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13 de marzo de 2022 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Un mesías en armas: Benjamin según Bensaïd
Ariane Díaz | @arianediaztwt
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Walter Benjamin centinela mesiánico es el título del último libro editado en castellano [1] de Daniel Bensaïd (fallecido en 2010). Usar “mesiánico” para describir a un marxista (Benjamin en particular, pero el libro hilvana esa tradición con otros como Marx, Trotsky o Luxemburgo) parece una provocación: bien podría haberse presentado con ese título alguno de esos escritos de la derecha para atacar al marxismo, al que identifican liviana e interesadamente con delirios de vanguardias descolgadas, cultos a la personalidad, catastrofismos y otros pecados para decir que la perspectiva socialista, en definitiva, no es mejor que el capitalismo que supimos conseguir. Sobre todo si consideramos la fecha de escritura original del libro de Bensaïd, allá por 1990, en plena crisis de la URSS, con el neoliberalismo envalentonado. Sin embargo, cualquiera que conozca la lectura que hacía Benjamin de “lo mesiánico” sabrá que quiere decir lo contrario. Y eso es lo que indaga Bensaïd para desmentir falsedades impuestas como sentidos comunes a la vez que subrayar por qué el marxismo no solo no había perdido vigencia sino que seguía siendo imprescindible para sobrevivir al por entonces nuevo embate del capital.

“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal como fue efectivamente’, sino más bien llegar a dominar un recuerdo tal como brilla en el instante del peligro”

La primera parte del libro está dedicada a un recorrido de las famosas tesis “Sobre la historia” de Benjamin –como las que aquí usaremos a modo de subtítulos–, citándolas para intervenirlas, puntualizarlas, ampliarlas y actualizarlas, trayendo a cuenta textos filosóficos, históricos y literarios –un ejercicio, por otro lado, muy benjaminiano–. En su camino sumará otras definiciones de Benjamin, especialmente del Libro de los pasajes.

Entre los elementos que allí rescata está la contraposición que hacía Benjamin entre Historia –aquella que ordena los hechos en un tiempo lineal, homogéneo y progresivo, la que los agrupa en causas y consecuencias saldadas de una vez y para siempre, la que habitualmente viene escrita por los vencedores y es propensa a “negociar armisticios”– con la “belicosa” Memoria –aquella que nunca deja de disputar cómo fueron los hechos, que “calcula de otro modo”, que irrumpe rasgando la trama del relato oficial, que nos recuerda que todo documento de cultura lo es también de barbarie. Pero Bensaïd lee estos tópicos muy transitados del filósofo alemán no preocupado por explicar o dejar establecido lo que Benjamin quiso decir –recordemos que son borradores con varias versiones y que sobre ellas se acumula una capa importante de lecturas polémicas–, sino para apropiarse de elementos que lo ayuden a definir la tarea de los marxistas en su contemporaneidad. Con sus ventajas y desventajas, en el libro quedan subrayados determinados aspectos de la obra de Benjamin, aunque no termina de ser un balance de conjunto de su trabajo sino una exploración donde aparecen elementos menos transitados y quedan afuera otros ejes de su obra. Por ejemplo: es bastante conocido el diagnóstico benjaminiano de que suelen ser mayoría los que se suben al carro del vencedor y se contentan con una Historia oficial que pretende borrar que el progreso en el que se ampara es la contracara de la barbarie de la que se sirvió para vencer, mientras el materialista histórico, según pedía Benjamin, debía “cepillar la historia a contrapelo”. Pero Bensaïd resalta no solo la existencia de esa barbarie sino que para Benjamin es también tarea del marxista reconocer que así como “la organización científica del trabajo transmite a la máquina los secretos acumulados por la actitud práctica del obrero”, la cultura toma sus fuentes de las “napas profundas de lo que se han convenido en llamar la incultura”[59] (las “capas no cultivadas” de la sociedad). No solo que hay una barbarie que se oculta, sino que lo que llamamos cultura es un botín expropiado a las masas e institucionalizado. Esto no es menor para una evaluación de la obra de Benjamin de conjunto si pensamos, por ejemplo, en sus debates con los que fueran sus interlocutores más cercanos en el trabajo de la Escuela de Frankfurt. Porque aunque Bensaïd no aborde en el libro los textos de Benjamin dedicados a la crítica cultural ni los debates en los que entró por ellos, digamos que efectivamente esta concepción democrática de la cultura está presente en textos con otras temáticas, como las modernas técnicas de reproducción de obras de arte de su época. Benjamin incluso supo proponer, en contraposición a los especialistas devenidos en sacerdotes privilegiados de la observación estética, un modelo distinto de percepción y crítica que reuniera al arte con la práctica vital de las masas [2].

