Hace varios años que América Latina está atravesada por elementos de “crisis orgánicas” en diversos países. Retomando las definiciones de Gramsci, podemos decir que “en cada país el proceso es diferente, aunque el contenido sea el mismo […] la crisis de hegemonía de la clase dirigente” [1]. Si tuviéramos que fechar el comienzo de estas tendencias, sería apropiado ubicarlo a partir de 2013/14 que marca el inicio de la época de vacas flacas para la región con el fin del boom de las commodities. Desde 2019 se combinó con la irrupción de la lucha de clases de la mano de levantamientos y revueltas, cuyos procesos más importantes se dieron en Chile, Ecuador, Colombia, Haití y en Bolivia frente al golpe cívico militar; fueron parte de un ciclo global.
La pandemia y las cuarentenas le dieron un parate a estos procesos. Pero lejos de aplacarse, las causas que les dieron origen se han profundizado en términos de desigualdad, cada vez más son más los perdedores de la “globalización”, sea porque vieron sus expectativas de progreso frustradas o directamente porque quedaron por fuera del “pacto social” neoliberal. En América Latina, según la CEPAL al inicio de 2022, ya había 22 millones de nuevos pobres, un incremento de la desigualdad en 2.9%, y una pérdida de 47 millones de empleos respecto al año 2019. La guerra en Ucrania y sus profundas consecuencias globales, no solo geopolíticas sino en términos de inflación, endeudamiento, abastecimiento de granos y energético, según el país, ha significado un nuevo salto en este escenario.
Actualmente se viene escribiendo mucho sobre la nueva “oleada rosa” de gobiernos posneoliberales o progresistas en América Latina. La reciente victoria de Gustavo Petro en Colombia y la probable victoria de Lula –en compañía de Geraldo Alckmin– en las presidenciales de octubre en Brasil renuevan la discusión. Sin embargo, el entusiasmo con esta tendencia contrasta con las sendas crisis que atraviesan a estos gobiernos, sea el de Alberto Fernández y Cristina Kirchner en Argentina, el de Castillo en Perú, el retroceso de Boric en Chile, las disputas en el MAS en Bolivia. Mientras tanto, Ecuador y Perú muestran la tendencia al reemerger de la lucha de clases en la región.
Dentro de este cuadro nos vamos a centrar en tres preguntas: ¿cuáles son las características fundamentales de los gobiernos de esta “nueva ola rosa” que la diferencian del ciclo original? ¿Qué papel cumplieron los procesos de lucha de clases del ciclo 2019-20 y qué problemas dejaron planteados? Y, por último, ¿qué conclusiones estratégicas podemos establecer de cara a lo que viene?
El capital extranjero y las condiciones especiales del poder estatal
En el reciente número de la revista Nueva Sociedad dedicado al análisis del nuevo mapa político regional, José Natanson señala que:
El contexto actual de la vuelta –o la llegada ‘tardía’– de los progresistas al gobierno es la competencia bipolar entre EEUU y China. En contraste con la Guerra Fría, que prescribía a los países la adhesión a uno de los dos bloques de manera unívoca, como si exigiera exclusividad, la disputa actual se tramita de manera más ambigua. En primer lugar, porque los dos contendientes están indisolublemente unidos: las empresas estadounidenses no podrían sobrevivir un día sin la mano de obra barata china y las compañías chinas quebrarían si se cerrara el mercado norteamericano. En segundo lugar, China no exige conversión ideológica a la fe maoísta (fe que ella misma apenas practica) antes de conceder un swap, otorgar un crédito o construir una represa –lo que no implica que nada de esto sea gratis–.
Muchos de estos elementos son ciertos, sin embargo, sería un error subestimar que la guerra en Ucrania marca un nuevo escenario internacional, mucho menos ambiguo, en el cuál crece una tendencia a dos bloques mucho más definidos. Si bien EE. UU. logró alinear detrás suyo a las potencias occidentales –así como a sus aliados asiáticos–, no logró emblocar a los países del BRICS, incluidos Brasil y México. Los propios gobiernos progresistas de esta nueva cosecha estuvieron divididos, con Argentina y Chile en las posiciones más pro-norteamericanas. Se trata de una postal de las nuevas exigencias de la situación.
