En la década de 1870, con el crecimiento de su clase obrera, Alemania se enfrentó a una profunda escasez de viviendas disponibles para los trabajadores de los centros industriales del país. La crisis provocó un debate en el seno del movimiento obrero y, en junio de 1872, Friedrich Engels entró en escena. En una serie de artículos publicados a lo largo de los ocho meses siguientes, Engels expuso su opinión sobre la cuestión de la vivienda, que más tarde se publicó como un panfleto. Él planteó lo siguiente:
No es que la solución de la cuestión de la vivienda resuelva simultáneamente la cuestión social, sino que sólo mediante la solución de la cuestión social, es decir, mediante la abolición del modo de producción capitalista, se hace posible la solución de la cuestión de la vivienda [1].
Esta profunda afirmación se aplica mucho más allá del acceso a la vivienda, abarcando todo lo que los trabajadores necesitan para vivir en las ciudades: el tránsito, las escuelas, la atención sanitaria e incluso los parques y el ocio. Los que controlan la riqueza de una ciudad son los que, en última instancia, toman las decisiones, inevitablemente en el marco del capitalismo, lo que significa que todo lo que se construye debe servir a los intereses del lucro, ya sea directa o indirectamente. Y aunque de palabra se comprometan con la participación de la comunidad en esas decisiones, se reservan la última palabra.
Los resultados han sido a menudo devastadores para los habitantes de la ciudad, y a veces han provocado respuestas radicales. El acceso a la vivienda fue una de las causas de la famosa huelga de “Pan y Rosas” de los trabajadores textiles de Lawrence (Massachusetts) en 1912. El recorte salarial fue lo que finalmente llevó a los trabajadores a los piquetes, pero la precariedad de la vivienda también fue un tema central, junto con las devastadoras tasas de mortalidad infantil y juvenil que podrían estar relacionadas con las necesidades de los trabajadores.
El capitalismo se rige por una ley interna que dicta que los patrones deben tratar de pagar solo lo absolutamente "necesario" para que los trabajadores puedan "recrear" su fuerza de trabajo para poder ir a trabajar cada día. Por lo tanto, el punto de partida para los esclavos asalariados es el dinero para las necesidades más básicas: lo justo para poner comida en la mesa, pero solo lo suficiente para no morir de hambre; una cantidad mínima de ropa; y una vivienda que sea apenas suficiente para protegerse de la muerte. Algunos capitalistas se dieron cuenta, con el tiempo, de que los trabajadores que se congelan y mueren en los conventillos sin calefacción o que los muerden las ratas mientras duermen no pueden volver a trabajar al día siguiente. No es que les importen esas condiciones, sino que desean que los esclavos asalariados vuelvan a trabajar mañana.
Todo lo que esté por encima de la subsistencia ha sido siempre una conquista de la clase obrera. Las conquistas directas provienen de las huelgas por salarios más altos. Las conquistas indirectas vienen cuando la clase dominante se da cuenta de que, por ejemplo, un parque hace que los trabajadores sean más felices y, por tanto, más dóciles, "así que vamos a darles uno". Nuevamente, el interés último es la obtención de ganancias.
Sin embargo, las ciudades no son solo lugares para "almacenar" trabajadores. En El derecho a la ciudad, el economista y geógrafo marxista David Harvey explica que la urbanización –y las transformaciones del estilo de vida que la acompañan– es un mecanismo más para que la burguesía extraiga plusvalía de los bienes y servicios. En lugar de hacer que la vida urbana sea más soportable para la clase obrera, los capitalistas se han centrado a menudo en formas de atraer a la gente a la ciudad desde fuera para que gaste dinero, en lugar de invertir en el transporte público para los residentes. Además, a medida que las tasas de gasto y consumo aumentan, la especulación crea valores inmobiliarios artificialmente altos en los barrios céntricos de las urbes. Esto impulsa a los capitalistas a desalojar a los que ya viven allí o a derribar edificios, para poder "reurbanizar" y ganar aún más dinero.
Ya sea a través de la gentrificación, el redlining [2] o la segregación directa, los capitalistas se han apoyado sistemáticamente en las divisiones raciales para frustrar la solidaridad de clase. Las consecuencias más destructivas de sus acciones siempre han perjudicado a los sectores más explotados de la clase trabajadora.
