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La Izquierda Diario
19 de diciembre de 2021 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
2001: odisea en la Argentina
Esteban Mercatante | @EMercatante

Foto: muestra Aviso de Incendio, Contraimagen.

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Se cumplen 20 años del momento en que la depresión económica más severa de la historia argentina derivó en estallido. La historia que llevó al 19 y 20 de diciembre de 2001 empezó a escribirse mucho tiempo antes. A partir de 1998, sino antes, los arreglos con los que el capitalismo argentino se había asegurado un certificado de ingreso al “primer mundo” empezaron a entrar en desbarajuste ante una situación internacional que se ponía cada vez más convulsionada. En esta nota presentamos una síntesis de los caminos hacia el colapso, de cómo la crisis se saldó con una “acumulación por desposesión” en beneficio de sectores del gran capital, y de los rumbos y contradicciones del capitalismo dependiente argentino en las dos décadas posteriores a ese diciembre.

Turbulencia global

La larga crisis argentina, junto con la de Turquía en ese mismo 2001, fueron el punto cúlmine de una serie de shocks que sucedieron en el final de milenio atravesando todo el planeta. México ya había atravesado una crisis de balanza de pagos en 1994 cuya onda expansiva golpeó a toda América Latina, pero el final de la década casi no dio respiro. Al estallido de las burbujas de crédito en los países asiáticos en 1997 lo siguieron la crisis de Rusia en 1998, una presión sobre el real brasilero que terminó en devaluación en 1999, y el estallido de la burbuja financiera de la entonces llamada “nueva economía” (la primera ola de firmas punto com) en EE. UU. en el año 2000. El mundo, que cuando la Argentina encaró con Menem las políticas de apertura “sin anestesia” a comienzos de la década de 1990 parecía haber llegado a un “fin de la historia” en el que el capitalismo –ahora sin la amenaza a la vista de otras organizaciones sociales alternativas– prometía prosperidad para todo el mundo de la mano de la globalización, se había tornado en cada vez más incierto. La remoción de barreras para los movimientos de capitales y la desregulación financiera había ido de la mano con la multiplicación de los eventos de crisis desde la década de 1980, como documentan Carmen M. Reinhart y Kenneth S. Rogoff en Esta vez es distinto. Ocho siglos de necedad financiera. La recurrencia de estos shocks a medida que se expandía la influencia y penetración de las finanzas internacionales en todas las economías no era algo que desconocieran los mayores impulsores de esta avanzada. Pero evaluando que el costo –para ellos y los intereses que defendían– era mayor si se cortaba las alas de los financistas, las instituciones financieras como el FMI se especializaron simplemente en la “contención de la crisis”, como señala Leo Panitch. Un “control de daños” que por lo general apunta a salvar a los bancos y capitalistas socializando sus pérdidas, e imponiendo a los países políticas que favorecen más apertura y desregulación en favor de los mismos sectores cuya acción explica las crisis en primer lugar.

El corset de la Convertibilidad

El episodio argentino de esta serie estuvo moldeado por las condiciones que imponía la Convertibilidad, que regía desde 1991 y establecía una paridad fija por ley entre el peso argentino y el dólar, de 1 a 1. Esta Convertibilidad había sido la apuesta extrema de Domingo Cavallo, cuarto ministro de Economía de Carlos Menem en dos años de gobierno, para frenar la hiperinflación con la que se había despedido Raúl Alfonsín y siguió marcando los primeros dos años del gobierno peronista. La Convertibilidad apuntaba a contener la espiral de precios atando por ley la moneda al dólar para que actuara como ancla. La principal consecuencia de esta política era restringir las funciones del Banco Central, que quedaba limitado en su capacidad para emitir dinero y para actuar como prestamista en última instancia (es decir, garante de la estabilidad) del sistema financiero. Pasaba a ser una especie de caja de conversión que solo podía emitir pesos con un respaldo equivalente en dólares cuando aumentaba la disponibilidad de estos, ya sea por superávit comercial (que no hubo durante toda la Convertibilidad), ingreso de capitales extranjeros o endeudamiento en moneda extranjera. La implementación de la Convertibilidad dependió del avance en la reestructuración de la deuda con aval de EE. UU. y del FMI (Plan Brady), que alivió por un tiempo la urgencia de contar con dólares para afrontar pagos de servicios de deuda, y de las privatizaciones, que dieron recursos al Tesoro nacional gracias a un desguace formidable de activos (y de paso le permitieron también reducir deuda, ya que las empresas que se quedaron con los activos del Estado entregaron bonos que habían comprado a precio de remate). Apoyado en estas condiciones el programa pudo mostrar una reducción de la inflación relativamente rápida.