Trotsky destacaba que: “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado”. Mucha agua pasó bajo el puente desde que estas palabras fueron escritas en la década de 1930 para analizar la situación mexicana. Pero a pesar del mayor desarrollo de las clases locales –empezando por la clase trabajadora pero también de las burguesías–, aquella configuración de fuerzas de clase en el escenario nacional sigue traduciéndose, con mayores mediaciones según el caso, en determinadas “condiciones especiales de poder estatal” que hacen oscilar a los gobiernos entre plegarse a las presiones del capital imperialista o apoyarse en la organización de algún tipo de consenso activo –y controlado, para evitar tendencias revolucionarias– de lxs trabajadorxs.
Este elemento es fundamental a la hora de analizar tanto el auge de los primeros gobiernos posneoliberales como la debilidad hegemónica de los gobiernos de derecha que les siguieron, así como las condiciones actuales de la nueva “marea rosa”. A principios de siglo la región contó con mayores márgenes de autonomía respecto al imperialismo norteamericano, que había concentrado sus esfuerzos en Medio Oriente. Algo efectivamente impensable durante el período de la “guerra fría”. Durante la segunda década del siglo XXI, bajo la presidencia de Obama, esto comenzó a cambiar de la mano del giro hacia Asia de la política exterior estadounidense, es decir, con la puesta en primer plano de la competencia con China.
Un renovado interés norteamericano por Latinoamérica coincidirá con procesos que marcaron la política regional como la operación Lava Jato y el posterior golpe institucional en Brasil, y será el marco del ciclo de gobiernos de derecha empresarial. Pero para ese entonces, el retroceso de EE. UU. y los avances de China en América Latina eran un hecho, con China como primer socio comercial de muchos países claves de la región. Este escenario puede ser considerado como uno de los elementos que obstaculizó las posibilidades hegemónicas de aquellos gobiernos de derecha, incapaces de lograr un sustento sólido del imperialismo norteamericano como habían tenido los neoliberalismos de los ’90.
Hoy, guerra en Ucrania mediante, la cuestión señalada por Natanson como uno de los elementos centrales para el éxito de los nuevos gobiernos progresistas: “la posibilidad de aprovechar la oportunidad geopolítica abierta por la disputa entre China y EEUU”, se muestra mucho menos tranquilizadora y, posiblemente, se encuentre enmarcada en un escenario con más puntos de contacto con una especie de “guerra fría”. Ahora bien, en esta situación de mayor competencia entre potencias en la región, ¿cuáles son las bases de sustentación de los nuevos gobiernos progresistas en América Latina?
Las volátiles bases de los nuevos gobiernos progresistas
Como parte del mencionado número de Nueva Sociedad, Manuel Canelas señala: “Que las fuerzas ubicadas a la izquierda del espectro político ganen elecciones y lleguen al gobierno en una cantidad significativa de países es una condición necesaria para poder hablar de un ciclo político progresista, pero de ningún modo es una condición suficiente”. Y agrega: “Hay varios ejemplos recientes en la región, tanto en la izquierda como en la derecha, de que el resultado de una elección no determina un rumbo ideológico predeterminado”.
Efectivamente, como dice el viejo apotegma: lo que alcanza para ganar elecciones no necesariamente alcanza para gobernar. O utilizando términos de Ernesto Laclau, podríamos decir que una cosa es lograr articular una serie de demandas insatisfechas detrás de un significante vacío capaz de unificar de algún modo un “campo popular” a través de símbolos, y otra muy distinta es que esas demandas contradictorias –no solo “diferentes” sino antagónicas– puedan ser absorbidas individualmente cuando del “significante vacío” se pasa a la administración pura y dura de un Estado capitalista subordinado al imperialismo.
A partir de aquel análisis sobre las “condiciones especiales de poder estatal”, Trotsky desarrolla su concepto de “bonapartismo sui generis”. Es decir, un tipo de arbitraje entre las clases que daba lugar a bonapartismos sui generis “de izquierda” cuando se apoyaban en el movimiento obrero regimentado para regatear con el imperialismo (Cárdenas en México o Perón en Argentina, por ejemplo). Mientras que el rol decisivo del imperialismo era un componente esencial en la constitución de bonapartismos de derecha contra los trabajadores y el pueblo, como los constantes golpes militares que atravesaron buena parte del siglo XX en América Latina.
