En el presente artículo continuamos la polémica en torno al Programa de Transición con Rolando Astarita, que iniciáramos a propósito de la agitación de consignas transicionales por parte del Frente de Izquierda. En nuestra primera respuesta abordamos la relación entre programa (los objetivos a conquistar) y estrategia (el cómo hacerlo), cuestión totalmente ausente en el abordaje de Astarita. En nuestra segunda respuesta demostramos cómo su defensa de la división entre “programa mínimo” y “máximo”, propia de la Segunda Internacional, no solo omite las críticas de Engels al programa de Erfurt sino que se opone a las principales conclusiones de Luxemburgo, Lenin y la Tercera Internacional –que vinculará la cuestión de la consignas transicionales a la táctica del frente único–, de cuya sistematización surgirá el Programa de Transición escrito por Trotsky.
En esta oportunidad, nos concentraremos en la dinámica de la relación de fuerzas y el papel del método transicional a la hora de actuar sobre ella. Si, como dice nuestro autor, “las medidas transicionales solo se pueden aplicar de conjunto, y a condición de que la clase obrera esté de pie”, ¿cómo cambiar la relación de fuerzas para contribuir a ello y qué rol cumple el programa allí? Estos son algunos de los interrogantes que se encuentran ausentes en el esquema de Astarita y sobre los cuales indagaremos en estas líneas.
Relación de fuerzas: ¿problema metafísico o estratégico?
Decíamos anteriormente que la división tajante entre programa “mínimo” y “máximo” en la Segunda Internacional terminaría relegando este último a un futuro indeterminado, mientras que la práctica y la agitación cotidiana quedaría acotada al “programa mínimo” de reformas en los marcos del capitalismo. Frente a este señalamiento, Astarita había respondido que “Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y el ala izquierda de la socialdemocracia alemana. Todos ellos defendían la división entre programa máximo y mínimo”. Luego presentamos el planteo de Luxemburgo, donde se opone explícitamente a aquella división al momento de fundar el Partido Comunista de Alemania. Ahora Astarita se ve obligado a tomar nota de este hecho, pero intenta relativizarlo diciendo que se trata de un planteo circunstancial de Luxemburgo ya que “se da en el contexto de una revolución en desarrollo” (la revolución alemana de 1918-19) y que nuestro problema sería generalizarlo.
Sin embargo, Luxemburgo no está realizando una consideración episódica sino un balance de la Segunda Internacional. En términos similares a los nuestros –en realidad a los de Lenin, Trotsky y la Tercera Internacional–, sostiene, en referencia a la evolución de la Segunda Internacional, que: “de a poco, se irían creando ejércitos proletarios, los que estarían prontos a construir el socialismo apenas madurara el proceso capitalista. El programa socialista quedó, por lo tanto, apoyado sobre cimientos totalmente distintos [a los de los orígenes del marxismo], y en Alemania el cambio asumió una forma típica y peculiar. Hasta el colapso del 4 de agosto de 1914, la socialdemocracia alemana defendía el programa de Erfurt, en virtud del cual las llamadas consignas mínimas pasaban a primer plano, mientras que el socialismo pasaba a ser un lucero distante” [1]. Y luego agrega que mucho más importante que esto “es la forma en que se lo interpreta en la práctica”, para referirse a la relación entre aquella división de programa “mínimo” y “máximo” y el abandono de la estrategia revolucionaria, que es justamente el vínculo que Astarita rechaza.
Nuestro autor, queriendo eludir la discusión en realidad, muestra la incomprensión del asunto. Nos dice: “En oposición a lo que dice Maiello, la primera cuestión a señalar es que la crítica de Rosa Luxemburgo a Bernstein no es porque este se hubiera ‘olvidado’ de los principios y objetivos del socialismo, sino que los había rechazado”. Lo que Astarita olvida, o prefiere olvidar, es que Luxemburgo no discutió solo con Bernstein, que bregaba por una estrategia abiertamente reformista, sino también con Kautsky que, a diferencia del primero, no rechazaba el objetivo del socialismo, ni incluso la perspectiva de la revolución misma en términos genéricos (hasta 1912/14). Kautsky planteaba una defensa de la separación entre el programa mínimo y máximo similar a la que sostiene Astarita, inspirada en una especie de metafísica de la “relación de fuerzas” que dejaba de lado los factores subjetivos ligados a la lucha de clases. La diferencia con Astarita es que explicitaba claramente su estrategia. Como sintetiza Lars Lih: “Kautsky explicaba que la estrategia de ‘desgaste’ (la habitual práctica del Partido Socialdemócrata de Alemania de enérgica educación socialista y organización) era apropiada para una situación normal, no revolucionaria, mientras que la de ‘derrocamiento’ (huelgas políticas de masas y otros medios no parlamentarios de presión) era conveniente para una situación verdaderamente revolucionaria” [2].