Pero ¿cómo lograría el materialista histórico hacer esto? Apelando a la razón mesiánica, sentencia Bensaïd, “punto de encuentro entre la teoría y la práctica, lo necesario y lo posible”, una razón que “repudia tanto los secretos reservados de un conocimiento hermético como las certezas compartidas de una ciencia falsamente democrática” [18]. Ni de especialistas ni demagógica, esa razón que atribuye a Benjamin parece recortar arbitrariamente trozos de Historia, pero lo hace conservando “la memoria de su relación” [29]. Estamos, entonces, frente a un problema de método (una causalidad no lineal) y un problema político: cómo seguir teorizando cuando la práctica parece alejada o perdida, es decir, cuando el marxismo está a la defensiva porque la fuerza social con la que cuenta ha sido derrotada y retrocede.

Bensaïd trae a cuento las afinidades electivas entre Benjamin y el filósofo y poeta Charles Péguy, que también veía en la noción moderna del tiempo una homogeneidad “que ha perdido el gusto por la experiencia” y que rescata en cambio “el orden del acontecimiento”, que puede o no llegar a tiempo pero que hostiga a las presunciones de eternidad y necesidad del tiempo lineal con lo perecedero y lo aleatorio [96/7]. No se trata, dice Bensaïd, de hechos que anecdóticamente pueden subsumirse a la Historia, sino de el Acontecimiento con mayúsculas, algo tan deseado y esperado como sorpresivo, que anuncia que nada será ya como era antes, como “los ebanistas del barrio Saint-Antoine” que “para descansar un día de hacer los muebles más bellos del mundo, tomaron la Bastilla” [114]. La imagen no es solo poética: el acontecimiento que en la tradición judía sería la venida del Mesías, en los términos de Benjamin en las tesis sería la imagen, efectivamente, de una revolución social, y es de esa potencia desdibujada de la que quiere hablar Bensaïd.

Dijimos también un problema metodológico, y es que las reflexiones de Benjamin que rescata Bensaïd están estrechamente ligadas a su impugnación de las versiones que consideran al pasado como algo cerrado sobre sí, cuya simple continuidad causal explicaría el presente, que cumplen la función de justificar “que todo siga igual”, borrando los posibles fallidos y posibilidades que latían en él. Un recurso habitual del relato de los vencedores, pero también –como supo ver Benjamin– una debilidad de versiones marxistas como la de la socialdemocracia y el stalinismo, que presentaban la historia como un continuo avance al socialismo. Para el pensador alemán, en cambio, el “concepto principal no es el progreso, sino la actualización” [3], es decir, que el pasado se hace inteligible para una determinada época que lo interpreta desde sus contradicciones, que no es un terreno clausurado que pueda describirse como “lo que fue”, sino un terreno de tensiones que pueden liberarse para el presente: “Acercarse así a lo que ha sido no significa, como hasta ahora, tratarlo de modo histórico, sino de modo político” [4].

Y si los siglos acumulan ocasiones perdidas, alternativas no realizadas, cada instante puede ser ocasión de una bifurcación, “con la condición de deslizar el pie en el umbral de la puerta entreabierta para que no pueda volver a cerrarse” [89], acota Bensaïd. El Mesías, que no profetiza seguridades sino que despliega un “haz de posibilidades” [33] en la lectura secularizada de Bensaïd de Benjamin, no es entonces el que “hace” la revolución, sino el último centinela de una larga cadena que vela esperando que se abra esa puerta para poner el pie y convocar a los centinelas mesiánicos que lo antecedieron a que despierten a los derrotados de antaño para irrumpir como tromba a la Historia.

