Sirva este dato anecdótico como botón de muestra: la guerra de Ucrania ha sido objeto de interpretaciones en clave malvinera. Por ejemplo, memes futboleros que ironizan sobre la doble vara de la FIFA, muy diligente en sancionar a Rusia por haber ocupado territorio ucraniano, pero no a Inglaterra por haber usurpado las islas del Atlántico Sur.
Malvinas es una pasión argentina por antonomasia, aunque –parafraseando a Spinoza– podríamos preguntarnos si se trata de una pasión alegre o triste, una pasión que nos eleva o degrada como sociedad. ¿Nos ha hecho mejores o peores? Indudablemente, la cuestión Malvinas es uno de los tópicos troncales y estructurantes del nacionalismo argentino. Sin irredentismo malvinero, el patriotismo –tal como lo conocemos– sería inconcebible en Argentina.
Cualquiera que mire un mapa, y compruebe lo cerquita que están ellas del litoral argentino, de la costa patagónica, y lo lejísimo que están del Reino Unido, se da cuenta fácilmente que todos esos territorios insulares donde hoy flamea la Union Jack son soberanía argentina, y que deben, por lo tanto, volver a ser parte efectiva de la República Argentina. La geografía no deja lugar a dudas.
Pero también la historia avala el reclamo argentino sobre las Malvinas, y saber esto es importante. Los franceses –que las habían explotado como escala interoceánica para sus buques pesqueros y balleneros– cedieron las islas a España en 1765, quien creó la Comandancia de las Islas Malvinas. Este territorio español dependía administrativamente de Buenos Aires, y cuando se creó el Virreinato del Río de la Plata en 1776, quedó incorporado a él. Cuando lo que hoy es Argentina se independizó de España en 1816, las Malvinas pasaron a ser parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Las autoridades argentinas tomaron posesión formalmente de las islas en 1820, con el envío de la fragata Heroína. Nueve años después, Luis Vernet –un empresario alemán radicado desde muy joven en el Río de la Plata– fue designado gobernador de las Malvinas, por medio de un decreto que volvió a hacer de ellas, en términos jurisdiccionales, una comandancia política y militar, aunque no ya de la monarquía hispánica de los Borbones, sino de la república sudamericana que luego se llamaría Argentina. Desde hacía algún tiempo, Vernet venía impulsando en las islas el poblamiento, la pesca, la ganadería y el comercio, con permiso argentino. Pero en 1833, tras el ataque del USS Lexington a Puerto Soledad (una de las primeras tropelías del Tío Sam y su diplomacia de cañonero en la historia latinoamericana) el imperio británico invadió las Malvinas, y aplastó la sublevación del gaucho Rivero. Desde entonces retiene las islas –a las que llama Falklands– como una colonia de ultramar, haciendo oídos sordos no solamente a los reclamos de restitución de la Argentina, sino también a las exhortaciones de negociación diplomática de las Naciones Unidas. En su resolución 2065 (XX), que data de 1965, la ONU encuadró “el caso de las Islas Malvinas (Falklands Islands)” dentro de “su resolución 1514 (XV), de 14 de diciembre de 1960”, inspirada en “el anhelado propósito de poner fin al colonialismo en todas partes y en todas sus formas” (léase: descolonización).
La negativa británica a devolver las Malvinas no responde únicamente a razones ideológicas de orgullo imperial, o de compromiso metropolitano con una población kelper hostil a la Argentina y orgullosa de su britaneidad. Pensar eso sería incurrir en un reduccionismo idealista muy ingenuo. Hay motivos más materiales, factores geoestratégicos, que determinan esa posición. En primer lugar, las Malvinas están situadas en un lugar privilegiado para controlar el tráfico marítimo meridional Atlántico-Pacífico, por su cercanía al estrecho de Magallanes y los canales de Beagle y Drake. En segundo lugar, su posesión da sustento fáctico y jurídico a la pretensión del Reino Unido de perpetuar su jurisdicción en la Antártida, reservorio del 80% del agua dulce en el planeta. En tercer lugar, las Malvinas cuentan con importantes recursos pesqueros, minerales y energéticos (hidrocarburos fundamentalmente). Y en último lugar, debe recordarse que allí se emplaza RAF Mount Pleasant, la mayor base militar aérea de Gran Bretaña en todo el Atlántico Sur; base que, según se ha denunciado, albergaría armamento nuclear.
