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28 de noviembre de 2024 Twitter Faceboock

Suplemento Ideas de Izquierda Mx
La “guerra” contra el narcotráfico: una aproximación desde el marxismo
Pablo Oprinari | Ciudad de México / @POprinari

Este artículo fue publicado, en 3 partes, en junio de 2011, en la página de la Liga de Trabajadores por el Socialismo – Contracorriente (LTS-CC), organización antecesora del MTS, y de nuestra corriente internacional, la Fracción Trotskista por la Cuarta Internacional. Representó una de las primeras elaboraciones, en la izquierda marxista mexicana, respecto a este tema. Lo recuperamos y lo presentamos en este suplemento, por la actualidad que reviste y por considerar que muchas de las cuestiones que allí planteabamos mantienen su vigencia, más allá de que, evidentemente, hay nuevas aristas en la discusión sobre este importante tema y nuevos acontecimientos que deben ser considerados.

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La expansión del narcotráfico se enmarca en los movimientos más retrógrados de la sociedad capitalista, tanto en lo que refiere a las tendencias declinantes del capitalismo a nivel internacional, como en cuanto a la descomposición de las formas de dominación y del estado burgués mexicano.

Esto se expresa en el desarrollo de formas de producción y comercialización de mercancías consideradas “ilegales”, en circuitos paralelos en muchos sentidos a la economía capitalista “legal”, a la vez que se articulan con ésta mediante los multimillonarios flujos financieros del lavado de dinero, asociándose con la burguesía tradicional. Surgen bajo la forma de carteles del narcotráfico, concentraciones financieras y sectores dominantes en esta área ubicada “en los límites” de la economía capitalista, que disputan –para mantenerse y reproducirse–, el monopolio de la violencia estatal.

El ascenso de esta actividad económica “ilegal” orientada hacia el mercado estadounidense, así como su imbricación (o asociación) con distintas instancias del poder político, judicial y las Fuerzas Armadas, asumió una dinámica que evidencia la descomposición del estado. Esto se muestra en la emergencia de zonas controladas por los carteles del narcotráfico, donde ejercen un poder paralelo al estado, mediante el cobro de impuestos de “protección”, actividades de “bienestar y ayuda social” y fuerzas paramilitares que superan a las fuerzas locales y rivalizan con las federales.

A la emergencia de un poder económico “ilegal” y de su control territorial (que algunos llaman “narcoestado”) debe incorporarse la dimensión social de la descomposición capitalista y su impacto sobre los sectores populares. El reclutamiento de jóvenes provenientes de los mismos no puede escindirse –salvo en el criminalizador discurso oficial– de las condiciones de desempleo, falta de acceso a un oficio, educación y cultura que sufre la juventud. Las secuelas de la descomposición capitalista se expresan en la incorporación de muchos jóvenes a los carteles, en tanto la degradación de las formas “democráticas” se evidencia en la militarización y en la impunidad de las fuerzas represivas. La discusión sobre el narcotráfico tiene gran importancia para la clase obrera; es desde la acción de ésta en lucha contra el sistema capitalista, que se podrá dar una salida en función de los intereses de las grandes mayorías explotadas y oprimidas.

La subordinación política, militar y diplomática a los EE. UU.

En la cuestión del narcotráfico y en la política de los últimos gobiernos frente al mismo, se muestra la subordinación creciente al imperialismo norteamericano no sólo en la esfera económica, sino también en la política, militar y diplomática.

Como desarrollan distintos investigadores, la militarización de la lucha contra el narco iniciada por los gobiernos priistas desde fines de los 70 y recrudecida por las recientes administraciones panistas, responde a los dictados de Washington, que puso al tráfico de drogas como uno de sus grandes “enemigos públicos”, profundizando las políticas prohibicionistas. La subordinación a los EE. UU. se ve en la injerencia que la agencia antidroga (DEA) y la CIA tienen, dictando la política del gobierno federal, y utilizando las formas de extradición para encarcelar o realizar pactos con los narcos (mediante los mecanismos de testigos protegidos), y estableciendo relaciones con los capos de acuerdo a sus intereses. Asimismo, se manifiesta en la Iniciativa Mérida, en la participación en maniobras militares conjuntas con EE. UU. y en el accionar cotidiano de las Fuerzas Armadas, que responden a los dictados de Washington y son monitoreados constantemente por la embajada yanqui.

