El 24 de junio, Paula Bach participó de la Cátedra Ideas de Izquierda, de UNCuyo, para exponer sobre las nuevas tecnologías y el futuro del trabajo. Durante la charla, que fue presentada y coordinada por el docente Juan Ignacio Román, Bach expuso las principales coordenadas del debate sobre el impacto de las tecnologías hoy, sintetizando las distintas miradas –tanto desde el mainstream como del pensamiento crítico– y planteando las contradicciones del desarrollo tecnológico que están ausentes o tomadas de manera parcial en la mayoría de dichos análisis. Esta jornada se enmarcó en el ciclo de charlas permanentes de la cátedra que busca retomar en la Universidad, desde una mirada marxista, numerosos debates de actualidad, como por ejemplo sobre juventud y política, ecología y marxismo o el feminismo socialista. A continuación presentamos el video de la exposición de Paula Bach, y el texto de las notas preparatorias de la misma.
Haciendo honor al título de esta charla, hay que decir que hablar de las “nuevas tecnologías” y el futuro del trabajo, implica, necesariamente, hablar obviamente de tecnología pero también de economía y de política y yo voy a hablar un poco de las tres cosas.
Primer punto: Algunas cuestiones básicas sobre tecnología y corrientes tecnológicas. ¿A qué nos referimos con “nuevas tecnologías”? Nos referimos, fundamentalmente, a la inteligencia artificial (IA), a la robótica, a la biotecnología, a la nanotecnología y a la impresión tridimensional, por considerar las más importantes. De todas estas me quiero referir fundamentalmente a dos ramas que, de algún modo, actúan como soporte de las demás e involucran cuestiones muy distintas: por un lado, la IA, y por el otro, la Robótica. La IA es, esencialmente, la imitación de la inteligencia humana mediante la utilización de computadoras, procesadores y software. La robótica es una entidad más compleja, porque implica la imitación no solo de la inteligencia humana sino de todas las capacidades humanas, como las motrices, táctiles, visuales, etc. De estas dos grandes ramas que muestran, sin dudas, grandes avances en las últimas décadas, lo más avanzado es la IA. La capacidad computacional de albergar información –por la ley de Moore y el efecto red– se multiplicó espectacularmente en las últimas décadas (el Big Data es un elemento central de esto) y ello permitió el desarrollo de grandes avances en la inteligencia de las máquinas. Avances que se expresan en lo que se conoce como “aprendizaje automático” y más específicamente, el “aprendizaje profundo” o las “redes neuronales”. Estas redes se distinguen de la antigua capacidad de las computadoras de “razonar” basándose en “reglas” (del tipo si A, entonces B) y permiten que los “razonamientos de las máquinas” se produzcan a través del procesamiento de una gran cantidad de ejemplos de la acción humana para resolver situaciones similares. Este tipo de redes permite que en algunas áreas –solo en algunas por ahora– la IA supere a la inteligencia humana individual. Por eso hay una idea general que se repite en muchos autores que es que si al principio el capitalismo logró reemplazar los músculos de los trabajadores –la fuerza– ahora está en condiciones de reemplazar su cerebro.
Dicho esto en términos telegráficos, me interesa centrarme en cuáles son las principales corrientes internacionales de pensamiento económico, empresarial o político en general, que se desarrollaron al calor de estos avances, y qué opinan respecto de las posibilidades del desarrollo de estas tecnologías en el corto/mediano plazo.