Pensemos de nuevo en el momento en que fue escrito este libro. Caído el “socialismo real”, Marx era denostado, pero también por eso, porque ya no parecía peligroso, en algunos casos podía ser “rescatado” como un pensador académicamente interesante. El mismo Benjamin era apuntado por entonces como sofisticado analista cultural dejando de lado sus posicionamientos marxistas y sus referencias políticas. Bensaïd se impone entonces el mandato de salvar a Benjamin y a otros centinelas mesiánicos de la “anexión a la cultura de los vencedores y las rehabilitaciones que son, en realidad, ejecuciones póstumas: ¿Marx economista y filósofo contra Marx a secas? [5] ¿Benjamin esteta y crítico contra Benjamin político?” [34].

“Siempre llevará las de ganar el […] ‘materialismo histórico’. Puede desafiar intrépidamente a quien sea si pone a su servicio a la teología, que, como se sabe, hoy es pequeña y fea y que, por lo demás, no se anima a mostrarse”

La segunda y tercera parte del libro parecen ser un desglose de las dos tradiciones a las que Benjamin conjugaba en esas tesis: la tradición mesiánica y el marxismo –lo que le fuera reprochado por entonces desde ambos lados: si su amigo Brecht le reclamaba por exceso de misticismo, su amigo Scholem hacia lo propio por excesos de materialismo–.

En la segunda parte, Bensaïd recorre diferentes características de esa tradición mesiánica que le fueron productivas no solo a Benjamin sino a toda una genealogía que va de Spinoza, Heine, Marx, Luxemburg, Trotsky o Freud, a los que define como “judíos no judíos, no creyentes pero activamente optimistas, deterministas no mecanicistas” [138]. La idea de actualización, de leer el pasado desde las contradicciones del presente, es puesta en analogía con la llegada del Mesías como restauración de una unidad perdida y no como profecía de un mundo mejor (o, secularmente, no como utopía). De allí que Benjamin hablara en sus tesis de que “el odio y la voluntad de sacrificio” de la clase obrera se alimentan “de la imagen de sus antepasados sometidos y no del ideal de los niños liberados” [72]. De nuevo, no es una opción estética sino una disputa política: la apelación a un futuro mejor asegurado, que la socialdemocracia compartía como lógica con el liberalismo aunque la meta final fuera el socialismo, expresaba implícitamente una confianza en un recorrido progresivo y relativamente pacífico, a favor de la corriente; lo que, sentenciaba Benjamin, había corrompido como ninguna otra cosa a una socialdemocracia que ya por entonces había mostrado sus lazos con el enemigo. La apelación al odio y a las generaciones sometidas previas era una denuncia tanto como una comprensión distinta de la historia. Y tenía consecuencia políticas más inmediatas: nada menos que la comprensión del fenómeno del fascismo. Si los PC stalinizados de los años 30 lo entendían como una rémora del pasado por sus apelaciones a cuestiones “arcaicas” como la raza, y lo consideraban por tanto transitorio, Benjamin supo insistir en que el fascismo era la expresión más acabada de una modernidad capitalista que aplicaba medios industriales de gran escala a la matanza en masa. Los zigzag (del Tercer Período a los Frentes Populares [6]) del stalinismo para lidiar con este fenómeno daban cuenta de una visión no dialéctica de la historia.

Bensaïd reconstruye la trayectoria, dijimos, de otros centinelas mesiánicos con sus diferencias, pero reconoce en todos ellos las marcas de una herejía que no se contenta con el poder establecido, ni siquiera el de Moisés, por lo que fueron habitualmente tratados de traidores (como Spinoza). Pero esta tradición “marrana” es la del “antisionismo judío del judío ateo” [154], la misma por la que ni Kafka ni Benjamin quisieran, más adelante, plegarse a ningún Estado, incluso el sionista. Las referencias allí son, claro, la situación contemporánea del conflicto israelí-palestino, que por entonces estaba procesando las consecuencias de la Primera Intifada.