La dominación de EE.UU. respecto a México se expresó también en la relación entre el gobierno estadounidense y el “crimen organizado”. Durante los `80, el narco colombiano y mexicano fueron utilizados por Washington para hacer llegar recursos a la contra nicaragüense, después de los escándalos de la llamada conexión Irán-contras. Millonarios “donativos” eran entregados por quienes luchaban contra el gobierno sandinista, a cambio de facilidades para ingresar cocaína, heroína y marihuana al territorio norteamericano . Así ascendió la estrella de capos colombianos como Pablo Escobar Gaviria, y el llamado “Cartel de Guadalajara” (hoy de Sinaloa o del Pacífico) liderado por Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo, quienes actuaban como intermediarios de los sudamericanos. Es un ejemplo de que, más allá del discurso de EE. UU. –que presentaba al narcotráfico como su “enemigo público”–, existía una peculiar asociación económica entre el gobierno estadounidense y los señores del narco. Es indudable que la política estadounidense prohibicionista favoreció –como lo hizo en su momento la Ley Seca respecto a la mafia– el desarrollo de los “carteles” y su penetración en el territorio norteamericano. La “lucha contra el narcotráfico” de EE. UU. responde a fines de política interior y exterior. En el terreno externo, un plan para fortalecer a Estados Unidos como hegemón en América Latina, disciplinando a las semicolonias y justificando acciones injerencistas. Las asociaciones entre “narco” y “terrorismo”, los llamados a enfrentar los “peligros a la seguridad nacional” de los EE. UU., la utilización de mecanismos de chantaje como la certificación, son parte de esta política.

En el terreno interno, fortalecer a las administraciones –demócratas o republicanas– ante un tema sensible a la opinión pública: el incremento del uso de narcóticos en su territorio y la extensión de las redes de distribución de los carteles mexicanos y colombianos. Pretende controlar la incidencia de éstos en su territorio, fomentando además la xenofobia y la criminalización de los inmigrantes latinoamericanos.

Más específicamente y ante los carteles mexicanos, Washington busca establecer “reglas de juego” y acotar el poder creciente de aquellos. En ese sentido, la militarización en nuestro país es el mecanismo impulsado para disciplinar a sus distintas facciones y mantener –de este lado de la frontera–, la inestabilidad generada por el crecimiento del narcotráfico y sus disputas internas, evitando que las consecuencias de la “narcoguerra” lleguen a territorio norteamericano .

La política de EE. UU. –que algunos resumen como “establecer las reglas del juego”– obedece también al carácter específico de los carteles. No se trata de facciones “tradicionales” de las burguesías nativas (como desarrollaremos en una próxima entrega), con las cuales se pueda utilizar las reglas de la política convencional para subordinarlas. Son grupos que –aunque se mueven por la “sed de la ganancia”–, tienen una gran inestabilidad derivada de su actividad, considerada “delictiva” por la legislación burguesa. Estos carteles expresan la descomposición de la sociedad capitalista, y dependen para su mantenimiento y expansión, de la negociación/confrontación armada con sus rivales y las fuerzas estatales .

Las transformaciones en el narco mexicano

Después de la segunda posguerra, México fue plataforma privilegiada para el tránsito hacia EE. UU. de la droga proveniente de Sudamérica, gracias a la amplia frontera norte y a sus extensas costas y puntos propicios para las pistas aéreas. A la vez, la producción autóctona de amapola y marihuana en distintos estados (como Sinaloa) propiciaba su exportación. Las redes de narcotraficantes en las zonas del Pacífico y del Golfo estaban coludidas con policías y militares que recibían una “comisión” por cada kilo transportado y gracias al favor estatal florecieron durante los `80.

En los años siguientes se dieron transformaciones. Por una parte, el poder ascendente respecto a los carteles colombianos; su rol de intermediarios dejó paso a una especie de “sociedad” con éstos, y crecieron sus redes de distribución en los Estados Unidos. En el 2008, el cártel de Sinaloa era el más poderoso del mundo, con ramificaciones en muchos países.