En 1982, Argentina ocupó de nuevo las islas, a casi 150 años de que se las quitaran por la fuerza. La Operación Rosario se concretó el 2 de abril, fecha que daría origen al Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas. El Reino Unido se negó a aceptar la pérdida de las Malvinas, y envió una poderosa expedición militar a recuperarlas: la Task Force. Hasta el 14 de junio, durante dos meses y doce días, hubo guerra en tierra, mar y aire. Los argentinos combatieron con valor. Sus avezados e intrépidos pilotos hicieron proezas inimaginables en sus vuelos rasantes contra los buques de la Royal Navy, ganándose el respeto y el elogio de sus enemigos. Pero la superioridad tecnológica del Reino Unido de Thatcher –una de las mayores potencias navales del mundo– era demasiado grande. Además, los Estados Unidos de Reagan –la superpotencia número 1– ayudaron a Gran Bretaña, su aliado estratégico de la OTAN, desequilibrando así la balanza. La amenaza de una guerra por la espalda con el Chile de Pinochet, en la Patagonia austral, por el litigio limítrofe del Beagle, seguía latente, y eso le impidió a la Argentina trasladar sus tropas de montaña apostadas en los Andes –las más capacitadas para luchar bajo el frío y la nieve– a las Malvinas. Con un agravante: la dictadura chilena brindó un auxilio de suma utilidad al Reino Unido, tanto en materia logística como de inteligencia. Ganar la guerra era muy difícil en esas condiciones, aunque la propaganda y la censura del gobierno argentino hicieran creer al principio otra cosa (“estamos ganando”). Los errores garrafales de cálculo y el nivel escandaloso de improvisación con que Argentina entró en la conflagración (su Ejército, sobre todo) todavía hoy siguen causando perplejidad y curiosidad entre los analistas expertos de ambos países, y neutrales también. Por razones de espacio y oportunidad, no hablaremos de ellos aquí.
Si bien el deseo argentino de recuperar las Malvinas era justo, legítimo, se vio manchado por el hecho de que, en Argentina, hacia 1982, no había democracia. Regía una dictadura militar, que había cometido muchos crímenes de lesa humanidad, de terrorismo de estado, que dejaron un saldo trágico de 30 mil personas detenidas-desaparecidas, brutalmente torturadas y asesinadas en centros clandestinos, sin contar las que debieron exiliarse para salvar sus vidas, ni los niños y niñas que fueron víctimas de secuestro y ocultamiento de identidad. En 1982, la crisis económica y social era gravísima, como consecuencia de las políticas neoliberales aplicadas por la Junta Militar desde el golpe del 76: devaluación, inflación, endeudamiento externo, desindustrialización, desempleo, pobreza… En todo el mundo crecían las denuncias contra la Argentina, de parte de los organismos de derechos humanos (el mundial de fútbol del 78 no había logrado maquillar el horror, porque nadie se creyó aquello de “los argentinos somos derechos y humanos”). La dictadura estaba desprestigiada y debilitada, y fue por eso que tomó la decisión desesperada de intentar recuperar las Malvinas de las garras del imperialismo inglés. Sabía que la causa Malvinas era muy apreciada por la sociedad argentina, y que iba a generar apoyo popular. Contra todo pronóstico, Leopoldo Fortunato Galtieri, el general dictador del momento, se dio el lujo de llenar la Plaza de Mayo y de jugar a líder populista –cual Perón– desde el balcón de la Casa Rosada. Su verborrea arrogante y desafiante, prematuramente triunfalista, obscenamente temeraria, quedó en los anales del oprobio: “Si quieren venir, que vengan. Les presentaremos batalla”. Lo peor de todo fue que la mayor parte de la izquierda argentina se sumó a la eufórica borrachera de unidad nacional contra el enemigo común, algo así como una tregua a la dictadura militar y el terrorismo de estado en nombre del antiimperialismo.