Digamos dos cosas respecto a esta genealogía que construye Bensaïd. El espíritu antiestatal que recoge es también un argumento para sustanciar la oposición de Benjamin al stalinismo. Si bien es plausible (y hay críticas puntuales a sus políticas, como las que mencionamos y otras), lo cierto es que ello no es ni tan claro ni explícito como lo son sus denuncias a la socialdemocracia en las tesis. Y omite, además, las posiciones contradictorias que asumió Benjamin en otros escritos al respecto, que también las hay [7]. El libro no trata, y probablemente no tenga sentido hacerlo, de establecer una contabilidad del antiestalinismo de Benjamin, pero tampoco tiene sentido forzar las tesis que toma de objeto. Allí no se atribuye al stalinismo la visión liberal de la historia, y de hecho habría que decir que el stalinismo pasó por tantas concepciones como le fueran útiles a su política. Tampoco es del todo cierto, por ejemplo, como señala en otro momento del libro, que socialdemocracia y stalinismo compartieran el abordaje de la historia desde la “neutralidad” al modo liberal: el stalinismo es conocido de hecho por propiciar hasta Físicas o Químicas “proletarias” (y también por cambiar radicalmente de perspectiva purgando a quienes defendían la línea anterior). Las consecuencias no son menos desastrosas, probablemente, pero no tiene sentido simplificar la cuestión para que cierre el argumento. Algo similar podría decirse de la posición de Benjamin sobre la cuestión de Israel: si bien nunca termina de aceptar el convite de Scholem de trasladarse allí (ni hacia Israel ni hacia Estados Unidos, como le sugería Adorno), Benjamin no estaba convencido de dejar París donde trabajaba su monumental proyecto sobre los pasajes más que por objeciones políticas directas sobre el Estado.

Por otro lado, Bensaïd considera todos los elementos mesiánicos que trae a cuenta Benjamin como metáforas de la acción política, es decir, los seculariza. Pero no está tan claro en Benjamin la traducción “materialista” de dichos elementos. No porque fuera creyente, claro está, pero sí podría discutirse, y de hecho se lo ha hecho largamente –y por marxistas–, en qué medida algunas de sus definiciones arrastraban consigo rasgos idealistas. ¿Cómo se produce lo nuevo en esa restitución del pasado?; si la revolución es un salto “fuera del continuum de la historia”, ¿lo “inesperado” del Acontecimiento es el grado de ruptura con lo anterior o quiere decir que surge de la nada?; ¿la exterioridad es respecto a la Historia relatada por los vencedores o es exterior a las determinaciones históricas en las que se produce?: son preguntas pertinentes de más de un autor que en líneas generales rescatan a Benjamin [8]. Considerando la corriente a la que pertenece Bensaïd, llama la atención que, por ejemplo, no haya siquiera citado la crítica previa de Eagleton, que lo ubica históricamente y lo pone en correlación con las concepciones de Trotsky:

Encallado entre la socialdemocracia y el stalinismo, realmente sus opciones políticas eran limitadas […] el antihistoricismo de Benjamin está en connivencia con su idealismo: la jetztzeit [tiempo-ahora] deja de figurar simplemente como elemento simbólico dentro del materialismo histórico y viene a sustituir el rigor de la práctica revolucionaria. Entre la venida de las masas y la venida del Mesías, no puede cristalizar tercer término alguno. Al partido revolucionario le sustituye el profeta revolucionario, capaz de cumplir sus tareas mnemónicas, pero no teóricas ni organizativas, en parte rico en sabiduría por ser pobre en práctica. Si Trotsky posee el Programa Transicional, Benjamin se queda con el “tiempo ahora” [9].

Señalamos que no es el propósito del libro de Bensaïd balancear toda la obra de Benjamin, pero estas críticas en particular, además, contradicen precisamente eso que a continuación va a destacar: el problema de la estrategia.

“La conciencia de hacer estallar el continuo de la historia es característica de las clases revolucionarias en el instante de su acción”

La tercera parte, dijimos, aborda de forma más directa la tradición marxista. La lectura de Bensaïd sorprende aquí nutriéndose de lo que por entonces y hasta hoy –aunque suene extraño para un pensamiento que destaca la relación entre teoría y práctica–, es una rara avis: las analogías con las teorías de la guerra [10]. Bensaïd realiza allí un interesante recorrido por distintos teóricos –Moltke, Delbrück, Clausewitz, Jomini o Guibert–, y por el arco que va desde los intentos de normativizar la guerra hasta en sus últimos detalles, casi en los términos de las ciencias positivas, hasta las mutaciones que las guerras nacionales y la participación de la ciudadanía en los ejércitos trajeron obligando a repensarla, permitiendo luego a los marxistas incorporar en esa reflexión a la lucha de clases [11].

