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La Izquierda Diario
18 de agosto de 2021 Twitter Faceboock

Debates
América Latina: pandemia, “progresismos” y rebeliones
Pablo Oprinari | Ciudad de México / @POprinari
Yara Villaseñor | Socióloga y latinoamericanista - Integrante del MTS - @konvulsa

Como parte del ciclo “El mundo en pandemia: economía, política y lucha de clases”, organizada por Ideas de Izquierda y el Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas de México, se realizó el debate sobre la situación en América latina.

Link: https://www.laizquierdadiario.com/America-Latina-pandemia-progresismos-y-rebeliones

El sábado 31 de julio se realizó la segunda charla del ciclo “El mundo en pandemia: economía, política y lucha de clases”, organizada por Ideas de Izquierda y el Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas (MTS) de México; dedicada a la situación en América Latina. Contó con la participación de Pablo Oprinari –coordinador de la publicación– y Yara Villaseñor –dirigente de la agrupación de mujeres y diversidad sexual Pan y Rosas–, ambos integrantes del MTS.

Con una importante asistencia vía Zoom y Facebook, al final de la misma se formularon distintas preguntas e inquietudes de los participantes, que muestran la avidez e interés que existe en la situación latinoamericana y las perspectivas para las y los trabajadores y la juventud. A continuación, presentamos el video de la charla, y más abajo las participaciones de los ponentes.

Participación de Pablo Oprinari

Nuestra región se ha transformado en uno de los epicentros de la lucha de clases, surcada por importantes rebeliones populares y marcada por las consecuencias de la crisis económica y sanitaria, así como por la política imperialista; primero bajo la presidencia de Donald Trump y, desde inicios de este año, bajo el mandato del demócrata Joe Biden.

Las políticas económicas y sociales llevadas adelante, aunado a los terribles manejos que han realizado los gobiernos de las distintas crisis y más recientemente de la pandemia, ya no son tolerables para el movimiento de masas. Esto ha provocado revueltas y rebeliones en los distintos países, incluso en aquellos que son un “modelo” del neoliberalismo, como Chile o Colombia. Hoy estamos ante una perspectiva posible de que se desarrolle más la lucha de clases, con situaciones mucho más agudas.

Esto no cae del cielo, ya que se viene fogueando en la última década.

Crisis económica y sanitaria en América Latina, el contexto de una nueva oleada de la lucha de clases

En primer lugar, debemos tener en cuenta la situación prepandemia. En los años anteriores a la irrupción del Covid, asistimos al devenir de las tendencias económicas, que se arrastraban desde la crisis del 2008, y al fin del ciclo ascendente de las materias primas, que había sido usufructuado por los distintos gobiernos progresistas de la región durante los años anteriores. Fruto de esta situación, en la previa a la crisis sanitaria, varios países atravesaron recesiones o momentos de un bajísimo crecimiento económico.

En ese marco, en algunos existían gobiernos de derecha, después del agotamiento del primer ciclo de administraciones posneoliberales o populistas. Esto, a la par, estaba generando un importante descontento social. La gran expresión de esto fue la rebelión chilena en 2019, sobre la cual luego nos detendremos.

Podíamos ver, entonces, dos tendencias en la realidad latinoamericana: una hacia la izquierda, expresada fundamentalmente por el ascenso de la lucha de clases y el mayor protagonismo de las masas obreras y populares –como se vio en el ya mencionado Chile, en Colombia, Costa Rica o Puerto Rico, por mencionar algunos de los países donde las masas tomaron las calles–. En contraparte, una contratendencia de derecha cuya mayor expresión fue, después del golpe institucional en Brasil, el ascenso de Jair Bolsonaro, así como el golpe de estado en Bolivia, el cual fue llevado adelante con métodos de guerra civil. Bolivia mostraba la “tendencia a los extremos”, donde la clase dominante buscaba soluciones bonapartistas –de fuerza–, para derrotar a las masas, lo cual se daba en el marco de la administración del derechista Donald Trump en la Casa Blanca.

En segundo lugar, el arribo de la pandemia cambió los ritmos del proceso político y social de la región.

Primero porque la crisis sanitaria, acrecentada por el manejo de la crisis sanitaria en los distintos países, provocó más de un 1,300,000 muertos en nuestro continente, con países que fueron especialmente golpeados por la misma, como es el caso de Perú, Brasil o México, por mencionar algunos.

Esto se combinó con un nuevo momento de la crisis económica: Si el ciclo previo ya mencionado combinaba recesión y muy bajo crecimiento, a partir de marzo de 2020, con la declaración internacional de la pandemia, se desplomaron todos los indicadores económicos: las previsiones del Producto Bruto, el comercio internacional, etc., siendo del 8 % la caída del PIB regional. El resultado fue una verdadera catástrofe social: la pobreza llegó a su nivel más alto desde el 2008/9, con un 35 % de la población, que está hoy en esta condición. La pobreza extrema, según la CEPAL, arrastra al 13 % de la población; esto es, 1 de cada 8 habitantes en nuestro continente se va a la cama con el estómago vacío y carece de agua potable y electricidad.