Igual que la Junta Militar argentina, el gobierno conservador de Margaret Thatcher también tenía razones oportunistas de política interna para no querer la paz: sus drásticas y catastróficas recetas monetaristas de ajuste fiscal, privatización del sector público, desregulación del mercado financiero, flexibilización laboral y cercenamiento de los sindicatos –no muy distintas a las que había aplicado Martínez de Hoz en el país rioplatense, Pinochet en Chile y Reagan en EE.UU.– estaban siendo muy cuestionadas y resistidas por el pueblo británico, especialmente por la clase obrera. Las huelgas en las minas de carbón se habían vuelto una pesadilla para Downing Street. Pero la demagogia jingoísta pro-Falklands le permitió a la Dama de Hierro salir del pozo y relanzar su carrera política, consiguiendo en 1983 –victoria bélica mediante– una reelección que parecía imposible. A la inversa, la derrota de Malvinas precipitó en Argentina el fin de la dictadura y la restauración democrática (Alfonsín ganó las elecciones casi en simultáneo con Thatcher).
El irredentismo siempre ha sido un instrumento eficaz de los gobiernos autoritarios para generar fervor nacionalista en las masas y neutralizar los conflictos sociales domésticos, los antagonismos de clase. El caso de la Alemania nazi con los Sudetes así lo ilustra, igual que el ejemplo de la Italia fascista con la Dalmacia, ambos territorios irredentos, según el parecer de Hitler y Mussolini. De todos los lobos con piel de cordero del nacionalismo, el irredentismo ha sido el más peligroso de todos. Nótese que tanto Galtieri como Thatcher hicieron demagogia irredentista con las Malvinas. Primero el dictador argentino, luego la Dama de Hierro…
Pero Argentina no estaba preparada para ganarle una guerra a una de las mayores potencias del mundo como el Reino Unido, menos aún si los Estados Unidos le daban la espalda al país sudamericano, como de hecho sucedió (de forma inconsecuente, el Tío Sam nunca ha querido aplicar la Doctrina Monroe al litigio de Malvinas). Quienes pagaron el precio de ese manotazo de ahogado, de esa aventura irresponsable casi suicida, fueron los soldados argentinos, en su gran mayoría pibes conscriptos de 18 años sin ninguna experiencia en combate y muy mal preparados. Su entrenamiento y equipamiento eran totalmente insuficientes, y para colmo de males estaban mal abrigados y mal alimentados. Murieron 649 argentinos en la guerra de Malvinas, y casi 1.700 quedaron inválidos o heridos. En las islas, muchos sufrieron tratos degradantes y torturas de sus propios oficiales. Cuando los veteranos regresaron, la dictadura los recibió con incomodidad, fastidio, desprecio y rencor. Se los trató de invisibilizar y no se les dio la contención médica, ni psicológica, ni económica que tanto necesitaban y merecían después de los espantos que habían vivido. Hubo una política sistemática de desmalvinización de la memoria colectiva. La Junta Militar no quería que se hablara de Malvinas, por vergüenza y por culpa. Pero también porque no le convenía, habida cuenta su responsabilidad política en todo el desastre ocurrido.
Los veteranos fueron tratados como unos «fracasados», como unos «perdedores». Se los estigmatizó y silenció. Se los humilló y olvidó. La política de desmalvinización provocó no menos de 350 suicidios entre los veteranos, y probablemente bastantes más. Toda guerra es traumática de por sí, pero mucho más traumática resulta cuando el estado y la sociedad maltratan a los sobrevivientes con tanto desprecio y crueldad, desmemoria e indiferencia.
Las Malvinas son argentinas, cierto. Reino Unido debe devolverlas a nuestro país, porque las usurpó por la fuerza, y porque el colonialismo es algo inaceptable en el siglo XXI. Pero que el patrioterismo de algunos no nos haga olvidar que Argentina, en 1982, estaba bajo una sangrienta dictadura militar, y que esa dictadura se aventuró en una guerra que no podía ganar –un acting pírrico, una fuga hacia adelante– para tratar de recuperar la legitimidad que había perdido. La irresponsabilidad de esa decisión demagógica causó cientos de muertos en combate y miles de heridos. Y la desmalvinización posterior llevó al suicidio a otros cientos más de veteranos.