Efectivamente, pensar la guerra requiere pensar la estrategia, y eso es lo que quiere destacar Bensaïd en Benjamin. Puede sonar raro considerando que una de las lecturas más influyentes sobre Benjamin es la de Perry Anderson, que lo enrola en el “marxismo occidental”, cuya característica central habría sido justamente la creciente división entre teoría y práctica como producto de las derrotas de los años 30 [12]. Pero también puede sonar raro porque Benjamin, más allá de definiciones puntuales, no se ocupó del tema propiamente dicho. Si es cierto que algunas de sus intuiciones políticas fueron acertadas, como cuando supo reconocer la fisonomía del fascismo, o cuando se opuso a la idea de “frentes populares” con la burguesía, ubicarlo en el centro de la estrategia es, quizás, otro gesto provocador del autor.

Pero la teoría de la guerra también le sirve a Bensaïd para destacar un problema metodológico, porque “el conocimiento estratégico tiene el objeto de decidir y reducir las indeterminaciones que lo rodean. No conoce leyes mecánicas sino solamente principios rectores, un saber de orientación”, “condenado sin cesar a tener en cuenta el azar, lo no calculable y lo impensable” [197].

¿Cómo funciona la teoría de una acción –como la guerra, como la revolución– que tiene que tener en cuenta azares, fricciones, fuerzas vivas? ¿Pueden trazarse en esas condiciones regularidades, probabilidades, algún tipo de guía en la teoría? En su libro De la guerra Clausewitz abordaba este problema en contraposición a los modelos matematizantes previos, demasiado confiados en poder extender el modelo de la ciencia positiva a todos los terrenos. Clausewitz no deja de reconocer que a las fuerzas y efectos espirituales hay que poder atribuirles cierto valor objetivo. La experiencia es la primera forma de orientarse en ello, mientras que la teoría permite no empezar cada vez de cero; a modo de un tutor inteligente, educa al jefe guerrero, aunque no lo acompaña en el campo de batalla: “su conciliación con la práctica dependerá tan solo de su manejo inteligente, de modo que no existirá ya esa diferencia absurda entre teoría y práctica […] La teoría, por lo tanto, tiene que considerar la naturaleza de los medios y los fines” [13]. Será una guía para la acción [14].

Medios y fines es otro de los ejes que aborda Bensaïd, poniendo a debatir a Trotsky y Sartre sobre moral: si Trotsky (y Lenin) reconocía el derecho a la astucia y la estratagema contra el enemigo de clase, dirá Bensaïd, eso no significaba disolver un sistema de valores éticos, que sin embargo tampoco podía resolverse en una filosofía de la libertad y de un sujeto “condenado a la responsabilidad solitaria” [221]. En la medida en que los medios no son neutrales en relación a los fines, “el fin prohíbe los medios que lo aniquilarían”, como levantar una parte de los trabajadores contra otra, como excluir la participación de las masas en el forjamiento de su destino o políticas que disminuyan su confianza sustituyéndola por la acción de los jefes [223], enumera Bensaïd citando a Trotsky.

Dijimos, también, ciencia. Bensaïd no se priva de la referencia a las teorías físicas modernas (Einstein) que destronaron la idea de tiempo homogéneo de Newton, y adentrándose en el debate sobre qué tipo de ciencia sería el marxismo si no quiere confundirse con la ciencia positivista, apunta a algunas definiciones centrales de El capital [15]. Porque si el Capital reduce la relación entre los seres humanos a una “carcasa de tiempo”, Marx explora las discordancias entre el tiempo de la producción y el de la circulación capitalistas, señala que el tiempo de trabajo socialmente necesario no está dado a priori ni como definición absoluta sino que se determina a posteriori y en el sistema de conjunto; y entre esas disyunciones asoma, sobre todo, la eventualidad de la crisis. Para seguir este proceso se requiere una lógica no lineal (afín al gusto de Benjamin por las “geometrías no lineales”) y leyes que son insólitamente tendenciales y no mecánicas, que identifican puntos críticos, determinados y aleatorios, porque “la crisis económica solo está ligada algebraicamente al acontecimiento político de la crisis revolucionaria” [216], alega Bensaïd.

Finalmente, el autor agregará en referencia a Benjamin que “En los momentos de extremada tensión entre teoría y práctica, atestiguar puede ser la forma última de actuar” [226]. Una conclusión un poco decepcionante si se considera en abstracto en contraposición a los ejes que señaló en la tradición marxista, justificada quizás en aquel contexto en que se encontró Benjamin –aquel encallamiento que aducía Eagleton o la derrota de la que hablaba Anderson–, aunque aún sobre eso tendrá algo más que decir el autor en el libro.