Se modificó la vinculación con el aparato policiaco militar, el estado y los partidos. Los acuerdos del pasado, que implicaban cuotas establecidas a niveles muy definidos del estado, dieron lugar a una compra descontrolada de favores en las redes policiales, militares y políticas. Para ciertos investigadores, en el pasado los narcos aparecían subordinados a los funcionarios que “permitían” –a cambio de una cuota– su accionar. Desde los 90 los capos avanzaron sobre las instituciones estatales, teniendo a su servicio no sólo a policías y militares, sino a funcionarios del sistema penitenciario o la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), jefes municipales, gobernadores y –según distintos investigadores–, coludidos al más alto nivel de Los Pinos. Uno de los ejemplos más sonados fue la fuga de Joaquín Chapo Guzmán Loera del penal de Puente Grande, así como las denuncias que apuntan al personal de García Luna (jefe de la SSP) como integrantes de las bandas de secuestradores asociadas al Cartel de Sinaloa. No se trata de una “infiltración”, sino de una asociación para garantizar el tráfico de drogas ilegales a los EE.UU.

Esta asociación permitió la expansión de los carteles del narcotráfico y condujo a la “narco guerra”. No puede concebirse el desarrollo de las redes de transportación, el mantenimiento de flotas aéreas propiedad de testaferros de los carteles, o los mecanismos para el “blanqueo” de capitales, sin la actuación de los poderes del estado. Sin embargo, no se trata de la relación armónica propia de tradicionales “socios” de negocios, sino de una verdadera asociación delictuosa con todo un rastro de sangre y plomo.

Este crecimiento conllevó una creciente disputa entre los distintos carteles. La relativa “coexistencia pacífica” del pasado dejó paso a la confrontación por las plazas y las rutas; los “concilios” celebrados fueron quebrados una y otra vez, arrastrando en la espiral de violencia a los “socios” policiales, militares y políticos, considerados como “blancos” por los grupos adversarios.

Este desarrollo de los carteles del narcotráfico, la expansión de su poder militar y expansión territorial, así como la asociación con sectores del estado, evidencia la crisis y descomposición del estado mexicano, y el verdadero carácter de la narcoguerra.

Descomposición del estado y cambio de régimen político

El proceso de “transición a la democracia” implicó un cambio del viejo priato al “régimen de la alternancia”, con un mayor peso de formas democráticas-burguesas expresada por ejemplo en el rol del Congreso de la Unión, y su articulación con el viejo bonapartismo expresado en el peso de la figura presidencial. La “alternancia” y la pérdida de la presidencia por parte del PRI, significó no sólo un mayor peso de la oposición burguesa en las instituciones, sino también una relativa fragmentación del poder político y la ruptura del monolitismo que caracterizó al régimen de partido-estado (el priato), expresado por ejemplo en el ascenso de la importancia de los gobernadores (donde en este nuevo régimen se expresó el poder político del PRI).

En las décadas previas la asociación entre los carteles y distintas instituciones asumía una forma más claramente establecida y “reglamentada”, lo cual respondía a la existencia de un régimen bonapartista con clara capacidad de dominio político y militar. Las transformaciones en el sistema político –que implicaron la ya citada debilidad y fragmentación respecto al monolitismo vertical del viejo bonapartismo mexicano– son el contexto en el que se da el ascenso del poder de los carteles y marcan la asociación, y la forma que ésta asume, entre aquellos y los mandos policiales, militares y políticos a distintos niveles de las estructuras del estado mexicano. Testimonio de esto es que se calcula que un tercio de los integrantes de los distintos carteles que han sido detenidos son ex militares y ex policías.

La llamada “infiltración” del estado –que como dijimos en la entrega anterior, tiene el carácter de una verdadera “asociación”–, la corrupción y la adopción de prácticas que la misma legislación burguesa ubica en el terreno de la “ilegalidad”, así como la utilización más abierta de las fuerzas militares, echa por tierra cualquier consideración de que México accedió a una “mayor democracia” en el año 2000, y es expresión del carácter profundamente degradado de la democracia burguesa mexicana, de la continuidad de las viejas prácticas del bonapartismo, y de su agravamiento y profundización, arrastrando así una creciente pérdida de legitimidad a los ojos de las más amplias masas.

