Desde hace días, las duras imágenes de la matanza de Bucha ocupan los medios internacionales. Cuerpos apilados en una fosa común o tirados al borde de la calle. Y mientras el gobierno de Zelenski acusa a Putin de cometer crímenes de guerra, las autoridades rusas niegan responsabilidad en los hechos. Esta misma semana, un vídeo publicado por The New York Times muestra a miembros del ejército ucraniano ejecutando a soldados rusos capturados cerca de Kiev. Fotogramas de una guerra que comenzó el pasado 24 de febrero con la invasión rusa a Ucrania y que hasta ahora ha dejado a su paso miles de muertos y millones de desplazados.
En medio de la guerra, la verdad sobre lo que ocurre en el terreno siempre es evasiva. Las campañas propagandísticas, amplificadas por los medios de comunicación y las redes sociales, juegan un papel clave. El historial reaccionario de Putin, que tiene en su haber masacres masivas contra la población en la guerra de Chechenia, hace más que probable que se repitan este tipo de matanzas de civiles. El lanzamiento de misiles contra una estación ferroviaria en la ciudad de Kramatorsk así lo confirma. Pero lo mismo puede decirse de las fuerzas armadas ucranianas, a las que están integrados grupos neonazis como el batallón Azov.
Por su parte, Zelenski y los países de la OTAN han transformado estos hechos en un nuevo casus belli contra Rusia, reforzando las sanciones económicas y el envío de armas. “Crímenes de guerra”, “genocidio”, “barbarie” son palabras que se escuchan en boca de los jefes de Estado de las principales potencias, mientras se presentan como baluartes de la “libertad”. Detrás de esta “defensa de los valores democráticos” se afirma el rearme imperialista. El colmo ha sido la intervención de Zelenski ante el Congreso de los Diputados españoles. El presidente ucraniano comparó la matanza de Bucha con el bombardeo nazi sobre Gernika de 1937 [1] y arrancó el aplauso de pie de todo el progresismo otanista. La ironía es que quienes hoy actúan integrados en la Guardia Nacional ucraniana, los neonazis del batallón Azov, hubieran estado entonces entre los que bombardeaban al pueblo republicano español.
En este contexto, sectores de la izquierda reformista europea, como Pablo Iglesias o Jean-Luc Mélenchon, vienen denunciando la escalada belicista de la OTAN y advierten sobre el peligro de que el conflicto pueda transformarse en una conflagración mundial. Aunque anuncian tormentas, se limitan a hacer llamados a la buena voluntad de las partes para lograr una salida diplomática.
Frente cínico relato otanista, repasamos aquí algunos de los tantos crímenes de guerra del imperialismo. Algo que nos permitirá apuntar, también, la vacuidad de las ilusiones pacifistas de quienes buscan contener las tendencias guerreristas mediante conferencias por la paz. Finalmente, retomamos la idea de que, en la época imperialista, solo la vía revolucionaria puede actuar como “freno de emergencia” ante la barbarie belicista y las catástrofes que se multiplican.
Hipocresía imperialista y crímenes de guerra
En un artículo publicado hace unas semanas [2], Rafael Poch repasaba el resultado de las intervenciones imperialistas en Irak y Afganistán junto con la guerra de Yemen: nada menos que 38 millones de desplazados y 900.000 muertos. Un estudio de la Universidad Brown de Estados Unidos estima la cifra en 3,1 millones de muertos tomando en cuenta los que fallecieron después debido a la destrucción de infraestructuras básicas y servicios sanitarios. Tan solo una muestra de los crímenes de guerra más recientes del imperialismo “democrático”.
Masacres de este tipo no son una excepción sino la norma en la historia del capitalismo. Sus tendencias destructivas se manifestaron de forma abrumadora en la Primera Guerra mundial. Más de 1 millón de muertos de ambos bandos tan solo en la batalla de Somme de 1916. Por algo Rosa Luxemburgo se refirió a esta guerra como un salto a la barbarie. Ese potencial devastador se aceleró en las décadas siguientes. Como señaló León Trotsky con amarga ironía, el capitalismo creó armas para la exterminación masiva que no se le hubieran ocurrido ni en sueños a los “bárbaros” medievales. [3] Si las ametralladoras tenían el poder de aniquilar a miles de soldados en las líneas enemigas, la introducción masiva de tanques, artillería motorizada, acorazados, portaaviones y bombarderos aéreos en la Segunda Guerra Mundial elevaron la escala de la matanza a nuevas dimensiones. La guerra se libraba en el frente de batalla, tanto como en las cadenas de montaje.