La conclusión es que todo lo que hacen los capitalistas para desarrollar las ciudades, desde la vivienda hasta las tiendas y el ocio, tiene como objetivo último apoyar sus intereses económicos y sociales, incluso cuando estas cosas parezcan ser buenas para la clase obrera.
Ciudades empresa
En especial, aunque no exclusivamente, en el ámbito de la vivienda, tal vez nada lo resume mejor que las históricas "ciudades empresa", en las que todas las viviendas son propiedad del principal empleador del lugar. La mayor parte o la totalidad de los comercios en los que los residentes pueden comprar bienes son también propiedad de esa empresa. El resultado es que el dinero que se le paga al trabajador es recuperado por la empresa a través de los alquileres y de las compras en los comercios (a menudo a precios elevados). ¡Esto es esclavitud salarial!
En un momento dado, alrededor del 3% de la población estadounidense –en su mayoría trabajadores de las industrias del carbón, el acero y la madera– vivía en más de 2.500 ciudades empresa. Las viviendas apenas eran adecuadas; en Segundo, Colorado, por ejemplo, carecían de tuberías.
Estas ciudades ya no existen de la misma manera que antes, aunque hay una serie de municipios no incorporados [3] que pertenecen en su totalidad a grandes empresas. Precisamente en marzo, Elon Musk anunció sus planes de incorporar una región de Texas –donde se encuentran sus instalaciones de fabricación y lanzamiento de cohetes SpaceX– como la ciudad "Starbase", una especie de ciudad empresa.
Algunos capitalistas "ilustrados" construyeron comunidades "modelo" para sus trabajadores con el fin de proporcionarles un mínimo de existencia habitacional estable –una inversión en paz social en una época de volatilidad sindical–. Pullman, Illinois, un ejemplo famoso, se construyó en las afueras de Chicago en la década de 1880 para albergar a los trabajadores de la Pullman Company, que fabricaba vagones de pasajeros. Unos 12.000 empleados y sus familiares vivían en la ciudad, enteramente propiedad de la empresa, que contaba con comercios, una biblioteca, iglesias, parques e instalaciones de ocio. Se podía trabajar para Pullman y no vivir allí, pero se fomentaba mucho hacerlo, y los trabajadores residentes recibían mejor trato en la fábrica.
En 1893 hubo pánico económico y disminuyó la demanda de vagones Pullman, y entonces la empresa recortó los salarios y las horas de los trabajadores, al tiempo que se negaba a bajar los alquileres o los precios en los comercios. Esto provocó una huelga ferroviaria a nivel nacional. Más tarde, una comisión nacional le echó la culpa por la huelga a Pullman y su autoritarismo –los trabajadores, que no tenían voz en los asuntos de la ciudad, se sentían como si vivieran en una dictadura– y la calificó irónicamente de "antinorteamericana". Las dificultades económicas que Pullman imponía a sus trabajadores se contraponían a la naturaleza idílica de la propia ciudad en el informe de la comisión:
Los visitantes admiran las características estéticas, pero estas tienen poco valor monetario para los empleados, especialmente cuando les falta el pan.
Finalmente, la empresa se vio obligada a desprenderse de la propiedad de la ciudad, que desde entonces fue incorporada a Chicago. Todo el episodio habla de la verdadera motivación subyacente del "ilustrado" George Pullman.
Más comunes que las ciudades empresa son los proyectos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, que a menudo combinaban la vivienda y el transporte y casi siempre devastaban a los barrios obreros.
Las autopistas destruyen los barrios
La Ley de la Vivienda de 1949 impulsó un enorme proceso de "erradicación de barrios marginales" en todo el país, que había sido puesto en marcha por el New Deal, con el objetivo de la "regeneración urbana" y el "desarrollo", eufemismos vergonzosos para desplazar a la clase trabajadora y favorecer los intereses capitalistas. Entre 1953 y 1986, el gobierno federal gastó 13.500 millones de dólares en estos proyectos, a los que se añadieron fondos estatales y locales.
