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La Izquierda Diario
1ro de diciembre de 2024 Twitter Faceboock

Contrapunto
Cuando la República y el Frente Popular hicieron imposible resolver la agenda del 31 y abrieron las puertas a la victoria fascista
Santiago Lupe | @SantiagoLupeBCN

Comenzamos con este artículo – que constará de dos partes – una serie dedicada a la historia de las principales corrientes de la izquierda y la extrema izquierda en el Estado español desde la década de los 30 hasta nuestros días. Una aproximación para un balance de los hilos históricos con las tradiciones más revolucionarias del movimiento obrero ibérico y aquellas políticas y organizaciones que actuaron como bloqueo de las mismas.

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Este año se han cumplido 90 años de la proclamación de la Segunda República. Un aniversario “redondo”, de los que dan para que se reproduzcan, y se debatan, las versiones oficiales sobre una efeméride tan destacada. El 31 mandó a los Borbones a su segundo exilio e inauguró un cambio de régimen que los cuarenta años de dictadura que le siguieron contribuyeron a una idealización de gran parte de la izquierda ibérica.

¿Cuál era la agenda del 14 de abril? ¿Cuáles las reivindicaciones democráticas y sociales detrás de las manifestaciones y huelgas anteriores y posteriores a aquella jornada? ¿Fueron satisfechas por los gobiernos progresistas de la época? Se trata de algunos interrogantes que no solo pueden acercarnos a una lectura menos romantizada de la etapa republicana, sino, y lo que es más importante, al examen crítico de las estrategias que se pusieron en juego desde la izquierda y las organizaciones obreras en ese momento, y que se siguen reproduciendo actualizadas (y mucho más moderadas) hasta nuestros días.

La caída de la monarquía como obertura de la revolución española

Una monarquía no cae por que les vaya mal a sus candidatos en unas elecciones municipales. El relato de que a Alfonso XIII lo echaron en las urnas del 12 de abril es tributario de quienes quieren borrar de la historia a su verdadero motor, la lucha de clases. Manifestaciones democráticas en las grandes ciudades, el primer movimiento estudiantil universitario que toma demandas como “república” o “cortes constituyentes” como bandera, huelgas contra los despidos y por la rebaja de la jornada laboral, agitación en el campo o huelgas de alquileres como la de Barcelona, son solo algunos de los botones de muestra de lo que estaba pasando.

Por eso el 14 de abril no es solo el día de la proclamación de la Segunda República, es también la fecha de inicio de la revolución española. Un proceso revolucionario de tiempos largos en el que la clase trabajadora y el campesinado pobre tratará de resolver toda una serie de demandas que constituyen lo que podríamos llamar la “agenda del 31”.

En ella tenían mucho peso demandas sociales, producto del impacto de la crisis capitalista desatada tras el crack de 1929 y que ya golpeaba con dureza el Estado español. Acabar con las leyes antiobreras de la dictadura, mejorar los salarios, la jornada de 6 horas para combatir el desempleo, planes de obra pública y vivienda barata contra el paro en la construcción y para resolver la crisis habitacional de las grandes ciudades...

En el campo una gran demanda social y democrática, la reforma agraria, marcaría toda la década. Millones de campesinos sin tierra malvivían con jornales de miseria, en un país en el que la concentración agraria había sido incrementada con la implantación del Estado liberal. No solo no hubo reparto de tierra entre el campesinado, sino que las desamortizaciones -que afectaron solo a los bienes de la Iglesia- habían salido a subasta para engrosar el patrimonio de terratenientes nobiliares y burgueses, y habían arrebatado a muchas comunidades campesinas bienes comunales fundamentales para su subsistencia.

Pero además había otras importantes reivindicaciones democráticas. Acabar con la monarquía no era solo mandar al exilio a los Borbones, era acabar con el Estado de la Restauración, su casta política, judicial y sobre todo militar, esa oficialidad reaccionaria, ascendida a golpe de guerras coloniales y asonadas. También el problema eclesiástico, que no se reducía al papel de la Iglesia en la educación, sino sobre todo al enorme patrimonio acumulado por el clero, que seguía siendo entre otras cosas el mayor terrateniente urbano y accionista de grandes compañías. Y por supuesto la cuestión nacional, tanto el derecho a la autodeterminación de pueblos como el catalán, como la liberación de las colonias africanas, una demanda íntimamente ligada a atacar las bases materiales de la casta de oficiales reaccionarios.

