En 2002 el Gobierno de Eduardo Duhalde (al que perteneció Aníbal Fernández y al que apoyaba el prekirchnerismo) lanzó una campaña junto a las cadenas mediáticas contra las organizaciones de trabajadores desocupados. El discurso de los funcionarios no tenía nada que envidiarle al que hoy blanden Milei y Juntos por el Cambio. Con una nueva crisis social en curso, el próximo 26 de junio se cumplirán dos décadas de la Masacre de Avellaneda.
El próximo 26 de junio se cumplirán veinte años del crimen político conocido como la Masacre de Avellaneda, donde las fuerzas represivas del Estado “liberaron” a sangre y fuego el Puente Pueyrredón con un saldo criminal de dos muertos, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, decenas de heridos y casi doscientos detenidos que reclamaban trabajo, comida y demás derechos elementales.
Sin dudas hay mucho por recordar de aquella jornada. Cuando en un par de meses se cumplan los veinte años habrá nuevas movilizaciones en homenaje a Maxi y Darío. Y habrá también un renovado reclamo de demandas básicas nunca resueltas y profundizadas hoy con una nueva crisis económica y social.
Pero también es importante recordar algunos elementos que precedieron a aquella masacre. Sobre todo cuando el partido que gobernaba entonces y muchos de sus personajes siguen estando en la cima del poder y cuando, en medio del ajuste de hambre y miseria, la derecha vuelve a agitar una rabiosa y violenta campaña antipiquetera.
Declaraciones de guerra
En 2002 el Partido Justicialista gobernaba el país, con Eduardo Duhalde a la cabeza. El exvicepresidente de Carlos Menem y exgobernador bonaerense durante la década noventista había asumido el primero de enero, tras varios intentos fallidos del régimen político por conseguir un sucesor duradero de Fernando de la Rúa. Con apoyo de Raúl Alfonsín y demás “autoridades” de ese régimen, Duhalde prometió “ordenar” el Estado con mano firme. Y para ello nombró un gabinete de “guerra”.
Durante el año y medio que Duhalde presidió el país tuvo como jefes de Gabinete a Jorge Capitanich (actual gobernador del Chaco) y Alfredo Atanasof. Rodolfo Gabrielli y Jorge Matzkin fueron ministros del Interior. Carlos “meta bala” Ruckauf fue el canciller, tras dejar la gobernación bonaerense en manos de Felipe Solá (el mismo que hasta hace poco fue canciller de Alberto Fernández). Los devaluadores Jorge Remes Lenicov y Roberto Lavagna estuvieron al frente del Ministerio de Economía.
En Justicia, Seguridad y Derechos Humanos primero estuvo Jorge Vanossi y luego Juan José Álvarez, un exagente de la SIDE de la dictadura que luego sería jefe de campaña de Sergio Massa entre 2013 y 2015. Como ministros de Producción primero estuvo José Ignacio de Mendiguren y luego Aníbal Fernández, quien antes había sido secretario general de la Presidencia. Además del hoy ministro de Seguridad del gobierno del Frente de Todos, otros personajes vigentes como Graciela Camaño, Ginés González García y Daniel Scioli también integraron el gabinete duhaldista.
Recalentando el clima represivo
Como lo relatan en un artículo del año pasado Carla Lacorte y Carlos Musante, “para junio de 2002 el bloque del ‘piquete y la cacerola’ que, junto a las fábricas ocupadas, había conmovido a la Argentina en las jornadas de diciembre del año anterior, comenzaba a debilitarse”. Pero la desocupación se mantenía en un 22,5 %, la subocupación alcanzaba una cifra similar y la brutal devaluación del peso aplicada meses antes le había rebanado dos tercios al poder adquisitivo del salario.
En ese contexto, influyentes sectores medios de la población (con grandes empresas periodísticas como voceras) le daban una tregua al gobierno peronista que les prometía devolverles los ahorros confiscados por De la Rúa y Cavallo. Pero la protesta de los sectores populares, que no entraban en esas promesas, no menguaba. La alianza del piquete y la cacerola se resquebrajó y desde sectores medios desmovilizados se empezó a pedir “orden” en las calles.
Duhalde y compañía creyeron que tenían suficiente base social como para encarar una política represiva directa contra las organizaciones de desocupados y la izquierda, que no abandonaban el espacio público. Y así fueron creando un clima cada vez más hostil contra “los piqueteros”, a los que se llegó a catalogar de “subversivos” (con lo que eso significa en la historia reciente del país).
Hay que recordar que en los meses previos muchos activistas y referentes obreros, sociales y políticos habían sido atacados y hasta amenazados de muerte. La lista de hechos (detallada en esos tiempos por Miguel Bonasso en el diario Página 12) incluía el asesinato del joven piquetero Hugo Barrionuevo en la ruta 205 a la altura de Esteban Echeverría a manos de un puntero del entonces intendente de Ezeiza Alejandro Granados (a la postre ministro de Seguridad de Daniel Scioli).
Y hay que sumar que todos los gobernadores y los “barones” del conurbano apoyaban a Duhalde, tanto en sus políticas económicas como en lo referente a la criminalización y represión a la protesta. Entre ellos el santacruceño Néstor Kirchner, que en diciembre de 2001 había bancado a la Policía de su provincia cuando apaleó a manifestantes obreros y sociales, incluyendo a la filial patagónica de Madres de Plaza de Mayo. El mismo gobernador que sería ungido candidato presidencial por Duhalde, tras el adelantamiento de las elecciones de 2003 provocado por la masacre del Puente Pueyrredón.