Como expresión monstruosa, el 6 de agosto de 1945 la bomba atómica “Little Boy” que cayó sobre Hiroshima provocó 80.000 muertos solo en las primeras horas y hasta 140.000 en los meses siguientes. Tres días después, la bomba sobre Nagasaki mató a 70.000 de sus 270.000 habitantes. En marzo, la ciudad de Tokio había sido arrasada por aviones de EEUU que descargaron 1.665 toneladas de bombas de napalm hasta incendiar por completo la ciudad. La temperatura alcanzó más de 900 grados y unas 100.000 personas murieron literalmente fundidas por el fuego. En febrero de ese año, fuerzas conjuntas de la RAF británica y la armada norteamericana bombardearon Dresde en Alemania. Los aliados descargaron 4000 toneladas de bombas sobre la ciudad, apuntando especialmente a las zonas industriales y las áreas más concurridas, causando decenas de miles de muertos. En todos estos casos, los bombardeos se hicieron cuando Alemania y Japón ya estaban derrotados. El objetivo era aterrorizar a las poblaciones, prevenir la aparición de levantamientos sociales y revoluciones, al mismo tiempo que lanzar una advertencia hacia la URSS. A sangre y fuego, así se abría paso la nueva hegemonía del imperialismo norteamericano, garantizada mediante los acuerdos de Yalta Y Potsdam con la burocracia estalinista.
Sin embargo, el relato sobre el imperialismo “democrático” se impuso como sentido común y persiste hasta el día de hoy entre los apologistas de la OTAN. Si al comenzar la Primera Guerra Mundial se puso en marcha un discurso que oponía la defensa de la “civilización” europea a la “autocracia rusa” para justificar la guerra imperialista, esta operación pegó un salto en la Segunda Guerra. Entonces, la idea de que se trataba de un enfrentamiento entre las “democracias” y el fascismo fue promovida no solo por las potencias aliadas sino también por la burocracia de los partidos socialdemócratas y estalinistas en todo el mundo. Un relato que fue retomado por historiadores como Eric Hobsbawn y muchos otros. [4]
Esto es clave señalarlo, y no solo para desmentir la farsa del imperialismo democrático. También porque permite explicar que la tragedia de la Segunda Guerra Mundial no era inevitable. Ernest Mandel señala que el objetivo real de la Segunda Guerra Mundial era “el establecimiento de la hegemonía mundial de una potencia imperialista” al mismo tiempo que “la guerra fue también la culminación de un proceso de contrarrevolución” [5]. Es decir, que si bien las tendencias a una nueva guerra mundial estaban inscriptas en la dinámica objetiva del capitalismo imperialista -producto del choque violento entre la internacionalización de las fuerzas productivas y los límites de los Estados nacionales-, esta catástrofe solo pudo imponerse después de una serie de derrotas del proletariado mundial. Y aquí es donde los factores subjetivos juegan todo su papel en la historia.
Ya desde los años 30, bajo la cobertura del frente “antifascista” los Partidos Comunistas habían impulsado la política de Frentes Populares, es decir, la suspensión de la lucha de clases contra sus propias burguesías “democráticas”. Fue esa política la que tuvo continuidad “por otros medios” durante la guerra, con el apoyo de la URSS y los partidos comunistas occidentales al bando aliado contra el Eje. [6] Por ejemplo, durante la gran ola huelguística que sacudió Francia en 1936, con ocupaciones de fábrica y una huelga general, el dirigente del Partido Comunista, Maurice Thorez, aseguró que lo más importante era “saber terminar una huelga”. Para el PCF y la burocracia de la URSS lo esencial era no “poner el riesgo la seguridad de Francia” frente a “la amenaza hitleriana”. [7] O lo que es lo mismo, sacrificar la lucha de clases a la “defensa nacional”. La misma estrategia de estrangulamiento de la lucha de clases, que a una escala infinitamente superior, fue aplicada por el estalinismo durante la Revolución española.
Contra esa política, León Trotsky reiteraba en octubre de 1938 que “luchar contra el fascismo aliándose al imperialismo es lo mismo que luchar contra las garras o los cuernos del diablo aliándose con el diablo”. Solo podía vislumbrarse una salida progresiva si la clase obrera de Francia, Gran Bretaña, EEUU y la URSS declaraban la guerra de clases contra sus propios gobiernos y agrupaban a su alrededor a los millones de oprimidos por el imperialismo en todo el planeta. [8] En cambio, una serie de traiciones y derrotas contrarrevolucionarias -desde el 27 en China, el 33 en Alemania, el 36 en Francia y el 37-38 en España- despejaron finalmente el camino hacia la Guerra.