La primera de esas corrientes es la que se conoce como “tecno-optimista” –que es un término periodístico, no científico– o, si se quiere, teóricos de la automatización. Dentro de esta corriente, el sector más cercano al mainstream neoclásico –o a la teoría económica dominante– es el de los muy conocidos especialistas norteamericanos en tecnología del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), Erik Brynjolsson y Andrew McAfee. Otro representante de esta corriente es el empresario futurista británico, Martin Ford, y alguien más que me interesa destacar es el empresario chino Kai-Fu Lee. Estos cuatro autores no dicen lo mismo, de hecho expresan muchas diferencias, pero comparten dos ideas. La primera es que estas nuevas tecnologías resultan comparables –en su potencialidad de transformación– tanto a la máquina de vapor de la Primera Revolución Industrial como a la electricidad y el motor de combustión interna, de la Segunda. La otra idea que comparten es que estas tecnologías están produciendo en este momento –o falta muy poco para que lo hagan– transformaciones económicas y sociales a escala global de magnitud similar a aquellas revoluciones. Para expresar esto se refieren a que estamos transitando ya sea la “segunda era de las máquinas”, ya sea la “cuarta” o la “tercera” Revolución Industrial.
La segunda corriente, también cercana al mainstream, se conoce como “tecno-pesimista”. Como se pueden imaginar, es lo contrario. Su principal exponente es el muy conocido economista, también del MIT, Robert Gordon. Gordon plantea que las tecnologías de la información y la comunicación alcanzaron todo su potencial entre la década de 1990 y la de 2000, y que no tienen nada muy cualitativo para ofrecer en el período próximo. De hecho, subraya la circunstancia de que su actual desarrollo está ligado al marketing, los seguros o las finanzas y que estas nuevas tecnologías no permiten generar suficientes ganancias como para expandirse al conjunto de la economía. Además, Gordon considera que, históricamente, no es esperable que emerjan tecnologías capaces de modificar la vida del conjunto de humanidad al nivel que lo hicieron las tecnologías de la primera o la segunda revolución industrial.
La tercera corriente es la “postcapitalista”. En mi opinión el exponente más importante y que está en origen de esta corriente es Jeremy Rifkin, el mismo que en la década de 1990 enunció la primera versión moderna de la “tesis del fin del trabajo”. Luego, se puede identificar un ala izquierda de autores que vienen del marxismo o que reivindican algunas cosas de Marx, y cuyos exponentes más conocidos son el periodista británico Paul Mason, los canadienses Nick Srnicek y Alex Williams –autores del “manifiesto aceleracionista”– y agrego al británico Bastani –autor de la idea de “comunismo de lujo totalmente automatizado”– aunque por supuesto hay muchos otros autores. Estos pensadores son “optimistas” del desarrollo tecnológico, como el primer grupo. Pero, a diferencia de ellos, y esto es muy importante, consideran que la aplicación en gran escala de las nuevas tecnologías –que está en proceso de desarrollo– va a ir limando, por sí misma, las bases del modo de producción capitalista. Mientras Rifkin pone el eje en la coexistencia del capitalismo declinante con un sistema de “prosumidores” o “comunes” en ascenso, los poscapitalistas de izquierda consideran, dicho un poco burdamente, que hay que “empujar” al capitalismo para que se vea obligado a expandir estas nuevas tecnologías y gestar su propia destrucción.
Segundo punto: Los pronósticos sobre el futuro del trabajo yo creo que se pueden dividir, grosso modo, en dos, y están íntimamente relacionados con la percepción de los distintos autores sobre las características de las “nuevas tecnologías” y sus posibilidades de expansión a toda la economía.
El primero es el pronóstico que sostienen los autores optimistas tecnológicos –ya sea en su versión mainstream o postcapitalista– en los que prima la idea de que el desarrollo de las nuevas tecnologías implica la eliminación progresiva del trabajo humano, sin importar las relaciones de propiedad o de producción que están detrás. Estos autores se basan en el hecho de que –por ejemplo– la digitalización, que es hasta ahora lo más desarrollado, no necesita la incorporación de trabajo adicional para la reproducción de nuevos servicios o bienes. Ejemplo: la reproducción de un libro o de música en Internet se lleva a cabo sin prácticamente agregado de trabajo. De este análisis, y de la idea de que las tecnologías están en proceso de máximo desarrollo, concluyen que en función del crecimiento de las tecnologías de IA y de la robótica, la necesidad del trabajo humano tenderá a desaparecer. Los más extremistas dicen que, así como se eliminó el caballo de tiro en la agricultura con la introducción de los tractores, el futuro del trabajo humano sufrirá el mismo destino. Estas corrientes son las que, con mayor o menor énfasis, sostienen la tesis del “fin del trabajo”. En todos los casos se trata de un proceso que se desarrollaría en el propio contexto capitalista aunque en el caso de los postcapitalistas la clave de lo que se resalta es que este desarrollo iría limando las bases mismas del capitalismo y por eso son “postcapitalistas”.
