Historical Materialism Book Series y la editorial Brill publicaron a fines del año pasado este libro, que constituye un desarrollo de la investigación presentada por Francesca Antonini como tesis de doctorado en la Universidad de Pavia en 2015. La autora, que colabora con la Fundación Gramsci de Roma en el trabajo de la nueva edición crítica de los Cuadernos de la cárcel, se inscribe en la metodología de trabajo filológico de los estudios gramscianos italianos de las últimas décadas, con referentes como Gianni Francioni, Giuseppe Cospito y Fabio Frosini.
Este libro viene a completar una cierta laguna en el campo de los estudios sobre el pensamiento de Gramsci, que tiene que ver con la falta de un análisis específico, monográfico, del modo en que el comunista sardo ha tratado la cuestión del cesarismo y el bonapartismo a lo largo de toda su trayectoria, pero también en relación con otras problemáticas importantes de los Cuadernos de la cárcel.
El texto (de 252 páginas en total) está organizado en 13 capítulos, además del prefacio de la autora, los índices de nombres, abreviaturas y bibliografía. Dos son las ideas principales que estructuran el argumento de Antonini. O mejor dicho, tres. La primera es la necesidad de volver a discutir los conceptos de bonapartismo y cesarismo en la tradición marxista. La segunda, entrando más en lo específico del libro, es que la lectura de Gramsci sobre estos problemas está influenciada notablemente por la obra de Marx El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La tercera es que el tratamiento de esta problemática está presente tanto en las etapas pre-carcelarias como en los Cuadernos de la cárcel y que, en relación con los Cuadernos, la cuestión del cesarismo y el bonapartismo es fundamental para entender las reflexiones de Gramsci sobre los procesos políticos de entreguerras; así como sobre las problemáticas de la hegemonía y lo que él denominaba como procesos de revolución pasiva y más en general sobre la crisis de la modernidad.
Bonapartismo y cesarismo: antes y después de Marx
En el primer capítulo, la autora repasa el origen de los términos “cesarismo” y “bonapartismo”. “Bonapartismo” se había utilizado por primera vez en Francia en un panfleto de Paul-Louis Courier de 1816, para hacer alusión a los partidarios de Napoleón Bonaparte. Pero fue el propio Luis Napoleón el que lo popularizó, primero con sus libros Las ideas napoleónicas y La extinción del pauperismo, y luego sobre todo con su acción política posterior a 1848. En este contexto, el bonapartismo aparecía asociado a una especie de “tercera vía” entre la república liberal y la monarquía, que consistía en un liderazgo conservador pero con apoyo popular y en ciertos aspectos modernizante. En el caso del “cesarismo”, su primera aparición es en un texto de Auguste Romieu, escrito en 1850, que utilizaba el término para aludir a la “dominación del sable” en un régimen que pudiera reemplazar a la monarquía hereditaria. Como con otras cuestiones, uno de los que más aportó para la confusión de ambos términos fue Proudhon, quien en su trabajos sobre la Idea general de la revolución del siglo XIX y La revolución social demostrada por el golpe de Estado, asimiló el cesarismo con un gobierno de fuerza pero de contenido democrático, como alternativa al caos y la anarquía, identificándolo con el bonapartismo y embelleciendo a ambos. Ambas categorías pasarían a estar interrelacionadas y superpuestas.
Marx, por su parte, rechazaba la combinación o superposición de los términos de “cesarismo” y “bonapartismo” por considerar que aludían a fenómenos diferentes que no podían ser comparados. En la segunda edición de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx señalaba que una de las principales diferencias entre cesarismo y bonapartismo era el alcance de la lucha de clases, que según su lectura en la antigua Roma se daba entre una minoría de la sociedad, los libres ricos y los libres pobres, mientras el grueso del proletariado (esclavo) no participaba de la contienda y vivía a expensas de la sociedad, a diferencia del proletariado moderno. En el caso del bonapartismo, se trataba de una experiencia de “relativa independencia” del poder ejecutivo respecto de las otras partes del Estado y de las clases, que a su vez buscaba apoyarse en distintas clases, apelando a sus intereses particulares con planteos específicos para cada una, llevando adelante una política de carácter burgués pero no necesariamente apoyada por la burguesía. Posteriormente, en La guerra civil en Francia, el bonapartismo aparece definido, como expresión del “balance de fuerzas entre las clases”. Esta es la forma en que se popularizó, según Antonini, el tema en la tradición marxista [1].