Si bien la Convertibilidad era básicamente una política monetaria de tipo de cambio fijo, aunque reforzado por ley que hacía más difícil su abandono –más aún cuando sobre esta base se dolarizaron numerosos contratos como las tarifas de los servicios públicos privatizados–, se trasformó en un andamiaje para una transformación profunda y acelerada del conjunto de la estructura económica y de las relaciones entre las clases. Después de la “década perdida” de 1980, los sectores más concentrados de la burguesía nacional junto al capital imperialista radicado en el país aprovecharon las condiciones de estabilidad para retomar agresivamente la ofensiva para reestructurar la economía del país en términos que les resultaran favorables, atacando a la clase trabajadora y los sectores populares y disciplinando también a otras fracciones del empresariado. El “corset cambiario” se convirtió en un ariete formidable para reestructurar por la fuerza la economía argentina. La paridad “1 a 1” se basó en un nivel de precios que determinaba que la moneda nacional fuera fuerte respecto del dólar; esto significa que, mirando una serie histórica, el poder de compra “real” del dólar en el país era menor que en otros momentos. La inflación que continuó durante los primeros tiempos de la convertibilidad agravó esto. Para los capitales que operaban en el país, muchos de los cuales lo hacían con una productividad menor a los promedios internacionales (lo que significa que tienen costos mayores que sus competidores de otros países) la sobrevaluación de la moneda nacional planteaba un desafío importante en términos de “competitividad”, que afectaba a casi todos los sectores productores de bienes [1]. La sobrevaluación del peso se iría agravando a medida que otros países fueron depreciando sus monedas contra el dólar. El “1 a 1” en estas condiciones, sumado a la apertura del comercio “sin anestesia” que impulsó activamente Menem en un contexto de presión imperialista para que los países dependientes abrieran sus mercados de forma incondicional –que se coronó en 1995 con la creación de la Organización Mundial del Comercio– significó para el conjunto de los capitales del país una disyuntiva de hierro: reconvertirse o desaparecer. Muchas firmas –grandes y medianas– aprovecharon el peso fuerte para traer medios de producción que resultaban relativamente menos costosos que en otros tiempos; muchas otras empresas cerraron, y muchas fueron adquiridas por capitales extranjeros. Para muestra, veamos lo que ocurrió con las 500 más grandes firmas que toma el Indec en la Encuesta Nacional de Grandes Empresas (ENGE): en 1993, 281 empresas eran de origen de capital nacional; en 2004, 165. Lo mismo ocurrió en todos los niveles de la economía.

Las firmas no solo hicieron frente al desafío de la competitividad invirtiendo en medios de producción más modernos sino que, en igual o mayor medida, mediante un ataque a las condiciones laborales. Las privatizaciones, la masiva reducción del empleo público –ambas impuestas a través de la derrota a duras luchas–, los despidos en el sector privado y desaparición de numerosas empresas, condujeron a un drástico aumento del desempleo −que superó los dos dígitos en 1994 y no bajó de ahí en toda la década−. En estas condiciones fue que se instalaron los planteos de “flexibilización laboral”, que supuestamente facilitaría la creación de empleo, lo que obviamente no ocurrió. Lo que sí tuvo lugar es una degradación en las condiciones de trabajo, que desde ahí en adelante se convertiría en una “nueva normalidad” para cada vez más sectores de la clase trabajadora: contratos a término como situación permanente, tercerización, horarios rotativos bajo distintas modalidades, pérdida de pagos por horas extra, polivalencia y multifuncionalidad, y un largo etcétera. Al mismo tiempo, durante este período iría en aumento la proporción de la población que quedaría estructuralmente vedada de acceder a un empleo formal y condenada a tener empleo en relación de dependencia pero no registrado (“en negro”), o a apelar a distintas formas de supervivencia en la informalidad. Esta transformación regresiva de las relaciones entre las clases y de la estructura productiva benefició a importantes sectores del empresariado.

Pero si bien la reestructuración de la economía y el avance sobre las condiciones de trabajo contrarrestó en parte los efectos de la sobrevaluación del peso, a medida de tenían lugar depreciaciones de varias monedas respecto del dólar, esta estrategia para asegurar la rentabilidad fue encontrando límites insalvables. Las alarmas de los capitalistas productores de bienes transables sonaron cuando Brasil devaluó en 1999. Pero ya antes de esto los márgenes de ganancia venían cayendo, y con ellos la inversión y la actividad económica, que empezó a estar en rojo a finales de 1998. Empezaba acá la crisis más larga y severa de la economía argentina hasta hoy. En 1999 la economía cayó 3,5 %.