El segundo es el pronóstico que sostienen los pesimistas tecnológicos, como Gordon, para quienes, al no estar planteada una nueva revolución tecnológica, tampoco está planteado el “fin del trabajo”. Por el contrario, Gordon considera que la historia tiende a repetirse y que, como siempre sucedió, la aplicación de nuevas tecnologías –en la medida en que se produzca– destruirá una serie de empleos o tareas a la vez que creará otros. Hay otros autores que, como el economista también estadounidense, especialista en cuestiones laborales, David Autor, sin tener una visión pesimista desde el punto de vista tecnológico, coincide en el punto del trabajo con la visión de Gordon. Estos autores no niegan la tendencia hacia una mayor precarización y polarización del empleo, pero consideran que en el futuro veremos una tendencia a la repetición de la historia, “más de lo mismo” podría decirse, o ningún cambio sustancial.
Tercer punto: Discutiendo con estas posiciones es precisamente donde la cuestión económica pasa a primer plano. Una de las debilidades centrales de las posiciones “optimistas tecnológicas” –incluidas las postcapitalistas– es que piensan el desarrollo tecnológico con independencia de la situación económica mundial. Y acá aparece un problema muy importante, porque para imaginar la posibilidad de una nueva “Revolución tecnológica” no solo es necesario que haya grandes avances en el campo técnico –que yo creo que los hay– sino que es necesario que haya condiciones suficientemente favorables en términos de rentabilidad como para que los diversos capitales estén dispuestos a realizar grandes inversiones nuevas en esas tecnologías. Es decir, que estén dispuestos y les resulte claramente conveniente invertir en gran escala, ya que la inversión es el único motor que –bajo el capitalismo– puede convertir a las tecnologías en “fuerza material’’ y revolucionar la economía. Y este es efectivamente un gran límite para los pronósticos de la próxima revolución industrial porque desde el estallido de la crisis económica mundial de 2008/9 –a la que la siguió una recuperación particularmente débil agudizada por crisis pandémica– dos de las variables que mostraron mayor debilidad en su crecimiento son la inversión privada en activos fijos –o sea, la nueva inversión, no la reposición de capital– y la productividad del trabajo. La productividad del trabajo que puede definirse como cantidad de producto o servicio prestado por hora de trabajo es clave porque es un termómetro de la inversión en nuevas tecnologías. Si esa inversión es muy fuerte, la productividad tiene que crecer con ímpetu, pero si todo eso no pasa, no tiene mucho sentido hablar de una revolución en la economía mundial aunque el desarrollo de las nuevas tecnologías sea intenso y resulten aplicadas en diversos sectores económicos. No es que esa revolución no pueda suceder, pero no es lo que está pasando ahora y, justamente, lo que hay que discutir son las condiciones necesarias para que eso suceda. No me puedo detener aquí en este aspecto pero baste señalar que las tres revoluciones industriales anteriores gestionadas por el capitalismo –la del vapor, la de la electricidad y la de Internet– estuvieron precedidas o acompañadas por gigantescas convulsiones sociales y políticas. Para decirlo muy rápido: la primera, por la expulsión de los campesinos de la tierras comunales en Inglaterra; la segunda, por la crisis de la década de la década de 1930 –la peor de toda la historia capitalista– y la destrucción provocada por la Segunda Guerra Mundial; la tercera, por la serie de derrotas impuestas entre los años 1970 y 1980 –incluida la restauración capitalista en la URSS, China y los países del Este de Europa donde se había expropiado la propiedad privada– que permitieron el ascenso neoliberal de los años 1990 y 2000. Por otra parte, las posiciones pesimistas tecnológicas como la Robert Gordon, tampoco consideran la historia en este sentido tan significativo y basan su pesimismo en una supuestamente escasa potencialidad de las tecnologías en sí mismas.