Así se llegó a la jornada del miércoles 26 de junio. Una semana antes el mismo presidente había dicho frente al anuncio de un plan de lucha del Bloque Piquetero Nacional, de la Coordinadora Aníbal Verón, de Barrios de Pie y otras organizaciones: “los intentos de aislar a la Capital no pueden pasar más, tenemos que ir poniendo orden”. Eso habilitó a que muchos de sus funcionarios se envalentonaran y sumaran a sus aprestos represivos una retórica amenazante.
Fueron varios los protagonistas de aquellos acontecimientos que dirían años después que el jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) Carlos Soria (padre del actual ministro de Justicia de la Nación) había elaborado un informe que aseguraba que estaba en marcha una “escalada de violencia” de las organizaciones sociales, que arrancaría el 26 de junio y se proponía “derrocar” a Duhalde el 9 de julio.
La operación estaba en marcha. Mientras el jefe de Gabinete Atanasof afirmaba ante la prensa que “si los piqueteros cercan la Capital el Gobierno lo tomará como una declaración de guerra”, el secretario de Seguridad “Juanjo” Álvarez repetía que no iban a permitir “que se incomunique a la ciudad de Buenos Aires con los cortes de todos sus accesos”.
El canciller Ruckauf aseguraba ante jerarcas militares que se avecinaban “tiempos difíciles” y que “tanto la Policía como la Gendarmería podrían verse ‘desbordadas’ por la emergencia social, con lo cuál las Fuerzas Armadas tendrán un rol a cumplir”.
A su turno, Aníbal Fernádez denunciaba supuestos “planes insurreccionales” votados en una Asamblea Nacional de Trabajadores en Villa Domínico (Avellaneda). Amalgamando conceptos como “plan de lucha” y “lucha armada”, Aníbal prometía impedir las movilizaciones “como sea”.
Lo que siguió es historia conocida. Una masacre a la que, además de dos muertos, no le faltó una larga lista de heridos, dos centenares de detenidos y una inédita brutalidad policial desplegada por las calles de Avellaneda. Y la impunidad hasta hoy para los ideólogos y autores intelectuales de ese crimen a manos del Estado.
Incluso varios días después de la masacre, cuando ya no se podían ocultar las fotos que demostraban el accionar criminal de la Policía Bonaerense (obligando hasta a Clarín a cambiar su línea editorial) el propio Fernández insistía con la teoría de que había un “plan piquetero” insurreccional y desestabilizante, que amenazaba a la democracia y al que había que combatir con el Código Penal y con la represión.
¿Es posible “igualar” aquel contexto político y social con la actualidad? Según el enfoque y la profundidad del análisis, habrá mayores o menores semejanzas. Como toda comparación histórica, además de odiosa puede resultar excesiva. Pero lo que no se puede ocultar es que entre aquellas declaraciones de los funcionarios peronistas y algunas de las consignas que hoy levantan los llamados “libertarios” y referentes de Juntos por el Cambio hay más de una coincidencia.
Es cierto que durante estos veinte años no todo fue igual. Haciendo una oportuna lectura de la época, el kirchnerismo (según sus propios exponentes, una versión más “humanizada” del peronismo) fue el que más se esforzó, especialmente en los años de gobierno de Néstor Kirchner, por mostrarse proclive a no criminalizar la protesta social. En rigor, lo que hizo esa versión edulcorada del PJ fue tercerizar la represión, dejándole el trabajo sucio a policías, poderes ejecutivos y judiciales y patotas “locales”.
Pero cuando vieron la necesidad, no dudaron. En 2014, sobre el final del gobierno de Cristina Fernández, el kirchnerista puro Carlos Kunkel impulsó una “ley antipiquetes” con el objetivo de hacer respetar como sea “la libre circulación de aquellos que no participan en el reclamo”. La derecha, como se ve, no levanta la cabeza si no se le allana el camino para avanzar.
Y no todo es mero discurso. Porque así como amplios sectores de las dos coaliciones gobernantes se juntaron para votar el acuerdo con el FMI en favor de los intereses del gran capital, la criminalización de la pobreza y la protesta social está a la orden del día. Tal como lo denunció siempre el Frente de Izquierda, el ajuste inevitablemente viene con represión. La Izquierda Diario viene relatando hechos de gravedad que se suceden, desde Córdoba a Misiones, desde la Ciudad de Buenos Aires a Jujuy, hay una política represiva en curso, cuyos alcances y consecuencias es imposible pronosticar.
En el caso de Jujuy, dicho sea de paso, su gobernador radical Gerardo Morales viene jugando un rol central en la cooperación de “gobernabilidad” con el Frente de Todos, tanto para el acuerdo que habilitó el cogobierno con el FMI como para mostrar el camino represivo en concreto.
Lo que sí se avisora es el aumento de la conflictividad y, por ende, de la movilización y la protesta social, enmarcadas en una relación cada vez más despareja entre los ingresos de los sectores populares y el costo de vida. Un panorama que el Estado se encargará de provocar con cada nuevo desembolso a los acreedores internacionales y con cada nuevo punto de inflación. Y como el ajuste, inevitablemente, viene con represión, hay que prepararse.