Gramsci: de la crítica de la burocracia reformista al análisis del fascismo
De los capítulos 2 a 5, Antonini se ocupa del tratamiento de los problemas del cesarismo y bonapartismo en los escritos pre-carcelarios, que no tienen muchas menciones de ambos términos, pero plantean una primera forma de uso por Gramsci, que mantiene algunos rasgos en común con la de los Cuadernos de la cárcel.
En los escritos pre-carcelarios de Gramsci, el bonapartismo aparece para hacer referencia: a) al general Luigi Cadorna; b) a la dirigencia del Partido Socialista y su política de ascenso individual de cada burócrata usando al partido como base de maniobras; c) a los burócratas sindicales (en un sentido similar a la crítica de la dirigencia socialista, ya que en muchos casos eran también socialdemócratas); d) un primer análisis del fascismo en el que, inspirándose en El 18 Brumario, Gramsci realiza paralelismos con Luis Napoleón pero también busca la especificidad del fenómeno fascista.
Las apariciones del término son pocas y generalmente por motivos polémicos en escritos de tipo político-periodísticos. Sin embargo, en el mismo período Gramsci realiza una lectura atenta de diversas obras de Marx, especialmente El 18 Brumario, que incide en su incorporación de la temática y posteriormente en sus elaboraciones carcelarias.
Antonini señala que en la apropiación por Gramsci de los temas del bonapartismo y el cesarismo convergen dos cuestiones: la figura del “balance de fuerzas entre las clases” que genera la necesidad de una intervención desde arriba y la adhesión primero, y el abandono después de la “crisis catastrófica del capitalismo” de la Internacional Comunista. De modo tal que Gramsci reformulará ambas cuestiones, la del “balance de fuerzas” dentro de una reflexión más amplia sobre las relaciones de fuerzas que es clave en los Cuadernos, pero también llamando la atención sobre que los fenómenos bonapartistas o cesaristas no necesariamente surgen por el “balance de fuerzas” de las clases fundamentales sino también por realineamientos dentro de las fuerzas nucleadas en torno de la clase dominante haciendo bloque con una parte de los sectores populares. En cuanto a la “crisis catastrófica”, Gramsci reformula el tema en términos de “crisis orgánica” y “balance catastrófico”, figuras que dan cuenta de los niveles de desarrollo de la crisis en el modo de organizar la sociedad desde el Estado y la clase dominante y de un cierto nivel de relación de fuerzas y enfrentamiento entre las clases, en el que no se termina de avanzar hacia un lado u otro. Llama la atención que Antonini da por obvio el “derrumbismo” de la Tercera Internacional, sin ofrecer mayores fundamentos al respecto o periodizar mínimamente cómo se trató el tema en sus distintos Congresos. Hecha esa salvedad, la reconstrucción de cómo Gramsci intenta reformular los temas de la crisis, la catástrofe y el balance de fuerzas parece adecuada.