Cuarto punto: El último aspecto que quiero plantear es sobre la cuestión específica del trabajo, es el punto más importante y está directamente relacionado con este último aspecto que mencioné. Por un lado, tanto la “tesis del fin del trabajo” como la de que “la historia se repite” y que las nuevas tecnologías destruyen una serie de trabajos y tareas pero siempre crean otras nuevas, en el capitalismo son recurrentes, no son novedosas. Son parte de las discusiones de la teoría económica más o menos oficial que se encienden ante cada avance de la automatización. Lo nuevo es que la visión del “fin del trabajo” se está volviendo predominante desde la década de 1990. Lo que explica esta circunstancia es que el avance tecnológico, sobre todo a partir del desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación y los avances de la robótica, está planteando cada vez más la posibilidad de liberar trabajo humano, es decir de producir bienes y servicios –en algunos casos puntuales– casi sin agregado de trabajo. Pero aquí, entre las capacidades de la tecnología y la posibilidad de liberar trabajo humano se plantea un problema clave que es la relación entre capital, trabajo humano y ganancia. ¿Puede el capitalismo liberarse del trabajo humano? Yo creo que en términos generales, no, porque es precisamente en el trabajo humano donde está la fuente de la ganancia aunque ello no quita que puedan existir procesos completamente automatizados. De hecho, todos estos teóricos –incluso los del mainstream– reconocen que la disminución del trabajo incorporado, conduce a la progresiva gratuidad de los bienes producidos o de los servicios prestados, y el problema es que en el capitalismo, como es evidente, las cosas no pueden ser gratis. Lo notable, sin embargo, es que los teóricos del “fin del trabajo” –sin responderse estas preguntas que son el nudo del asunto– analizan el tema como si las tecnologías fueran una fuerza independiente o autónoma de las relaciones sociales de producción capitalistas. Es decir, como si las tecnologías no fueran moldeadas por los propietarios de los medios de producción. Pero lo cierto es que, a medida que cae el tiempo de trabajo para producir cada unidad de un bien o un servicio, el capital tiende a reproducirlo irracionalmente en masas gigantescas –que, a su vez, encuentran dificultades para venta–. Pero en este proceso el capital pervierte la producción, generando cantidades irracionales de productos cada vez más perecederos que se obtienen con trabajo innecesario y obligan a seguir modas que implican descartar y volver a adquirir infinitas veces el mismo producto apenas mejorado. Aunque no me puedo detener en este aspecto teórico que es muy complejo aquí (voy a dejar dos artículos que escribí sobre el tema para el que le interese profundizar, que son ¿Fin del trabajo o fetichismo de la robótica? y Más allá del capital: las posibilidades “históricas” de la tecnología) sí me voy a detener, para terminar, en lo que de algún modo podríamos llamar “la prueba de la historia de los últimos 40 años”.