¿Qué hacer ante la crisis de la Convertibilidad? ¿Abandonarla y devaluar, o radicalizarla con una dolarización? Los sectores de la clase dominante que se habían unido en torno de las privatizaciones y la reestururación económica durante los años de Menem, empezaban a dividirse en torno a esta cuestión. Los gestores de la banca extranjera y las empresas privatizadas se convirtieron en adalides de la dolarización plena, mientras que grandes industriales impulsaron la confluencia de la UIA con entidades del agro y la construcción en el llamado Grupo Productivo para impulsar la salida de la convertibilidad y la devaluación del peso. La disputa entre estos sectores se iría haciendo cada vez más aguda con el desarrollo de la crisis, pero se mantendría durante varios años en un empantamiento. Mientras que Menem había intentado sin éxito avanzar hacia la dolarización y la seguiría impulsando con miras a retornar a la presidencia en 2003, su sucesor Fernando de la Rúa, que hizo campaña prometiendo la continuidad del “1 a 1”, buscó alargar la vida del régimen de convertibilidad –que seguía contando con un apoyo mayoritario según mostraban los sondeos de opinión de la época–atacando lo que aparecía como su principal talón de Aquiles, que eran los déficit de las cuentas públicas.

La deuda eterna

El peso fuerte, que como vimos tenía un impacto negativo sobre la competitividad y rentabilidad de buena parte de la clase capitalista, favoreció el aumento de las importaciones al mismo tiempo que impuso una barrera para sostener o incrementar las exportaciones en muchos rubros, por fuera del agro pampeano que vio afectada su rentabilidad pero no su capacidad de vender al exterior. El resultado es que todo el ciclo de la convertibilidad convivió con un déficit comercial. De esta forma, los dólares que eran fundamentales para sostener el régimen monetario y permitir una expansión del crédito, solo podían conseguirse con ingreso de capitales (que después del ciclo acelerado de compra de empresas locales que se dio hasta 1997 empezaron a disminuir) o mediante endeudamiento.

A esto se sumó la necesidad de financiar el resultado fiscal, que después de algunos años de superávit por los ingresos de las privatizaciones y el alargamiento de plazo de pago de deuda que permitió la reestructuración del Plan Brady, entró en déficit (financiero, es decir, incluyendo el pago de servicios de deuda) desde 1993 [2]. Este déficit, en aumento casi continuo desde entonces (salvo entre los años 1996 y 1997, en que cae) debía ser cubierto con más deuda pública. Es de notar que el déficit fiscal del período surgía exclusivamente de pagar la deuda, ya que el resultado primario (como resultado de ajustes y desguace de vastas áreas del Estado) era superavitario. Los déficits gemelos, de las cuentas externas del país (balanza de pagos) y del resultado fiscal financiero (después del pago de deuda) que debían ser financiados eran cada vez más abultados, y había que solventarlos en condiciones cada vez peores, por la incertidumbre financiera internacional y la consecuente menor afluencia de capitales ávidos de ganancias rápidas.

Al contexto financiero internacional cada vez más adverso se sumaría que desde mediados de 1999 la Reserva Federal de EE. UU. (su Banco Central) empezó a subir las tasas de interés. El resultado, como cada vez que ocurre esto, es que se encarece el endeudamiento para el resto del mundo y EE. UU. atrae más capitales restringiendo la liquidez para otros países.

Desde sus primeros días de gobierno, la apuesta de Fernando De la Rúa para asegurar la sobrevida de la convertibilidad fue lograr un espaldarazo de la “comunidad internacional”, el mismo que le había servido a Menem en los comienzos de la Convertibilidad. Pero las condiciones no podían ser más disímiles. El riojano se había amoldado al “nuevo orden mundial” cuando EE. UU. celebraba el triunfo en la Guerra Fría y reinaba el triunfalismo capitalista, y tenía para dilapidar un conjunto de empresas públicas; además, tenía la deuda pública otra vez pendiente de reestructuración. De la Rúa no solo llegaba en un momento mundial más adverso, tampoco le quedaba nada significativo por vender (antes de irse Menem liquidó el último gran activo con YPF, que le permitió maquillar las cuentas fiscales y obtener dólares para retirarse en orden) y buscaba evitar otra reestructuración de la deuda. No obstante, la idea básica de la estrategia seguida pasaba por “restaurar la confianza” realizando un ajuste de las cuentas públicas para cerrar el déficit y continuando con la agenda de desregulación (cielos abiertos) y reformas neoliberales, como la laboral, que abriría una gran crisis política durante el primer año de gobierno derivando en la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez. En las primeras semanas de gobierno se aprobó la Ley de Reforma Tributaria presentada por José Luis Machinea, el primer ministro de Economía de De la Rúa, que preveía aumentar el impuesto a las ganancias (introduciendo la famosa “tablita” para la cuarta categoría que sería fuente de reclamos en los años siguientes), generalizaba el IVA y aumentaba casi todos los impuestos internos. A esto le seguirían otras medidas de ajuste, como la baja de los sueldos de empleados públicos. Todo en el marco de un acuerdo Stand By con el FMI anunciado en enero de 2000, a menos de dos meses de asumir. El organismo, que había auditado la economía argentina durante todo el ciclo menemista y no había dudado en presentar a la Argentina como el mejor alumno y ejemplo en varias ocasiones durante esos años, respaldaba a De la Rúa.