Ilusiones pacifistas e imperialismo democrático
Pablo Iglesias y Jean-Luc Mélenchon vienen denunciando la escalada belicista de la OTAN, el envío de armas y el reforzamiento de las sanciones contra Rusia. Ambos advierten sobre la posibilidad de una guerra mundial si la OTAN avanza hacia una mayor intervención en el terreno. En el caso de Iglesias, con la pequeña contradicción de que Podemos y el Partido Comunista son parte del ejecutivo del Estado imperialista español. Pero más allá del cinismo de hacer críticas periodísticas como si su partido no tuviera responsabilidad de gobierno, veamos en qué se traducen estos alegatos pacifistas.
En primer lugar, ambos apuntan contra la subordinación de la Unión Europea a la OTAN, hegemonizada por intereses norteamericanos. Y mientras Iglesias apuesta por una política de defensa militar europea con mayor autonomía, Mélenchon insiste en fortalecer la soberanía nacional francesa. Posiciones que embellecen a sus propios Estados imperialistas, como si estos no tuvieran su larga y cruenta tradición de crímenes imperialistas. [9]
Pero no se trata solo de un problema histórico, sino del carácter del imperialismo en la actualidad. Cuando Lenin polemizaba con Kautsky acerca del imperialismo, señalaba que este separaba la “política imperialista” de sus bases económicas. El kautskismo repudiaba los “excesos” de belicismo, pero no cuestionaba las bases económicas que daban lugar al imperialismo. El pacifismo reformista y socialdemócrata retoma esa senda. Como si fuera posible contener las tendencias a cada vez mayores enfrentamientos entre las potencias en la arena mundial -que se expresan en el plano comercial, financiero y también militar-, mediante apelaciones bien intencionadas a la paz universal.
El pacifismo reformista tiene la misma base teórica y política que la ilusión de que es posible una armonía social entre las clases en los marcos de las democracias liberales. Pero la “oposición entre estados nacionales capitalistas tiene la misma base económica que la lucha de clases”. [10] Es decir, la contradicción entre la socialización creciente de la producción y su apropiación privada, el choque entre la internacionalización de las fuerzas productivas y los límites de los Estados nacionales.
Durante el período de ofensiva neoliberal o restauración capitalista, la ideología de la “paz global” se construyó sobre la base de la hegemonía norteamericana y la desintegración de la URSS. Una ilusión que continuó con la incorporación de China al mercado mundial en forma complementaria al proceso de “globalización” como productora de manufacturas baratas. Y aunque las guerras de los Balcanes, Irak, Afganistán, Siria, Libia o Yemen mostraron una realidad diferente, la guerra seguía pareciendo algo “lejano” en los centros capitalistas.
La crisis económica de 2008 mostró el agotamiento del ciclo neoliberal y desde entonces las tendencias hacia una mayor competencia entre las potencias imperialistas se hicieron cada vez más fuertes. Y aunque EEUU aún mantiene su primacía en la hegemonía mundial, esta se encuentra en franca decadencia (como mostró su salida de Afganistán), por lo que comienza a ser desafiada. Estas son algunas de las contradicciones profundas que muestran la imposibilidad de un retorno idílico a un período “pacífico” anterior.
A dos años del inicio de la pandemia, la guerra en Ucrania está sacudiendo el escenario político y económico internacional. Por esta vía, se actualiza cada vez más la definición leninista de que vivimos en una época de guerras, crisis y revoluciones. Y si bien el surgimiento de revoluciones abiertas todavía sigue siendo un aspecto retrasado -hemos visto importantes revueltas y estallidos-, hay que tener en cuenta que las guerras, como las crisis, radicalizan. En un sistema global donde las pandemias y las crisis se contagian de un punto a otro del mapa, lo mismo tiende a ocurrir con las protestas sociales. En regiones alejadas del escenario ucraniano, como Sri Lanka, una ola de protestas se ha desatado contra el gobierno producto de una hambruna sin precedentes. Hasta allí se extienden los ecos de la guerra en Europa del este, mediante una inflación descontrolada, el aumento de los combustibles y la escasez de alimentos.
La guerra de Ucrania está teniendo consecuencias trágicas para millones de personas, al mismo tiempo que anticipa escenarios aún más graves y convulsos. Frente a nuevas catástrofes sociales, solo el desarrollo de la lucha de clases y la perspectiva de la revolución internacional pueden ofrecer una alternativa progresiva. Es la única forma de que todo ese poder destructivo puesto en marcha por el captialismo imperialista, que subordina la técnica y la ciencia al servicio de sus mezquinos intereses, pueda ser transformado en potencial creador de otra sociedad. Para que las guerras entre pueblos y la explotación de clases queden solo como un recuerdo amargo del pasado de la humanidad. |