La pandemia, como es sabido, está lejos de terminar. La vacunación se encuentra aún distante de alcanzar los niveles de los países imperialistas y las nuevas cepas complican el panorama. Las urgencias de los gobiernos capitalistas por acelerar la reapertura económica –como vemos en estos momentos en México– sólo aceleran la difusión de las nuevas olas. La negativa de los representantes políticos de los empresarios, para encarar lo que es una necesidad urgente –la liberación de las patentes– y de tomar medidas radicales –como la centralización del sistema de salud y la expropiación de los laboratorios y los hospitales privados– profundizó la crisis.
Por otra parte, la recuperación de la caída económica, que hoy destacan los medios de comunicación y que vislumbran en un 5 % de crecimiento para la economía regional, todavía no alcanza a recuperar la caída del 2020; y aún está por verse que se logre, así como su dinámica posterior.

Hay que considerar, además, las desigualdades en el ritmo de la recuperación proyectada, donde la reapertura económica (fundamental para esa recuperación) dependerá mucho de las diferencias en el acceso a las vacunas y los ritmos de vacunación que se logren. Además, aunque hay una recuperación coyuntural por el aumento del precio de las materias primas, puede agudizarse el problema de la deuda, como menciona un medio especializado: “América Latina y el Caribe es la región más endeudada del mundo, con un 56,3% de su PIB, y con un pago por el servicio de deuda que equivale al 59% de sus exportaciones” (tomado de https://news.un.org/es/story/2021/07/1494122).

El imperialismo estadounidense, clave en nuestra región

Quería avanzar a plantear, que la realidad latinoamericana no puede ser vista sin considerar la situación de los Estados Unidos y, en particular, su política internacional. Cuando asumió Biden, muchos pensaban que cambiaría la política exterior estadounidense de manera sustancial respecto a su antecesor, el racista y xenófobo Donald Trump; sin embargo, más allá de la alteración en la retórica, mucho de lo sustancial continúa por el mismo camino. Esto puede verse, por ejemplo, en dos cuestiones muy importantes para México y la región.

Por una parte, la política frente a la migración centroamericana y mexicana. Sin dejar de considerar algunos cambios puntuales en las políticas más escandalosas de Trump, lo esencial continúa siendo contener la migración apelando a las respectivas guardias fronterizas y agencias migratorias, y al rol que juegan los gobiernos de México y de los países centroamericanos del llamado Triángulo del Norte.

Otro aspecto es la ubicación frente a Cuba, donde el gobierno de Biden ha endurecido el bloqueo y ha aprovechado las protestas para relanzar una ofensiva a favor de la supuesta “libertad” y la “democracia”, retomando el histórico posicionamiento, no sólo del estado imperialista, sino en particular de los demócratas, desde Kennedy y su invasión a Bahía de Cochinos en adelante.

Por otra parte, debemos considerar que la declinación de la hegemonía estadounidense profundiza las tendencias proteccionistas (lo cual no era algo exclusivo de Trump, más allá de sus formas particulares) y, en particular, alienta una política que puede ser más agresiva hacia su patio trasero, donde China busca avanzar en su influencia económica.

El caso de Haití, donde hace algunas semanas fue asesinado el presidente de facto Jovenel Moïse, es un ejemplo de varios aspectos de la situación latinoamericana y de la política estadounidense. Por una parte, se evidencia que las crisis políticas y superestructurales no son algo ajeno a nuestra región, como mostró antes Perú. Cabe recordar que, antes del asesinato de Moïse, se dieron varios estallidos sociales en el pequeño país caribeño. Haití es uno de los países más golpeados por la pandemia, que tuvo 35 presidentes en 20 años, con gran descomposición social y política. Además, tiene gran importancia política y geopolítica para Washington. Allí vimos también la actuación de la diplomacia estadounidense: aunque a EE. UU. no le conviene una injerencia directa (por ejemplo, mediante una intervención militar) por el complejo y convulsivo contexto regional, impuso claramente al nuevo presidente Ariel Henry.

