La andanada de sanciones y medidas punitivas de Occidente contra Rusia está generando una nueva Cortina de Hierro. Confrontado a la aventura militar rusa, Alemania dio un giro geopolítico mayor que es aprovechado por Washington para desgastar al Oso ruso con miras de aislar y concentrarse más en el Dragón chino.
Una nueva cortina de hierro
A más de un mes del inicio de la invasión rusa a Ucrania, la dinámica estratégica de esta guerra está impulsando una ruptura profunda entre Europa y Rusia. Si faltaba una muestra, la última semana ha ampliado aún más la brecha entre Occidente y Rusia en el nivel más afín a la retórica estadounidense: el de los “derechos humanos”. El énfasis mediático en la masacre de Bucha, atribuida a las fuerzas de ocupación rusas, ha provocado un antes y un después en la reacción de Europa.
La presión norteamericana ya está dando sus primeros frutos. Las principales cancillerías de Europa Occidental han confirmado su voluntad de rearmarse masivamente, o al menos de alcanzar el 2% del PBI que debe destinarse al presupuesto de defensa, históricamente solicitado por la OTAN, al tiempo que han aceptado un aislamiento de Rusia, imaginando también la aceleración de una diversificación energética que ya se ve en parte como inevitable (esta semana en Bruselas se ha iniciado el debate sobre un embargo de petróleo y gas; las repúblicas bálticas han dejado o están a punto de dejar de importar hidrocarburos de Rusia; el ministro de Economía alemán dijo que Alemania estaba trabajando duro para “crear las condiciones previas y los pasos hacia un embargo” aunque –como ya explicamos en relación al gas– esto es bien problemático en este país al menos en lo inmediato. Por no hablar del más que previsible tono belicoso adoptado por los países de Europa del Este, dispuestos incluso a aceptar millones de refugiados en nombre de un fuerte debilitamiento del poder ruso.
Las declaraciones del ministro de relaciones ruso, Sergei Lavrov, a principio de marzo, asegurando que las sanciones “son una especie de impuesto sobre la soberanía" de Rusia, lanzada solo por la "enorme presión" de Estados Unidos, pero que “…esta ola de histeria pasará, nuestros socios occidentales la superarán” [1], suenan cada día más lejanas, detrás de las apelaciones a aprobar más sanciones y a que estas sean más duras, en un crescendo en que las últimas superan siempre a las anteriores en volumen y dureza. Esta andanada de sanciones y medidas punitivas de Occidente contra Rusia están generando una nueva Cortina de Hierro.
Los resultados tácticos en el terreno militar y, sobre todo, la duración del conflicto entre un alto el fuego y el siguiente podrían frenar o torcer esta trayectoria, pero es difícil que lo cambien. Siempre y cuando la guerra quede circunscripta al teatro ucraniano. Las sanciones serán difíciles de revocar no solo mientras dure la guerra, sino frente al establecimiento de una rusofobia sistemática, un clima muy parecido al instalado contra los musulmanes después del 11/9 y cuyas consecuencias todavía se están sintiendo e incluso exacerbando en varios países. La realidad es que de más en más la única certeza es la inexorabilidad de la ruptura entre Occidente y Rusia a menos que haya un cambio en la cúpula rusa y se imponga un nuevo gobierno a lo Yeltsin. Incluso si se levantara parte de las sanciones con un acuerdo de paz en Ucrania es difícil prever una vuelta a la situación previa al 24 de febrero en las relaciones entre ambos. Esto no significa que, con el paso de los años, las potencias occidentales podrán modular el grado de separación, pero nunca recuperar el statu quo ante.