Este proceso de desposesión respaldado por el gobierno fue el contexto de la famosa lucha entre Jane Jacobs y Robert Moses por la construcción de una carretera que pasara por el Greenwich Village de Nueva York, sobre la que se ha escrito mucho, se han hecho caricaturas e incluso música.
La historia es célebre por muchas razones. Jacobs, una organizadora comunitaria, luchó contra el enfoque verticalista de la planificación urbana que Moses personificaba. Este trató de imponer sus planes de construir una autopista que atravesara Washington Square Park, mientras Jacobs demostraba que era falso el relato que clasificaba a la zona como "desolada", mostrando en cambio un barrio próspero. Logró reunir seguidores para lanzar una campaña contra los planes del destructivo proyecto de Moses. Aunque Jacobs nunca fue explícitamente anticapitalista, su lucha por priorizar los intereses de los peatones por sobre los coches ha llegado a simbolizar la lucha a favor del pueblo por sobre las ganancias capitalistas.
La idea de transformar el entorno urbano en la fantasía de un CEO de una petrolera comenzó a principios del siglo XX. La Gran Depresión demostró la precariedad del capitalismo y la clase obrera se organizó masivamente en sindicatos. Franklin D. Roosevelt, elegido en 1932, dirigió sus programas del New Deal a estabilizar el capitalismo, proclamando en un discurso de campaña de 1936 a los líderes empresariales: "Fue esta Administración la que salvó el sistema que se basa en la ganancia privada y la libre empresa".
Haría falta la Segunda Guerra Mundial para que la economía volviera a ser lo que había sido antes de la Depresión. Los líderes empresariales y los políticos planeaban ampliar sus mercados estancados ocupando nuevos espacios. La clave era la expansión rápida de la vida urbana más allá de los límites de la ciudad, a los "suburbios", y también lo era el automóvil. Las empresas automovilísticas ayudaron en secreto a destruir los tranvías de Los Ángeles de los que dependía la clase trabajadora para impulsar el programa de expansión (una historia que aparece en la película de 1988 ¿Quién engañó a Roger Rabbit?)
Además, a medida que las ciudades se volvían más diversas desde el punto de vista racial, la creación de suburbios y autopistas también permitió a los blancos trabajar en las ciudades sin tener que vivir en ellas. Se llevaban su dinero a los suburbios. Se podía dejar a las distintas zonas de las ciudades en el olvido y que se cayeran a pedazos o reurbanizarlas para obtener ganancias. Las comunidades negras y “marrones” que quedaban allí tendrían que valerse por sí mismas.
No es un misterio lo que podría haber ocurrido si el “poder popular” de Jacobs no hubiera salvado Greenwich Village. No hace falta mirar más allá de la autopista Cross-Bronx, a pocos kilómetros al norte, para ver cómo los proyectos de “urbanización” capitalistas pueden destruir el tejido de un barrio.
La Cross-Bronx Expressway abarca solo siete de los cientos de kilómetros de autopistas que Robert Moses creó como "maestro de obras" de la ciudad de Nueva York. En 1945 propuso una autopista de seis carriles que atravesara el centro del distrito, algo nada fácil, sobre todo porque East Tremont estaba justo en su camino. Era un animado barrio obrero lleno de comercios, buenos empleos y buenas escuelas, poblado en gran parte por inmigrantes judíos recién llegados que habían huido de la guerra en Europa. El parque Crotona, que está allí, tenía pistas de tenis, campos de béisbol, parques infantiles e incluso una piscina construida por Moses durante la Depresión. La comunidad era un lugar en el que los residentes se relacionaban, ahorraban para comprarse un terreno y construían sus vidas. Con los años, más familias negras y puertorriqueñas se trasladaron a la zona; los judíos de East Tremont se quedaron.
Para construir el Cross-Bronx, Moses tenía que desalojar a “decenas de miles de votantes que protestaban, demoler esas casas, hacer un túnel por debajo o atravesar líneas de metro, ferrocarriles elevados, alcantarillas y tuberías de agua. Un solo metro más de ancho requeriría miles de desalojos”. En diciembre de 1952, Moses envió órdenes de desalojo a los residentes de East Tremont. A la extensión de la autopista se le interponían 54 edificios de departamentos amplios y asequibles y 90 viviendas unifamiliares, que albergaban a 1.530 familias, junto con 60 comercios [4].