Cuba, la lucha contra el bloqueo y la burocracia

Antes mencionábamos el bloqueo a Cuba. Lo que está sucediendo en la isla es un elemento fundamental en la realidad latinoamericana, y de interés fundamental para los explotados y oprimidos de la región, por tratarse del primer estado obrero del continente donde fue expulsado el imperialismo y expropiado a los capitalistas. Como sabemos, la política imperialista es el bloqueo terrible que busca asfixiar al pueblo cubano, misma que pretende acabar con las grandes conquistas de la Revolución de 1959 que aún persisten. Esto lo ha ensayado por dos vías, que no son excluyentes en principio: por un lado, apuestan a la caída del régimen; por otro, impulsan la restauración por la vía de un mayor peso de las inversiones extranjeras y un crecimiento de la desigualdad social; este proceso es conducido por la burocracia del Partido Comunista Cubano, que se ha beneficiado enormemente de su comando del Estado y del avance de las medidas procapitalistas.

Ante la crisis económica y los efectos del bloqueo, en los últimos 30 años el gobierno cubano ha profundizado una política que, por una parte, golpea a las masas populares y trabajadoras y, por la otra, profundiza las tendencias mencionadas hacia la restauración capitalista. El ejemplo más reciente de eso fueron las medidas de diciembre, entre las que destaca la unificación cambiaria, que implicó una devaluación del 2,400 por ciento, una escalada inflacionaria que fue acompañada de un aumento de las tarifas de servicios, lo cual no fue compensado por los aumentos salariales y que golpeó al 35 % de la población desempleada o empleada informalmente, así como a quienes deben sobrevivir con su salario en la economía nacionalizada. Esto también, fue acompañado de una mayor liberalización de la inversión extranjera que, en áreas fundamentales de la economía, la entrada del capital privado ya no requiere de la participación estatal.

En ese marco, las movilizaciones del 11 de julio expresaron a sectores populares descontentos con sus condiciones de vida, así como con los efectos de la pandemia, la pobreza, el aumento de la escasez y la falta de acceso a productos básicos.

Sobre las mismas, evidentemente se intentaron montar la derecha imperialista y sectores de derecha, que enarbolan la consigna de “Patria o Vida”, aprovechándose para desplegar su política restauracionista; sin embargo, como decíamos antes, las movilizaciones no pueden ser reducidas a ello y en la participación popular se expresan los elementos reales de descontento resultado de la política del gobierno. La respuesta de éste fue represiva, a tal punto que fueron detenidos militantes socialistas e incluso del propio Partido Comunista; esta actitud fue acompañada del señalamiento de las movilizaciones como contrarrevolucionarias, aunque reconociendo que participaron sectores “confundidos”.

Como hemos planteado desde La Izquierda Diario, lo que está planteado en Cuba es la lucha por los derechos democráticos más elementales –el derecho a la protesta y la organización, contra la represión, por la libertad de los presos políticos– así como contra el bloqueo y toda injerencia del imperialismo y los gobiernos capitalistas. Junto a esto, es fundamental enfrentar la política de la burocracia, por una nueva intervención revolucionaria de las masas cubanas que acabe con el régimen de partido único y defienda las conquistas de la revolución, sobre la base de conquistar la democracia obrera.

Los progresismos latinoamericanos

Más adelante vamos a detenernos en los procesos agudos de la lucha de clases, ahora vamos a discutir en torno a los llamados gobiernos progresistas.

Recordarán que, en la primera charla, hablábamos de que la polarización política internacional estaba dando fenómenos políticos a derecha y a izquierda, esto último expresado de manera distorsionada en el fortalecimiento de variantes burguesas y reformistas, de las cuales una muestra en los años previos fue Syriza en Grecia y Podemos en el Estado español, cuya estrategia orientada a reformar el capital, terminó salvando los negocios de los empresarios.

De manera similar, ese camino es el que impulsaron los progresismos latinoamericanos desde que empezaron a llegar a los gobiernos durante los primeros años del milenio, en lo que fue su primera oleada.

Surgieron despertando gran ilusión, montándose en el gran desprestigio de los gobiernos y partidos neoliberales tradicionales. Apostaron a pasivizar el descontento con el neoliberalismo: eso implicó sacar a las masas de las calles allí donde había procesos previos de movilización –como en los casos de Bolivia, Ecuador y Argentina– o actuar preventivamente, como fue en el caso de Brasil.

En los primeros años, estos gobiernos llevaron adelante políticas de corte redistributivo –aprovechando la bonanza de las materias primas que mencionábamos al inicio– mientras mantenían el pago puntual de la deuda y preservaban lo esencial de los intereses de las transnacionales y los capitalistas nativos. Cuando las condiciones se volvieron más adversas, comenzaron a implementar políticas de ajuste, de manera directa o indirecta, abriendo el camino para su desgaste a los ojos de las masas y, sobre eso, la derecha aprovechó para fortalecerse.

Recordemos las consecuencias y el carácter de la política de algunos de estos gobiernos, particularmente en sus momentos de crisis y declinación.