La resistencia a los planes de ajuste y las protestas ante la emergencia social acompañaron desde el primer minuto al gobierno de la Alianza, que en su primera semana de gobierno tuvo dos muertos a manos de la gendarmería en Corrientes. Las puebladas, que habían hecho su aparición en el sur del país en el otoño del menemismo, se empezaron a multiplicar durante estos años. La organización de los movimientos de desocupados para reclamar planes y trabajo se extendió hasta alcanzar a varias decenas de miles en 2001. El gobierno también sufriría el desgaste de los paros generales llamados por la burocracia sindical, que se encontraba dividida entre un ala dialoguista y otra disidente.

La cuenta regresiva hacia el colapso

El círculo vicioso era evidente: ajustar para reducir el déficit cuando la economía ya está en recesión contribuía a hundir más la economía y como producto de esto tampoco se podía achicar el rojo fiscal. El resultado era que a pesar de los ajustes los servicios de la deuda iban adquiriendo un peso creciente sobre la balanza de pagos (las cuentas externas del país), volviendo cada vez más probable un escenario de imposibilidad de afrontar esos pagos. El primer año de gobierno de De la Rúa terminaría con una caída del PBI de 0,8 %.

La encerrona de la deuda llevó al gobierno De la Rúa a intentar otra alquimias financieras, de la mano del FMI, otros organismos multilaterales (además de bancos, AFJP y el Estado español) : el llamado Blindaje, un prestamo contingente (es decir, dependiendo de las urgencias financieras) por USD 40.000 millones de dólares. El Blindaje tenía como principales condiciones por parte del FMI:

• reforma previsional: eliminar la Prestación Básica Universal y elevar la edad jubilatoria de las mujeres;
• “racionalización” de la administración pública;
• reducción del gasto público por 1,5 % del PBI durante 2001;
• reestructuración de la ANSES y del PAMI y desregulación de las obras sociales;
• congelamiento del gasto primario público de la Administración Nacional y Provincial.

En ese fin de año el blindaje se convirtió en un slogan para asegurar que la crisis estaba encaminada. “Blindaje es educación”; “Blindaje es crecimiento”, decía la campaña publicitaria oficial. Pero el blindaje no despejó el panorama. Los intentos de capear con ingenierías financieras los problemas inmediatos de liquidez del sector público fracasaron y con ellos comenzó una presión insoportable sobre la moneda. Previendo el fin de la Convertibilidad, la burguesía aceleró la salvaguarda de sus activos fuera del sistema financiero local, fugando dólares de forma acelerada. Entre 1992 y 2001 se fugaron más de USD 60.000 millones, pero solo en 2001 fueron USD 14.977 millones.

El continuo deterioro de la situación económica llevó a De la Rúa a forzar la salida de Machinea en marzo de 2001. En su reemplazo puso a Ricardo López Murphy, que salió eyectado a dos días de anunciar un programa económico que radicalizaba el ajuste de su antecesor y que causó un extendido rechazo y movilizaciones de protesta, y al que se opusieron incluso sectores del radicalismo. De la Rúa designó finalmente a Domingo Cavallo. Este se propuso reformar la Convertibilidad (creando un sistema de empalme con el euro que se proponía revertir en parte la sobrevaluación del peso sin salir del esquema, que finalmente no modificó las condiciones) y reestructurar la deuda. Si bien inicialmente amagó con salir del libreto de la austeridad fiscal, continuó esta senda y presentó en julio un programa de Déficit Cero.

El llamado “riesgo país”, indicador que elabora JP Morgan para medir el diferencial de tasa que paga la deuda de los distintos países respecto de los bonos de EE. UU., y que durante 2001 se volvió en los noticieros argentinos tan ineludible como el pronóstico del tiempo, fue creciendo de manera acelerada mientras que profundizaba la crisis. Para julio ya superaba los 1.000 puntos, lo que significaba que una emisión de deuda argentina debería pagar 10 % anual por encima de la tasa de un bono de EE. UU. Demás está decir que el acceso al crédito ya estaba antes vedado.

La “asistencia” del FMI se fue haciendo más reticente a medida que se profundizaba la crisis. A comienzos de septiembre de 2001 anunció el llamado Salvataje, un préstamo por USD 13.000 millones, de los cuales se desembolsaron USD 8.000 millones (tres cuartos del FMI y el restante el Banco Mundial). Pero a los pocos días los atentados del 11S a las Torres Gemelas cambiaron el panorama mundial; cualquier preocupación por contener la crisis argentina para evitar contagio en otros países quedó relegado. El manejo de la crisis quedó en mano de los funcionarios más duros del Tesoro de EE. UU., que hacía tiempo venían planteando una posición crítica a la actuación del FMI.

Después del Blindaje, que había aumentado el endeudamiento sin blindar en lo más mínimo de la presión de los acreedores, Cavallo puso en marcha en noviembre el Megacanje. El objetivo era postergar unos años los vencimientos de la deuda, convalidando para ello tasas de interés más elevadas. El resultado de la operación fue un aumento de los intereses a pagar de 82.246 millones de dólares a 120.650 millones, un incremento de 40.649 millones. A esto se le sumó una capitalización de intereses por 13.052 millones. Un negocio formidable para los buitres de la deuda.