Contra este esquema dicotómico de Kautsky es que Luxemburgo polemizó duramente en 1910. El debate concreto era sobre la pertinencia de hacer agitación de la “huelga general”. Kautsky se oponía bajo el argumento de que no había una situación revolucionaria. Luxemburgo, que tampoco sostenía que había una situación de ese tipo, opinaba que si la socialdemocracia agitaba la “huelga general” en el marco de las movilizaciones y huelgas parciales que se estaban desarrollando podía convertirse en un factor clave para que el movimiento obrero la tome en sus manos y así contribuir activamente a modificar la relación de fuerzas. Es decir, incidir sobre el pasaje desde una situación que podría ser catalogada como pre-revolucionaria a una abiertamente revolucionaria. De no hacerlo se perdería la oportunidad para que la clase trabajadora “se ponga de pie”, de ahí que catalogara la política de Kautsky como “nada más que parlamentarismo” [3]. La conclusión que saca en 1918 en torno al rechazo de la división entre el programa “mínimo” y “máximo” es parte –explícita por cierto, ya que retoma sus términos de aquel debate– de la evolución de su pensamiento estratégico que, a diferencia del precario esquema que expone Astarita, no se limitó a la crítica del reformismo de Bernstein.
Estos debates están atravesados, a su vez, por un fenómeno nuevo, el desarrollo de una enorme burocracia en las organizaciones obreras. Al omitirlos en su afán de defender la trayectoria de la Segunda Internacional, Astarita tampoco comprende los planteos de Lenin que él mismo cita. Nos trae extractos de un artículo de Lenin (“Bajo una bandera ajena”) de 1915, que supuestamente refutarían la idea de que la Segunda Internacional “hablaba de socialismo solo en los días de fiesta”. Dice Astarita que: “Lenin muestra, en primer lugar, que no todo fue ‘desarrollo gradual, pacífico y reformista’; y en segundo término, que hubo una profunda división en la socialdemocracia entre el ala reformista y el ala revolucionaria”. Esto último es obvio, el propio Trotsky era parte de aquella ala revolucionaria, pero ¿a qué se refería Lenin con que el problema de la Segunda Internacional no se limitaba al “desarrollo gradual, pacífico y reformista”? Astarita lo interpreta como una especie de “defensa” de la Segunda Internacional pero, al contrario, está planteando una crítica aún más profunda que parece no encajar en el esquema de nuestro autor.
La ‘idea universal del desarrollo gradual’ –plantea Lenin en su texto de 1915– reunió naturalmente, en las filas de esta democracia actual a un numeroso grupo de “compañeros de ruta” pequeñoburgueses; después, […] cierta capa de parlamentarios, periodistas y funcionarios sindicales; se formó una clase de burocracia, de aristocracia de la clase obrera más o menos acusada y delimitada […] En una palabra, […] originó, no solo cierta ‘incapacidad para adaptarse a los momentos de alteración de la gradualidad’, como cree A. Potrésov; no solo ciertas inclinaciones ‘posibilistas’, como supone Trotski: engendró una orientación oportunista, que se apoya en cierta capa social que pertenece a la democracia actual y que está vinculada a la burguesía de su ‘color’ nacional por los múltiples lazos de los intereses económicos, sociales y políticos comunes; es una orientación franca, abierta, plenamente consciente y sistemáticamente hostil a toda idea sobre la ‘alteración en el desarrollo gradual’ [4].
Es decir, el planteo de Lenin no consistía en negar que “la idea del desarrollo gradual” se hubiera traducido en una “orientación oportunista” como interpreta Astarita. Su crítica refiere a que “no solo” se trató de esto sino de una orientación “plenamente consciente”, y por otro lado que no fue una mera “idea universal” sino que estaba sostenida por una nueva burocracia de “parlamentarios, periodistas y funcionarios sindicales”. Una crítica ciertamente injusta aplicada a Trotsky, quien junto con Rosa Luxemburgo habían sido los primeros en dar cuenta de esta nueva burocracia en ascenso en la socialdemocracia alemana, pero que contiene un señalamiento de primer orden para entender el método transicional que, como ya hemos señalado, está directamente ligado al problema de cómo superar a la burocracia desde los propios debates de la Tercera Internacional, y de ahí su vínculo con tácticas como la del Frente Único.
