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9 de abril de 2022 Twitter Faceboock

70 aniversario
Abril de 1952: la insurrección estalla en Bolivia
Ediciones IPS | edicionesips.com.ar

La revolución de abril de 1952 tuvo como vanguardia destacada a los mineros. Fuente: Álbum de la revolución (La Paz, 1953), José Fellmann Velarde.

Este 9 de abril se cumplen 70 años del inicio de la mayor gesta obrera del siglo XX en Latinoamérica. La Revolución boliviana dejó lecciones fundamentales para las luchas futuras analizadas en el libro de pronta aparición, Bolivia, 1952. Crisis guerra y revolución en el corazón de Sudamérica.

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La obra Bolivia, 1952. Crisis, guerra y revolución en el corazón de Sudamérica aparecerá en las próximas semanas publicada por Ediciones IPS-CEIP. Será un homenaje a la gesta de las masas bolivianas y también a su autor fallecido en 2019, Eduardo Molina. Junto con su trayectoria como militante revolucionario bajo las banderas del trotskismo, Molina se destacó por su empeño en la formación de las nuevas generaciones, actividad que expresaba en charlas, cursos y elaboraciones teórico-políticas.

Tras su muerte, su trabajo sobre la Revolución boliviana de 1952 quedó inconcluso. Tanto la gran obra de investigación e interpretación marxista de la historia del país andino y de su revolución como los objetivos del autor de profundizar en las valiosas lecciones de aquel proceso histórico para el convulsivo siglo XXI que transitamos, ameritaban el trabajo de edición que hemos realizado para poner en las manos de las nuevas generaciones esta elaboración.

Como adelanto, publicamos pasajes del texto que corresponden a los capítulos 17 y 18 del libro y permiten avizorar el impacto que tuvo la insurrección que estalla el 9 de abril, junto a algunas de sus enseñanzas.
Equipo de Edición.

Estupor en las clases dominantes, festejos del pueblo

El triunfo abrió las puertas a una inmensa marea de entusiasmo popular. En Oruro, La Paz y los distritos mineros, el registro fotográfico que ha quedado nos muestra a los combatientes populares con su desborde de entusiasmo y orgullo: son obreros, gente sencilla, que exhiben aquellos cascos y las armas de guerra.

La muchedumbre se vuelca a las calles a ver y a aplaudir a su “ejército” insurrecto, cuyos destacamentos bajan de El Alto, desfilan en Oruro para retornar triunfales a las minas. También, se comienzan a recomponer las condiciones elementales de la vida cotidiana, olvidadas o postergadas en el fragor del combate. Muchos lloran a los caídos, deben ocuparse de los heridos y restaurar los daños en sus hogares. La dignidad de la celebración popular se compone también de ese dolor.

A su manera, la masa tantea cómo consolidar y profundizar la victoria. Un primer impulso se dirige contra el odiado ejército. En Oruro, el cuartel Camacho será saqueado una vez más. En La Paz, ya anotamos que una multitud se propone bajar hasta el Colegio Militar y tomar este último reducto y que Juan Lechín, tras emplear por largo rato toda su habilidad oratoria, logra disuadir a los manifestantes armados. Aun así, el Colegio sufrirá ataques con disparos en más de una ocasión, durante los días 11 y 12. El 13 de abril, El Diario informará que “Disparos aislados terminaron ayer” en la zona de Irpavi [1]. Allí, la Cruz Roja y dirigentes del MNR

... se entrevistaron en calidad de mediadores con grupos de ambos frentes, se logró la promesa de suspender el fuego de parte de los mineros, y de no permitir que los cadetes continuaran disparando, del Comandante del Colegio [...] a las 17 horas, aproximadamente, cesaron en absoluto los disparos.  [2]

En las Jornadas de Abril, lo más granado de las clases dominantes asistirán asombradas e impotentes al estallido del régimen, la explosión de la guerra civil y la irrupción de las masas. Sus viejos partidos, en completa decadencia desde hace mucho, se eclipsarán por completo sin jugar ningún rol durante la lucha; tampoco en la fase siguiente. Son barridos junto con el orden al que han servido. Mientras el expresidente y sus ministros en ejercicio se evaporan en la práctica, o bien se exilian en la embajada más cercana, otros funcionarios —prefectos, alcaldes, etc.— quedan paralizados esperando “instrucciones”, o más bien viendo qué lado es el que emerge victorioso.