Después de que los sectores más concentrados hubieran fugado sus capitales, Cavallo anunció el sábado 1 de diciembre el corralito bancario. Este limitaba las extracciones a 250 pesos o dólares por semana, buscando evitar la bancarrota que amenazaba al sistema financiero −es decir, a los mismos bancos que habían asegurado a los grandes ahorristas el giro de sus fondos a cuentas en el exterior antes de que estalle todo−. La medida apuntaba a sostener al sistema financiero, pero también a frenar la pérdida de reservas del BCRA.

El corralito secó de pesos a una economía ya estragada por la recesión. Con una informalidad que afectaba a más del 60 % de la actividad económica, el recorte de la liquidez que significaron estas medidas empujó a la parálisis. Al mismo tiempo, los Estados provinciales habían empezado a crear cuasimonedas para enfrentar sus problemas financieros. Los empleados públicos y los contratistas del Estado nacional y provinciales empezaron a ser pagados en Patacones bonaerenses, Lecop nacionales, etc. Aunque no parecía posible, la miseria se hizo todavía más profunda para millones.

Entre 1998 y 2002, el PIB acumuló una caída de 20 % (10 puntos antes de la devaluación y el resto en los meses siguientes hasta alcanzar un piso a mediados de junio). La deuda pública llegaba a los USD 200.000 millones (casi 70 % del PIB). Mientras los intereses para financiar los pagos de la misma se ubicaban por las nubes (gracias al “riesgo país”), se cortaba el financiamiento y se aceleraba la fuga de capitales (solo en 2001 fue de USD 14.977 millones). Los indicadores sociales exponían este deterioro extremo: la tasa de desempleo llegó en 2002 al 21 % y la pobreza afectaría a más de 50 % de la población. Era el fracaso de la última ilusión con la que la clase capitalista argentina había buscado entusiasmar a las clases subalternas, la llegada al “primer mundo” de la mano de un régimen económico amigable a las trasnacionales, abierto al mundo y que daba garantía de una convertibilidad fija entre la moneda argentina y la norteamericana. La consecuencia sería la honda deslegitimación social del régimen y de sus personeros políticos, expresado en la consigna “que se vayan todos” que levantaron las movilizaciones de aquel diciembre caliente de 2001 y los meses que siguieron.

Las paradojas de diciembre

En El capital, Karl Marx no se limita a mostrar que la producción capitalista está basada en un robo legalizado que consiste en explotar a la fuerza de trabajo obligándola a trabajar más allá del tiempo que requeriría cada trabajadora y trabajador para reponer el valor equivalente a su salario. Cuando discute la llamada acumulación originaria expone que esta no surge de la vocación ahorrativa de ciertos individuos que, sobre la base de este esfuerzo personal, llegan a convertirse en capitalistas. Por el contrario, una serie de procesos de apropiación originaria y violenta tienen lugar en todo el planeta (y no solo en esos países donde surgió el capitalismo) para que este modo de producción llegue a existir. El geógrafo marxista David Harvey, abrevando en Marx y también en Rosa Luxemburg, rescata la importancia que juega la acumulación originaria, que el llama acumulación por desposesión, en toda la historia del capitalismo hasta el presente. Las desposesiones no ocurrieron solo en los orígenes del capitalismo, algo que en parte ya sugería Marx; se producen una y otra vez en los espacios que el capital ya domina y en los que va conquistando, para alimentar la rueda de la valorización [3]. Más allá de la inclinación de Harvey a afirmar que la acumulación por desposesión tiende a sobrepasar en importancia a la acumulación por explotación, desplazando los centros de gravedad de la economía capitalista y por ende la forma de articulación de fuerzas sociales que permitan superarla, este categoría es útil para analizar los procesos que tuvieron lugar desde la caída de De la Rúa. De un zarpazo, la burguesía argentina (y sectores de burguesía extranjera radicados en el país) impusieron en su favor una serie de transferencias de ingreso a costa de la clase trabajadora, que alimentaron una masa de ganancias extraordinarias. Esto ocurrió al mismo tiempo que lograban una conversión de de deudas en dólares a pesos que hubiera sido la envidia de un alquimista, pulverizando el valor de sus pasivos (algo por lo cual los bancos fueron debidamente compensados).