Pero no sólo enseña las miserias del régimen político, sino que evidencia la profunda descomposición que corroe al estado burgués semicolonial. Como decíamos en Estrategia Obrera N° 82, se muestra la subordinación creciente a los dictados del imperialismo estadounidense en el terreno político y militar, expresado, por ejemplo, tanto en la militarización como en la continuidad de la política prohibicionista. Esa subordinación –que como escribimos antes, condujo en los años ‘80 al crecimiento del poder de los señores del narco– es la base de la coexistencia y asociación del estado mexicano con el narcotráfico. La corrupción que corroe a las instituciones militares y políticas –donde militares y políticos se evidencian como verdaderos socios del narcotráfico– expresa la descomposición de las mismas, que ya no pueden ni siquiera mantener la apariencia de ser los pilares del estado burgués y los defensores de la legalidad. La consecuencia de esto es que las instituciones del estado son parte de la guerra entre cárteles, ya no –como lo proclaman las leyes burguesas y los discursos presidenciales– como “salvaguarda del estado de derecho”, sino como parte interesada en el negocio, perdiendo capacidad de control territorial y minando así el principio del estado burgués que es el “monopolio de la violencia”. A la pregunta que se formulan muchos periodistas ¿El estado donde esta?, la respuesta es que el estado, a distintos niveles y a través de miles de sus funcionarios, está asociado a los diversos carteles adversarios y esa es la base de su implicación y participación en la “narcoguerra”.

Militarización y “guerra contra el narcotráfico”

La “guerra contra el narcotráfico” no es entonces un intento por “restablecer el estado de derecho” ni busca el “interés de los ciudadanos”. La militarización creciente es una estrategia gubernamental que tiene varios objetivos políticos, militares y sociales. Por una parte, es la forma de participar en la sangrienta guerra entre carteles, como respuesta “de contragolpe” al hecho de que los militares y políticos coludidos con determinadas facciones de narcotraficantes sufren los embates (ejecuciones, narcomantas, secuestros, etcétera) de las facciones contrarias. Las muertes por el narcotráfico entre los funcionarios públicos son el resultado de esta salvaje guerra entre cárteles y de la incorporación, de sectores del propio estado, al negocio del tráfico ilegal de estupefacientes.

Es también una respuesta para disciplinar y limitar el descontrol de sangre y fuego desatados por los narcotraficantes, que como resultado de su carácter lumpen y delincuencial, responden a cada agresión de sus adversarios con un espiral de violencia, utilizando para ello los servicios de sicarios –en muchos casos provenientes de los grupos especiales del ejército mexicano, los kahibles centroamericanos o bandas lúmpenes como las maras salvatruchas– que hacen uso de acciones de terror propagandístico, como el desmembramiento de cuerpos, las decapitaciones, etcétera. Los casos más sonados son los Zetas (inicialmente militares del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, fuerza contrainsurgente que fueron reclutados como sicarios por el Cártel del Golfo, que luego se “independizaron” y que se han reproducido como los hongos en la lluvia, reclutando jóvenes a los cuales entrenan) y la banda de Edgar “la Barbie” Villarreal, que rivalizaban en cuanto al salvajismo demencial puesto en práctica, que después terminaron asociándose coyunturalmente y finalmente volvieron a enfrentarse. El Ejército Mexicano ha utilizado métodos similares de carácter “propagandístico” como el escarnio público al cadáver del conocido narco “Barbas” Beltrán Leyva, cuyo cuerpo destrozado por las balas expansivas fue exhibido cubierto de billetes. Distintos periodistas e investigadores sostienen que la acción militar persigue no solo el objetivo de disciplinar, sino también de favorecer a un sector –concretamente la Federación o Cartel de Sinaloa, liderada por Chapo Guzmán– y aniquilar a sus enemigos.

La mencionada “asociación” entre instancias gubernamentales y estatales y el narco no es una sociedad pacífica, armónica ni permanente. Puede cambiar en función de las alineaciones y las confrontaciones existentes entre los narcos, y también puede ser violentada por la acción de distintos sectores del propio estado. A lo largo de las últimas décadas, los distintos señores del narco han gozado de los privilegios de contar con el favor del estado, de la misma forma luego han caído del mismo. El hundimiento de los Beltrán Leyva es una muestra de ello: cuando comenzaron a ser competencia para el cártel de Sinaloa, rápidamente se convirtieron en “prioridad estratégica 1” para los servicios de inteligencia. De igual forma, los rumores que circulan en torno a la muerte de Juan Camilo Mouriño muestran en sí mismos –más allá de cuanto tengan de verdad– lo que no podía ser ni siquiera pensado bajo el viejo priato: la posibilidad de que el Secretario de Gobernación y “delfín” presidencial sufriese un atentado ordenado por el Mayo Zambada (socio de Guzmán Loera) en respuesta a una descoordinación entre las fuerzas militares que terminó con el encarcelamiento del hermano de aquel y la “violación” del supuesto acuerdo entre el cartel de Sinaloa y los altos funcionarios de la SSP. Reiteramos: sin hacernos eco de los rumores en torno a este hecho, la sola suposición –que realizan periodistas supuestamente documentados–, de que en el mismo puedan estar involucrados sectores del narco, es una muestra de hasta adonde podría llegar las consecuencias de la vinculación entre los barones del narcotráfico y las instancias gubernamentales y del poder de aquellos. Nos detuvimos previamente en el objetivo específico que la guerra contra el narco tiene en relación a limitar la acción de los carteles –tanto en lo que refiere a los enfrentamientos entre sí como a los ataques directos a sus socios, los funcionarios del estado.