Pero en su momento, la Operación Rosario era cuestionable por otra razón. Antes de 1982, la política de buena vecindad de la Argentina para con la población kelper estaba dando buenos frutos. La relación era cada vez más fluida y amistosa: comercio, viajes marítimos y aéreos, turismo, cooperación sanitaria, etc. Por el contrario, el vínculo kelpers-metrópoli era cada vez más débil y frío. La comunidad isleña se sentía olvidada, abandonada, postergada, ninguneada por Reino Unido, y con razón. De hecho, el localismo y autonomismo kelper estaban en alza. La historia contrafáctica siempre es un terreno resbaladizo, pero es razonable suponer que, si Argentina hubiese persistido en su política de buena vecindad, y la hubiese intensificado, el malestar kelper con Gran Bretaña podría haberse agudizado, y eso podría haber decantado en un proceso de radicalización política donde el secesionismo filoargentino (postura realista) prevaleciera sobre el secesionismo independentista (postura poco viable). Por lo demás, la continuidad a largo plazo de una política de buena vecindad, tarde o temprano hubiese tenido un alto impacto demográfico-social en Malvinas: el crecimiento pacífico por goteo de la inmigración argentina, por la cercanía de la Patagonia, y por lo minúsculo de la comunidad kelper, muy fácilmente hubiese transformado por completo la composición étnica de las islas, e intensificado el separatismo pro-argentino (como pasó con el separatismo pro-estadounidense en el viejo Texas mexicano, entre 1822 y 1845). Todas estas posibilidades se clausuraron de golpe en 1982, cuando la Junta Militar puso en marcha la Operación Rosario. Por un lado, la población kelper se volvió muy hostil y desconfiada hacia la Argentina. Por otro lado, las islas se volvieron las niñas mimadas del imperio británico de ultramar. Desde entonces merecieron mucha atención, cuidado y fomento metropolitanos, lo cual hizo que la población kelper volviera a «enamorarse» de Gran Bretaña y renovara su lealtad colonial.
Hoy por hoy, las chances de que la comunidad isleña de Malvinas acepte la soberanía argentina son muy remotas. El recuerdo del 82 todavía está muy vivo en la memoria kelper. La reconciliación con la Argentina no parece posible, al menos en el corto y mediano plazo. No faltan voces en Argentina que reclaman un nuevo intento de reconquista de las Malvinas. Son minoritarias, por suerte. Hablamos del nacionalismo de extrema derecha. Las probabilidades de triunfo siguen siendo tan bajas como en 1982. La superioridad militar y naval del Reino Unido se mantiene, y la alianza Londres-Washington como socios de la OTAN también. A decir verdad, las probabilidades de victoria ahora son aún más bajas, puesto que Argentina ya no tendría a su favor el factor sorpresa, y las islas están hoy defendidas de un modo en que no lo estaban hace 39 años. Además, actualmente, los intereses geoestratégicos de Gran Bretaña sobre las Malvinas y el Atlántico Sur –incluyendo la Antártida– son mayores, debido a la creciente escasez de recursos no renovables: agua, hidrocarburos, etc. En este siglo XXI, el Reino Unido defenderá sus islas australes con una tenacidad inusitada, y la brecha militar y naval entre ambos países ha aumentado desde que terminara la guerra.
Tampoco hay razones para creer que la sociedad argentina, tras el desastre del 82, vuelva a dar su apoyo a una aventura bélica condenada al fracaso: el fantasma de los chicos de la guerra no se ha desvanecido. Pero más allá de estas cuestiones de factibilidad, cabe hacerse esta pregunta ética: ¿sería legítimo que Argentina intentara recuperar las Malvinas a través de las armas? La guerra constituye un recurso extremo, que solo es justificable en casos excepcionales, como la defensa frente a una invasión extranjera. Es cierto que la posesión británica de las Malvinas representa un acto de colonialismo inadmisible, y que las islas son territorio irredento. Pero considerando que este territorio irredento no incluye una población irredenta (una mayoría o minoría argentina sojuzgada por el Reino Unido), recurrir a la guerra sigue pareciendo una acción desproporcionada, como en 1982.
Para un socialista libertario de Argentina, hablar de la cuestión Malvinas es difícil. Por un lado, está el clivaje colonialismo-anticolonialismo, imperialismo-antiimperialismo.