En Bolivia, Evo Morales fue derrocado por un golpe cívico-militar proyanqui. A pesar del peso del MAS en las organizaciones sociales, evitó la lucha abierta contra el gobierno golpista de Añez y buscó una negociación, que terminó llevando a un nuevo llamado a elecciones donde los golpistas impusieron las condiciones. Entre éstas, que Evo Morales no fuera candidato. Contra el golpe, lo esencial fue la resistencia que desplegaron las masas contra el golpe –a pesar de la propia política del MAS– con bloqueos, movilizaciones y enfrentamientos con las fuerzas represivas. Esta acción resistente de las masas fue fundamental, junto a la catastrófica gestión de la pandemia del gobierno golpista, para la derrota electoral de la derecha.

En Brasil, recordarán que la derecha con Michel Temer al frente –quien, no olvidemos, había sido el vicepresidente del gobierno del Partido de Trabajadores– encabezó un golpe institucional contra Dilma Rousseff. El PT se condujo de una manera similar a lo que han hecho otros partidos de centroizquierda o gobiernos posneoliberales en condiciones parecidas: evitó la movilización generalizada, limitándose a recursos legales que no pudieron frenar el encarcelamiento de Lula. Finalmente fue liberado y, a partir de la crisis de Bolsonaro y su gestión “negacionista” de la pandemia, recuperó la posibilidad de ser candidato; lo cual implica una negociación con sectores del propio golpismo y una política orientada a esperar las elecciones en el 2022.

La política del PT, uno de los principales exponentes latinoamericanos del llamado progresismo, se ha centrado en ser una oposición de palabra, pero no ha puesto su influencia sobre el movimiento obrero –el cual dirige a través de la CUT– ni sobre el movimiento campesino y popular, para impulsar la movilización de masas.
En el caso de Venezuela, durante años se expresaron allí los límites del nacionalismo burgués impulsado por Chávez, que, aunque sostuvo roces con el imperialismo e impulsó políticas redistributivas, en ningún momento avanzó en romper realmente con la dependencia económica.

En los últimos años, el chavismo se descompuso en un régimen cuasi dictatorial con Maduro al frente, con un importante ataque a las masas. Además, Maduro prefirió continuar pagando la escandalosa deuda externa en vez de atender las necesidades del pueblo. Hoy, Venezuela se encuentra en una verdadera catástrofe económica y social, agravada por las sanciones económicas de EE. UU. y otros imperialismos. Maduro promueve actualmente medidas entreguistas y antiobreras que favorecen a grupos económicos extranjeros, mientras persigue a sectores organizados de la clase trabajadora quienes luchan contra la política de ajuste; como es el emblemático caso de Rodney Álvarez, condenado a 15 años de prisión.

Ahora estamos ante una segunda oleada de los gobiernos progresistas, que han llegado al poder político después de las administraciones de derecha más recientes impuestas en distintos países de la región (y a los que nos referíamos antes). Para acceder al gobierno, han cultivado la retórica del “mal menor” frente a aquellos.
Sin embargo, incluso están a la derecha de los progresismos del primer ciclo. Es el caso de Arce en Bolivia, de Alberto Fernández en Argentina o del mismo López Obrador en México. Se dan, además, de manera tardía, en un contexto mucho menos favorable económicamente para sus promesas de redistribución sin afectar los intereses capitalistas, cruzados por los efectos de la crisis sanitaria y económica.

Ejemplo del nuevo progresismo –en este caso con un carácter mucho más plebeyo y popular– es el de Pedro Castillo en Perú​​, uno de los países donde más avanzó el neoliberalismo y la derechización política, en el marco de la liquidación de distintos movimientos armados como Sendero Luminoso.

Castillo llegó al gobierno después de un profundo proceso de crisis que duró años, llevando a que el país andino tuviera, en muy poco tiempo, cinco presidentes. Se configuró lo que los marxistas llamamos una “crisis orgánica”, retomando una definición del italiano Antonio Gramsci, la cual se agravó con los efectos terribles de la pandemia y la crisis económica sobre aquel país; articulándose, además con una gran e histórica movilización de masas a finales del año pasado.

Esta crisis implicó un descrédito enorme de los partidos políticos tradicionales. La elección finalmente se definió entre Castillo –un dirigente gremial sin partido que fue respaldado por la formación política Perú Libre–, y la ultraderechista Keiko Fujimori. Testimonio de esta crisis de representación política es que, en la primera vuelta, los dos contendientes no pasaron el 18 % de los votos.

En el marco entonces de esta gran polarización política y social, el triunfo fue otorgado finalmente a Pedro Castillo después de varias semanas de tensión política. Su política, señalado como “marxista” y “populista” por los medios de comunicación de la derecha y esa franja del arco político, en realidad ha buscado la conciliación con la patronal y el régimen político desde la misma elección, convenciendo de que no buscará acabar con el viejo régimen y que respetará el funcionamiento de las instituciones, así como que no tocará las ganancias de los capitalista.
Entonces, la realidad es que estos progresismos sostienen lo esencial del legado neoliberal, aceptan los pactos con el imperialismo, sus tratados y el extractivismo.