Hubo oposición, sobre todo de las amas de casa lideradas por Lillian Edelstein. Propusieron una ruta alternativa bien estudiada, más barata y menos destructiva, que recorría el borde noreste del Parque Crotona. Moses, que no tenía que rendir cuentas a la comunidad, ni la tuvo en cuenta.
East Tremont no fue el único barrio afectado. Muchos residentes de otros barrios no tuvieron más remedio que aceptar una precaria reubicación temporal antes de enfrentarse a un mercado inmobiliario cada vez más caro. Esta desposesión ilustra las falsas "opciones" que el capitalismo nos presenta a los que no pertenecemos a la clase propietaria; se trata, lisa y llanamente, de lo que se llama coerción. Los trabajadores, especialmente los que viven por debajo del umbral de la pobreza, deben tomar decisiones según sus necesidades inmediatas, no pueden andar especulando con la posibilidad de una vivienda a largo plazo. El sistema está armado de tal forma que no quede otra alternativa más que aceptar la miseria de dinero que se ofrece para reubicarse porque, de lo contrario, solo queda embarcarse en una larga y costosa batalla legal que está amañada de antemano contra la mayoría de la población.
En la actualidad, las comunidades mayoritariamente negras y “marrones” que viven a lo largo de autopistas como la Cross-Bronx están sometidas a una intensa contaminación atmosférica y acústica y a los problemas crónicos de salud que estas conllevan, agravando incluso el impacto de la covid-19. Dado que las viviendas son más baratas allí donde la exposición es mayor, los sectores más vulnerables de la clase obrera siguen sufriendo las consecuencias de las decisiones antidemocráticas y lucrativas de los planificadores urbanos de hace más de medio siglo.
La ciudad de Nueva York no fue el único lugar donde hubo propuestas de construcción de autopistas que destruirían los barrios y desplazarían a los residentes. El ejemplo de Boston es el Inner Belt.
Boston, que limita al este con la bahía de Massachusetts, tiene justo fuera de sus límites la famosa Ruta 128 (que oficialmente forma parte de la I-95, que va de Maine a Florida). Es una ruta circunferencial, de ocho carriles en algunos lugares, que atraviesa los suburbios colindantes. La Ruta 128 es como el Beltway de Washington, DC, pero no puede cerrar un círculo completo porque se le interpone el mar. Esto último también hace que los conductores tengan que rodear la ciudad, en lugar de atravesarla, cuando viajan entre el norte y el sur.
A finales de la década de 1940, los planificadores estaban desarrollando la idea de construir una enorme autopista que pasara por el corazón de Boston. Los capitalistas querían desesperadamente esta ruta para ahorrar tiempo y dinero en el transporte de mercancías al centro de la población. El plan cobró fuerza en la década de 1960, y la gente se organizó para detenerlo.
La construcción hubiera desplazado a 7.000 personas de sus hogares, y la enorme autopista y las nuevas carreteras de acceso e intersecciones hubieran destruido dos barrios mayoritariamente negros: Roxbury, en la margen del río Charles del lado de Boston, y Central Square, al otro lado del río en Cambridge, entre la Universidad de Harvard y el MIT. Como era tan grande y separaría a la gente, se la llamó la "muralla china".
Boston es una ciudad de barrios, una ciudad para caminar, y su centro, sin cuadrícula, comprende en su mayoría calles de una sola mano que siguen los caminos de las vacas de la época colonial.
El plan provocó la condena inmediata de los líderes de la comunidad. Hubo muchas protestas durante muchos años. En un día muy frío de enero de 1969, más de 2.000 personas se plantaron en las escaleras de la Legislatura del estado de Massachusetts, en Boston, bloqueando la entrada y exigiendo al gobernador que cancelara el proyecto. Al año siguiente, el gobernador decretó una moratoria contra la construcción de autopistas en el interior de la Ruta 128, y el proyecto del Inner Belt se canceló en 1971, pero ya se habían arrasado varias zonas de Roxbury para construir la autopista.