Aquí la cosa resulta más o menos sencilla: hay que tomar partido por el anticolonialismo, por el antiimperialismo, aunque el caso malvinense presenta un matiz muy peculiar, porque se trata de un territorio irredento sin población irredenta (la inmensa mayoría de la comunidad kelper es de ascendencia británica, mientras que la colectividad argentina en Malvinas, a diferencia de la chilena o la proveniente de Santa Elena, no figura entre las minorías étnicas importantes de las islas. Además, cuando el Reino Unido invadió Malvinas en 1833, la población preexistente era ínfima, no más de 120/150 personas, muchas de las cuales eran europeas). Por otro lado, está también el clivaje nacionalismo-internacionalismo, patriotismo-cosmopolitismo. Aquí la cosa se complica: aunque el socialismo libertario no niega ni menosprecia la etnicidad, la dimensión étnica de lo social, postula sin embargo como identidad colectiva fundamental la clase, no la nacionalidad. Esta última, debido a sus premisas culturalistas, y a menudo esencialistas, tiende fácilmente a caer en un policlasismo-organicismo de conciliación, de status quo, hegemonizado por la burguesía.
En teoría, se puede ser antiimperialista sin ser nacionalista, desde luego. Pero en la práctica, el asunto es más complejo, porque históricamente, el antiimperialismo ha estado dominado por el nacionalismo. Aunque existieron –y existen– honrosas excepciones, lo habitual ha sido que las luchas contra la opresión extranjera estén más asociadas al patriotismo policlasista que al clasismo anticapitalista, por la sencilla razón de que dicha opresión rara vez afecta únicamente a las clases subalternas. Suele afectar también a la clase dominante, o a varias fracciones de esta, situación que favorece la cohesión interna y las alianzas frentistas. Por supuesto que hay ejemplos históricos donde la opresión étnico-colonial y la de clase se confunden, se superponen casi totalmente, como la Irlanda preindustrial de los siglos XVIII y XIX aquejada por el latifundismo y las hambrunas, donde los terratenientes casi siempre eran ingleses absentistas o angloirlandeses protestantes. Pero lo más corriente es que ese tipo de correlación sea más baja.
¿Y la autodeterminación nacional? ¿La comunidad kelper no tiene derecho a ella? Opino que no. La población anglomalvinense, aunque no carece de particularidades locales, es demasiado minúscula y no posee el nivel de especificidad histórico-cultural de una nación. Su situación, en este sentido, no es homologable a la de otros países anglosajones de la Commonwealth como Canadá, Australia o Nueva Zelanda. De hecho, más allá de cierto localismo pueblerino, la comunidad kelper mantiene una fuerte conciencia de britaneidad, que la crisis bélica del 82 reforzó (no hay veleidades independentistas o separatistas de ningún tipo). Huelga aclarar que un territorio insular tan pequeño, donde apenas viven unas 4.300 personas –de las cuales 1.300 son militares provenientes de Gran Bretaña en misión temporaria–, con una economía apenas diversificada, que depende al extremo de las importaciones chilenas y británicas en rubros tan básicos como alimentos y medicamentos, cuyo centro de salud es tan modesto que necesita recurrir a los hospitales de Punta Arenas y Londres ante cualquier demanda mínimamente compleja, no resulta viable como estado independiente. Pero hay un aspecto más relevante. Permítaseme citar al jurista Eduardo José Pintore, profesor de la Universidad Nacional de Córdoba y autor del esclarecedor artículo “Colonialismo y libre determinación en la cuestión Malvinas” (Revista de la Facultad, vol. IV, n° 1, nueva serie II, 2013):
[…] Al momento de la toma británica de las islas por medio de la fuerza, no existía sobre ellas una población autóctona, sino un asentamiento humano políticamente dependiente del Estado argentino, el cual ejercía soberanía sobre el archipiélago [cuando los europeos llegaron en el siglo XVI a las Malvinas, las encontraron desiertas, sin población indígena habitando]. Con ello está claro que el tipo de colonialismo en Malvinas denunciado por Res. 2065 (XX) no es en perjuicio de una población autóctona, tal como fue la forma corriente de colonialismo en África o Asia, sino que este tipo de colonialismo está direccionado en contra de un Estado preestablecido y en contra, por consiguiente, del pueblo que constituye ese Estado. En esta configuración, por consiguiente, el pueblo ofendido por esa situación colonial es el pueblo al cual por la fuerza se le niega el ejercer soberanía sobre la totalidad de su territorio, es decir, el pueblo de cuyo Estado es lesionada gravemente su integridad territorial. Ahora bien, el principio de libre determinación de los pueblos, se reconoce a favor de los pueblos víctimas de la situación colonial, y no a la población que la misma metrópoli trasplantó sobre el territorio colonizado, para asegurar su posesión ilícita [las cursivas son mías]. Es una cuestión de buena fe, que la potencia colonial no realice un referéndum con un “pueblo artificial” por ella misma constituido para manipular la decisión a su favor. Pues si se reconociera dicho derecho a la población trasplantada por la metrópoli, no se haría otra cosa que legitimar una situación de colonialismo que la misma 1514 (XV) quiere poner fin, en virtud de la pertenencia de esa población a la metrópoli.