La militarización tiene también un objetivo claro y evidente en relación al movimiento de masas, con el fin de atemorizar a los trabajadores y el pueblo, cercenar las libertades democráticas más elementales –generando en entidades enteras un verdadero estado de sitio–, y preparar las condiciones para la persecución, el aislamiento y el asesinato de luchadores sociales y de derechos humanos, así como de verdaderos juvenicidios y feminicidios, sembrando además sobre las víctimas de los mismos la calumnia de supuestas vinculaciones con el “crimen organizado”. La militarización golpea duramente sobre los trabajadores y el pueblo, y siembra un manto de terror que actúa contra cualquier intento de defender sus derechos más elementales, generando una situación abiertamente reaccionaria, cuando menos en las entidades más marcadas por este proceso (como el noroeste, el noreste y estados del centro del país), e intenta preparar las condiciones para establecer condiciones similares en los estados del centro y del sur del país. Aquellos se ven envueltos en el fuego cruzado entre los distintos carteles del narcotráfico y las fuerzas estatales, con la consecuencia de muertos y desaparecidos. Son víctimas de secuestros, violaciones y levantones, sea con el fin de obtener rescates, o de obligarlos compulsivamente a realizar distintas actividades vinculadas al narcotráfico. El ejemplo más sonado de esto ha sido el secuestro de migrantes centro y sudamericanos, realizados por bandas de narcotraficantes asociados con los agentes migratorios mexicanos. La dimensión de la muerte ha llegado al punto que se ha acuñado un nuevo término (juvenicidios) para describir los asesinatos de jóvenes que se han dado en determinados momentos de la “narco guerra”, y que activistas democráticos y derechos humanos han sido perseguidos y asesinados tanto por los narcotraficantes como por los militares, como es el caso de Maricela Escobedo o los jóvenes y universitarios activistas de Ciudad Juárez. La militarización ha significado un recorte sistemático de las libertades democráticas, con cientos de asesinados a manos del ejército, restricción al tránsito y la movilidad (como los retenes), generalización de las extorsiones a cualquier ciudadano, etcétera. Al cobijo de la misma crecen los feminicidios y los juvenicidios. Como denuncian valerosamente organizaciones de Ciudad Juárez y otros puntos del país, la militarización también sirve para evitar la movilización y acción de las organizaciones democráticas, obreras y populares, y es claramente funcional a garantizar la explotación, opresión y miseria de las masas mexicanas, y ponerlas indefensas ante las extorsiones y la violencia de narcos y militares.

Algunas consideraciones sobre el carácter social de los cárteles del narcotráfico

Distintos analistas del fenómeno del narcotráfico destacan que la actividad de los cárteles se mueve por una búsqueda de la ganancia, inscrita en las tendencias generales de la sociedad capitalista; que los mismos cuentan con una organización vertical similar a la de una empresa capitalista; y que las drogas ilegales, en el circuito de producción y comercialización de los cárteles, pueden considerarse una mercancía (es decir que tienen un valor de cambio). El tráfico de drogas sería parte de una economía “ilegal” o “criminal”.

Profundizando en la especificidad del narcotráfico, una primera consideración es que los cárteles descansan sobre varias actividades económicas consideradas “ilegales”. Esas actividades son la intermediación de la droga recibida desde Sudamérica y su comercialización hacia los Estados Unidos. Junto a esto, la producción (y/o la compra a los campesinos) de estupefacientes, con similar destino.