Vale recordar que este mismo elemento estaba detrás del enfrentamiento entre Luxemburgo y Kautsky, y la teoría de este último que tomaba como un dato fijo “la relación de fuerzas” sin dar cuenta de la existencia de una burocracia que, como dice Lenin, combatía conscientemente cualquier abandono de un curso de “evolución gradual”. Aquella promesa de agitar el “programa máximo” cuando llegase la revolución –a la que Kautsky siguió siendo fiel hasta 1912/14– nunca se concretó. Cuando en 1914 estalló la guerra mundial, luego de años de limitar la agitación y la práctica al programa mínimo, la socialdemocracia alemana fue incapaz de pasar a la acción revolucionaria. Como señalara Lenin: “el viejo partido, desde Legien hasta Kautsky inclusive, sacrificó los objetivos del proletariado al mantenimiento de las actuales organizaciones legales […] El derecho del proletariado a la revolución ha sido vendido por un plato de lentejas” [5].
Hemos desarrollado más ampliamente estos debates en Estrategia socialista y arte militar [6], aquí solo queremos resaltar lo siguiente. Cuando Astarita impugna la agitación de consignas transicionales bajo el argumento de que “no es cualquier ‘correlación de fuerzas’ la que pueda imponer esas medidas: es necesario un reordenamiento socialista de la economía, y para eso hay que tener poder” pero sin decir una palabra sobre cuál es el papel de una organización revolucionaria en influir sobre aquella relación de fuerzas –más allá de esperar a que la clase obrera esté “de pie y en armas” sin que se sepa cómo sucedería– razona al modo de Kautsky. Por otro lado, que la separación axiomática que propone Astarita entre el programa mínimo y las consignas transicionales es la vía más corta para la adaptación a las burocracias sindicales y direcciones reformistas. Más aún en un escenario como el actual marcado por la fragmentación del movimiento obrero y de masas, donde las burocracias sindicales y de los “movimientos sociales” ofician de garantes de esa fractura. Es la negación de la hegemonía de la clase trabajadora.
Desde luego, nadie le puede negar el derecho a Astarita de hacer de cuenta que nunca existió el pasaje del capitalismo a una nueva época de crisis, guerras y revoluciones, y considerar que aquello solo eran dislates de Lenin. De hecho, esa posición es sostenida por un ala de una organización con bastante desarrollo en los últimos años, como Democratic Socialists of America (DSA) de EEUU y que fue ligándose cada vez más al Partido Demócrata. En su libro The Socialist Manifesto, Bhaskar Sunkara –editor de la revista Jacobin y referente del DSA– propone también volver a la metodología del programa de Erfurt. Según nos dice, “el Programa de Erfurt funcionó. Su matrimonio de maximalismo e incrementalismo resultó práctico para un partido amplio. Todos los miembros del SPD pensaron que se deberían buscar reformas. El debate dentro del partido fue sobre cómo debería suceder eso (independencia de clase o alianzas, ruptura o compromiso). Todos coincidieron también en que el proletariado debería mirar hacia el horizonte socialista. Más que nadie, Kautsky encarnó la síntesis erfurtiana” [7]. Sería interesante conocer la visión de Astarita al respecto, ya que no se trata de una organización menor y este sector defiende el programa Erfurt con la misma convicción que él.
Consignas transicionales y dinámica de la relación de fuerzas
Ahora bien, ante la imposibilidad de exponer en qué consistiría una práctica orientada por sus tesis, Astarita replica: “¿Puede explicar algún trotskista dónde y cuándo la táctica recomendada por Trotsky –la agitación transicional en escalera– tuvo éxito?”. En lo que sigue vamos a señalar tres cuestiones en torno esto. Lo primero que hay que decir es que si nuestro autor tiene o tuvo alguna expectativa en encontrar un tipo de fórmula mágica en el Programa de Transición lamentablemente se equivocó, pero Trotsky no tiene la culpa. La idea de que el método transicional consistiría en agitar una consigna que después ligamos a otra, y así sucesivamente, hasta que milagrosamente la clase obrera está “de pie y en armas” y toma el poder es, por decir lo menos, poco seria. Así como atribuírsela a Trotsky que, digamos, alguna visión concreta de lo que era una revolución tenía.