¿Es cierto que durante este período que incluye el salto en inversión y aplicación de las tecnologías de la información y la comunicación se redujo la utilización de trabajo humano por parte del capital? Los teóricos del “fin del trabajo” dicen que sí, pero para ello apelan a varias trampas. Una de ellas consiste en no contabilizar el tiempo de trabajo en términos “globales”. La otra consiste en considerar al empleo precario, al empleo a tiempo parcial o el subempleo, como equivalentes al desempleo, es decir, a trabajo no explotado por el capital. Pero lo cierto es que se operó un proceso doble, que es muy complejo pero que voy a tratar de simplificar en sus principales componentes. Por un lado, entre mediados de la década de 1990 y mediados de la década de 2000, se produce un proceso inversor fuerte en territorio norteamericano, sustentado en las tecnologías de la información y la comunicación. Este proceso es, por supuesto, expulsor de trabajo; está ahí el llamado “cinturón del óxido” en el medio oeste norteamericano para demostrarlo. Pero, por otro lado –en particular– desde principios de la década del 2000, China, la India, la ex URSS y los países del Europa del Este se convierten en destino privilegiado del outsourcing es decir, de la exportación de capitales y de la subcontratación de trabajo ultrabarato gracias al desarrollo de las cadenas de valor apoyadas en la tecnologías de la información y la comunicación. O sea que, por un lado, se expulsa trabajo, y por el otro, se crea trabajo ultra explotado. Y este último proceso no solo caracteriza a los países no centrales –sobre todo China, la ex URSS, los países de Europa del Este y también la India– sino que a la vez se crea una enorme masa de trabajo precario, por agencia, a tiempo parcial, etc. en los propios países centrales. Entonces, ¿la historia se repite como dicen los teóricos de la “repetición”? Tampoco, de ningún modo. Lo que vemos de conjunto es que la aplicación de las nuevas tecnologías en función de las necesidades del capital expulsó trabajo por un lado y lo creó por otro. Esto generó por un lado desempleo estructural, por el otro, empleados formales que en una buena proporción trabajan más horas de las que trabajaban previamente y, por el otro, enormes masas de empleo informal y de mala calidad en todo el mundo, es decir, una nueva división internacional del trabajo. Lo notable es que si se considera el total del empleo asalariado en el mundo en todas sus modalidades, entre 1990 y 2019, el trabajo asalariado creció más de un 70 % esto es, a un ritmo claramente mayor que el crecimiento de la población mundial que, en el mismo período, creció menos del 50 %. Si por otro lado se consideran las horas de trabajo totales promedio –es decir sumando todas las modalidades de trabajo que incluye a los trabajadores formales, precarios, a tiempo parcial, por “cuenta propia” y familiares– se obtiene un promedio de casi 42 horas semanales por trabajador. Esto es más de la supuesta “jornada legal” de 8 hs. con una desocupación mundial que en el mismo período pasó del 4,8 % al 5,4 %, es decir, creció poco. En una situación en la que el trabajo familiar decreció y el dudosamente llamado trabajo por “cuenta propia” creció significativamente menos que el trabajo asalariado. De modo que, si se consideran todos los sectores empleados, no se verifica una repetición de la historia porque comparado con las décadas de posguerra hay un nivel de precarización extraordinario, pero tampoco se verifica el “fin del trabajo”. Esta es la manera en la que el capital valoriza las nuevas tecnologías capaces de liberar trabajo y hay que esperar que sea cada vez peor en el período próximo. Otra “prueba” bastante elocuente es la propia pandemia, en la que se verificó que si los trabajadores dejan de trabajar, la economía se detiene. Por todo esto es urgente la exigencia –a través de la organización y la lucha– del reparto de las horas de trabajo manteniendo el salario –lo cual desde el punto de vista histórico y social es absolutamente lógico y racional–. Pero, como la riqueza en el capitalismo se divide entre salario y ganancia, esto implica –necesariamente– cuestionar la ganancia capitalista y, por supuesto, el carácter privado de los medios de producción.
La charla continuó con preguntas y comentarios de los participantes, y las respuestas de Paula Bach, que pueden verse completas en el video.
***
Sobre la Cátedra Ideas de Izquierda
La Cátedra Ideas de Izquierda en la UNCuyo lleva ya cinco años de existencia por la cual han pasado decenas de estudiantes de diversas carreras y facultades. La misma ha estado a cargo de Noelia Barbeito –docente y senadora provincial de Mendoza (MC) por el FIT-U–, Sergio Onofrio –docente de la universidad y asambleísta por el agua– y Octavio Stacchiola –docente, becario de Conicet y militante del PTS– y Juan Ignacio Román –becario de Conicet y militante del PTS–. La cátedra es un espacio de debate político y de construcción de una perspectiva marxista en la Universidad, y este año su eje transversal han sido las discusiones sobre las crisis, las revoluciones, los movimientos sociales y los debates estratégicos.