En este recorrido, la reivindicación de Benjamin, además de las afinidades que encuentra en la visión de la Historia y en ciertos aspectos metodológicos, tiene que ver probablemente con algo más general que cobraba actualidad en su propio contexto de escritura: a diferencia de otros marxistas de su generación, incluso de intelectuales militantes, Benjamin había sabido no sucumbir al reformismo socialdemócrata y stalinista que, frente a la catástrofe, se pasaron con armas y bagajes del lado del enemigo o levitaban en el conformismo.

“En cada época hay que tratar de arrebatarle nuevamente la tradición al conformismo que quiere apoderarse de ella”

Para cerrar, Bensaïd despliega algo así como sus propias tesis sobre el marxismo, en discusión con los sentidos comunes que se le endilgan y a la vez rescatando lo que considera definiciones fundamentales.

Sea dicho brevemente: el marxismo no tiene nada que ver con el culto al trabajo y al productivismo burocrático; más bien busca aumentar el tiempo de ocio reduciendo el de trabajo, además de cambiar la relación que los seres humanos establecen con la naturaleza. La proclamada disolución de la clase obrera es más bien la explosión del mercado y la imagen que “atomizan a la comunidad del pueblo y de las clases en un polvillo de humanidad consumidora y expectativa” [258]; el marxismo más bien apunta a una sociedad en que “la diferencia entre los individuos contribuyera directamente al florecimiento de la creatividad colectiva”[266]. Otro eje actual –aunque esta dimensión de la estrategia difícilmente podría encontrarse en Benjamin– será la tan denostada distinción entre partido y clase que introdujera Lenin (lo que en otros textos llama la “innovación leninista”), que no es vanguardismo burocrático o descolgado sino lo que “sanciona la entrada del partido en los campos magnéticos de la estrategia. Paradójicamente, la idea de un partido de vanguardia permite pensar la distinción del partido y del Estado, la autonomía de los sindicatos y asociaciones, el principio del pluralismo político” [263]. Finalmente, dice el autor,

La crisis de la teoría remite a la crisis de una práctica para buscar en ella la fuente de una renovación y un nuevo comienzo. Mientras el Capital siga dirigiendo el juego, la respuesta a la crisis de la teoría no puede venir sino de la práctica revolucionaria misma y, si es necesario, de la heterodoxia de un comunismo marrano [273].

Sería oportuno señalar aquí que si Bensaïd en buena medida inaugura una serie de lecturas (Löwy, Buck-Morss o Leslie, por nombrar algunas y diversas) que insisten en la productividad política de Benjamin –en contraposición a las lecturas despolitizadas que estuvieron de moda–, en estas tesis propias agrega elementos que Benjamin no había tomado (como el problema del partido revolucionario o las referencias a El 18 Brumario que aquí sí aparece citado para rescatar la idea del viejo topo) y que le habían sido ya criticadas por izquierda; ello hace resaltar, al final del libro, la omisión de críticas posiblemente compartidas por Bensaïd pero que en su intento de rescate prefirió excluir –innecesariamente, creemos, si justamente de trata de rescatar su productividad política–. Por otro lado, considerando la trayectoria política de su corriente –la LCR, devenida en “partido anticapitalista” a secas pocos años después–, el mismo Bensaïd no parece haber seguido del todo sus propias tesis. Sin embargo, aquello que rescata en Benjamin es algo que no solo se reactualizaba en la aciaga década de los 90 sino que sigue siendo necesario como antídoto al conformismo hoy: ninguna derrota es para siempre. De hecho, la Restauración burguesa neoliberal que tan omnipotente parecía a principios de los 90, pronto mostró sus primeras crisis económicas, políticas e ideológicas. Desde entonces, el capitalismo demostró una vez más que si de él depende, la época de crisis y guerras puede no solo repetirse sino extenderse. De la lucha de clases, que desde entonces y con sus límites, ha recobrado fuerzas, dependerá actualizar ese otro elemento que destacaba Lenin como parte de la época: el de las revoluciones. Y si eso es así, enfrentar los nuevos desafíos desde el punto de vista estratégico que Bensaïd trae a cuenta leyendo a Benjamin, no es solo necesario sino también, acuciante.

 
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