La resistencia obrera y popular puso un freno para las políticas de ajuste y austeridad en los marcos de la Convertibilidad de De la Rúa y Cavallo, llevando a su caída y a una formidable crisis del régimen. Sin embargo, esto no alcanzó para evitar que lo peor de los costos de la crisis volviera a recaer sobre la clase trabajadora y los sectores populares. El terremoto político del “que se vayan todos” fue, paradojalmente, lo que permitió saldar el “empate catastrófico” en la clase dominante en favor del bando devaluacionista, que se envolvía en las banderas de la producción y el trabajo, y lo sigue haciendo, como podemos ver en el libro que sacó hace pocas semanas uno de los protagonistas, José Ignacio De Mendiguren, sobre su rol en los acontecimientos de entonces. “Nosotros dimos la pelea, y sorprendentemente para muchos, la ganamos”, afirma en tono celebratorio [4]. Sin duda, algunos pocos ganaron, y mucho, durante ese 2002 tumultuoso.

“El duhaldismo, desde el punto de vista del proceso económico, es el origen del kirchnerismo”, sostiene Martín Schorr en una entrevista que le realizamos a propósito del libro Entre la década ganada y la década perdida. Cuando llegó Eduardo Duhalde a la presidencia el 2 de enero de 2002, después de que sucedieran 5 presidentes en 10 días, puso en marcha una serie de medidas que completarían el drástico ajuste de la economía argentina que gestaría las condiciones de la recuperación posterior.

Las principales medidas de política económica durante 2002 serían: sanción de una Ley de Emergencia Económica, que otorgaba facultades al Ejecutivo para tomar decisiones sobre la reasignación del gasto, marcos regulatorios, etc.; la derogación de la Ley de Convertibilidad; la llamada “pesificación asimétrica” (que significó que mientras a los ahorristas se les reconoció un tipo de cambio de $ 1,40 por dólar, las deudas de las empresas con el sistema financiero local se pesificaron con un tipo de cambio “1 a 1”); el establecimiento de retenciones para las exportaciones agropecuarias, hidrocarburíferas y mineras; la desdolarización de las tarifas de los servicios públicos y su inicial congelamiento, y modificaciones en la ley de quiebras para evitar que algunas grandes empresas muy endeudadas en dólares (como Clarín) pasaran a manos extranjeras.

El abandono de la Convertibilidad condujo a una megadevaluación: el dólar pasó de valer $ 1 a cotizar $ 4 en mayo/junio de 2002, para estabilizarse finalmente en $ 3. El aumento del dólar repercutió en los precios, que después de varios años de tener variaciones de pocos puntos porcentuales anuales, subieron 40,9 % en 2002. En un contexto de hiperdesempleo, los salarios, en cambio, apenas registraron un aumento promedio de 10,9 %. El salario sufrió en consecuencia una fuerte caída de su poder adquisitivo, cercana al 30 %. El correlato fue una fuerte mejora en la rentabilidad de las firmas, que ven el salario como un costo más a reducir lo máximo que sea posible. El gasto público cayó nominalmente; sumando el efecto de la inflación el resultado fue un recorte muy drástico. El mismo recayó sobre todo en los asalariados del sector público, las partidas presupuestarias de salud, educación, etc. Solo se registró un aumento del gasto en planes Trabajar y los Jefes y Jefas de Hogar que se pondrían en marcha ese año. Al mismo tiempo, el default de la deuda pública con acreedores privados (establecido por Adolfo Rodríguez Saá durante sus breves días como presidente) alivió las cuentas públicas y externas.

Otro aspecto clave fue la estabilización de los precios, lograda con relativo éxito considerando la magnitud de la devaluación. Si bien no se comprobó, como afirmaban algunos impulsores de la salida devaluacionista, que no fuera a haber un fuerte aumento de precios pos devaluación, este resultó limitado en comparación con los que tuvieron lugar en otros países que habían devaluado unos años antes. El traslado a precios del ajuste cambiario también fue limitado respecto de lo que había ocurrido otras veces en la historia argentina. La inflación de 40,9 % resulta poco en relación a la suba en la cotización del dólar, que se multiplicó por 3. En 2003 casi no hubo inflación. Cuatro elementos centrales explican esto: 1) los salarios acusaron el impacto del aumento de precios casi en su totalidad; 2) el comercio absorbió una parte de los ajustes de precios reduciendo sus márgenes, en un momento en que las ventas venían decaídas para tratar de compensar por volumen; 3) la aplicación de retenciones a las exportaciones limitó en parte el traslado de la devaluación a los precios de los alimentos; 4) la desdolarización de las tarifas de servicios públicos, que se dio en el marco de la Emergencia Económica, suspendiendo pero sin revisar los marcos regulatorios de las privatizaciones (situación que se mantendría en esta misma indefinición durante los años siguientes). Dicho esto, hay que señalar que acá mismo se sentaron las bases para el salto inflacionario que empezaría a manifestarse en 2005/2006 [5].