Esta nueva realidad geopolítica, realinea a todos los actores en Europa. Desde los países de Europa del este, en especial los dos baluartes pro norteamericanos en el este encabezado por Polonia y en segundo lugar Rumania, que aspiran al rango de vanguardia atlántica y confían en el paraguas militar de Washington. Sus ímpetus anti rusos son exacerbados por Inglaterra, ubicada más que nunca en su decadencia del que el Brexit es una expresión, como sierva de Washington. Otros países con ambiciones de autonomía y grandeza, como es el caso de Francia, pero que en los hechos se subordinan al plan norteamericano. Y otros que después de dar un giro histórico como el caso de Alemania con el rearme, se preguntan a donde van a direccionar su nuevo peso geopolítico, decisión que determinara el futuro de Europa en los próximos años sino décadas. Opciones estratégicas difíciles en el marco que en términos económicos y de paz social son los distintos países europeos los que después de Rusia serán los perdederos de esta guerra, elemento central que pueden desencadenar desarrollos de procesos revolucionarios que cambien la dinámica reaccionaria y guerrerista que se está imponiendo en el Viejo Continente. La que está claro es que una época se acaba, que la relativamente pacífica post guerra Fría en Europa llega a su fin (si uno olvida el antecedente de las Guerra de los Balcanes, en especial la intervención imperialista en Kosovo en 1999) y la inestabilidad de la economía, la geopolítica y de la lucha de clases está volviendo para quedarse en el corazón europeo.
¿Hacia la presencia de botas alemanas en Europa del Este?
La agresión de Rusia contra Ucrania está acabando con la apariencia de neutralidad en el concierto de naciones europeas. Al igual que Suecia, y más que ellos, Finlandia se prepara para formalizar su solicitud de adhesión a la OTAN. Una encuesta reciente indica que el 62 % querría entrar en la OTAN. Mientras tanto, las fuerzas armadas finlandesas y suecas están casi unificadas. Junto con Noruega y Dinamarca, miembros de la OTAN, van a cumplir una doble función para Washington: contener a Rusia en el frente Ártico/Báltico y desalentar los impulsos chinos hacia la Ruta de la Seda nórdica.
Pero lo más importante está en otro lado. El rearme de Alemania es un giro geopolítico mayor. La cuarta economía del planeta, después de Estados Unidos, China y Japón, se va a convertir también en la tercera potencia militar tras Estados Unidos y China y la primera entre las europeas. La lista de gastos incluye un aumento considerable de las municiones, más de una docena de bombarderos de combate y helicópteros para el transporte de tropas, etc. Alemania incluso quiere dotarse de un escudo antimisiles balísticos del tipo Arrow, la joya armamentística de Israel, que en su versión más moderna tendría incluso como objetivo interceptar misiles hipersónicos. Y así en todos los terrenos del armamento. El menú alemán no incluye por el momento la bomba atómica, que, sin embargo, empieza a discutirse en Berlín. La autolimitación de las misiones de mantenimiento de la paz es una noticia del pasado.
Es cierto que se necesitara un cierto tiempo en traducir esto del papel a la práctica, desterrando especialmente el marcado antimilitarismo que todavía impregna la sociedad alemana a todos los niveles, pero desde el ángulo del gobierno el camino está marcado.
