Hará dos o tres días vi por primera vez lo que hay atrás de esa entrada en las fotos de un aviso de una inmobiliaria. Fue raro y emocionante, como ver por primera vez el motor de una calesita a la que me subí hasta pasados los veinte años. Entre esa casa y donde crecí había unos trescientos metros de distancia. Todos los días pasaba por ahí para ir al colegio o a tomar el 134.
Todos los días veía al viejo retacón de cara redonda y ojos achinados en el jardín del frente de esa casa regando el pasto con una manguera, con cuidado de no salpicar un altar bastante pedorro medio escondido entre arbustos en el mismo pedazo de tierra. Todo el barrio, todo ese barrio sembrado de tilingos sabía que esa casa se la había comprado el más conocido de sus ocho hijos.
Toda esa caterva de cogotudos sabía que el viejo retacón y su esposa antes de desembarcar ahí habían vivido en una casilla en Azamor sin número esquina Mario Bravo, en Lomas de Zamora.
Pero eso había quedado atrás igual que el trabajo del viejo en la molienda, donde los hijos a la hora del almuerzo le llevaban la vianda en un taper.
Esta casa, como se ve, es más noventosa que Ruckauf y Fido Dido juntos.
Esos ladrillos barnizados, los vidrios marrones, las tejas...
En la época de las fiestas se llenaba de gente la vereda como esperando no sé, el milagro.
Incluso por esos días cuando el hijo más conocido del viejo volvió de hacer un tratamiento médico en otro país solía cruzarme a compañeros de la secundaria esperando a que el hijo saliera o a escuchar algún ruido, todo bajo la mirada escrutadora del cobani perpetuo de la garita de la entrada.
Un poco más y esa casa era una suerte de Fontana di Trevi.
El que una vez tuvo lo que para muchos hubiera sido suerte fue el Portugués cuando era pendejo, tendría cosa de diez años y estaba boludeando sentado en la vereda y en eso vio salir al viejo con su hijo universalmente aclamado y se quedó helado y salió corriendo como un boludo, pasa que también, viste, uno no tiene ese tipo de encuentros todos los días, no? Qué sé yo.
Varios años después la que se lo cruzó fui yo: iba cruzando el paso a nivel de Nueva York del San Martín cuando en eso lo veo en el asiento del acompañante de una camioneta bordó, con su pelo oscuro lleno de rulos.
Fuá! Hoy a ese tipo no lo sigo ni a la esquina por motivos por todos ya conocidos, pero mira si me voy a hacer la boluda y negar que se me puso la piel de gallina.
No. A mi tampoco me era ajeno.
La foto en cuestión de la casa la saqué pocos días después de que muriera el hijo aclamado del viejo. No me sorprendió que el homenaje más sentido no fuera en su casa sino en la de su viejo, el petiso de ojos achinados: los bidones cortados llenos de agua para que las flores en papel metalizado aguanten unos días más, los carteles escritos a mano.
Hace más de diez años que por fortuna o más bien por decisiones no vivo en ese barrio pero siempre que puedo llevo amigos a conocer esa fachada y les cuento hasta que se cansan sobre estos encuentros fugaces, sobre todo cuando quiero celebrar alguna alegría. Ese es el yeite que tengo con la casa noventosa.
Y lo rota que quedo del laburo, la madrugada y toda esa historia ya conocida de cómo nos roban el tiempo muchas veces me impide hacer esa celebración y me da una bronca que para qué te voy a contar.
Y el día que terminemos con esto de que nos roben el tiempo esa casa va a ser de todos, como todos los lugares emblemáticos. |