Lo segundo, y en esto nos queremos detener, es que al concebir la “relación de fuerzas” como un dato fijo y homogéneo –una larga “situación no revolucionaria”– no puede encajar en su esquema aquellos procesos de radicalización del movimiento obrero –o de sectores del mismo– que tienden a tomar en sus manos aspectos del programa de transición. En nuestros artículos precedentes desarrollamos un ejemplo cercano, el proceso que se dio en 2001-2002 en Argentina de ocupación de cientos de fábricas por miles trabajadores que pusieron a producirlas bajo gestión obrera. También abordamos especialmente el caso de la fábrica Zanon. La “respuesta” de Astarita consistió –además de inventar que en Zanon la patronal abandonó la fábrica– en señalar que no hubo “control obrero real” porque “esencialmente se trató de un movimiento que tenía como fin preservar los puestos de trabajo, esto es, sobrevivir”. Como si este no fuera justamente el punto de partida del Programa de Transición y las consignas transicionales. Su argumento sería: ¿Hicieron “los soviets”? ¿Constituyeron una “escalera” que termine en la toma del poder? No. Bueno, entonces no me interesa. El hecho de que, por ejemplo, en Zanon, la ocupación –y su autodefensa– se desarrollase en paralelo a la recuperación del sindicato ceramista, que impulsase la Coordinadora del Alto Valle o nacionalmente los “Encuentros de Fábricas Ocupadas” no tiene mayor relevancia en los esquemas de Astarita.
Con el mismo criterio podríamos decir, por ejemplo, que la lucha en torno a la escala móvil de salarios que atravesó la década del “largo ‘68 italiano”, uno de los procesos de ascenso obrero más importantes de los ‘60 y ‘70, no implicaba una escala móvil de salarios “real”. Sin embargo, esto no quita el hecho bien “real” de que la lucha por la escala móvil fue un punto clave en los choques entre la clase trabajadora y la patronal durante todo un período de aguda lucha de clases, de cuya derrota emergió la “reestructuración” neoliberal del capitalismo italiano. El conflicto en torno a ella en los años ‘70 era tanto una lucha por la defensa de los salarios frente a la inflación, como por acortar las brechas salariales entre los diferentes sectores de la clase obrera, que afectaba especialmente a sus nuevos sectores de jóvenes provenientes en gran medida del sur del país –una primera “escala móvil” había sido conquistada a la salida de la Segunda Guerra Mundial pero con cláusulas que la limitaban y fomentaban las diferencias según calificación, sexo y edad–. La disparada de los precios a partir de la crisis de 1973 hizo de aquellas diferencias un factor determinante, hundiendo los salarios de los sectores más explotados. Fueron años de enormes luchas que incluyeron desde sabotaje, especies de guerra de guerrillas al interior de las fábricas, el recurso al ausentismo generalizado, los bloqueos de la producción, huelgas salvajes, choques con los fascistas, etc. Como parte de este proceso, las patronales tuvieron que aceptar en 1975 la reivindicación de los trabajadores en torno a una escala móvil de salarios integral que protegiese el salario de los sectores más bajos. Fue a partir de 1978 que se produjo la contraofensiva patronal que se prolongó hasta que la “escala móvil” fue liquidada ya en los ‘80, luego de derrotar la resistencia de los trabajadores que incluyó, por ejemplo, la huelga general por la “escala móvil” de mediados de 1982 y una oleada espontánea de huelgas [8].
