre los mismos temas después del día de las elecciones [3 de noviembre, N. del T.]. El CFR ha sido durante mucho tiempo la junta asesora de política exterior más importante del Congreso de Estados Unidos y de las administraciones presidenciales (excepto de la de Trump). Advirtió que no se debe culpar a Trump de todos los problemas:
Muchos estaban en juego mucho antes de Trump y persistirán mucho después de que salga del Despacho Oval: una China en ascenso y más asertiva, una Rusia dispuesta a usar la fuerza militar y las capacidades cibernéticas para avanzar en sus objetivos, una Corea del Norte con crecientes capacidades nucleares y de misiles balísticos, un Irán comprometido a llevar a cabo una estrategia imperial en un Oriente Medio turbulento, el avance del cambio climático, gobiernos débiles e ineficaces en gran parte del mundo en desarrollo, una crisis de refugiados en curso. Simplemente revertir lo que Trump hizo o no hizo, aunque sea bienvenido en muchos casos, no resolvería el problema.
El restablecimiento de los lazos con los aliados, el reembolso o la reincorporación a las instituciones y a los acuerdos internacionales, y la renovación del compromiso con el artículo 5 y las tropas estadounidenses estacionadas en lugares estratégicos de todo el mundo ayudarán a calmar las cosas, pero solo lo suficiente como para hacer espacio para abordar las tareas más difíciles que se avecinan.
Seguramente los aliados de EE. UU. están tremendamente aliviados por la victoria de Biden. Hace mucho tiempo que se cansaron de las intimidaciones, las amenazas y la retirada unilateral de las tropas de Trump y la cancelación de los acuerdos de la era de Obama. El diario británico The Economist espera que la administración de Biden
deje de tratar a la Unión Europea como un “enemigo” del comercio, o a sus propias fuerzas estacionadas en Corea del Sur como un escudo de protección. En lugar de la intención destructiva de Donald Trump, [Biden] ofrecerá una mano extendida, trabajando en cooperación en las crisis mundiales, desde el coronavirus hasta el cambio climático.
El Imperialismo de EE. UU. de nuevo en el juego
Muchos otros están pidiendo a gritos que Estados Unidos retome su papel histórico –y dando consejos específicos, especialmente en la revista del CFR, Foreign Affairs. En junio, Michèle A. Flournoy -que se cree es la principal candidata a secretaria de defensa en el gabinete de Biden- escribió sobre la agudización de las tensiones entre los Estados Unidos y China en un artículo titulado “Cómo prevenir una guerra en Asia”.
El resurgimiento de la competencia entre Estados Unidos y China plantea una serie de desafíos para los encargados de formular políticas -relacionados con el comercio y la economía, la tecnología, la influencia mundial y más- pero ninguno es más importante que la reducción del riesgo de guerra. Lamentablemente, gracias a la mezcla singularmente peligrosa de la creciente asertividad y fuerza militar china y la erosión de la disuasión estadounidense, ese riesgo es mayor de lo que fue durante décadas, y está creciendo.
La premisa, por supuesto, es que China comenzaría una guerra. El imperialismo estadounidense siempre culpa a sus adversarios por la escalada de tensiones, independientemente de la verdad; durante la Guerra Fría, cada “escalada” de armas soviéticas era en realidad una respuesta a la acción de Estados Unidos. Las recomendaciones de Flournoy se centran en la “disuasión” y, esencialmente, no hacen nada diferente de lo que se hacía entonces. Al explicar con gran especificidad el posicionamiento estratégico y el armamento necesario para recuperar el dominio de Estados Unidos en el juego de la disuasión, no hay duda de que Flournoy representa el pensamiento del propio Biden.
China, sin embargo, es solo una pieza de un rompecabezas global. Steven A. Cook aboga por un enfoque renovado en Medio Oriente, que “todavía le importa a Estados Unidos” a pesar del “nuevo consenso [que] se ha formado entre las elites de la política exterior de Estados Unidos”, según el cual sería “hora de que Washington reconozca que ya no tiene intereses vitales en la región y reduzca enormemente sus ambiciones, reduzca sus fuerzas y quizás incluso ponga fin a la era de las ‘guerras interminables’ retirándose de Medio Oriente por completo”. Lo que “podría parecer convincente”, sin embargo, “no es una política sólida... En lugar de utilizar el poder de Estados Unidos para rehacer la región... los responsables políticos deben adoptar el objetivo más realista y realizable de establecer y preservar la estabilidad”.