Es evidente que en América Latina no puede resolverse la situación de explotación, miseria y pobreza sin cuestionar seriamente a las grandes transnacionales y sus socios nativos; por lo que es necesaria una política que rompa con los pactos y tratados que atan a los países dependientes y semicoloniales al imperialismo, que disponga el no pago de la deuda y la ruptura con el FMI –y los organismos financieros internacionales–, entre otras medidas. Esto sólo puede ser llevada adelante por la clase trabajadora y el pueblo, con una movilización constante y organizada desde abajo, en la perspectiva de unir a la clase trabajadora de los países oprimidos con la de los países imperialistas para derrotar al imperialismo y al capitalismo.

Participación de Yara Villaseñor

Como se planteaba previamente, la pandemia del virus del SARS-CoV-2 profundizó los efectos de la estancada economía mundial afectando, sobre todo, a los sectores más pobres y laboriosos. Esto constituye la base de la segunda oleada de lucha de clases, en un contexto de enorme polarización social y tendencias a la crisis orgánica a nivel internacional. Este ciclo, confirma que las revueltas y el fantasma de la huelga general se extienden por el mundo con fuerza, en un verdadero retorno de la lucha de clases. El mismo fue abierto por las movilizaciones masivas de los chalecos amarillos contra las reformas del gobierno de Macron en Francia en 2018, así como las movilizaciones multitudinarias en Medio Oriente y el norte de África, en países como Argelia, Sudán, Líbano e Irak, sin olvidar las acciones de la juventud en Hong Kong y las protestas en Catalunya que sacudieron Europa. Esta ola, que se mantiene abierta en otras latitudes, es un “tsunami” que también golpeó a América Latina.

En primer lugar, porque son procesos de mucha mayor envergadura, con la participación de sectores muy amplios de la población, que han roto con la pasividad que atravesaban muchos países, como el caso de Perú o el caso colombiano.

En años previos, la mayoría de los participantes eran jóvenes de sectores populares o clases medias bajas; en esta oleada la juventud también ha cimbrado con fuerza la precaria estabilidad de distintos regímenes. Particularmente, jóvenes de sectores populares, como la juventud de las banlieues de la periferia parisina, así como jóvenes sobreeducados, que asistieron a la universidad, pero frente a los efectos de la crisis económica terminaron trabajando en call centers o cadenas de comidas rápidas.

También, hemos visto la participación de trabajadores y trabajadoras que fueron despedidos con los lockouts utilizados para frenar la expansión del virus o que han visto sus condiciones de vida, profundamente, degradadas con la crisis, la inflación y la pérdida de poder adquisitivo. Trabajadores con reivindicaciones propias, como los de la salud, que a nivel internacional se han movilizado frente a las terribles condiciones en las que han tenido que enfrentar la pandemia desde la primera línea.

Hay una participación destacada del movimiento de mujeres, como continuidad de una oleada internacional de movilizaciones por derechos sexuales y reproductivos, como el derecho al aborto, contra la violencia feminicida y la precarización laboral. En distintos casos, comunidades indígenas y pueblos originarios se han sumado a las protestas, como en Colombia o en Chile, poniendo sobre la mesa reivindicaciones vinculadas a las identidades étnicas, que es también el caso de la población negra, como efecto expansivo del Black Lives Matter.

La irrupción de las revueltas y sus límites

Otra de las principales características de estas movilizaciones es la tendencia a la revuelta, ¿pero qué es una revuelta? Es una movilización multitudinaria de las masas que rompe la legalidad de las clases dominantes; es decir, eso que los gobiernos llaman gobernabilidad.

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Se trata de una movilización que desarrolla enfrentamientos violentos contra las fuerzas del orden, la policía o el ejército, en general, con el precario armamento casero que puede desarrollar la autoorganización popular. Así, vemos en la primera línea de jóvenes en Chile o en Colombia, “armados” con piedras, pintura, bombas caseras, escudos hechos de toneles de metal o tapas de basureros, que poco daño pueden hacer a los tanques, helicópteros y balas de las fuerzas represivas; sin embargo, tienen tal masividad y empuje que, en muchas ocasiones, pueden lograr hacer retroceder a los agentes de la ley, imprimiendo una enorme moral en quienes participan de las protestas.

También destacan por su fuerte carácter “ciudadano y popular” en cuya movilización participa de manera diluida la clase trabajadora, más aún, los sectores estratégicos del proletariado;con esto me refiero a aquellos sectores que controlan los resortes de la economía capitalista, la producción industrial, la logística y distribución de mercancías, así como los combustibles, servicios y las telecomunicaciones.