Las clases dominantes, que no serán capaces de mover un dedo para sostener al viejo orden, observan el triunfo de las “turbas armadas” como las llamó un rancio representante de la oligarquía, en ese dramático vuelco de la vida nacional.

Las turbas armadas, desde el primer día, se presentaron en el Palacio Quemado montando guardia en la puerta principal, en las escaleras y en los pasillos. Esas turbas manejaban ahora las mejores armas automáticas vendidas por los Estados Unidos al ejército boliviano, como consecuencia del saqueo de los arsenales el día de la traición del general Seleme y estaban resueltas a mandar. Tras ellas estaba, además, llena de buena fe y nobles impulsos la masa popular, alucinada por las promesas demagógicas del MNR, segura de que había desaparecido para ella, un período de angustia y pobreza, y que se iniciaba una nueva era de felicidad y de abundancia. [3]

En efecto, las masas sienten una nueva confianza en sí mismas, en sus fuerzas, en la posibilidad de cambiar radicalmente las cosas y con ellas, su propia vida. El temor a los “señores” y a sus esbirros uniformados se ha roto en pedazos. Tienden a tomar la solución de sus problemas en las propias manos. El júbilo y el entusiasmo difíciles de aquilatar arden en los barrios populares y en las minas, y pronto se contagiarán al campo. En sus recuerdos, la gran dirigente de las mujeres mineras de Siglo XX, Domitila Chungara, nos narra una imagen conmovedora del ánimo que se vivía:

Un día mi papá me anunció que se iba lejos, de comisión. Había comprado víveres. Me pidió que cuidara a mis hermanas y me dijo que si se acababa el alimento sacara la plata necesaria para comprar más. Al día siguiente cuando fui a la pulpería a recoger carne, vi las calles desiertas. Hacía un frío fuerte y parecía oscuro. Las mujeres sentadas en las calles, llorando. Decían que había guerra en Bolivia, que los hombres habían ido a luchar. Poco después, una mañana, empezaron a tocar las campanas, las sirenas y la gente salía y gritaba ‘¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!’ Había sido la revolución de 1952 [...] La gente decía: ‘¡Hemos destruido al Ejército! ¡Ya llegan los mineros!’ Y a la noche, llegó primero la banda con sus estandartes, luego los dirigentes del MNR y, todos en fila, con sus guardatojos brillando, varias filas de mineros. En la quinta, estaba mi papá con su fusil cruzado. Nosotras nos metimos por debajo de los pies de la gente y lo agarrábamos: ‘Papi, papi’. Me miró con mucha alegría y me dijo: ‘Hemos ganado, hijita, nunca más ahora los niños van a andar descalzos’. [4]

Tiempo después, Domitila, la luchadora, será una de las hijas e hijos de la revolución que harán historia en la segunda mitad del siglo XX. Es el coraje angustiado de los hombres y las mujeres del pueblo trabajador que se juegan todo al insurreccionarse. La alegría del triunfo. La pena por los caídos. El orgullo de los combatientes proletarios. La esperanza en la revolución. En sus manos, está el más poderoso argumento democrático para hacer respetar la voluntad popular rubricada con su sangre: los fusiles arrancados al ejército de la oligarquía. Por ahora, esta es la forma más íntima de medir el triunfo.