Al igual que con el control obrero “no real”, la lucha por la “escala móvil de salarios” es caricaturizada por Astarita: “si hay inflación, ¿no es muy fácil y accesible establecer la escala móvil de salarios? ¿Y si se acelera la inflación? Pues en ese caso, que la escala se revise mensualmente; o quincenalmente; o semanalmente; o todos los días. ¿Cómo que no hay soluciones? Además, siempre se puede recurrir a alguna forma de control obrero”. Resulta que los trabajadores italianos tomaron esto mucho más en serio que Astarita. Sin embargo, la burocracia sindical no tanto; así, luego de los acuerdos con la patronal de mediados de los ‘70, les dio tiempo a los empresarios para reagruparse y defenderse agitando que la inflación era producto de la nueva escala móvil. El Partido Comunista, bajo la política del “compromiso histórico” (con la burguesía), se hacía eco de los argumentos sobre la responsabilidad de los trabajadores para no entorpecer el rumbo de la economía. Un tipo de argumento que, casualmente, Astarita sí toma en serio. Así, señala con una lógica similar que el problema “es que si a las recuperaciones salariales le siguen mayores devaluaciones, y cada vez más rápidas, y nuevas alzas de precios, la derrota de un plan económico no se traducirá en una victoria de las posiciones de la clase obrera”. Todo sea para argumentar la “imposibilidad” de la escala móvil de salarios bajo el capitalismo, lo cual parece ser su interés principal.
Casos como el de la lucha por la escala móvil de salarios en el enorme ascenso obrero de los ‘70 en Italia, donde determinadas consignas transicionales son tomadas en sus manos por sectores del movimiento obrero cuando se radicaliza, muestran que incluso pueden ser conquistadas –aunque sea parcialmente– a partir de imponer determinada relación de fuerzas. De allí que Trotsky plantea que en momentos de radicalización la “posibilidad” o “imposibilidad” de materializar determinadas consignas depende de la relación de fuerzas y es una cuestión que solo puede resolverse con la lucha. Claro que, lejos del esquema de Astarita, lo que entra en juego acá son situaciones concretas, la acción de la burocracia, la burguesía y el Estado, la lucha política –y física–, la preparación o no de un partido revolucionario, la existencia o no de determinadas “tradiciones” de lucha y de organización, etc., en síntesis, la lucha de clases real que a Astarita le es ajena.
El método transicional y la configuración del escenario político en términos de clase
Dejando de lado la caricatura de la “escalera”, lo tercero que cabe señalar en relación a la “pregunta” de Astarita es que sin dudas donde más claramente puede estudiarse en estado práctico el despliegue de un método transicional es en la acción de los bolcheviques durante la Revolución Rusa de 1917 que les permitió conquistar la mayoría para el programa revolucionario. Sobre esa base vendrían los desarrollos de la Tercera Internacional –en particular para los países “occidentales”– que posteriormente Trotsky sistematizaría en el Programa de Transición.
En el esquema de Astarita no tendría sentido agitar consignas de transición antes de la “situación revolucionaria preinsurreccional” simplemente porque, según él, “en 1917 los bolcheviques conquistaron el poder agitando tres demandas propias del programa mínimo –paz, pan y tierra–, pero vinculando su realización a la conquista del poder por los soviets”. De este planteo surgen varias cuestiones. La primera es cómo surgen los soviets –cuestión que hemos abordado en los artículos anteriores y en otros específicos (acá y acá, por ejemplo). La segunda, en la que nos vamos a detener aquí, tiene que ver con otro problema importante, que generalmente se pasa por alto en las aproximaciones mecánicas al problema del programa. Nos referimos a la dimensión simbólica que hace a la capacidad de determinadas consignas como “paz, pan y tierra” de trascender sus contenidos particulares para expresar, condensar en ellas, el conjunto de los agravios que enfrenta una revolución.
Según Astarita: “las consignas paz, pan y tierra (reparto de la tierra), y Asamblea Constituyente, efectivamente no eran ‘comunismo’, pero tampoco fueron demandas transicionales, sino mínimas. Tengamos presente que el programa mínimo [según Lenin] ‘es un programa que, por sus principios, es compatible con el capitalismo y no rebasa su marco’ […]. Es claro que la paz, la tierra para los campesinos, el pan y la AC, ‘por sus principios’, eran compatibles con el capitalismo. En cambio, las consignas transicionales son intrínsecamente contradictorias con el sistema capitalista” [9]. Si tomamos esta afirmación de Astarita, la pregunta que sobreviene es ¿por qué si las consignas de “paz, pan y tierra” eran tan compatibles con el capitalismo y no rebasaban su marco dieron lugar a una revolución que puso en pie el primer Estado obrero de la historia?