Si bien en las revueltas el movimiento de masas puede retomar métodos de lucha de la clase trabajadora, como el paro o los llamados a huelga, estos métodos no se expresan de la mano de la autoorganización de la clase trabajadora de manera independiente política y organizativamente a los partidos de los empresarios y sus intereses, muchas veces como consecuencia de la acción de contención y desvío de las burocracias sindicales; es decir, no se ponen en juego las posiciones estratégicas de la clase trabajadora que paralicen la economía capitalista y pongan en jaque a los gobiernos.

Además, el movimiento de masas participa en las revueltas de manera desorganizada, descentralizada, frente a la inexistencia o desarrollo inicial de sus organismos de autoorganización, como las coordinaciones o los consejos que permiten la acción unitaria de los sectores en lucha para superar la atomización y la división, que imponen múltiples mecanismos y políticas de las clases dominantes y el gobierno.

En los procesos más recientes, esta autoorganización se ha limitado a enfrentar la represión de las fuerzas armadas o al campo del trabajo reproductivo, organizando ollas populares y comunitarias. A pesar de esto, una revuelta, por definición, no tiene como objetivo cambiar el sistema político y social existente por otro; es decir, el problema del poder político no está planteado en el escenario, sólo en algunos sectores avanzados y minoritarios de quienes participan de las protestas. Y el principal objetivo de los gobiernos es, generalmente, separar a esos sectores combativos de los grandes sectores de masas, que pueden ver “mal” los métodos de la lucha callejera y las perspectivas más “radicales” de transformación social.

No obstante, las revueltas y rebeliones han demostrado su enorme potencialidad para frenar diversos ataques y políticas antipopulares de los gobiernos y las clases dominantes. Ya charlábamos en la sesión pasada sobre cómo la acción de las protestas de los Chalecos Amarillos en Francia frenó la reforma a las pensiones y jubilaciones de Macron; lo mismo pasó en Ecuador, contra Lenin Moreno, o en Chile, cuyas jornadas revolucionarias hicieron posible el desarrollo de la actual Convención Constituyente.

Sin embargo, aunque lograron que cambiaran los gobiernos, no se ha modificado –ni un ápice– la estructura económica de dichos países ni los regímenes capitalistas; es decir, se ha mantenido la explotación y la expoliación imperialista. Entonces, a pesar de su fuerte impronta y de la masividad, la crisis que enfrentan las masas populares no puede resolverse sólo con la revuelta.

Chispas que encienden desde el Caribe colombiano a la Patagonia

La clase trabajadora y el proletariado han participado con ejemplos de organización, que se han convertido en verdaderos hitos poniendo sobre la mesa la vigencia de la huelga como método de lucha. Un gran ejemplo es la rebelión de hace algunos meses sobre los elefantes en Neuquén, Argentina, donde a partir de la movilización de los trabajadores de la salud –que conquistó el apoyo del sindicato docente, el de los obreros de la coordinadora del Alto Valle o de fábricas como Zanon, fábrica sin patrones bajo gestión obrera, de la población mapuche así como del resto de los pobladores de Neuquén– enfrentaron la represión y conquistaron un aumento salarial que duplicó el de todo el país.

Aunque la lucha de clases en Argentina no alcanzó la dimensión explosiva de otros países, como en Chile, hay que considerar la gran tradición política (tanto histórica como reciente) de la actividad de la clase trabajadora, que ha dado pie a procesos muy importantes de la lucha de clases, en particular donde nuestros compañeros del Partido de Trabajadores Socialistas juegan un rol clave poniendo el centro de su actividad en intervenir en estos procesos de lucha, impulsando referentes como el Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad, un frente político-electoral de independencia de clase.

Esto se da además en el marco de una tendencia bastante mayoritaria en la región a un crecimiento de las movilizaciones y de la lucha de clases, como en Puerto Rico, Costa Rica, Haití, ahora mismo en Guatemala, e incluso en Brasil, el gigante sudamericano, donde el signo político parece estar cambiando con las movilizaciones recientes. Pero sin duda los casos más agudos los representan los procesos colombiano y chileno.

La revuelta chilena

Chile, el oasis del neoliberalismo, es un país profundamente desigual donde la mitad de la población concentra apenas el 2 % de la riqueza, un país que sigue cargando la herencia de la dictadura de Pinochet en términos políticos y económicos. El ejército, constitucionalmente, tiene derecho a un porcentaje de lo obtenido de las ventas de las reservas estratégicas del cobre; un país donde todo está privatizado, como el caso de la educación privada ha llevado a que los jóvenes que estudian la universidad estén endeudados por más de una década, o el de la salud, que lleva a la quiebra a las familias por los gastos médicos en caso de que enfermen –muy común en pandemia–.