Toda esta agenda podía ser abordada “desde abajo” o “desde arriba”. La casta de políticos de la Restauración, herederos intelectuales de Ortega y Gasset, lo tenían claro. En su alegato contra la amenaza de una revolución bolchevique, que empezó a publicarse en 1929 en forma de artículos en el diario “El Sol” y después se compiló en su obra “La rebelión de las masas”, alentaba a modernizar el país y que las viejas clases fueran las responsables de abordar esta agenda, para evitar que fueran las “masas” las que en su acción transformadora terminaran llevándose por delante los cimientos de la sociedad burguesa. Por eso la caída de la monarquía fue al mismo tiempo un triunfo de las masas, y una operación de desvío diseñada para contener y evitar su acción independiente.

Este fue el espíritu de una coalición interclasista que, con diferentes formas y hasta socios, se mantuvo toda la década de los 30. Una coalición que va desde el Pacto de San Sebastián [1] hasta el Frente Popular y el gobierno Negrín. Conformada por burgueses republicanos, tanto “de toda la vida” como “recién cambiados de chaqueta”, y los dirigentes reformistas del movimiento obrero. El contenido de su hoja de ruta se fundaba en dos grandes ejes: el primero y prioritario evitar a toda costa el desarrollo de tendencias revolucionarias; el segundo y secundario, resolver la “agenda del 31” sin afectar lo más mínimo a la propiedad capitalista.

La imposibilidad de resolver la “agenda del 31” sin romper con el capitalismo

Los dos ejes de la coalición entre la burguesía republicana y la izquierda reformista del momento, al comienzo sobre todo la personificada en el PSOE, la UGT y el sector “trentista” de la CNT, se plasmaron desde el primer día.

El bienio “progresista” [2] mantuvo intacta la legislación antisindical de la dictadura y se empleó a sangre y fuego contra las huelgas obreras y levantamientos campesinos. Huelgas como las de la Telefónica en 1931 eran respondidas con la declaración del estado de guerra en las grandes ciudades, jornadas como la huelga general por las 6 horas en Barcelona en septiembre de ese año se saldaban con 18 muertos por la intervención policial o matanzas como las de Castilblanco o Casasviejas se hacían por orden directa del ministro de Gobernación (Interior) de socialistas y republicanos.

Sobre el eje secundario, en esos dos años se demostró la imposibilidad de resolver la “agenda del 31” salvaguardando los intereses de los capitalistas. La agenda obrera era inviable sin afectar a las ganancias de la industria y las finanzas; el problema agrario no se podía resolver sin expropiar a los grandes terratenientes, y hacer eso comprometía a la patronal agraria, pero también a las finanzas con las que estaba endeudada; la cuestión catalana se saldó con un estatuto limitado y reversible, como se vio durante el bienio negro, y la cuestión colonial se dejó intacta, no se iba a renunciar al expolio imperialista de Marruecos; tampoco se tocó ni una peseta del patrimonio eclesiástico, que siguió siendo un baluarte social de la reacción; ni a la casta de oficiales, a la que se podría tener que recurrir si el movimiento obrero no se contenía y “disciplinaba”; sobre la “democratización” del Estado se mantuvieron en activo a la casta política y judicial -que actuaría desde el Tribunal de Garantías Constitucionales contra cualquier “exceso” legislativo”- y la Constitución consagró un presidente de la República con competencias casi absolutas para hacer y deshacer gobierno.

La experiencia de las masas obreras y campesinas pobres con esta coalición interclasista se empezó a realizar desde el primer momento, y tuvo expresiones contradictorias. Por un lado, en 1933 las elecciones anticipadas fueron ganadas por la derecha, con la protofascista CEDA como primera fuerza. El arranque del bienio negro ha sido responsabilizado a partes iguales por mucha historiografía “progre” a las mujeres, que votaban por primera vez supuestamente influidas por el clero, y la abstención de la clase obrera.

Sin embargo, el dirigente socialista Indalecio Prieto fue más honesto, cuando reconoció en octubre de 1934 al diario francés Petit Journal que el éxito de Gil Robles en las elecciones se debía:

“precisamente por la política derechista del régimen de izquierdas. Este gobierno nacido con la república y creado por la república se volvió el baluarte de las fuerzas adversas a la república. Es verdad que el gobierno español de izquierdas llevó a cabo una política de derechas enfrentándose a Lerroux y Samper. En este periodo de declive del capitalismo, la burguesía española no podía llevar a cabo ni la revolución democrático-burguesa”.