Al poner el centro en el problema de la posibilidad de realización de aquellas consignas bajo el capitalismo, Astarita contradice la propia experiencia histórica de la Revolución Rusa. En buena medida esto es posible porque presupone una relación más o menos transparente entre la consigna de “paz, pan y tierra” y su significado, dando justamente por obvio aquel momento que encierra una clave de la lucha político-programática dada por los bolcheviques en la Revolución Rusa, a saber: la lucha por su significado. Teóricamente, como dice Astarita, “paz, pan y tierra” podrían ser tres consignas “realizables” en su literalidad bajo el capitalismo. Pero históricamente, en la situación concreta de la Revolución Rusa y la época imperialista no lo fueron. Ahora bien, tampoco –a diferencia de interpretaciones como la de Nahuel Moreno– estaba dicho que las consignas de “paz, pan y tierra” llevaran necesariamente a la hegemonía de la clase trabajadora: la misma consigna podía adoptar significados diversos.
Los mencheviques partían de una concepción teórica similar a la que refiere Astarita, de que “paz, pan y tierra” eran consignas que podían y debían realizarse bajo el capitalismo. Bajo este prisma las interpretaban. Así, la consigna de “paz” era asimilada al pacifismo burgués sin enfrentarse con los imperialismos aliados a Rusia. Respecto al problema de la tierra para los campesinos, suscribían la idea de “esperar” a que una Asamblea Constituyente la discutiese y proclamase “legalmente”; lo que en los hechos significaba posponerla indefinidamente. Y respecto al “pan”, a la carestía de la vida, se vaciaba de todo significado al sostener que, en la Rusia de 1917 azotada por la guerra, esta demanda podía resolverse de la mano de la burguesía y no contra ella avanzando sobre la propiedad privada capitalista.
Para los bolcheviques “paz, pan y tierra” significaba algo diametralmente diferente. Trotsky lo sintetiza posteriormente en los siguientes términos: “‘¡Por la paz!’ significaba la lucha contra todos los partidos patrióticos, desde los monárquicos hasta los mencheviques, la reivindicación de la publicación de todos los tratados secretos, la movilización revolucionaria de los soldados contra el alto mando y la organización de la confraternización en el frente. ‘¡Por la paz!’ era un desafío al militarismo de Alemania y Austria por una parte, de la Entente por otra” [10]. La consigna de “pan” significaba para los bolcheviques “la expropiación de la tierra y las reservas de trigo de los terratenientes y los especuladores y el monopolio del comercio de trigo en manos del gobierno de los obreros y campesinos” [11]. Y, en este sentido, impulsar que las comunas se hicieran cargo de las tierras en la acción sin esperar el visto bueno del gobierno provisional.
Que se haya impuesto la interpretación bolchevique de la consigna estaba lejos de ser un hecho “dado”; solo fue posible a través de una enorme lucha política que fue marcando la experiencia de las masas desde Febrero, cuando primaba la interpretación menchevique, hasta Octubre, cuando fue asociado en la conciencia de la mayoría del movimiento de masas a la necesidad de un gobierno obrero y campesino basado en los soviets. El método expresado en la interpretación bolchevique de la consigna de “paz, pan y tierra” consiste en desarrollar el contenido particular (histórico) de cada una de las demandas en la situación concreta, exponer las condiciones para su realización y extraer todas las conclusiones que se desprenden de ello en relación a la lucha contra la burguesía y su Estado. Este es el papel del método transicional y en esto consiste el “puente” subjetivo del que hablara Trotsky entre las demandas inmediatas del movimiento de masas y aquellas que se desprenden de las condiciones objetivas en determinado momento histórico.
En este sentido, la acción de Lenin, Trotsky y los bolcheviques en 1917 fue una verdadera “escuela” de agitación transicional del programa –en la situación particular de Rusia de aquel entonces–, la cual Astarita, empeñado en contraponer la acción de los bolcheviques al Programa de Transición, no puede encajar en su esquema y se ve obligado a tergiversar. Vamos a tomar dos ejemplos ilustrativos, uno que nos trae nuestro autor en su última respuesta en torno a la utilización de la consigna “¡abajo los diez ministros capitalistas!” y otro sobre la exigencia de publicación de los tratados secretos extraída de su “Crítica al Programa de Transición”. Comencemos por esta última.