La rebelión chilena de 2019 fue clara en ejemplificar el enorme hartazgo con las consecuencias del neoliberalismo y de su propio agotamiento como modelo económico. En decenas de ciudades, millones de personas se movilizaron denunciando que el aumento de 30 pesos al transporte no era el problema, sino los 30 años de privatización y de gobiernos al servicio de los empresarios.

A nivel nacional surgieron espacios de autoorganización, como las asambleas territoriales, las brigadas de salud para auxiliar a las víctimas de la represión, particularmente a la combativa primera línea que enfrentó a los carabineros. En Antofagasta, bastión minero de Chile, surgió el Comité de Emergencia y Resguardo, donde nuestros compañeros del Partido de Trabajadores Revolucionarios tuvieron gran influencia, mismo que articuló a trabajadores de la salud y servicios, sindicatos de docentes, obreros industriales, y organismos de derechos humanos junto a organizaciones de izquierda, demostrando una enorme potencialidad de la unidad y coordinación entre los sindicalizados, precarios, la juventud y sectores populares.

Estos organismos lograron superar las políticas represivas del gobierno, pero no las maniobras de las burocracias estudiantiles y sindicales, como el Bloque Sindical de la Mesa de Unidad Social –controlada por la CUT que dirige el Partido Comunista– que buscó a toda costa dividir y minar la coordinación, evitar el desarrollo de la autoorganización “por abajo” (es decir, por centro de trabajo, por zonas y barrios) y atomizar así la protesta.

El punto más álgido de la rebelión, el 12 de noviembre –una jornada que convocó a una huelga general, pero que no mostró toda la potencialidad de la clase obrera– fue rápidamente desviado con la firma del Acuerdo de Paz y el anuncio de la Convención Constituyente que, no sólo tiene poco de democrática –pues hay un diputado cada 120 mil habitantes y funciona casi igual que el deslegitimado Parlamento chileno– sino que sirvió de excusa para que las burocracias llamaran a abandonar las calles. Esta Convención, expresó la crisis del régimen y de los partidos tradicionales que han gobernado Chile en su composición resultante, con el retroceso de estos, pero lamentablemente no avanzó en medidas elementales que respondan a las demandas de la rebelión, como la liberación de los presos políticos, mucho menos ha logrado imponer la renuncia de Piñera.

Pero el desvío constituyente no era el único camino posible, había la posibilidad real de desarrollar la autoorganización, extendiendo y fortaleciendo los organismos de coordinación y combate de las masas, apostando a la autodefensa y a la entrada en escena de la clase trabajadora y sus sectores estratégicos; como los mineros del cobre y del litio, o los trabajadores del transporte y las telecomunicaciones, que podrían haber paralizado el país y cortado la mina de oro de los capitalistas. Esto requería superar la fragmentación de la clase trabajadora, poner de rodillas a las burocracias sindicales y a los partidos que buscan preservar el régimen actual. Ésa es la tarea que nos planteamos las y los revolucionarios, en particular nuestros compañeros y compañeras del PTR, con una política que pelee por la unidad de las filas de la clase trabajadora, superando los límites de los sindicatos, y su coordinación con los pobladores, los mapuches y otros movimientos que han demostrado su combatividad y masividad, como el de mujeres y el estudiantil.

También hace falta levantar una perspectiva política revolucionaria, que contrarreste la utópica idea de que es posible reformar el capitalismo, misma que han impreso los partidos reformistas –como la Lista del Pueblo o el Frente Amplio, que tiene en sus filas a destacados activistas que provienen del movimiento estudiantil, cuyo dirigente Gabriel Boric, que votó la ley antiprotesta, fue la gran sorpresa de la última jornada electoral a las presidenciales. Una política que combata la perspectiva que levanta el Partido Comunista, que busca sumar la participación de los sectores populares a la democracia burguesa sin tocar un ápice de la estructura social, que funciona sobre la base de la explotación de millones para beneficio de unos pocos parásitos capitalistas; , lo cual quiere decir dejar de pactar con la derecha pinochetista para salvar al viejo régimen, recuperar las calles para sortear una convención que hoy tiene “manos atadas” y pelear por una izquierda anticapitalista y de los trabajadores, que levante como perspectiva la necesidad de la revolución como condición para cualquier transformación social profunda.

Aun con todas las maniobras del régimen, el espíritu de la revuelta y de la huelga general siguen presentes. Así lo demuestra la impresionante huelga portuaria del mes de abril donde, en todo el país, ocho mil trabajadores de los puertos chilenos paralizaron las exportaciones y el ingreso de importaciones por mejores condiciones laborales y en defensa de las pensiones, empujando un duro revés al gobierno de Piñera y conquistando la solidaridad activa de los mineros, pobladores, docentes y trabajadores de la salud. Éste es el camino a seguir para la movilización.