Aunque sigue siendo lo más atrasado por años de geoeconomía en especial bajo la cancillería de Merkel, el proceso de elaboración de una estrategia de seguridad nacional ha comenzado a gran escala. Abolida del vocabulario público durante setenta años, la geopolítica y sus derivados resurgen en el razonamiento de los analistas y responsables alemanes. Los obstáculos son inmensos. Por un lado, manejar la relación con Francia, ultrasensible al grado de armamento del otro lado del Rin, ofendida por la opción de Scholz de comprar los cazas F-35 estadounidenses y, sobre todo, celosa de perder su primacía militar en el continente. En segundo lugar, debe no alarmar demasiado a Estados Unidos y sus suspicacias históricas y recientes contra Alemania integrando a la Bundeswehr a lo largo del avanzado frente oriental donde los atlantistas están concentrando sus recursos conjuntos para evitar una invasión rusa. Pero el obstáculo más importante es el recuerdo trágico de la invasión alemana en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Girar de la Ostpolitik, la constante del último medio siglo de la política exterior alemana al despliegue militar frente a Moscú no tiene nada de simple. Pero si algún sentido tiene el rearme masivo alemán, es que Berlín asuma un papel de potencia dirigente, con el aval de los Estados Unidos, en el sector continental más caliente. Esto significa que en un futuro no muy lejano las fricciones entre Moscú y Berlín serán inevitables y probablemente duraderas. Algunos analistas ya evocan esta especial responsabilidad alemana. Ulrich Speck, conocido analista del German Marshall Fund de Berlín, sostiene: "La guerra abierta contra Ucrania ha dejado claro dónde está el centro de gravedad de la política exterior y de seguridad alemana para los próximos años: en Europa Central y Oriental". La atención se centra en Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, pero también en Georgia y Armenia. La agresión de Putin "nos obliga a tener una presencia mucho más fuerte en la región". Y agrega enfático: "…esperamos que Alemania traduzca finalmente su fuerza económica en fuerza militar, para crear un contrapeso antirruso". Sobre todo, "Alemania debe aprender a reencontrarse con el poder, especialmente con el poder militar". La conclusión es clara: "Si un Estado europeo importante como Alemania renuncia a definir sus intereses y a actuar en términos de política de poder, actores agresivos como Rusia llenarán el vacío" [2].
La nueva sociedad anti rusa de EE. UU. y Alemania con la mira de Washington en Pekín
La aventura militar de Putin, ha cambiado las coordenadas geopolíticas entre Washington y Berlín dándose cuenta ambos que se necesitan mutuamente y reconociendo el primero la importancia de una Alemania fuerte y decidida, que se sitúe junto a las naciones occidentales como potencia geopolítica.
La estrategia de doble contención de China y Rusia por el temor a que Berlín tuviera una política autónoma hacia el Este impidió durante años tal convergencia, contradicción que se mantuvo -con momentos de mayor acercamiento y de mayores roces como la guerra de Irak en 2003- desde la unificación imperialista de Alemania en 1990. Impedido de aplicar una política llamada de Nixon al revés utilizando a Rusia contra China por el temor alemán, Washington busca ahora neutralizar al socio más débil del eje euroasiático completando el desacoplamiento entre Rusia y Europa ya iniciado en 2014. Esta opción había sido difícil hasta ayer, como demostró el asunto Nordstream (el gasoducto directo entre Rusia y Alemania), defendido con ahínco por la canciller Merkel, pero se impuso de repente por la agresión rusa contra Ucrania.
En términos de equilibrio planetario, Estados Unidos buscan agotar a Rusia hasta convertirlo en un socio disminuido de China. Para esto, Washington necesita tácticamente un verdadero socio en Europa pues ya no puede garantizar la misma seguridad al Viejo Continente que en el pasado. Esto no significa que Washington se ira del terreno europeo, muy por el contrario, como muestra que se está haciendo camino la idea de construir bases permanentes en los países de Europa del Este miembros de la Alianza Atlántica –donde antes de la anexión rusa de Crimea en 2014 no había tropas de combate de la OTAN–, pero necesita socios de peso económico, geopolítico y militar como solo el imperialismo alemán puede otorgarle. De este modo, podría contener a Moscú y controlar las ambiciones turcas en el sur de Europa y el Mediterráneo, mientras los Estados Unidos se centran en el Indo-Pacífico junto con sus aliados regionales. Ambas partes cooperarían económicamente para establecer cadenas de suministro fuertes y seguras, independientes de los rivales sistémicos del llamado orden liberal. Una politización o geepolitización de la “globalización” capitalista que puede cambiar ahora si a fondo las características de esta conquista capitalista de las últimas décadas. El hecho de que esta semana hayan asistido por primera vez a la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN los principales diplomáticos de Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda evidencia el plan de Washington a largo plazo. La unión de los aliados del Atlántico con los del Indo-Pacífico puede ser muy útil, si –como parece– el objetivo es enfrentarse a Rusia y a China al mismo tiempo.