Astarita señala: “el PT [Programa de Transición] plantea ‘Abajo la diplomacia secreta, que todos los tratados y acuerdos sean accesibles a cada obrero y campesino’, Lenin estaba en contra de esta consigna” [12]. Esto claramente no es así, la cuestión reside en cómo se planteaba la consigna. Lenin efectivamente sostuvo en la Séptima Conferencia del POSDR: “nuestra política no debe consistir en exigir del gobierno la publicación de los tratados. Eso sería una vana ilusión. Exigir esto a un gobierno de capitalistas es lo mismo que exigirles que descubran sus trampas comerciales” [13]. Ahora bien, en su propuesta de mandato a los diputados para el soviet, Lenin señala: “Nuestro diputado debe abogar por la inmediata publicación de los rapaces tratados secretos (sobre el sometimiento de Persia, el reparto de Turquía, de Austria y otros), concertados por el ex zar Nicolás con los capitalistas de Inglaterra, Francia, etc.” [14].
La pregunta es ¿por qué, mientras que sostenía que era una ilusión exigir del gobierno la publicación de los tratados, sostenía que los diputados bolcheviques en los soviets conciliadores tenían que abogar por su “inmediata publicación”? La explicación la da el propio Lenin y es la siguiente: “cuando las masas exigen que sean publicados estos tratados, exigencia cada día más insistente, el ex ministro Miliukov y el actual ministro Teréschenko […] declaran que la publicación de los tratados significaría romper con los aliados”. Y agrega Lenin: “¿qué se deduce de ello? Si los tratados no pueden publicarse, en este caso hay que ayudar a los ministros capitalistas a continuar la guerra. La otra deducción es esta: como los capitalistas no pueden publicar los tratados, hay que derribar a los capitalistas” [15]. Así explicaba el “puente” que se proponía tender la política bolchevique en este punto para conducir, como decía Trotsky en relación al Programa de Transición, “a una sola y misma conclusión: la conquista del poder por el proletariado”.
Pasemos ahora al problema de la táctica de “gobierno obrero”. Dice Astarita: “Trotsky incluyó la consigna del gobierno obrero en su Programa de Transición. Maiello repite que es una consigna transicional. Pero no tiene nada de transicional. Ha habido muchos gobiernos obreros (de partidos socialdemócratas o comunistas, de sindicalistas) que congeniaron con el capitalismo, conformando un gobierno obrero-burgués. Con un agregado: no es cierto lo que dice Trotsky (en el PT, en la Historia de la Revolución Rusa) de que Lenin habría propuesto a los mencheviques que formaran un gobierno ‘socialista puro’, sacando del gabinete a los ministros de la democracia liberal”.
En primer lugar hay que resaltar que Lenin no solo levantó la consigna de “abajo lo diez ministros capitalistas”, sino que se trataba de un importante planteo que permitió a los bolcheviques exponer en forma popular ante las masas que los mencheviques y los socialrevolucionarios a la cabeza de los soviets eran los principales sostenes del Gobierno Provisional que plasmaba la alianza con la burguesía (lo que años más tarde se llamaría un “gobierno de frente popular”) y representaba el principal obstáculo para las demandas del movimiento revolucionario. En este sentido utilizaba la consigna Lenin, quien les planteaba a los conciliadores: “Si no quieren limitarse a lamentaciones sobre la contrarrevolución, si quieren combatirla, están obligados a decir con nosotros: abajo los diez ministros capitalistas...” [16]. Se trataba de contraponer un “gobierno obrero y campesino” al gobierno de “frente popular” expresado en el Gobierno Provisional y sostenido por los soviets conciliadores. Es este sentido, antiburgués y anticapitalista del planteo el que Trotsky retomará en el Programa de Transición [17].
Así, la exigencia de publicación de los tratados secretos cumplió un papel importante en exponer el carácter prioritario que tenían las alianzas imperialistas para el Gobierno Provisional, y la negativa de las direcciones conciliadoras al planteo que hicieron los bolcheviques (desde abril hasta septiembre [18]) de que rompiesen con la burguesía y tomasen el poder las condenó ante los ojos de las masas. Lejos de cualquier pedagogía de gabinete, son muestras de que “solo la lucha, con independencia de sus resultados concretos inmediatos, puede hacer que los trabajadores lleguen a comprender la necesidad de liquidar la esclavitud capitalista” [19]. Desde luego estos son solo dos ejemplos de una amplia articulación estratégica y programática que permitió finalmente conquistar la mayoría y articular las fuerzas materiales para pasar a la ofensiva.