¿Con qué fin? Para devolver la región a las condiciones que el imperialismo buscó cuando apoyó por primera vez la creación del estado de Israel: no fue la idea dar a los judíos una “patria” protectora, sino usar a Israel como tapadera para poner un policía imperialista en la región. El imperialismo quería asegurarse de que los estados árabes –y su riqueza petrolífera– fueran controlables, por lo que creó un enemigo de las masas árabes que distraería su atención de sus propios regímenes represivos. Ese ha sido siempre el proyecto, incluso cuando Estados Unidos apoyaba una solución de dos estados para la cuestión palestina.
Luego están las relaciones con Europa. La “oportunidad de Biden de reparar los daños” causados por Trump, escribe Maksym Eristavi, “está en Europa central y oriental”. Él aboga por “jugar un papel constructivo en el continente” con “una política exterior menos centrada en las rivalidades de las grandes potencias y más centrada en los valores democráticos”. Pero el objetivo, por supuesto, es avanzar en la dominación de EE. UU. apuntalando a los gobiernos amigos de “Occidente” y expulsando a los que empiezan a volver la mirada hacia el “Este” y Rusia. Si hoy la táctica es apoyar la “democracia”, la conveniencia hará que mañana cambie si las condiciones cambian.
Los desafíos en cada región tienen implicancias globales, como se revelaría en una discusión completa de América Latina, África, India, Corea del Norte, y las muchas otras partes del mundo donde el imperialismo estadounidense tiene un trabajo serio que hacer. Pero una mirada a la situación de algunas de las principales instituciones internacionales debe bastar para completar el cuadro.
Las instituciones internacionales en un punto de quiebre
En Foreign Affairs, Haass, detalla una secuencia para restaurar la hegemonía global de Estados Unidos: “primero, un momento para reparar, luego un momento para construir”. Comienza con lograr que el Covid-19 esté “contenido en casa” para pasar luego rápidamente a la esfera internacional.
La administración [de Joe Biden, N. del T.] puede subrayar que el multilateralismo ha regresado, al reunirse con los acuerdos e instituciones internacionales, no como un favor a otros, sino porque es de interés para Estados Unidos. Además de la OMS, un lugar obvio para comenzar sería, el acuerdo climático de París (al que, según se informa, Biden también planea reunirse al principio de su administración). ... De manera similar ,el Gobierno puede actuar rápidamente para concretar una extensión del acuerdo de control de armas New START (el tratado para reducir las armas nucleares que EEUU firmó con Rusia, N. del T.) –que está a punto de terminar– con Moscú, incluso cuando llevará mucho más tiempo desarrollar un enfoque integral de Rusia que aborde su interferencia en la política estadounidense, el uso de la fuerza en el Medio Oriente y Europa, y abusos domésticos, como ataques a figuras de la oposición, incluido Alexei Navalny.
Esta es una agenda para la dominación, con un asesor de confianza que volvió para ayudar a restablecer “un proceso de políticas de disciplinamiento”, con “revisiones de políticas entre las agencias” y “discusiones con miembros del Congreso de ambos partidos en un esfuerzo por encontrar un terreno común” –todos los pasos hacia el restablecimiento la estabilidad que el imperialismo estadounidense necesita desesperadamente.
Varias instituciones clave, más allá de la OTAN estarán llamadas a desempeñar algún papel. Se contará con ellos como parte de la gobernanza global que ha permitido al imperialismo estadounidense mantener el liderazgo mundial.
El FMI, que trabaja mano a mano con el Banco Mundial, fue creado para reconstruir el sistema de pagos internacional de posguerra. Hoy se centra en la política monetaria y fiscal, y actúa como la principal institución a través de la cual las potencias mundiales han intervenido en las crisis financieras internacionales. El FMI es famoso por los planes de ajuste estructural a través de los cuales el imperialismo ha impuesto la austeridad en los países dependientes, como parte de obligarlos a pagar las deudas externas que suelen contraer gobiernos “clientes” estadounidenses y europeos que al mismo tiempo saquean la riqueza y los recursos de las masas.