La clase obrera absorbió el impacto que tuvo el ajuste cambiario sobre el nivel de vida, sin atinar a dar una repuesta significativa. Esto se explica por la hiperdesocupación, pero también por el hecho de que, tomando partido en la disputa que dividía a sectores de la burguesía, la mayor parte de las conducciones sindicales militaron activamente en favor de la salida devaluatoria y mantuvieron una completa pasividad durante los meses en los que el gobierno de Duhalde aplicó las principales medidas de ajuste. Así como el 19 y 20 de diciembre de 2001 habían evitado salir a la calle e impidieron que el movimiento de masas confluyera con una intervención organizada de la clase trabajadora que los podría haber desbordado, en 2002 el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA) comandado por Hugo Moyano, y buena parte de los gremios de la CGT enarbolaron la bandera de la “producción nacional” para encolumnarse tras del Grupo Productivo. En medio del pánico frente a la hecatombe que recorría las filas obreras, y con la mayor parte de la burocracia sindical acompañando abierta o tácitamente la salida devaluacionista, los asalariados no pudieron oponer una resistencia significativa para enfrentar el impacto de las medidas que elevaban el costo de vida.

Para sintetizar, entonces, diremos que en 2002 se produjo un ajuste que tuvo múltiples dimensiones: aumento de la rentabilidad del capital, específicamente de los radicados en la producción de bienes transables (para la exportación y para el mercado interno), aumento del superávit fiscal primario y cambio de signo del resultado de la balanza de pagos, de déficit a superávit. De los déficit gemelos durante buena parte de la década previa, pasamos a superávit gemelos.

Si la Argentina durante la crisis de 1998 hasta 2001 fue un eslabón débil de una economía internacional que tenía varios frentes de tormenta, a partir de 2002 el panorama cambió de manera drástica. La Reserva Federal de EE. UU. pasó de una política contractiva de subir tasas de interés, a una expansiva de bajarlas, para evitar que después del 11S y del abrupto desinfle de la burbuja de la “nueva economía” se produjera una fuerte recesión. China, que había entrado a la OMC en 2001, se iría convirtiendo en el gran comprador de commodities de todo el mundo, favoreciendo la exportación de soja, cultivo que desde 1997 había empezado a crecer fuerte en el país en base a las variedades transgénicas.

La trayectoria de la crisis, su prolongación y salida, estuvieron determinadas por la Convertibilidad y la disputa que se dio alrededor de la misma, pero la crisis no puede remitirse simplemente a la existencia de dicho régimen, como hacen muchos, entre otros el ya citado líder industrial José de Mendiguren. De esta forma, la crisis queda reducida a una política errónea, sin la cual la hecatombe podría haberse evitado. Sin embargo, como vimos, la de la Argentina fue la última de una larga serie de crisis que recorrieron el planeta, golpeando a países con distintos esquemas macreconómicos que fueron desestabilizados, en distintas formas y grados, por la entrada y salida acelerada de capitales y ciclos de endeudamiento. Quienes cuentan así la historia del 2001, olvidan también que solo una crisis extrema como la que se alcanzó después de tres años de depresión abrió el paso a imponer el shock que significaron las medidas de 2002. Mendiguren gusta citar a Naomi Klein y su doctrina del shock contra el banco dolarizador, sin percatarse de cómo la narrativa se ajusta como anillo al dedo a la salida que impuso Grupo “Productivo” para abandonar la Convertibilidad.

Del “crecimiento con inclusión” al regreso de la restricción externa

La consumación del ajuste y el “viento de cola” internacional crearon las condiciones para la recuperación económica, pero no encausaron la crisis política. Para “pasivizar” a los movimientos sociales que desde 2001 habían tendido a confluir en una alianza amplia en rechazo a la “clase política” que incluía a peronistas y radicales sin distinciones, no alcanzaba tampoco con la represión y desgaste que, junto con algunas medidas de contención como los planes Jefes y Jefas de Hogar, llevó adelante Duhalde. “Era impensable creer que de esa crisis [de 2001] se salía simplemente con un avance del capital sobre el trabajo y quedarte ahí”, reflexiona Schorr. Por eso, desde su llegada al gobierno en 2003, Néstor Kirchner puso en marcha iniciativas para sacar de la calle a buena parte de los sectores movilizados, apoyado en las condiciones de recuperación en marcha.

Sobre la base de una economía que creció a una tasa promedio de 8 % durante el primer lustro pos crisis y que durante sus primeros años llevó a un fuerte aumento del empleo que recompuso la fuerza de la clase trabajadora (la tasa de desocupación cayó hasta llegar a casi 7 % en 2008), el ciclo kirchnerista alimentó la noción de un “modelo de crecimiento con inclusión”, cuyas raíces no estarían en el ajuste previo y en las condiciones internacionales favorables, sino en la decisión del gobierno de estimular políticas de demanda como la mejora de los salarios a través del restablecimiento de las paritarias, el incremento del salario mínimo vital y móvil, la extensión de las jubilaciones a nuevos beneficiarios, el mantenimiento de las tarifas del transporte y la energía casi congeladas, y un largo etc. Aunque muchas de estas iniciativas –como el impulso de los aumentos salariales– fueron una respuesta de contragolpe a lo que venía desde abajo –en este caso duros conflictos como el de telefónicos en 2004 y todo un incipiente sindicalismo de base antiburocrático que empezaba a asomar la cabeza y crecería en los años siguientes– el kirchnerismo buscó sobre esta base alimentar la clásica idea de la conciliación de clases, de que era posible compatibilizar, de manera duradera, una rentabilidad empresarial elevada y mejoras de los salarios.