Aunado a ello, en la medida que se expanden sus ingresos, han incursionado en la “economía legal”, fundamentalmente para “lavar” el dinero. Esta incursión –que es el punto de contacto fundamental con la economía “legal”– se da a través de mecanismos financieros, suministrando capitales para empresarios “legalmente constituidos”, y –en algunos casos– adquiriendo empresas mediante prestanombres. Efectivamente, los mecanismos de apropiación de la plusvalía pueden encontrarse en la explotación de la fuerza de trabajo agraria, en tanto que se obtienen ganancias extraordinarias en el circuito mercantil, que va desde la compra del producto a los campesinos hasta la intermediación y comercialización. Todo lo cual va acompañado de mecanismos de coerción extraeconómica sobre los productores agrarios.

Aunque las drogas ilegales pueden ser consideradas como mercancías, su elevado valor de cambio depende de las políticas prohibicionistas así como de la capacidad de los narcos para establecer un monopolio en la producción y el intercambio.

Entonces, la búsqueda de ganancia es el motor de su actividad, existe explotación de la fuerza de trabajo y apropiación de plusvalía así como la obtención de ganancias extraordinarias, que deriva en enormes concentraciones económicas y en un vuelco de grandes sumas monetarias a los circuitos financieros de la economía capitalista.

Estamos entonces ante mecanismos característicos de una fracción burguesa; pero junto a ello es fundamental considerar su funcionamiento atípico respecto a la burguesía “tradicional”, y en particular el que sus ganancias extraordinarias emanan de una actividad ilegal, parasitaria y marginal, que le marca profundos límites a su estabilidad estructural como sector económicamente propietario.

Lo “ilegal” de la actividad económica pone a las enormes ganancias producidas por el narcotráfico ante el eventual riesgo de ser decomisadas por parte del estado y pone en peligro la misma existencia de los integrantes de los cárteles (que pueden terminar muertos o en la cárcel si se rompe su alianza con los funcionarios estatales). Esto limita la posibilidad de continuidad de la “empresa” y el ejercicio del derecho de herencia, lo cual está sujeto a que logren evitar la aplicación de la legislación burguesa y cuenten con la participación y complicidad de los jueces y magistrados. La permanencia del poder económico de los narcotraficantes depende directamente de mantener el favor de las instituciones del estado. Por ende, no goza de la “legalidad” con la que cuentan los capitalistas clásicos y de su “derecho de propiedad”.

¿Un “narcoestado”?

La emergencia del narco ha implicado una competencia, respecto a las estructuras estatales, especialmente en el norte del país, con un poder paramilitar que cuestiona el monopolio de la violencia estatal, mecanismos compulsivos de “recaudación”, redes de “bienestar social”, y compra de políticos, policías y magistrados. ¿Estamos ante una suerte de dualidad de poderes, que dará lugar a un “narco-estado”? Como límite a esta perspectiva, hay que considerar que, más que una voluntad para disputar la hegemonía del estado, lo que hay es un aprovechamiento de la ya mencionada descomposición del estado burgués, para montar una estructura paralela en términos militares y de redes mafiosas con múltiples ramificaciones en la estructura social. Esta suerte de poder “paralelo” que crece en la descomposición del viejo estado, es profundamente reaccionario y opresivo, basado en la coerción sobre la población.

Considerando otro aspecto social del narcotráfico, los cárteles son un fenómeno claramente reaccionario. El cobro compulsivo de “impuestos”, las narcofosas, los miles de secuestros, las violaciones y asesinatos, la coerción que ejercen sobre los campesinos cultivadores, testimonian la brutal opresión que ejercen sobre la población. Los narcotraficantes son verdaderas bandas paramilitares, que en ocasiones han sido fuerza de choque contra organizaciones sociales, políticas y de derechos humanos. Ante nuevas luchas obreras y sociales, los sicarios pueden ser utilizados por el estado y el ejército en una escala mayor.

Junto a ello, el reclutamiento de jóvenes significa su lumpenización y desclasamiento, incorporados a bandas delincuenciales cuyo único objetivo es garantizar el territorio y las ganancias a su respectivo cártel, sembrando el terror sobre la población.

La expansión del narcotráfico expresa la creciente descomposición del capitalismo mexicano y su crisis social. Su legado de pobreza, miseria y cierre de oportunidades para la juventud, deriva en la expansión de las redes sociales de los cárteles. Desde los campesinos que se ven obligados a enviar a sus hijos a la producción de amapola y marihuana (con la muerte de muchos niños a causa de los químicos utilizados), hasta los jóvenes que se incorporan al narcomenudeo. También en la intensificación de la violencia y la utilización de métodos cada vez más bestiales, se ve el resultado de este sistema capitalista y que el mismo no sólo tiene para dar explotación, opresión y miseria, sino también una espiral de violencia degradante.