Estas instituciones del orden económico global se tambaleaban antes de Trump, en gran parte gracias a la incapacidad del capitalismo para resolver todos los problemas revelados y acentuados por la crisis global de 2008.
Ciertamente, Trump no fue el primer presidente de Estados Unidos en tomar medidas unilaterales, pero todos sus predecesores actuaron junto con otras acciones multilaterales al mismo tiempo. Trump utilizó el unilateralismo como arma para coaccionar y castigar a cualquiera que se interpusiera en el camino de lo que él solo percibía como los intereses nacionales de Estados Unidos, y esto llevó a las instituciones globales al borde de la irrelevancia. Por el contrario, Biden está desesperado por restablecer la idea del beneficio mutuo de la integración económica global, que también ha sido destrozada por una pandemia global que ha trastornado las cadenas de suministro que atraviesan el planeta. Sin embargo, al mismo tiempo, Biden buscará proteger la posición privilegiada de Estados Unidos.
Estados Unidos salió del escenario mundial bajo Trump, creando una apertura con otros países. Resucitar la influencia global de Estados Unidos es fundamental para deshacer el incentivo que su reducción en la influencia global, le ha dado a China y otros países para asumir la administración económica internacional. Estados Unidos necesita que sus aliados militares y económicos vuelvan al redil. Las corporaciones transnacionales estadounidenses no pueden permitirse los fracasos del unilateralismo de Trump. Los aranceles ineficaces sobre el acero, solo han perjudicado a la industria estadounidense. Su impulso por un frente anti-China contra el gigante tecnológico Huawei inicialmente fracasó, cuando las empresas británicas siguieron haciendo negocios (una decisión que finalmente se revirtió). Su abandono de la Asociación Transpacífica, optando en cambio por negociaciones comerciales directas altamente volátiles con Japón, Corea del Sur, Canadá y México, apenas ha compensado las pérdidas. La firma el 15 de noviembre de la Regional Comprehensive Economic Partnership (Asociación Económica Integral Regional, RECEP por sus siglas en inglés) por parte de 15 países de Asia-Pacífico, con la exclusión de Estados Unidos, le da a China un impulso político que podría convertirse en económico con el tiempo. Es el acuerdo comercial más grande de la historia en términos de la población que cubre.
Todo esto perjudica al imperialismo estadounidense a largo plazo
Los últimos cuatro años han creado muchas oportunidades para que los aliados asuman los roles tradicionales de Estados Unidos, lo que los fortalece en la competencia interimperialista. La Unión Europea –Alemania en particular– ha estado ignorando a Estados Unidos, en lugar de ofrecer sus propias “soluciones” a los desafíos mundiales. Este llamado “efecto Bruselas” [2] permite a la UE establecer estándares de gobierno para el resto del mundo, amenazando aún más la dominación estadounidense. Y aunque el dominio de la UE es una posibilidad remota, buscar todo el tiempo estar al mismo nivel que sus pares europeos, representa una pérdida para Estados Unidos.
La última de estas instituciones es la Organización Mundial del Comercio (OMC). Establecido en 1995, es el principal foro internacional para establecer las reglas del comercio internacional a través de un mecanismo de resolución de disputas, al cual todos los miembros acuerdan unirse. Trump llegó e intencionalmente paralizó el cuerpo de apelaciones de la OMC, esencialmente rompiendo el libro de reglas en pedazos, haciendo que las decisiones “vinculantes” de la OMC no se puedan hacer cumplir y aumentando la amenaza de las guerras comerciales que el organismo pretende combatir, objetivo para el que fue creado.
Con Obama, Estados Unidos presentó más casos ante la OMC que cualquier otro país, más de la mitad apuntando a China. Mientras tanto, China estaba utilizando la OMC con bastante eficacia, ya que aprovechó la demanda de las multinacionales de su mano de obra barata. Mientras era candidato, Trump denunció las prácticas comerciales de China, sosteniendo que la OMC no puede lidiar con estos problemas. Bajo su Gobierno, eludió el sistema por completo. Un analista calificó la decisión de Trump de imponer aranceles al acero chino como “el día que murió la OMC”.