Un cambio importante respecto a aquella época es la generalización y mayor estabilidad de regímenes democrático-burgueses en la región. Claro que esta mayor estabilidad es relativa comparado con cuando los golpes militares eran moneda corriente. En realidad fue acompañada por la llamada “inestabilidad presidencial”. El politólogo Pérez-Liñán, en su libro Juicio Político al presidente y nueva inestabilidad en América Latina, planteaba el cambio en los siguientes términos: “En un contexto internacional que no veía con buenos ojos las intervenciones militares en política, las elites políticas se vieron forzadas a encontrar caminos constitucionales –o por lo menos pseudo constitucionales– de resolver sus disputas” [2]. Desde el golpe en Honduras de 2009, esta premisa, aunque sigue siendo la regla, se fue debilitando. El propio golpe institucional de 2016 en Brasil, si bien continúa la línea de “juicio político”, plantea una novedad al incorporar masivamente militares al gobierno. El golpe cívico militar de 2019 en Bolivia expresó otro salto en ese sentido.
Ahora bien, si estas novedades se dan en el flanco derecho, ¿cuáles nos presenta el flanco progresista? A diferencia de los populismos clásicos, la idea de gobiernos apoyados sobre la clase trabajadora para lograr márgenes de maniobra respecto al imperialismo, no se presentó en estos términos en el siglo XXI. Elementos similares se pueden rastrear durante los gobiernos de Chávez en Venezuela pero con base entre las masas pobres urbanas mayormente atomizadas. El caso de Evo Morales correspondió a otro tipo de fenómeno político con base en las organizaciones campesinas e indígenas, su ascenso al poder se da en el marco del desvío del levantamiento con características insurrecionales de Octubre de 2003.
Pero más allá de estos casos particulares, la tónica general del primer ciclo de gobiernos posneoliberales fue la combinación entre una considerable capacidad de articular demandas para unificarlas simbólicamente y una ausencia casi completa –con sus diferencias según el caso– de transformaciones en la estructura dependiente y semicolonial de los respectivos países, lo cual los distancia de los populismos de izquierda clásicos. La posibilidad de “pasivizar” al movimiento de masas –sacarlo de las calles y asimilar a muchos de sus dirigentes– con aquella contradictoria combinación la otorgó el excepcional ciclo económico que vivió la región por aquellos años y que permitió un mejoramiento –sea por ingresos, subsidios o asistencia estatal– de determinadas variables sociales como pobreza. De allí que, en primera instancia, estos gobiernos hayan sido incapaces de sostenerse más allá del ciclo económico que les dio origen.
En el actual segundo “ciclo” progresista, la articulación simbólica –huérfana de aquella bonanza económica– alcanza casi exclusivamente hasta el arribo al poder. El caso puro son los “gobiernos progresistas tardíos” –tomando la denominación de Massimo Modonesi– como los de Chile, Perú y Colombia (por sus particularidades ligadas a la mayor integración con la economía norteamericana dejamos a un lado el caso mexicano [3]). Vemos cómo tanto Boric como Castillo, y sobre todo este último –facilitado por su condición plena de outsider– han cambiado bruscamente el rumbo ideológico sostenido en la campaña electoral.
Castillo fue votado por un sector importante de los trabajadores y las grandes mayorías populares del campo y la ciudad, además de algunos sectores de las clases medias que rechazaban a Keiko Fujimori, y visto como una alternativa de cambio frente a la ofensiva neoliberal permanente. Bajo presión de la derecha y la ultraderecha, desde los primeros meses de su presidencia fue girando hacia la continuidad de las políticas de ajuste neoliberal dejando de lado todas las demandas de las que se había hecho eco en campaña, empezando por la idea de una asamblea constituyente. En el caso de Boric, se trata de un giro menos abrupto pero decidido hacia la “moderación” de expectativas a favor del capital. Asimilado progresivamente a la vieja Concertación, ha negado no solo la estatización de las AFP sino incluso el retiro de fondos por parte de lxs trabajadorxs, y decretando el estado de emergencia y la militarización de la Araucanía.
Por otro lado, con los progresismos “de segunda mano” –tomando nuevamente la denominación de Modonesi– que vuelven a gobernar en las nuevas condiciones, como en Argentina y Bolivia, el problema es el mismo pero aparece bajo formas más complejas. Uno de los motivos es que hay un “capital” simbólico construido previamente que se pretende conservar, mientras que las condiciones que le dieron origen ya no existen. La vía para conservarlo es fungir de oposición y gobierno al mismo tiempo.