De conjunto se trata de una compleja batería de planteos programáticos con los que el Partido Bolchevique logró “ordenar” el escenario político de enfrentamiento revolución-contrarrevolución en términos de clase. Es decir, como enfrentamiento entre la clase trabajadora junto al campesino pobre contra la burguesía liberal-imperialista y los terratenientes. Esta configuración del espacio político, lejos de ser “espontánea” o “a priori” fue lograda gracias al gran trabajo “pedagógico” de agitación y articulación programática desplegado por los bolcheviques desde mucho antes de que el proletariado se transformase en sujeto hegemónico de la revolución y sus Guardias Rojas estuvieran verdaderamente armadas, generando así las condiciones para el pasaje de la defensiva a la ofensiva insurreccional. Aquí es donde se ubica finalmente el momento revolucionario “pre-insurreccional” que Astarita ponía como condición y que en realidad es producto de aquel trabajo estratégico.
La victoria como tarea estratégica
Si las situaciones fuesen, o bien no-revolucionarias, puramente estables, o bien totalmente revolucionarias, y el pasaje de unas a otras dependiese exclusivamente de las “condiciones objetivas”, como opinaba en buena medida Kautsky y como parece opinar Astarita, el método transicional no tendría sentido. Solo se trataría de utilizar ofensivamente el “programa mínimo” combinado con propaganda socialista y esperar que llegue la situación revolucionaria “preinsurreccional” para agitar cualquier consigna transicional. Pero no es así. Las situaciones surgen de la acción recíproca de factores objetivos y subjetivos. Lo característico es que exista una compleja discordancia de tiempos entre las crisis económicas, las crisis políticas y la subjetividad del movimiento de masas, lo cual hace indispensable la preparación estratégica. De allí que una pregunta central sea ¿cómo llega la clase trabajadora a la comprensión subjetiva de la tarea histórica que le plantea determinada situación objetiva?
El método transicional es una forma de responder a aquella pregunta y es fruto de una experiencia revolucionaria sin paralelo al día de hoy, que va desde el ala izquierda de la Segunda Internacional, los bolcheviques en 1917, a la Tercera Internacional, y que fuese sistematizada por Trotsky en el Programa de Transición. El cual, cabe aclarar, sufrió desde entonces todo tipo de interpretaciones superficiales, ahistóricas y formales, en gran medida producto de haberlo escindido de la estrategia. La de Astarita, como crítico, es una de ellas. Su pretensión de volver a una mítica división virtuosa entre el programa “mínimo” y “máximo” lo obliga a entrar en constante contradicción con sus propias fuentes. Así, también, a catalogar de “no reales” las consignas transicionales cuando son tomadas por sectores del movimiento obrero y contradicen su esquema. Evidentemente hay algo de escolástico en su lectura del marxismo, por lo menos en este aspecto.
En el esquema de Astarita, mientras la clase trabajadora no esté “de pie y en armas” no estaría madura para comprender la agitación de consignas transicionales y quién hiciese este tipo de agitación sería responsable de fomentar las ilusiones en el reformismo burgués, no importa cuánta y qué propaganda haga, cuánto intervenga y cómo en la lucha de clases, qué luchas políticas dé, es el destino inscripto en el Programa de Transición. Eso sí, nunca podremos resolver el misterio de cómo es que el proletariado llegaría a ponerse “de pie y en armas”, o más modestamente cómo podemos contribuir a ello.
En el sentido opuesto, Trotsky planteaba, con razón, que la victoria no es el fruto maduro de la “madurez” del proletariado sino una tarea estratégica. Su método frente a los procesos de radicalización era tomar como punto de partida el determinado nivel de “madurez” de las masas y proponerse empujarlas hacia adelante, enseñarle a darse cuenta que el enemigo no es omnipotente, que está desgarrado por contradicciones internas. Y, en términos más amplios, se trata de una preparación que surge de “sembrar” determinadas ideas, instituir determinadas “tradiciones” de lucha y organización que pueden –y deberían– desarrollarse con antelación para la educación de la vanguardia (y, a través de ella, a sectores de masas) y forjar un partido revolucionario capaz de ponerse al frente de esas batallas.
Claro que en su lugar podríamos dedicarnos a explicar por qué las luchas que vayan más allá del programa mínimo estarían condenadas a fracasar de antemano por las leyes del capital a no ser que previamente tuviesen garantías (relación de fuerzas) para conquistar el poder. Pero digamos que ningún partido revolucionario se construyó así, y si de eso estamos hablando, sin duda el Programa de Transición tiene mucho que aportarnos para los combates que tenemos por delante.