La revuelta colombiana

Mención aparte merece la revuelta colombiana que, desde el 29 de abril, se mantiene y logró echar atrás la reforma tributaria regresiva del asesino gobierno de Iván Duque, quien quiso imponer un aumento del IVA, bajar el umbral de ingresos y poner impuesto a las pensiones; todas medidas para que los de abajo pagaran los costos de la crisis sanitaria y volver a Colombia en un país favorable a los préstamos del FMI.

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Éste es el tercer proceso de protestas masivas en dos años, en un país donde el desempleo alcanzó el 17 % y los pobres son más de la mitad de la población total, mientras el imperialismo ha mantenido el control político las últimas décadas. Incluso, aunque Duque levantó la reforma, el descontento contra la violencia paramilitar y las medidas de austeridad permitieron que las movilizaciones y las jornadas de paro se mantuvieran, incluyendo los enfrentamientos con la policía del Escuadrones Móviles y Antidisturbios (ESMAD) y la represión.

Al igual que en 2019, el actual levantamiento popular está protagonizado por una alianza donde, en los hechos, ha unificado la acción en las calles de trabajadores sindicalizados, precarizados, jóvenes de barrios populares, estudiantes, clases medias urbanas, la Minga indígena, campesinos y la población en general.

La dirección burocrática de las centrales sindicales, en particular de la CUT y la CGT, que integran el llamado Comité Nacional del Paro, han levantado la política de llamar a paros por un día, negándose a preparar una huelga general que unifique a todos los sectores en lucha detrás del objetivo de tirar el gobierno de Duque.

Esta política ha ido minando la fuerza de la movilización, disipándola en acciones dispersas y enfrentamientos parciales, un importante sector juvenil combativo, como los de la primera línea, se organiza y moviliza por fuera de la influencia de estas direcciones burocráticas; pero, para frenar su acción el gobierno ha concentrado sobre ellos lo más cruento de su política represiva, misma que acompaña con una cara de diálogo que busca dividir y desmovilizar.

A esta política que criminaliza a los sectores combativos y prioriza la confianza y negociación con el gobierno, también se han plegado sectores de centroizquierda como Gustavo Petro, referente de la lucha guerrillera. La ausencia de la clase obrera colombiana como actor independiente para imponer una huelga general que derrote al gobierno de Duque ha sido fundamental para que, a meses de paros, el régimen aún tenga posibilidad de sobrevivir.

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La victoria aparece aquí en toda su dimensión estratégica, planteando el problema de la necesidad de la revolución; es decir, de una transformación profunda de las condiciones políticas y económicas, que produzca un cambio social de conjunto, no sólo un cambio de gobierno, como decía Trotsky, una Revolución en la cual“las masas irrumpan violentamente en el gobierno de sus propios destinos” y construyan un nuevo poder obrero y popular que enfrente a la reacción, barra con las instituciones del régimen, que acabe con el Estado burgués, asumiendo además un perfil antiimperialista y de unidad con la multiétnica clase trabajadora de los EE. UU.

De lo que se trata es de luchar para que la clase trabajadora logre intervenir con un programa independiente al de la patronal y el gobierno, articulándose en torno a ella los diferentes sectores en lucha, desarrollando coordinadoras y organismos de autoorganización que, en perspectiva, puedan ser el germen de futuros consejos, de un poder alternativo de la clase trabajadora y los oprimidos. Así como del combate contra la burocracia sindical y las burocracias políticas, de toda perspectiva que plantee la ilusión de que el capitalismo puede ser más humano.

Pero no hay revolución triunfante sin partido revolucionario que se prepare para intervenir y ganar, por lo que, se necesita construir una organización política revolucionaria que intervenga en los procesos de la lucha de clases, con fuertes bastiones en lugares de trabajo, poblaciones y estudio, con fuerza de movilización, que pelee por el desarrollo de organismos de autoorganización y que construya una alternativa política dando combates teóricos e ideológicos.

Que dispute en todos los terrenos por sus ideas, incluyendo en la agitación electoral, para ser una tribuna que se proponga a denunciar las maniobras de los partidos capitalistas y levante una perspectiva antiimperialista, obrera y socialista, para pelear por un gobierno de ruptura con el capitalismo y que busque extender internacionalmente los procesos de lucha de clases.

Al servicio de esto, ponemos los modestos esfuerzos de la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional, de la que es parte el Movimiento de las y los Trabajadores Socialistas, y la Red de diarios digitales La Izquierda Diario; porque la victoria es una tarea estratégica y, desde nuestra perspectiva, ya es nuestra hora de vencer.

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