La banda se montó a una gran gira que llegó a su escala en el área AMBA y puso de relieve la magnitud del hecho cultural que genera a casi 35 años de su formación.
En épocas de estadísticas y algoritmos, de seguidores y likes, de consumos virtuales y audiencias por millones, y mientras se discute si el rock como hecho cultural está agotado frente a otras representaciones, La Renga se lanza a una trepidante gira nacional que toma La Plata como medida para dimensionarse: tres actos en el Estadio Único actualizan el registro de la última gran banda de su especie. La saga comenzó el sábado pasado, continúa este miércoles y termina el sábado 30.
Aunque nadie tiene escrito el futuro, cabe preguntarse si viviremos otro fenómeno igual. Una dimensión entre cultural y devocional, más entendible desde la antropología y los entornos sociales que propiciaron tales relatos. La Renga, como Los Redondos, protagonizó esa nueva narrativa que dejaron los 90s: el rock como una cuestión de fe masiva en la aridez. La conquista territorial de banderas en las que conviven letras de canciones con nombres de barrios. Y la identificación con algo muy afecto a cierta sensibilidad argenta: los movimientos populares y sus cultos a la personalidad. Chizzo como un Pappo depurado, el poeta suburbano de un trío entre poderoso y experimental que quedará en la historia para siempre, con una obra inolvidable.
Al otro lado de las proscripciones cuarenténicas, La Renga saca un nuevo disco, Alejado de la Red, el primero de estudio en ocho años (el último había sido Pesados vestigios, en 2014). Y revienta la taquilla de tres funciones en un estadio para más de 50 mil personas durante la semana en la que el rock business doméstico se jugó todas las fichas por CABA: desde la despedida de Kiss hasta el regreso de Metallica en el Campo de Polo, pasando por la reedición del Quilmes Rock en Tecnópolis. Serán tres, y no más, porque la banda originaria de Mataderos se limitó a esa cantidad para tomarse un descanso antes continuar de la gira el 21 de mayo en el estadio de Huracán de Corrientes. Todo había comenzado entre febrero y marzo con una caravana de cuatro sábados consecutivos en Córdoba, Salta, San Luis y Río Negro.
Claro que el hecho social del “acontecimiento La Renga” no se limita únicamente a una comparativa de tickets (rubro que, de todas maneras, lideraría). En ese sentido, el Estadio Único ofrece un atractivo que ninguna de las otras arenas al aire libre en la zona AMBA: esa especie de pulmón de contención a la multitud más allá del predio. Sobre 32. La calle (sobre la que está el aforo y también se extiende uno de los cuatro laterales del famoso cuadrado platense) es un boulevard con largas ramblas que habilita cierto “orden” en el aterrizaje y expansión de una masa multiprocedente. Lo que en predios del interior es costumbre, pero no en Buenos Aires y aledaños.
Como todo acto de fe, este también supone procesiones y liturgias. Un acontecimiento ritual. Desde que el Único existe, fue cambiando de nombres (Ciudad de La Plata, Diego Armando Maradona) y cobijó decenas de shows de relevancia. Entre ellos, tres de La Renga, el último en el lejano 2009. Pero, a pesar del expertise que da semejante rodaje, la vuelta de la banda a la capital bonaerense superó las previsiones iniciales: desde temprano, más de tres kilómetros de las ramblas de calle 32 estaban llenas de micros, autos, personas y movimiento por encima del “anillo” de circulación prefijado. Gorro, bandera y vincha, agua y cerveza, planchas y parrillas, estéreos y parlantes: se despliega un mercado persa en esa kermesse gigante que, durante una jornada, construirá su propio entorno en su propia realidad. Una especie de coordenada paralela abstraída del tiempo. Y de los tiempos: es muy difícil imaginarse otro acontecimiento de esa característica. Nuevamente: ¿viviremos un fenómeno similar?
El show: hacia el abismo de sed
Caída la noche del sábado, y cuando ya habían hecho lo suyo los cuatro números soportes (Inazulina, Ilógica, Alejandro Medina y el Tano Marciello), el Único estaba vibrante, aunque en las afueras circulaba aún mucha gente. Hasta que a las 22 en punto se apagaron las luces del estadio. Chizzo Nápoli y los hermanos Tete y Tanque Iglesias toman el escenario. Todo lo que sucedió hasta ese momento es pasado. Y lo que sobrevendrá será una treintena de canciones a lo largo de dos horas y media.
De todo lo que pudo hacer, La Renga hizo lo más prolijo, acaso lo mejor: presentó de punta a punta su reciente disco, la “excusa” para afrontar una gira como esta, pero sin desatender los puntos altos y esperados del repertorio anterior. Hablamos de “Cuándo vendrán”, de “El rito de los corazones sangrando”, quizás de “Panic show”, también de “El final es de donde partí”. Hubo, en todo caso, una decisión estratégica: Chizzo habló poco y medido, acaso para subrayar la atención en las canciones como testimonio de todo lo que podría decir de manera más literal, pero sin la misma gracia.
En refuerzo de esto último, fue notable el despliegue de sonido al público, con torres apostadas en distintos sectores del campo. Aunque cada cual viva las canciones con un mantra propio, cerrando los ojos o cantándolas al cielo, evidentemente existió la intención de fidelizar lo que se tocaba desde el escenario. Acaso para no perder de vista que todo lo que le termina dando sentido a esa ritualidad es la música.
Es conocido aquel chiste de Ricardo Iorio sobre las bandas de numerosa formación: “Son muchos porque les da vergüenza”, decía, reivindicando entonces el formato trío de Almafuerte. La Renga se proyecta también en esa geometría extraña a la que se animaron solo los más valientes: Manal, Pappo’s Blues, Divididos. Chizzo Nápoli refrenda a todos ellos y se exhibe tal vez como la versión definitiva en la cultura rock argentina. Una condecoración de todas las partes a la cabeza del fenómeno popular que supo articular esa manera de pensar y hacer canciones, de construirlas y ponerlas a mano de una sensibilidad colectiva capaz de verse interpelada. Chizzo asumiendo el doble rol de creador artístico y performer muy a su estilo, guitarra en mano, voz cavernosa. Un carisma nuclear galvanizado por la contención rítmica de Tete y Tanque, laboriosos obreros de ese muro de granito irremplazable. Más allá de los protagonismos creativos lógicos, La Renga nunca deja de mostrarse (ni de verse) como un organismo pluricelular.
Sobre esa matriz monolítica, la banda se concentra o se expande, según manden las canciones o ameriten la intervención de Las cucarachas de bronce, la sección de vientos encabezada por Manu Varela. Desde ahí llegan los momentos más intimistas, como “En el baldío”, a los más explosivos, el clásico cierre con “Hablando de la libertad”. Y algún rescate del tiempo, el caso del celebrado “El cielo del desengaño”, donde Nápoli y los hermanos Iglesias se detonan en un éxtasis “hacia el abismo de sed”, en el preciso vórtice donde se arremolinan los vientos y el hecho artístico, simplemente, sucede sin que necesite ser explicado.