El primer modelo de Ford Falcon que salió de la planta de Ford Motors Argentina, entonces ubicada en La Boca.
Envuelto en una visión maniquea, el Ford Falcon fue el vehículo más importante de la Argentina del siglo XX. Atravesado por la complejidad de la historia de forma singular, el Ford Falcon fue tanto un objeto de consumo emblemático, como símbolo del terror de Estado.
Entrado en producción en febrero de 1962, el Ford Falcon en el siglo XX ostentó las siguientes marcas: el récord nacional de unidades vendidas y de unidades producidas, a pesar de no ser un automóvil de bajo costo; ser el más vendido en seis años de tres décadas diferentes (1965, 1971, 1972, 1974, 1979 y 1983); ser el más producido en siete años (1971, 1972, 1973, 1974, 1978, 1979 y 1983) y el segundo más producido otros siete años (1964, 1965, 1966, 1970, 1977, 1980 y 1982); y, finalmente, tuvo la mayor presencia en el mercado (29 años) hasta que fue desplazado por el Peugeot 504. Podemos agregar que durante tres décadas el Ford Falcon pudo sortear muy heterogéneas condiciones macroeconómicas, mesoeconómicas y políticas, afrontando la competencia de diversos automóviles con rotundo éxito y sin la necesidad de modificar de forma importante sus líneas generales. Ello contrasta con el corto ciclo comercial que tuvo la primera generación del Ford Falcon (“base” del modelo argentino durante tres décadas) en el mercado estadounidense (1959/1963) y con las radicales metamorfosis que sufrió este auto en el mercado australiano (donde estuvo en producción hasta el año 2016, presentando siete generaciones diferentes).
Luego de 60 años desde el comienzo de su producción, y pasados poco más de treinta del fin de su ciclo productivo, el Ford Falcon, como sucede con una hoz y un martillo cruzados, aún posee la habilidad de despertar memorias, de recrear ambientes y de contar historias. Es decir, a pesar de ser objetos producidos en serie, se encuentran cargados de valores y rodeados de afectos positivos y negativos: se trata de un vehículo que surge como una fuente de sentidos y de remisiones irradiadas de forma intrincada, que oscilan no como simple sucesión.
El Falcon, como ningún otro vehículo, no solo fue un éxito por sus bondades materiales y por la confianza que generaba Ford desde la introducción del modelo T en el mercado argentino: fue el mayor éxito del marketing automovilístico del siglo XX. De la mano de marketing, y al llegar los años setenta, el Falcon se había vuelto un elemento cotidiano en la vida del país, “por todos querido”, que simbolizó “lo noble y confiable”. Siendo el mismo, siempre fue mejor. Reclamó para sí, con éxito, la condición de “auto más confiable de la Argentina” y logró “trascender el tiempo” al conectar el pasado, presente y futuro de los “caminos de la vida, construyendo cada día algo mejor”. De esa forma el Ford Falcon –el “amigo incondicional de su dueño (y de su familia)”– fue asemejado a la vida (“Mejor para vivir”) y al anhelo utópico de armonía social o, dicho en palabras del marketing, “una forma de entendernos, de ser, de compartir y de sentir” y el vehículo “que elegimos (los argentinos) para escribir la historia de cada día.” Entonces, para ese momento, el Ford Falcon se había constituido en un símbolo de unión nacional, escindido de las tempestades de la vida colectiva. Se trataba del vehículo de una sociedad “en desarrollo”, vertebrada en la cultura del trabajo y representante material y espiritual del ser nacional. Sin embargo, como si del dios Jano se tratara, al instalarse la democracia burguesa, el Falcon presentó públicamente otra cara sobre “lo que un Ford significa”: ser el objeto-símbolo del terror de Estado.
Ya la Triple A utilizaba al Ford Falcon como vehículo preferido (junto al Torino) para movilizar sus comandos paramilitares, parapoliciales y grupos de choque sindicales; pero es a partir de de 1976 que se extiende el uso del Falcon como vehículo “no identificable” en las operaciones de los grupos de tareas militares. Esto es confirmado por diversos testimonios en el informe de la CONADEP. Calcular la cantidad exacta de Falcon utilizados en las operaciones de terrorismo de Estado no es posible debido a la naturaleza secreta de esas operaciones. Sin embargo, en base a los datos actualmente disponibles, se puede afirmar que para octubre de 1977 se habían entregado 179 unidades a los grupos de tareas, a los cuales se le sumaron otros 90 a fines de ese año y otros 6 en 1980.
Con todo, hay una diferencia fundamental con el resto de la estructura material utilizada para el terrorismo de Estado (como los centros clandestinos): los “Ford verdes” no se encontraban camuflados. Esto no era una cuestión menor ya que el Falcon era el vehículo que más circulaba por las calles argentinas y cualquiera de ellos podría ser el vehículo de los comandos genocidas. Sin patentes y utilizados por personal “de civil”, operando a plena luz del día y sin interferencia de las fuerzas de seguridad regulares, los “Ford verdes” pasaron a generar fobia y miedo en los grupos relacionados con las víctimas del terrorismo de Estado y se volvieron sinónimos de la arbitrariedad, de la represión y del exterminio físico. A ello se suma, que los comandos al mando de los “Ford verdes”, no solo mataban y torturaban, sino que además cometían fechorías en beneficio propio.