Un arranque de sinceridad que no supuso ningún propósito de enmienda, Prieto volvería a defender la línea del 31 aún más conservadora en los años siguientes.

1934 y 1936, cuando la clase trabajadora y el campesinado pobre abordaron la “agenda del 31”

Pero esta experiencia con la República y el reformismo no se expresó solo en la abstención de 1933. Solo un año más tarde, en octubre de 1934, el rechazo a la entrada de la CEDA en el gobierno desencadenó la huelga general en las grandes ciudades y dos procesos agudos de lucha de clases con desarrollos muy diferentes.

Por un lado, en Asturias, la clase obrera con los mineros a la cabeza y a golpe de dinamita, asaltaron los cuarteles, establecieron comités revolucionarios en los pueblos y conformaron un ejército de trabajadores que mantuvieron el control territorial durante dos semanas. En la Comuna Asturiana, en apenas días, la “agenda del 31” empezó a resolverse taxativamente, sin detenerse en la línea roja de la propiedad capitalista. La Iglesia fue expropiada, los terratenientes, los empresarios... Una acción independiente de la clase trabajadora y sus organizaciones agrupadas en un potente frente único, muchas veces pasando por encima a las direcciones burocratizadas de la UGT y el PSOE, que mostraba el potencial de una vía revolucionaria y con la clase obrera a la cabeza.

Por otro lado, en Catalunya, la fuerza de la huelga general -debilitada por la negativa de la dirección de la CNT a participar-, fue dirigida por las direcciones socialistas, de la Izquierda Comunista y el Bloque Obrero y Campesino a una subordinación política al gobierno de la Generalitat. La acción no tomó un curso independiente, como en Asturias, para implantar una Comuna Catalana en base a los organismos de la clase trabajadora, sino que pidió a Lluis Companys que se pusiera al frente del movimiento. Éste lo hizo y proclamó la República Catalana, para después quedarse en Palau a la espera de que el Ejército le viniera a detener. La burguesía republicana, en este caso la catalanista, mostraba que ante el peligro de la revolución obrera no solo estaba dispuesta a renunciar a la “agenda del 31”, sino hasta a su propia libertad.

El 34 fue una especie de ensayo general de la revolución social del 36. Aquel movimiento fue aplastado con una feroz represión y más de 30 mil presos políticos. Pero la agitación obrera siguió en ascenso. En febrero de 1936 la coalición de 1931 se reeditó ampliándose. El Frente Popular incorporó al PCE estalinizado, pero también al POUM y contó con el apoyo pasivo de la dirección de la CNT. Mientras las tendencias a una acción revolucionaria e independiente de las masas aumentaban, los dirigentes reformistas aumentaban su compromiso con un proyecto que explícitamente se negaba a tomar ninguna medida contra los capitalistas y, en los meses previos a la guerra, siguió respondiendo con represión a la ola de huelgas obreras y ocupaciones de tierra que se extendieron por todo el Estado.

Cuando los militares golpistas se alzaron en el verano de 1936, el Frente Popular reaccionó llamando a la calma, desarmando a trabajadores y sindicatos y retrasando el reparto de armas hasta el momento en que los combates ya eran un hecho en las calles de muchas ciudades. A pesar de ello, con un heroísmo y sobreesfuerzo enorme, la clase trabajadora derrotó el golpe y generalizó la experiencia de la Comuna Asturiana.

En apenas semanas se resolvió el problema del desempleo, la carestía de la vida, la falta de vivienda, el problema de la tierra, se acabó con la casta reaccionaria de oficiales, de jueces, con la policía represora, con el peso social e ideológico de la Iglesia... y se hizo a base de colectivizar bajo control obrero la industria y grandes empresas, los hoteles de lujo y viviendas ociosas, estableciendo comités de abasto que fijaban precios y la distribución, expropiando las tierras y poniéndolas a trabajar colectivamente, constituyendo tribunales revolucionarios, patrullas de control, milicias... La “agenda del 31”, que republicanos y reformistas llevaban años diciendo que no podía resolverse de la noche a la mañana, se abordó en apenas días, a la vez que se iniciaba la lucha contra el golpe fascista.

La contrarrevolución del 37: la derrota de la revolución que abrió las puertas a la victoria fascista

La coalición entre los republicanos y las direcciones obreras reformistas, con los estalinistas con un peso clave, se opusieron en todo momento a esta vía revolucionaria. Las direcciones de la CNT y el POUM que formalmente la apoyaban, en los hechos se sumaron al bloque gubernamental con su integración como ministros o consellers catalanes a los gobiernos de coalición. Desde allí se trató de imponer una hoja de ruta para volver a la normalidad previa al golpe de Estado a base de decretos contra las colectividades, las milicias y el resto de las conquistas sociales, y mediante la represión selectiva contra los militantes obreros que defendían la revolución.

