Primer boceto original de la tapa de Oktubre dibujado en una servilleta, año 1986.
Oscuro, magnético, misterioso e incendiario: ¿por qué el disco angular de Los Redondos nos sigue interpelando tres décadas y media después de su salida?
Willy Crook solía quejarse de Osvel Costa, el técnico de Oktubre en los reconocidos estudios Panda, “por culpa de un artefacto recién inventado, el reverb, que consideraba menester ponérselo a todo”. El saxofonista se refería al efecto característico del sonido del disco, esa especie de eco que hace imaginarnos a Los Redondos grabando todos amontonados en un baño sin ventanas, con la música rebotando entre los azulejos para darnos la sensación de una oscuridad agobiante, la única posible en aquella democracia joven pero insegura, paranoica y amenazada. Atrapado en libertad.
Pero… ¿qué sería de Oktubre sin esa textura que lo caracteriza? ¿Sería mejor? ¿Sería peor? Bah… ¿vale la pena hacer este ejercicio contrafáctico?: las que mandan —en el fondo, y siempre— son las canciones. Y ellas, una detrás de otra, se enhebran en un álbum que tiene lo mismo que necesita una obra de teatro, una película o un libro. Coherencia y cohesión. Esto es: que todas sus partes estén alineadas sobre el mismo eje para que ninguna muerda la banquina y haga descarrilar a las demás.
Lleno de significados y significantes, de lecturas y relecturas, de especulaciones y sobrenarraciones, Los Redondos lograron en su carrera muchas cosas (algunas ciertas, otras imaginables y unas cuantas pertenecientes al campo de las suposiciones; la famosa mitología ricotera). Pero solo una vez pudieron imprimirle al disco una entidad conceptual que se ubique por encima de las canciones para integrarlas en un todo más allá de frases sueltas, solos tarareables (de guitarra, de saxo) y proclamas-slogans. Y eso sucedió únicamente en Oktubre. Un mérito que se aprecia aún mejor en el contraste con Gulp!, el disco anterior, grabado apenas un año antes. Un año que pareció un siglo: el LP debut no es más (ni más, ni menos, en todo caso) que un compendio de canciones con algunos rasgos compartidos, pero sin la potencia de una idea-fuerza que atraviesa a la obra con un mismo vector común. Lo mismo sucede con Un baión para el ojo idiota, su sucedáneo de 1988, y también con todos los demás discos (aunque algunos exceptúen a Luzbelito, tal vez una discusión para otro momento).
Oktubre se entiende muy bien escuchándolo, pero aún mucho más viéndolo. ¿De qué manera? Mirando la tapa mientras suenan las canciones: ahí aparece el “marco teórico” en el que el surrealismo poético de Solari y la orquestación musical de Beilinson toman otro volumen y se expanden hacia una tercera dimensión. El esclavo agitando su propia cadena, la catedral de La Plata prendida fuego y la masa movilizándose entre banderas rojas. El mes de las revoluciones, de la bolchevique a la peronista, con los colores de las luchas obreras, socialistas y anarquistas. A pesar de que el Indio aclare: “Sin un estandarte de mi parte” (pero Rocambole, a su vez, reponga décadas después en su libro De regreso a Oktubre, lo que quedó en el tintero las figuras de Trotsky, Lenin, el Che, Mao, Ho Chi Minh o el Subcomandante Marcos).
Por arriba de la particularidad de cada canción, el arte gráfico coloca en el centro del protagonismo al sujeto colectivo como una identidad que los años de plomo y la falta de representatividad política habían licuado en un increscendo de individualismo y desapego al sentido comunitario. Algo que en los ’90 llegaría a su punto máximo de indolencia sobre los escombros del Muro de Berlín derribado, el Consenso de Washington marcando el ritmo del neoliberalismo en los países emergentes y un “nuevo orden mundial” (apenas uno entre tantos otros que, más acá o más allá, siempre se venden como novedosos, aunque sin grandes novedades).
Comprender una letra de Los Redondos es una proeza. Y comprender más de una, mucho más. Por eso Oktubre es Oktubre: mojonea a la banda, a sus músicos, a la cultura rock… y a su época. Nuevamente Crook aportando una visión meridiana: “En ese entonces, las bandas no sonaban iguales a otras, sino que sonaban iguales a sí mismas”. Las influencias advertibles, la réplica en serie, los sonidos que suenan a algo ya sonado y el loop de dejavúes acorde tras acorde fueron cosas que vinieron después. No mucho después, claro, pero en una era que aún no era esa.
Y Oktubre tampoco sería Oktubre no sólo sin ese omnipresente reverb, sino tampoco sin esa tapa (¿acaso la de mayor polisemia en todo el rock argentino?). Una gráfica hecha con dos colores por el sencillo motivo de que no sobraban recursos económicos: el segundo disco se financió con lo recaudado del primero, que alcanzaba para lo justo y ya. El resto se compensó con creatividad e imaginación. Así aparecieron las canciones y así, también, aparecieron los dibujos. ¿De quién fue la idea gráfica? Tan importante es la autoría de esta simbología, que el Indio y Rocambole se arrogan para cada cual la propuesta original de invertir la B del nombre, simulando el alfabeto cirílico ruso. El poder del disco está hasta en una simple letra. O no tan simple: solo basta dibujar esa B espejada para disparar todo el imaginario del álbum.
Hay obras que explican su tiempo, otras que reseñan de donde se viene y solo algunas —las menos, y por eso quizás las imprescindibles— logran anticiparse a su época. De lo complejo a lo simple: “Nadie va a escuchar tu remera” advertía algo propio de la década siguiente, como fue la iconofilia de camisetas, banderas y mochilas estampadas a escala industrial; pero también la cultura de lo “efímero, ahora efímero, como corre el tiempo” en guardia contra la angustia expandida como una epidemia barbijeada con ansiolíticos de venta masiva (“el tic no alcanza al tac”). Promedios de nueve horas diarias con el celular en la mano (casi todo el día, ¡casi toda la vida!) y los fenómenos de la socialmedia: hoy influenciado, mañana cancelado y pasado… la imagen te desfiguró.
Pero en ese tiempo donde “los buenos volvieron y están rodando cine de terror”, con una primavera a la que se le sacaba el polen y las flores decoloraban en escalas de grises, esta gema postpunk (aunque la mayoría que conoce, corea y hasta se tatúa las canciones no sepa qué carajo es el postpunk) va más allá de “Ji ji ji” y su ritualidad para dejar al final una advertencia que perdurará por siempre entre quienes busquen atravesar las oscuridades con los ojos ciegos bien abiertos. Si “estamos todos en naufragar”, conviene entonces evitar por todos los medios ese “último secuestro”: el de tu estado de ánimo.