A día de hoy, todavía se pueden encontrar pintadas de "Stop the Belt" en las ventanas de los antiguos departamentos o en las aceras. Pero el Inner Belt se frenó porque el pueblo se organizó, gente a la que nunca se había invitado a participar en el proceso de toma de decisiones antes de que se anunciara el plan; y se ganó.
Un barrio de Boston ya estaba siendo atacado antes de que se propusiera el Inner Belt. La autopista lo habría atravesado.
La “decrepitud” urbana
En el Government Center de Boston, una gigantesca urbanización en el centro de la ciudad, no se ve nada del barrio que allí existía y que fue sacrificado para erigir sobre ese espacio el edificio municipal, los edificios del gobierno federal y una desolada plaza de hormigón barrida por el viento (normalmente casi vacía); salvo por dos señales. En el subsuelo, en la parada de metro, hay un viejo letrero de azulejos que da un indicio, y un pequeño pub en una calle lateral todavía lleva el nombre de aquel barrio antaño vibrante: Scollay Square. Los lectores de En el camino de Jack Kerouac quizá no sepan que su referencia era a un lugar real.
Scollay Square (también conocido como West End) es un ejemplo de lo que ocurre cuando los gobiernos que sirven a los intereses del capitalismo toman decisiones en su nombre sin tener en cuenta las consecuencias para la mayoría de la gente.
A partir de 1838, Scollay Square se convirtió en uno de los centros comerciales y culturales más importantes de Boston, pero también en un próspero barrio obrero. Debido a su ubicación privilegiada, fue el escenario de algunos acontecimientos históricos notables. Allí, William Lloyd Garrison publicó el Liberator, el periódico abolicionista más importante del país, y fue atacado por turbas que estaban a favor de los esclavistas en dos ocasiones en la plaza, lo que desencadenó un debate que convirtió a Boston en el centro del movimiento antiesclavista. En 1853, Sarah Parker Redmond, activista negra libre y famosa cruzada abolicionista –102 años antes de que Rosa Parks hiciera algo similar en un autobús en Montgomery, Alabama– llevó a cabo su primer acto de desobediencia civil en el Old Howard Theater cuando se negó a pasar a la sección "negra" desde el asiento que había comprado. La plaza tenía múltiples escondites que formaban parte del Ferrocarril Subterráneo.
Sin embargo, durante un largo periodo, Scollay Square decayó y se convirtió en algo "sórdido". Los teatros se convirtieron en establecimientos de vodevil. Los edificios se deterioraron, incluidos los edificios de departamentos que albergaban a miles de trabajadores. A principios de la década de 1950, estimulada en parte por la Ley de Vivienda de 1949, la ciudad empezó a pensar en adquirir préstamos federales para erradicar el "barrio marginal" y venderlo a desarrolladores privados.
La legislación debía fomentar la construcción de nuevas y mejores viviendas, pero los gobernantes de Boston tenían otras ideas. La ciudad quería expulsar a los residentes con menos ingresos y dejar paso a un nuevo proyecto de urbanización sin viviendas. El 25 de abril de 1958 llegaron las órdenes de desalojo, y poco después toda la zona fue arrasada.
Sin embargo, Scollay Square no era un barrio marginal. Fue para favorecer los intereses de los grandes desarrolladores urbanos privados que la administración municipal se dedicó a instalar la visión de que la zona era un barrio marginal. Se interrumpió la recolección de basura durante cierto tiempo para crear una imagen de desorden que saliera en las fotos de los diarios. Michael Jones, en su libro de 2004 The Slaughter of Cities (La matanza de las ciudades), cuenta que un periódico de Boston envió a un fotógrafo para que volcara un cubo de basura en una acera del West End y lo fotografiara.
En la década siguiente se construyó un "barrio" completamente nuevo, formado por edificios municipales, estatales y federales: el Government Center.
Fueron 20.000 los residentes desplazados. A cerca de un tercio se los reubicó en viviendas precarias lejos del West End, con alquileres mucho más altos. El resto tuvo que valerse por sí mismo. Hubo problemas de salud mental a largo plazo e incluso suicidios. En 2015, el jefe de planificación urbana de la ciudad emitió una disculpa oficial por la demolición de Scollay Square. Promocionado como "regeneración urbana" –un término que apareció por primera vez en Estados Unidos con la nueva Ley de Vivienda de 1954–, el nuevo Centro de Gobierno no incluía ni una sola habitación destinada como vivienda. Sus constructores obtuvieron lucrativos contratos con el gobierno, y algunos de los magnates de la construcción más ricos de Boston se beneficiaron del proyecto.