Lo hacían bajo un falso discurso de “primero ganar la guerra, después la revolución”. No solo ese “después” no iba a llegar nunca, llevaban bloqueándolo desde 1931, sino que su “primero” no era ganar la guerra sino acabar con la revolución. A este objetivo se dedicaron todos los esfuerzos, aun cuando fueran en contra de asestarle derrotas al fascismo. No se armó a los trabajadores en julio de 1936 por temor a que éstos hicieran la revolución, se boicoteó la acción de las milicias evitando su entrada en Zaragoza o la toma de Mallorca, de negaron créditos a la industria de guerra colectivizada, pólvora a las milicias del frente de Aragón... A la vez, la defensa de los intereses capitalistas españoles y de sus anhelados socios franceses y británicos, llevó a rechazar decisiones claves como movilizar a la Marina al Estrecho de Gibraltar para no molestar las rutas de comercio mundial o negarse a darle la independencia al protectorado colonial de Marruecos, lo que podría haber permitido forjar así una alianza con la resistencia rifeña en la retaguardia franquista, por defender los intereses imperialistas españoles y franceses.

El papel de la política en una guerra civil con una desigualdad de medios militares palpable desde el minuto cero, constituía 9 de 10 partes de la posibilidad de victoria. Así lo advertía en sus artículos sobre la guerra civil española León Trotsky, en base precisamente a la experiencia de la guerra civil rusa posterior a la revolución de 1917, cuando el programa de reparto de tierras había permitido al Ejército Rojo vencer a la reacción zarista y 17 ejércitos imperialistas.

El gobierno republicano, con los estalinistas como vanguardia, lograron acabar con la revolución social tras derrotar la insurrección de mayo de 1937 en Barcelona. Un último intento de la clase trabajadora de defender su revolución, que no logró la victoria ante la traición de sus direcciones – la CNT y el POUM llamaron al abandono de las barricadas- y la falta de una dirección, un partido revolucionario, forjado en la etapa anterior capaz de ofrecer una alternativa.

La vuelta al régimen republicano previo al golpe de Estado supuso un retroceso enorme en la resolución de la agenda del 31. Se restablecieron el Código Militar de la Monarquía en el Ejército Popular, la vieja policía volvió a encarcelar a miles de militantes obreros, decenas fueron hechos desaparecer por los agentes estalinistas, se liquidó el control obrero de las empresas, las que eran propiedad de burgueses republicanos o extranjeros fueron devueltas, lo mismo con las tierras colectivizadas.... Se instaló una guerra mucho más convencional, en la que la superioridad militar del fascismo acabó imponiéndose e inaugurando cuatro décadas de dictadura.

La revolución española como escuela

Los años 30, con la revolución española, se convirtieron así en una gran escuela de lecciones revolucionarias. Las demandas democráticas y sociales, que volverían a resurgir décadas más tarde en la crisis de la dictadura e incluso más recientemente en la crisis del régimen del 78, no eran ni son resolubles desde una política de conciliación con la burguesía y sus representantes, sin afectar directamente a los intereses de los grandes capitalistas. Al no hacerlo, se condenaba a la clase obrera y los sectores populares a un callejón sin salida, que iba a ser aprovechado para imponer la contrarrevolución más “eficaz” posible, que en aquel caso terminó siendo la que cortaba de raíz el “problema obrero y campesino” bajo la bota del fascismo.

Como veremos en la segunda parte de este artículo, estas lecciones no fueron precisamente patrimonio de las corrientes políticas que hegemonizaron otros momentos críticos como el ascenso de los 70 o las movilizaciones desatadas tras la crisis de 2008. Un recetario de la renuncia y la derrota que se repite, con muchos elementos de farsa, y que hace que como en los años 30, sea urgente construir una alternativa revolucionaria, una izquierda anticapitalista y de independencia de clase. Dos perspectivas opuestas se siguen planteando para la izquierda: o apostar por la vía de las reformas del capitalismo, los "pactos por arriba" y la gestión del Estado capitalista; o desarrollar la lucha de clases y los organismos de autoorganización de las masas obreras y populares para imponer una salida propia a las crisis capitalistas que abran el camino para resolver las grandes cuestiones democráticas y sociales pendientes.

 
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