De este modo comienza a tomar forma una especie de mito urbano: la circulación de “Ford verdes”. Como imagen del terror sobre ruedas, los “Ford verdes” fueron parte del extendido mecanismo de control social de la población que no dejaba categoría social por incluir. Es decir, el Falcon fue utilizado como parte de los mecanismos que buscaban la paralización por terror de las defensas de la población.
Aun así, en los años del terrorismo de Estado, el sentido común prevaleciente entre la población permitió que el Falcon pudiera eludir su relación con los grupos de tareas. Se desacreditaba al que sostuviera que circulaban “Ford verdes” secuestrando mujeres y varones de todas las edades por los barrios de las ciudades del país. Esto se observa en la negación de su existencia o en la justificación del accionar genocida que responsabilizaba a las víctimas de tal condición: para un núcleo importante de la población las víctimas lo eran por algún motivo, lo que era un eco del cínico discurso oficial que asimilaba los desaparecidos a la figura del delincuente subversivo. No es de extrañar, dado que los habituados al terror político contemplan de forma frecuente la violencia como causada por la víctima: el daño que sufre sería la consecuencia de “algo” que la víctima hace. De esta forma se le da al terror de Estado la condición de situación natural y se supone que la víctima omitió tomar las medidas de precaución necesaria. En ello también jugaba el hecho de que las tareas de detención-desaparición se sostenían en el pensamiento contrainsurgente que proponía una relativa invisibilidad de tal actividad y por la fuerte censura de toda aquella información que hiciera referencia a las alternativas del proceso mismo de exterminio.
En semejante contexto, la utilización del Ford Falcon en las operaciones de terrorismo de Estado, generó una desestabilización de los significados fijados como estables en torno a su perfección moral en tanto objeto-símbolo. Como una materialización del mito de Faetón, los “Ford verdes” quemaron todo a su paso: a la utilidad metafísica del Falcon (construida durante décadas) como objeto-símbolo “gaucho y confiable”, ligado al polisémico ser nacional y a una utópica vida familiar y del trabajo ajena al conflicto social, se le sumó la paralela y contradictoria transmutación simbólica de ser el sujeto de la violencia genocida y deshumanizante. Así la confianza, como contenido de la seguridad, y su condición de vehículo ligado a la utópica vida social armónica y políticamente desmovilizada de la clase media, quedaron seriamente dañadas.
Entonces, para 1985 se encontraba instalada la democracia burguesa, se había producido el informe de la CONADEP y se estaba realizando el juicio a las juntas militares. Ambas instancias transformaron los datos de la historia reciente en una información legítima que alejó de toda sospecha sobre el relato de las víctimas. Con ello se puso a plena luz pública el terrorismo de Estado, sus brutales métodos de deshumanización de las víctimas del exterminio y se dio forma a un juicio político-moral sobre el genocidio.
De esa forma se consolidó como un hecho de dominio público la utilización de los “Ford verdes” por los grupos de tareas y en el informe de la CONADEP quedó testimoniado la participación activa de Ford Motors Argentina en el terrorismo de Estado. El nuevo estado simbólico del Falcon como personificación mecánica del terror de Estado se puede observar en la cultura popular contemporánea en las películas Cuarteles de invierno (1984), Hay unos tipos abajo (1985), La noche de los lápices (1986) y Los dueños del silencio (1987). También se lo puede advertir en diversas expresiones de tono sarcástico, irónico y con forma de sátira. Con este tono aparecen las alusiones al “Falcon verde” del tema del grupo musical Los Twist llamado “Pensé que se trataba de cieguitos” (1983). Otro espacio donde más y mejor se explota este tono es en la revista Humor, como muestra la investigación de Burkart (2017). Pero posiblemente la mejor representación del nuevo estado del Falcon como objeto-símbolo del terror de Estado sea el corto Ford Falcon Buen Estado (1987).
Este nuevo significante, ¿generó el fin del Ford Falcon? No por sí mismo, pero fue un golpe muy importante. ¿Qué otras condiciones ayudaron a dar fin al Ford Falcon? Hay varias, en ellas podemos nombrar las nuevas condiciones de subjetividad desprendidas de la dictadura genocida, ligadas al individualismo hedonista y frívolo (poco podía ofrecer el Falcon a esas subjetividades); la decadencia de Ford Motors Argentina frente a su competencia en el mercado argentino (pérdida de su dominio y subordinación a Volkswagen en Autolatina); las regresivas condiciones objetivas que tuvo el mercado argentino, en la década de los ochenta; y la subordinación de Autolatina Argentina a su par brasileña.
Sintetizando, pasadas seis décadas desde el lanzamiento del gran clásico argentino, es necesario dejar de lado las visiones maniqueas: más allá del bien y del mal, el Ford Falcon transformó la vida social; adquirió la condición de objeto de consumo emblemático del siglo XX; y, principalmente, fue tanto representante simbólico y material del progreso, como un objeto-símbolo del terror de Estado. Como afirmamos más arriba, ninguna aproximación es inocente; pero ahora agregamos que toda aproximación que se sostenga en la voluntad del saber y en la inteligencia, siempre debe contender, en cualquier dimensión de la realidad, con las ideas confusas, los prejuicios y las emociones, para poder así desencantar el mundo social y desterrar los fantasmas en nuestros ojos.