Pero al final del gobierno de Néstor Kirchner y los comienzos del mandato de CFK, esta pretensión ya empezaba a verse confrontada a serios límites. El regreso de la inflación, que desde 2006 se ubicó en dos dígitos, empezó a hacer más dura la disputa distributiva, ante lo cual Kirchner designó a Moreno como secretario de Comercio, que intervino el Indec para destruir el termómetro. El incremento exponencial del gasto para solventar subsidios a las empresas de servicios públicos (que siguieron siempre en manos privadas y administradas con criterios de lucro, pero con el Tesoro poniendo plata en los bolsillos de los concesionarios) y el comienzo de los pagos de la deuda reestructurada en 2005, después de varios años de default, llevaron a que el superávit fiscal se convirtiera en déficit. La continuidad en lo fundamental de la estructura productiva desarticulada que dejó la década de 1990, sumado al hecho de que la recuperación posconvertibilidad no estuvo apoyada en inversiones significativas, llevaron rápidamente a que aumentaran las importaciones en una proporción muy superior al aumento del PBI, a lo cual se sumó el déficit energético que fue ante todo una consecuencia de dejar el (des)manejo de los recursos hidrocarburíferos en manos de Repsol hasta 2012. El choque en 2008 con las patronales agrarias por la Resolución 125 que buscaba aumentar retenciones y establecer un esquema móvil para las mismas (mayor cuanto más elevada fuera la cotización de los granos), que fueron parte del bloque de los ganadores con la salida de la Convertibilidad y, aunque siempre habían rechazado las retenciones no habían chocado con Duhalde ni con Kirchner, fue una primer señal de la dificultad creciente para contentar a todos los sectores y de la necesidad de buscar mayores recursos para el fisco, lo que llevaría también a la liquidación del sistema de las AFJP, apoyado en el planteo –cierto– de que este era inviable.

Para 2012 la economía argentina volvía a exponer otra vez los déficit gemelos, fiscal y externo, este último como resultado de haber vuelto a pagar la deuda, así como por las remesas de utilidades de las multinacionales a sus casas matrices y por la fuga de capitales. En el ínterin, un gigantesco superávit comercial de más de USD 160 mil millones, que no tenía precedentes en el país desde hacía décadas, se drenó por estas vías sin contribuir a ningún cambio estructural del capitalismo argentino. El segundo gobierno de Cristina Fernández, y el de Mauricio Macri, lidiaron con las consecuencias del fin de este ciclo virtuoso –sobre todo para los grandes empresarios– de la posconvertibilidad con políticas económicas muy diferentes y opuestas en más de un sentido, pero incapaces ambas de ofrecer una salida a las estrecheces que aquejan al capitalismo dependiente argentino. De estos ciclos divergentes damos cuenta en los libros La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (2015) y Salir del Fondo. La economía argentina en estado de emergencia y las alternativas ante la crisis (2019).

El Fondo todavía sigue ahí

Al cabo de 20 años, el recuerdo de 2001, que diez años atrás no parecía interpelar demasiado al presente, hoy lo hace en más de un sentido. El retorno en 2018 del FMI como auditor de la política económica, la escasez extrema de dólares como problema fundamental –aunque sin golpear al sistema financiero como en 2001 porque están separados los depósitos en pesos y en dólares y los créditos de los bancos en esta última moneda están restringidos–, la pobreza afectando a más del 40 % de la población y la perspectiva de que con un nuevo acuerdo con el Fondo todo solo puede empeorar, dan cuenta de cómo al cabo de 20 años la burguesía argentina no hizo más que una fuga hacia adelante, para mantenernos encerrados en el mismo círculo vicioso. Sin nada parecido a la locomotora económica de China que prometa impulsar otro boom de los precios de los commodities duradero, y con la Reserva Federal anunciando esta semana que subirá las tasas de interés tres veces en 2022, el mundo tampoco promete dar buenas noticias como ocurrió en 2002 (y como ocurrió en escala más limitada en 2021 en la cotización de los granos, sin lo cual el frente externo podría haber sido mucho más turbulento).

Hace 20 años, la salida de esta crisis por parte de los capitalistas pasó por descargar sus costos sobre el pueblo trabajador. Hoy, cualquier receta para encarar la crisis por parte de la clase dominante plantea un reparto de costos similar, para ganar algo de tiempo hasta la próxima crisis permitiendo que esta vez puede ser diferente y se puede abrir alguna veta hacia el desarrollo, promesa que sin superar los estrechos marcos capitalismo dependiente argentino se muestra siempre como una quimera. Para romper este círculo vicioso es necesario imponer una salida de otra clase.

 
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