La cuestión de la autodeterminación nacional o de los pueblos es muy compleja, y excede este ensayo. Pero no quisiera concluirla sin puntualizar algo más: así como Argentina tiene razón cuando aduce que la población kelper es un trasplante colonial, los pueblos originarios podrían legítimamente plantear, y así lo han hecho (la nación mapuche, por ej.), que la inmigración blanca –criolla o europea– que usurpó y colonizó manu militari sus territorios ancestrales también lo es, con el agravante de que perpetró un genocidio... Alguien podría contraargumentar que la ONU, en su normativa y jurisprudencia de descolonización, sobreentiende que las poblaciones trasplantadas, después de mucho tiempo, de muchas generaciones arraigadas, pasan finalmente a ser nativas, como la colectividad bóer en Sudáfrica, que se retrotrae al siglo XVII. A priori no es un mal argumento, porque la historia demuestra que la autoctonía es algo relativo (siempre hubo y habrá migraciones). Pero la verdad es que la ecuación no cambia demasiado: el origen de la población blanca de Nueva Zelanda, por caso, es apenas anterior al de la comunidad kelper en Malvinas, y la colonización winka del Wallmapu –a ambos lados de la cordillera– comenzó medio siglo después de que se establecieran las primeras familias británicas en las islas que Argentina reclama.
Las reingenierías étnicas a gran escala basadas en el exterminio o la deportación –a lo Hitler o Stalin– son éticamente inaceptables, aberrantes. No se puede hacer tabla rasa del devenir histórico. Como reza el refrán, el remedio nunca puede ser peor que la enfermedad. La criminal Nakba perpetrada por la derecha sionista contra la nación palestina, en nombre de la preexistencia histórica de Israel, lo ejemplifica muy bien: ¿acaso es lógico y justo considerar «invasora» o «usurpadora» a la actual población musulmana del Levante mediterráneo porque desciende de aquellos árabes que conquistaron la región para el Califato Rashidun en el siglo VII, hace casi 1.400 años? Evidentemente no. La solución a la cuestión Malvinas, igual que la solución a los reclamos de autonomía de los pueblos originarios americanos, debe ser realista, políticamente viable, y por sobre todas las cosas, respetuosa de los derechos humanos.
Plantear que las Malvinas deben ser reintegradas a la Argentina, de ningún modo significa vulnerar los derechos de la población local con una política revanchista de expulsión o aculturación, como fantasea la derecha chovinista y xenófoba. Mujeres y hombres kelpers llevan varias generaciones –hasta ocho– naciendo, viviendo y muriendo en esas islas solitarias, agrestes y frías del remoto Atlántico Sur. No sería justo considerarles «usurpadores» por el solo hecho de que sus ancestros victorianos –más galeses y escoceses que ingleses– efectivamente lo fueran. Concebir la culpa como una herencia automática constituye un absurdo y una inmoralidad. La solución, no solo para la pequeña comunidad anglomalvinense sino para todas las minorías étnicas en general (desde pueblos indígenas hasta colectividades inmigrantes), radica en un régimen plurinacional, una de las grandes deudas pendientes de la democracia argentina. La escolaridad bilingüe, la diversidad cultural e identitaria, la autonomía política a nivel regional o comarcal, la laicidad, etc., deben ser celosamente respetadas y promovidas, en pos de una convivencia pacífica y fraterna. Aquella sensata propuesta hecha por Otto Bauer a comienzos del siglo pasado (disociar el estado y la nación) conserva toda su vigencia, como lo prueban –con bemoles– países como Bolivia, Suiza y Canadá.
La plurinacionalidad estaría muy bien. Toda reforma democrática en esa dirección sería para bien. Pero la gran utopía del mañana tiene –la izquierda no lo olvida– una segunda y más importante condición histórica de posibilidad: la superación revolucionaria del capitalismo. |