Un programa contra la militarización y el narcotráfico

Para enfrentar esta situación y sus terribles consecuencias sobre los trabajadores, campesinos y la juventud, es necesaria una política alternativa a la que llevan adelante el gobierno y los partidos patronales. En primer lugar, hay que impulsar la legalización de las drogas, contra la penalización, la intervención policial o judicial y la criminalización al consumo de las mismas, y por la libertad a los detenidos por tenencia (muchos bajo el cargo de "trafico"), la mayorìa jóvenes provenientes de los sectores populares.

Esta medida, opuesta al prohibicionismo imperante, pondría en cuestión las ganancias extraordinarias obtenidas por los cárteles a través de la distribución ilegal en el territorio nacional –y de lo que se benefician miles de “funcionarios públicos”–, y el dominio que los mismos ejercen sobre amplios sectores de la juventud. Es incorrecto considerar que esto incentivaría el consumo de drogas, las cuales puede conseguirlas quien quiera consumirlas; por el contrario, el prohibicionismo permite adulterarlas (para aumentar las ganancias de los cárteles). La legalización eliminaría el incentivo que hoy existe para la comercialización de las llamadas drogas prohibidas en México.

En el caso de las drogas cuyos efectos pueden ser consideradas como “daño irreversible a la salud”, hay que exigir que el estado garantice los servicios médicos gratuitos para la atención de los consumidores. Esto debe ir acompañado por atacar los mecanismos financieros que permiten el blanqueo de capitales, y a los capitalistas asociados con los señores del narco, expropiando y nacionalizando todas sus propiedades y sus cuentas bancarias.

Ya que la actividad de los cárteles del narcotráfico en México se orienta en gran medida hacia los Estados Unidos, es fundamental que las organizaciones obreras y populares de aquel país luchen contra la prohibición y por la legalización de las drogas, lo cual afectaría todo el negocio de los cárteles.

La complicidad de las estructuras gubernamentales, policíacas y judiciales con las distintas facciones de narcos, y la militarización y violación de las libertades democráticas, muestra que la salida no vendrá de las autoridades. Es necesario impulsar un gran movimiento nacional contra la militarización, independiente de las instituciones y que confíe sólo en la movilización, basado en las organizaciones democráticas, de derechos humanos, y de familiares de las víctimas, junto a los sindicatos y organizaciones populares y juveniles.

Frente a los cárteles y sus fuerzas paramilitares, y frente a la militarización creciente, la única salida para preservar la integridad de los trabajadores, la juventud y el pueblo es la organización de comités de autodefensa, a partir de las organizaciones obreras, estudiantiles y populares, a la vez que impulsar la disolución de las fuerzas represivas responsables de la militarización y la cosecha de muerte en México, el juicio y castigo a los funcionarios públicos asociados con los cárteles del narcotráfico y de todos aquellos involucrados –material e intelectualmente– en la persecución y asesinato de luchadores sociales y democráticos, jóvenes, mujeres, y trabajadores. Hay que ir más allá de las campañas por “no más violencia”; aunque las mismas puedan expresar un sentimiento progresivo contra la militarización, son impotentes para garantizar la defensa de los trabajadores, la juventud y el pueblo, y enfrentan el peligro de ser cooptadas e integradas a políticas reaccionarias de “mayor seguridad” a cargo de las instituciones de esta “democracia para ricos”.

Es necesario que se hagan parte de esta lucha el conjunto de los trabajadores y sus aliados del campo y la ciudad, con un programa que enfrente a las instituciones y partidos responsables ya no sólo de la explotación y la miseria capitalista, sino también de esta narcoguerra con su secuela de casi 40 mil muertos en 5 años. Ante este reaccionario fenómeno engendrado por la dominación capitalista, la única salida de fondo sólo puede ser garantizada por un gobierno obrero y campesino, que liquide la vieja maquinaria estatal, que ataque y liquide el poder de los señores del narco, y que a partir de la expropiación de los expropiadores reorganice el país sobre la base de una planificación democrática de la economía y el conjunto de la vida social.

 
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