Que todo esto sea realizable, que los costos son inmensos y los peligros y riesgos no menores es otra cuestión y para nada menor, entre ellos que una Rusia acorralada haga uso de lar armas nucleares tácticas extendiendo el conflicto y dividiendo de nuevo a los socios occidentales. En otro sentido, podemos dudar si la nueva asociación entre EE. UU. y Alemania contra Rusia resistirá el paso del tiempo, debido a la desconfianza histórica del primero contra una potencia europea que fue rival de Estados Unidos desde su unificación a fines del siglo XIX hasta el final de la Segunda Guerra Mundial La historia del sistema imperialista mundial a lo largo del siglo XX más bien predice lo contrario. Esto sin tomar en cuenta la imprevisibilidad política del mismo Estados Unidos –uno de los factores más desconcertantes de la inédita situación internacional– no solo en las elecciones de medio término que se acercan sino en 2024 donde una nueva presidencia Trump puede ser una posibilidad. Tampoco podemos dejar de ver que la unidad reencontrada de Occidente no significa que este extienda su presencia en el conjunto del mundo periférico y semicolonial, donde la influencia de China es mayor que en Europa, países que agrupan a la mayoría de la población mundial cuyos gobiernos no quieren ponerse del lado de los rusos ni de los estadounidenses. En especial el rechazo de India –que para Washington es un pivote esencial de la contención antichina– y de Sudáfrica a las resoluciones estadounidenses que condenan a Moscú en Asamblea General de la ONU, es un trago duro de tragar para la gran potencia del Norte. Y, por último, pero no menos importante, la probable crisis económica y espectro de lucha de clases que recorre a todo el mundo en especial los países semicoloniales por el alza de los precios de las materias prima, los productos alimenticios y energéticos, después de las fallas que ya mostró la economía mundial durante la pandemia y su recuperación. En Europa, la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, ha pedido a los ciudadanos que encuentren "resistencia en tiempos de incertidumbre" y ha advertido que la guerra de Ucrania no es solo una tragedia humana, sino "también un choque económico importante, debido a nuestra proximidad a Rusia y a nuestra dependencia de su gas y su petróleo". Esto se siente con especial intensidad en Alemania. En la otrora estable potencia capitalista, los precios al consumo han subido un 7,3 % hasta marzo de 2021, la tasa de inflación más alta registrada desde hace más de 40 años, solo comparable a los picos de los años 70. Pero lo primero para detener las profundas fuerzas guerreristas que se han puesto en movimiento es tener claro cuál es plan estratégico del enemigo y los diseños de la actual guerra que se elaboran más en Washington que en Moscú.
Usando una metáfora, podríamos decir que ver el “árbol” de la guerra en Ucrania separado del “bosque” global es lo que está detrás de la adaptación a la OTAN de gran parte de las organizaciones de izquierda. El caso más emblemático talvez de esta posición es el de Gilbert Achcar con el que ya hemos polemizado. En una reciente carta a Alex Callinicos, aquel afirma: “Pero sucede que la resistencia ucraniana desbarató el mito del todopoderoso ejército ruso, y tal vez llegue más lejos y derrote completamente los objetivos imperialistas de Rusia (siempre en los límites que fija el enorme desequilibrio de las fuerzas). Y pienso que eso fortalece nuestro argumento antiguerra frente a la tendencia creciente a inflar la importancia de la ‘amenaza rusa’ como justificación del incremento del gasto militar y la expansión de la OTAN”. Después de lo que venimos de escribir, un pensamiento como tal es en el mejor de los casos una pura ingenuidad (cosa que dudamos de un intelectual importante como Achcar) o en el peor una mera adaptación a la OTAN. Pero en el mundo actual donde la guerra como las crisis son violentamente de retorno, hacer ahorro de la revolución proletaria para evitar el Armagedón guerrerista y hasta nuclear, no es ni mínimamente una alternativa realista. El lema de Rosa Luxemburgo Socialismo o Barbarie nunca fue de más actualidad. |