Enseñanzas de la insurrección

La magnitud de la victoria proletaria sobre el ejército fue una hazaña extraordinaria que se dio por una combinación excepcional de circunstancias: la aguda descomposición interna de la institución militar; la radicalidad y la contundencia del empuje obrero y su vanguardia minera, dispuestos a luchar hasta el final, y el apoyo del conjunto de las clases populares. Pero ninguno de estos factores surgió por generación espontánea en el momento preciso, son el producto genuino de un profundo y largo proceso de lucha de clases, desarrollado especialmente durante el Sexenio. En aquella guerra civil intermitente, mientras la reacción iba agotando sus recursos —impotente para lograr el aplastamiento de las masas—, ellas junto a los trabajadores del socavón en primera línea vivieron la más intensa escuela de guerra. ¡Sin duda las masas insurrectas hacen buen uso de la experiencia aquilatada!

La paradoja de Abril

Pese a todo ello, la clase obrera no logrará —en el mismo acto de su triunfo— resolver el problema que la insurrección colocó a la orden del día: la cuestión del poder. Aplastado el viejo régimen ¿qué clase ha de tomar en sus manos los destinos del país? El proletariado ha sido el alma de la revolución, pero ¿quiénes se acreditarán los laureles del triunfo y se instalarán en el Palacio Quemado? Los dirigentes del MNR, el nacionalismo-burgués, quienes han querido un golpe de Estado y no esta revolución que conmueve ahora el orden capitalista hasta los cimientos. Una vez más digamos: esta paradoja marca el límite insuperable de la espontaneidad, pues por creativa y heroica que pueda ser la irrupción de las masas, para completar su tarea necesitan de una dirección revolucionaria. Traigamos a Guillermo Lora:

En abril del ´52 se inicia de este modo una situación revolucionaria, más allá del grado de conciencia de las masas que no estaban preparadas, por la falta de partido, para un gobierno de su propia clase. El proletariado victorioso entregó el poder a la dirección pequeñoburguesa emenerrista, es decir, a una dirección política que no era la suya. [5]

Las masas que acaban de triunfar saben lo que no quieren, pero aún son confusos sus anhelos y muchas de sus ilusiones. No están seguras con qué reemplazar al régimen que han destruido, lo cual es una contradicción dinámica que solo podrá resolverse en el curso posterior de la lucha con la ayuda del “factor consciente”, esto es, de un partido revolucionario conquistando la dirección de las organizaciones que nuclean a las masas explotadas.

La conciencia se rezaga respecto a la nueva situación creada en el enfrentamiento, y sobre esta contradicción se montan las políticas reformistas de conciliación. Trotsky explica que el tránsito desde el surgimiento de los organismos de poder obrero y de masas a la lucha directa por su poder es una fase en la que las masas deben profundizar la experiencia, lo que puede demandar un tiempo no siempre breve. Es en la experiencia donde las masas populares deben comprobar la fuerza de su propio poder naciente, reconocer las falacias e impotencias del programa reformista y convencerse de que es preciso tomar en sus propias manos la resolución de todos los problemas vitales, arribando así a la conclusión decisiva: se debe tomar el poder para imponer un gobierno verdaderamente propio. El proletariado necesita de sus Estados mayores, pues “no puede hacerse del poder en el momento decisivo sin disponer de un partido revolucionario que cumpla el papel de dirección política, organizativa y técnico-militar de las masas revolucionarias” [6]. Pero por rápido que este aprendizaje sea, ellas no pueden elevarse automáticamente y de un solo golpe a la resolución del problema ni a la construcción de una dirección a la altura del desafío planteado.

En Bolivia, esta contradicción se presentó de una forma específica. Si la iniciativa golpista del MNR había detonado la revolución sin quererla, ahora esta le permitía revestirse de mayor legitimidad ante los ojos de las masas. Por supuesto, no era de esperar que el proletariado minero y fabril resolviera el problema del poder en el mismo fragor de los tres días con sus noches que duraron las Jornadas de Abril. Sin embargo, de haber actuado correctamente, una fracción obrera revolucionaria con autoridad en algunos sindicatos —tarea que le cabía al POR y que sin embargo no se propuso encarar—, el movimiento de los trabajadores podría haber emergido mejor preparado para afrontar las tareas de la nueva fase revolucionaria, caracterizada por la dualidad de poderes que analizaremos oportunamente.

 
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