En el caso boliviano, la oposición dentro del gobierno de Arce la encabeza el propio Evo Morales y amenaza con despojarlo del respaldo de algunos movimientos sociales al gobierno. Sus diversas fracciones se acusaban mutuamente de “golpistas”, unos acusando a los renovadores de preparar un golpe contra Evo al interior del partido, y los otros, acusando al evismo de estar preparando un golpe contra Arce y Choquehuanca. El caso argentino está agravado por la aguda crisis económica y social que atraviesa el país, marcada por el acuerdo con el FMI. La vicepresidenta Cristina Kirchner ha venido fustigando a Alberto Fernández despojándolo prácticamente de bases de apoyo en el peronismo, ahondando la crisis del gobierno, en particular, a partir de la renuncia del ministro de economía en medio de un persistente golpe de mercado y disparada de la inflación.
Sin embargo, si en el caso boliviano, en un escenario de relativa estabilidad, no hay diferencias en cuanto al curso estratégico de la política gubernamental –coincidiendo, por ejemplo, en mantener en la impunidad a los responsables políticos y materiales del golpe más allá de juicios puntuales–, en el caso argentino tampoco está en cuestión, más allá de elementos parciales, el rumbo estratégico marcado por la subordinación al FMI. En cada caso los escenarios son muy diferentes, sin embargo, la comparación tiene sentido para mostrar el anacronismo de los progresismos de segunda mano y las contradicciones que encierran. En la situación actual, gestión del capitalismo semicolonial mata relato.
Procesos de movilización y desmovilización
Entre quienes han buscado explicar la llamada “moderación” de los nuevos gobiernos progresistas, Álvaro García Linera había propuesto una tesis: “La presencia y densidad de grandes movilizaciones sociales, que preceden o acompañan a las victorias electorales progresistas, es determinante para comprender la radicalidad y margen de acción de los gobiernos”. A partir de ella distingue: “De un lado, en países como Argentina, Bolivia, Honduras y probablemente Brasil, vemos un regreso al gobierno con victorias que no han llegado acompañadas de grandes movilizaciones sociales. Del otro lado, en países donde la izquierda triunfa por primera vez, como es el caso de Perú, Chile y probablemente Colombia, el ascenso electoral cabalga sobre grandes movilizaciones sociales contra el viejo régimen de alianzas conservadoras gobernantes”.
Sin embargo, la tesis de “a mayor movilización mayor radicalidad de los gobiernos”, que parecería ser cierta en abstracto, no da cuenta del cuadro latinoamericano actual. Ni la trayectoria de Castillo en el gobierno ni la de Boric la sustentan. Por otro lado, el cuadro descrito por Linera tampoco da cuenta de la enorme movilización que enfrentó y derrotó al golpe en Bolivia, ni de las jornadas de diciembre de 2017 en Argentina que, aunque de mucha menor intensidad, hirieron gravemente al gobierno de Macri. Es que la tesis de Linera establece una determinada relación “expresiva” entre la movilización y los gobiernos que surgen, que en realidad devalúa el elemento restaurador de la autoridad estatal que los gobiernos progresistas llevaron y llevan en su ADN.
El propio García Linera en su momento analizó los ciclos de movilización y desmovilización en Bolivia. Describió un ascenso entre 2000 a 2009 y luego una declinación gradual, signada por el abandono de las demandas universales y por la “fragmentación corporativa” y “sectorialista” de las luchas. Desde esta óptica emparentaba las movilizaciones de la derecha –a las que el MAS cedió– con luchas como la del TIPNIS que puso sobre la mesa una violación a los derechos de los pueblos indígenas, o los enfrentamientos con la Central Obrera Boliviana. Como conclusión, en aquel entonces planteaba la necesidad de debilitar “los focos de ideología privatizante, corporativista y exclusivamente salarialista que aún están presentes, especialmente por la acción de residuos de la derecha partidaria y del trotskismo” [4]. Desde esta óptica, el MAS contribuyó a desmoralizar a su propia base social y a fortalecer a la derecha, la verdadera, que en 2019 pasaría a la ofensiva.