Los Cuadernos de la cárcel: política de masas y política totalitaria
Los capítulos destinados al tratamiento por Gramsci de los problemas del cesarismo y bonapartismo en los Cuadernos son más densos y no es por casualidad. Sucede que en los Cuadernos estos temas tienen muchísimo más desarrollo que en los escritos pre-carcelarios de Gramsci. Antonini hace una reconstrucción rigurosa y muy detallada al respecto, en la que vuelven a aparecer Cadorna y otras figuras de la política italiana como ejemplos de bonapartismo, entendido este como una política autoritaria desde arriba sin conexión con las masas. Gramsci incluye también erróneamente a Trotsky como parte de una concepción política de este tipo, dentro del campo marxista. Digo “erróneamente”, por dos razones. Una es que confunde las posiciones de la Oposición Conjunta y de Izquierda con una política circunstancial de Trotsky como fue la propuesta de “militarizar el trabajo” durante la guerra civil posterior a la revolución. La otra es que adjudicarle a Trotsky una concepción en la que las masas son secundarias en relación a los líderes, no resiste una mínima lectura de su obra [2]. Esta sería la aproximación más básica y superficial a la cuestión del bonapartismo, más parecida al enfoque utilizado por Gramsci en sus críticas a la dirección del Partido Socialista o la burocracia sindical anteriormente. Sin embargo, los posteriores desarrollo de los Cuadernos abarcan problemas más complejos. Gramsci reelabora una lectura del marxismo que se desplaza de un enfoque básico de estructura-superestructura a otro centrado en “relaciones de fuerzas”. Simultáneamente, va también reflexionando sobre la crisis de la democracia parlamentaria en el período de entreguerras, los cambios en las formas del Estado (en Italia, pero también en Francia, Inglaterra, Alemania) y reelabora la cuestión del bonapartismo y el cesarismo a varios niveles:
• diferencia los cesarismos y bonapartismos históricos de los contemporáneos y su rol “policial” en relación con los cambios en las formas del Estado para la regimentación/organización de las masas;
• reformula la cuestión del “balance entre las clases” incorporando las crisis en el bloque dominante;
• analiza las tendencias bonapartistas y cesaristas no solo basándose en un líder carismático sino en políticas de masas tendientes a regimentar los procesos que vienen desde abajo (a los que Gramsci denomina “sindicalismo”). En este sentido, un gobierno como el de McDonald en el Reino Unido puede ser un gobierno cesarista y los gobiernos de coalición más en general implican cierto grado de cesarismo, a diferencia de lo que podría considerar el sentido común, que ve en las coaliciones o en la “unidad nacional” una forma de mayor consenso;
• introduce la diferenciación entre cesarismos regresivos y progresivos;
• redefine la política del partido como moderno Príncipe, tomando nota de que, en tiempos de recomposiciones cesaristas y bonapartistas del poder estatal, esta política tiene que proponerse lo mismo que la burguesía se propone desde arriba: un alcance totalitario, no en el sentido que se le atribuye habitualmente a esta palabra (como régimen de terror), sino en el de “integral”, que busca organizar a las masas en la misma escala en que el Estado busca regimentarlas y organizarlas.
En este marco, Antonini sostiene que el uso del “modelo cesarista-bonapartista” que hace Gramsci no es ocasional, sino que está ligado a otras reflexiones gramscianas como las relativas a la cuestión de la hegemonía y la revolución pasiva, es decir, a los modos en que se constituye el poder de la clase dominante y sus tentativas de recomposición tomando una parte de las demandas que vienen desde abajo pero incorporándolas de modo tal que impliquen un grado relativo de progreso dentro de una dinámica restauradora de conjunto; así como a las alternativas que deben instrumentar la clase trabajadora y demás sectores oprimidos como contrapartida.
Antonini relaciona estas cuestiones con la crisis de la modernidad, entendida en un sentido muy concreto: la irrupción de las masas desajusta los mecanismos de la democracia liberal. Los bonapartismos y cesarismos (con o sin líderes carismáticos) son la forma que adquieren los regímenes políticos para lidiar con esa irrupción. Al estar inscriptas en este proceso histórico-político de largo aliento, las tendencias bonapartistas o cesaristas no pueden ser combatidas con un retorno al liberalismo. La clase trabajadora y el marxismo deben tomar la “política totalitaria” como punto de partida de cualquier política realista. Este enfoque me parece muy rescatable porque sirve para precisar la posición de Gramsci en contraste con las habituales tergiversaciones que lo presentan como el teórico “de la democracia y el consenso”.