Trump quería que la OMC fuera del camino para que el imperialismo estadounidense pudiera desafiar a Beijing directamente. Biden, al menos por ahora, considera que la OMC ha servido en gran medida al interés de Estados Unidos en la estabilidad y en mantener a Europa a la vera de Estados Unidos. Es por eso que podemos esperar que su administración trabaje para fortalecer y remodelar, no destruir, estas instituciones: les dan a los imperialismos más pequeños al menos la pretensión de un campo de juego equilibrado con Washington.
¿Qué podemos esperar?
La administración de Biden tendrá que lograr un equilibrio delicado, difícil y urgente entre restaurar el orden económico global y la dominación de Estados Unidos, mientras gestiona las incertidumbres de la pandemia y la economía en el futuro. Además, tendrá que hacerlo solo. Como dejó claro el ex becario de Brookings Institution, Will Moreland, en un ensayo para Vox, publicado una semana antes de las elecciones presidenciales, es hora de que “Estados Unidos comience a usar estas instituciones para devolver el golpe” a sus enemigos.
Esa es la razón subyacente para esperar que Biden vuelva a participar del multilateralismo. No se trata de la cooperación por sí misma: Estados Unidos y otras naciones occidentales “no deberían creer erróneamente que la cooperación sin límites frente a cada desafío compartido promueve sus intereses”, escribió Moreland. Después de todo,
Estados Unidos no solo se enfrenta a un verdadero competidor en China, lo que hace que los aliados sean más necesarios que nunca, sino que los dominios clave de esa competencia, desde los flujos comerciales y de inversión hasta las tecnologías avanzadas y la infraestructura de comunicaciones, ya están profundamente enredados en instituciones multilaterales.
Por supuesto, durante los años de Trump en la Casa Blanca, la globalización armoniosa ha sido desafiada en todas partes. Las tendencias nacionalistas se han fortalecido en las economías avanzadas: por ejemplo el Brexit, el euroescepticismo, etc. La contracción económica, el aumento de la desigualdad y el recrudecimiento de la lucha de clases, también son características de la situación mundial actual y es probable que se fortalezcan, mientras todavía se mantenga la pelea por controlar la pandemia. Biden confronta las realidades de un mundo que no es tan fácil de regresar a su estado anterior, con los problemas estructurales del capitalismo estadounidense y el ascenso de China que ya están cambiando las reglas del juego. Tendrá que decidir hasta qué punto su administración quiere reafirmar el poder de Estados Unidos, conteniendo a China, quizás queriendo volver al manual de Obama de negociar acuerdos comerciales excluyentes. A su vez, enfrentará presiones de diferentes sectores del capitalismo estadounidense sobre el proteccionismo: ¿debería haber más o menos?
Como sea, ese juego ya está en marcha. El equipo de Biden está trazando un plan para restaurar la dominación, que incluye apuntalar las instituciones internacionales que sirven a los intereses del capital. No importa lo que estas instituciones afirmen sobre su interés en la paz, la reducción de la pobreza y la salud pública, esas cosas solo importan si ayudan a mantener las ganancias y crean oportunidades para expandir los mercados y la explotación. Mientras tanto, más “democracia” y “diplomacia” en todo el mundo solo serán, para un Estados Unidos liderado por Biden, un medio para ejercer el poder imperialista. Sobre esta base evaluará si toma el camino de las sanciones económicas, las intervenciones “humanitarias” o cualquier otra cosa que el imperialismo estadounidense decida que debe hacer.
La hegemonía de EE. UU. depende de ser el que toma las decisiones. El primer año de Biden no solo tratará de deshacer el abyecto fracaso de Trump y sus secuaces en el control de Covid-19 –que en sí mismo amenaza la estabilidad capitalista– sino también de hacer lo que sea necesario para restablecer el viejo orden pre-Trump, que era percibido como aquel que al menos había dado a los capitalistas globalizados de Estados Unidos una mejor oportunidad de mantener la dominación mundial de la que han disfrutado durante mucho tiempo. Pero todo apunta a que no habrá una vuelta atrás a un “orden pre-Trump”. Los cambios que desafían la hegemonía de Estados Unidos hoy en día se remontan al menos al 2008, casi una década antes de que Trump llegara a la Casa Blanca. No serán simplemente superados por el restablecimiento del “decoro internacional”.
Traducción: Nicolás Daneri y Matthias Flammenman |