¿“Control comunitario” o socialismo?
Imaginar alternativas a la hegemonía capitalista sobre la vida cotidiana de los trabajadores conduce fácilmente a la idea del control comunitario. Después de todo, las instituciones deberían ser controladas por quienes más son afectados por ellas. Sin embargo, bajo el capitalismo, el "control comunitario" se convierte en un velo retórico que cubre las decisiones que ya se han tomado. Aunque los capitalistas y sus políticos utilizan tácticas de conciliación como los juntas consultivas, las audiencias públicas y la elaboración de presupuestos participativos, se trata en gran medida de una fachada. El presupuesto participativo en la ciudad de Nueva York, por ejemplo, da a los ciudadanos la posibilidad de opinar sobre un escaso millón de dólares por distrito, y solo si el concejal de su distrito decide optar por el programa.
Este tipo de "control comunitario" pretende calmar a los ciudadanos. Se parece a la cooptación de los movimientos sociales en las campañas electorales del Partido Demócrata; ambos contribuyen a consolidar el control capitalista y a diluir el poder obrero.
Al demoler los barrios, reubicar a los residentes y construir sobre “tierra arrasada”, los capitalistas buscan ampliar sus ganancias, directa o indirectamente. La clase obrera y sus sectores más marginados se llevan la peor parte del "desarrollo" capitalista.
Hoy en día, incluso hay algunos demócratas que critican la historia brutal de la regeneración urbana y de tantos proyectos de autopistas en Estados Unidos. El Secretario de Transporte, Pete Buttigieg, dijo recientemente al Grio que "hay un racismo físicamente incorporado" en las autopistas, algo que va en línea con los ejemplos que hemos citado en este artículo. El Secretario de Transporte promociona la iniciativa Justice40 del gobierno de Biden, cuyo objetivo es destinar "el 40 % de los ingresos totales de las inversiones federales a las comunidades desfavorecidas".
Uno de los enfoques para volver a unificar a los barrios que ya han quedado divididos es la eliminación de las autopistas; actualmente hay docenas de proyectos de este tipo en marcha en todo el país. Sin embargo, la retórica “comunitaria” que rodea a estos proyectos y propuestas –e incluso la participación de la comunidad– aún cuando sea progresista, enmascara que el motivo es la obtención de ganancias, que es siempre el resultado final en el marco capitalista. No es de extrañar que haya tanta preocupación por los proyectos de urbanización que se construirán en los lugares donde antes se encontraban estas autopistas demolidas.
Harvey, haciéndose eco de Engels, afirma que al abordar la "cuestión de la vivienda", los capitalistas solo desplazan, pero nunca eliminan, las condiciones que crearon el problema inicial. Lo mismo ocurre con las autopistas. Llama a este proceso "acumulación por desposesión" y es fundamental para entender la urbanización bajo el capitalismo.
La base de un programa socialista es el gobierno democrático de la clase obrera, es decir, el control comunitario. Pero, bajo el gobierno proletario, ese control no sería paternalista y a cuentagotas. Más bien, el proletariado decidiría democráticamente sobre todo lo que necesiten los habitantes de la ciudad, desde la atención sanitaria, la vivienda y la educación hasta la producción y la autodefensa.
Tenemos que luchar por esa visión más amplia del control de la comunidad –más allá de las escuelas y ciertamente más allá de la policía– junto con un plan militante para hacerlo posible. Eso requerirá la autoorganización de la clase trabajadora. En su oportuno ensayo de 2008, Harvey escribe:
El derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización [5].
Como Engels afirmó enérgicamente hace casi 150 años, la cuestión de la vivienda –y, de hecho, todos los problemas que aquejan a la clase obrera que vive en las ciudades bajo el dominio capitalista– no puede resolverse sin la reorganización socialista de la sociedad.
Traducción: Maximiliano Olivera |