Sin embargo, no deja de tener aspectos problemáticos. Esto se ve en el tratamiento que se da en el libro a la cuestión del parlamentarismo negro. Cautelosa en cuanto a las posibilidades de presentar las reflexiones de Gramsci como una crítica al stalinismo, Antonini sostiene que es una reflexión sobre el corporativismo fascista, pero también sobre la situación de la URSS, en términos de diferentes cesarismos, uno regresivo y otro progresivo. Aquí juega también la cuestión que señalaba anteriormente, es decir, la imposibilidad de combatir el stalinismo con un retroceso a la democracia parlamentaria (cuestión que en Rusia con la restauración se ha dado de manera ultradegradada y formal). Desconocer la “política totalitaria” de los años de entreguerras, es decir, los cambios en las formas estatales producto de la irrupción de las masas y las tentativas de encuadrarlas extendiendo el Estado hacia esferas que antes no ocupaba (cuestión que Gramsci aborda con la problemática del Estado integral), hubiera sido un error, en ese momento, porque no permitía comprender la dinámica de los partidos y sindicatos de masas con peso en la clase obrera y las alternativas para estructurar políticas revolucionarias en ese contexto. Una tentativa en tal sentido, en el plano político, puede ser el propio Programa de Transición elaborado por Trotsky a fines de los años ‘30, pero también la utilización de consignas democráticas que la propia burguesía es incapaz de apoyar. Aquí creo que Antonini tuerce un poco la vara hacia el lado “cesarista” en la interpretación del moderno Príncipe, basada en un hecho cierto: Gramsci piensa el problema del moderno Príncipe no por fuera sino tomando especialmente en cuenta el contexto de los cambios en las formas estatales del período de entreguerras, vale decir, las tendencias bonapartistas y cesaristas, de modo tal que sin asumir una forma idéntica a aquellas, la política revolucionaria tiene que tomarlas como punto de partida. Aquí entonces queda planteado el problema de la ambivalencia de la concepción de partido en los Cuadernos, oscilante entre un organismo auto-suficiente y un “partido-proceso”, por decirlo un poco apresuradamente, pero también un problema característico del análisis de Gramsci.
Me refiero a que una vez asumida en toda su dimensión la cuestión de la crisis de la modernidad, la democracia liberal y el surgimiento de la “política totalitaria”, la constatación de su carácter contradictorio o de su relativo “progreso” en relación a las formas anteriores, deja el problema de si se puede pensar al partido como el garante de una democracia sustantiva sin mecanismos claros de decisión desde abajo hacia arriba, por fuera del partido. En este contexto, sin dejar de atender los aspectos en que la posición de Gramsci sobre la sociedad de masas y la necesidad de repensar las formas de lucha frente a formaciones estatales con características “totalitarias”, el problema de la auto-organización propio de su etapa “consejista” cobra una vigencia igualmente importante (en un contexto en que se vuelve más difícil a su vez desarrollar movimientos de este tipo por el control estatal de las organizaciones obreras).
Algunas cuestiones de actualidad
En la actualidad, cuando se habla mucho más de las redes sociales que de los aparatos, estas reflexiones pueden parecer anacrónicas. En un mundo donde el capitalismo apela al consumidor individual, ofreciéndole todo tipo de aplicaciones y pantallas, ¿qué sentido puede tener la problemática de la política de masas tal como la pensaron Gramsci y los marxistas de entreguerras? ¿No pasaron ya más de cien años de la Revolución rusa y la fundación de la Internacional Comunista y muchas otras efemérides que parecerían dejar definitivamente en el pasado las preocupaciones del marxismo del siglo XX? Pero, por un lado, la apelación al individuo consumidor no deja de ser una política de masas y, por otro, bajo la supuesta primacía indiscutida de lo digital, sigue existiendo lo “analógico”. Es decir, los avances del capitalismo bajo la ofensiva neoliberal para desarticular las organizaciones del movimiento obrero fueron exitosos en cierta medida pero no liquidaron los “núcleos duros” de “política totalitaria” que se constituyeron en el mundo de entreguerras y en la segunda posguerra también. Las organizaciones de masas y su imbricación con el Estado siguen existiendo, bajo diversas formas, aunque la heterogeneidad de la clase trabajadora es mucho mayor que en el pasado. Esa heterogeneidad pone a la orden del día la importancia de las formas de auto-organización para agrupar a los distintos sectores de la clase trabajadora no encuadrados en organizaciones de masas, tanto como la lucha por la recuperación de esas organizaciones contra la burocracia y su independencia respecto del Estado. Por supuesto esto no es un fin en sí mismo, sino que forma parte de una política tendiente a conquistar hegemonía de la clase trabajadora respecto del pueblo, superando las diversas formas de “corporativismo” impuestas por el Estado y la construcción de un partido revolucionario que pueda articular los “sistemas de engranajes” necesarios para enfrentar las diversas variantes con que la clase dominante busca recomponer su poder de cara a una crisis histórica. Varios de estos problemas pueden pensarse en diálogo y discusión con el libro de Francesca Antonini, que constituye un gran aporte a su tema específico así como un impulso para repensar el problema del marxismo y la política de masas en la actualidad.