Lo cierto es que el primer ciclo de gobierno posneoliberales configuró un amplio y progresivo proceso de desmovilización. O más precisamente, avanzó en la integración y subordinación de las organizaciones del movimiento de masas al Estado. Más allá de los aspectos particulares que diferencian cada proceso –y Bolivia con la reivindicación cultural histórica indígena es un caso muy especial– podríamos decir en términos generales que en un primer momento este proceso de desmovilización se dio en el marco del retroceso del imperialismo en la región y a partir del ascenso económico que permitió el mejoramiento de ingresos –desde un piso bajo producto del retroceso de la etapa anterior–, de los índices de empleo –sobre la base de la precarización– y de la asistencia estatal –en condiciones de alta pobreza estructural–. En un segundo momento marcado por la mayor disputa entre EE. UU. y China en la región y el declive del ciclo económico, lo hizo poniendo un límite a aquellas expectativas y buscando disciplinar a los sectores que se oponían a ello.
Desde este ángulo, la relación entre nivel de movilización y radicalidad del gobierno que establece García Linera se hace mucho más compleja. Más útil sería abordarlo a partir de las condiciones especiales de poder estatal que mencionábamos con Trotsky. Desde este ángulo, los gobiernos progresistas no guardan una relación expresiva con los procesos de movilización, sino más bien están llamados a cumplir una función arbitral –aún sin adoptar la forma de los clásicos “bonapartismos sui generis”– entre las exigencias de la subordinación imperialista de los países latinoamericanos y el impulso del movimiento de masas. En este sentido, la tesis de Linera no se dio en Perú, y en particular no se dio en Chile, no porque el autor haya sobreestimado la magnitud de las movilizaciones que hubo, sino porque sobreestima la capacidad de arbitraje de este tipo de gobiernos en el contexto actual.
El reciente ciclo de lucha de clases y los límites de la revuelta
Como trasfondo de estos fenómenos, la contradicción que viene atravesando América Latina parte de la mayor presión imperialista producto de la crisis, la guerra y la propia competencia sino-norteamericana, por un lado, y del movimiento de masas que, luego de años de baja movilización en la región, viene de protagonizar el importante ciclo de levantamientos que tuvo lugar a partir de finales de 2019, por otro.
En estos procesos de lucha de clases, que tuvieron en Chile su principal epicentro latinoamericano, primó la dinámica de la revuelta. A diferencia de las revoluciones, las revueltas no adoptan como objetivo reemplazar el orden existente sino presionarlo para obtener algo. Esto no significa que no puedan caer gobiernos (por ejemplo, del “gobernador” de Puerto Rico, Ricardo Roselló, en 2019) pero lo hacen en el marco de la continuidad de regímenes repudiados por las masas, aunque medie un recambio más o menos amplio del personal político.
Si comparamos los efectos de las revueltas de finales del siglo XX y principios del XXI en América Latina con los del ciclo abierto en 2019, los de este último han sido más limitados. En parte por la menor amplitud de los procesos, pero solo en parte. La diferente situación, tanto en lo que respecta al repliegue hacia Medio Oriente del imperialismo norteamericano como al repunte económico, dieron márgenes de acción mucho más amplios a los Estados burgueses dependientes y semicoloniales de la región para canalizar las demandas. No es el caso de la situación actual donde las perspectivas de la situación mundial se debaten entre la inflación y recesión o una combinación de ambas, y la profundización de la competencia geopolítica, sea con un enfrentamiento limitado en Ucrania combinado con algún tipo de “guerra fría” o la perspectiva, mucho menos probable aún, de una guerra más amplia.
Por otro lado, las causas que dieron lugar al ciclo de revueltas de 2019 no solo siguen vigentes sino que se han profundizado. A principios de este año el Centro de Estudios Internacionales de la Pontificia Universidad Católica de Chile publicaba su informe de “riesgo político en América Latina”. Uno de sus autores, Daniel Zovatto, concluía que: “si los gobiernos no logran manejar adecuadamente las expectativas y demandas ciudadanas y dar respuestas oportunas y eficaces a las causas profundas que gatillaron las protestas en 2019 (malestar social, falta de oportunidades sobre todo para los jóvenes, mala calidad de servicios públicos, falta de confianza de la ciudadanía con los políticos y un largo etcétera) existe un alto riesgo de que estas vuelvan a surgir”.
Algo de esto ya hemos visto recientemente en Ecuador donde los indígenas y campesinos se movilizaron contra el gobierno de Lasso desde las provincias por semanas, la juventud universitaria en Quito se puso codo a codo para enfrentar la represión y montó centros de acopio de alimentos en solidaridad. Las bases de la Conaie resistieron varios días y noches el ataque de las fuerzas represivas. Por su parte, en Perú, ya en el mes de abril de este año, los campesinos pobres, junto a los sectores populares golpeados por la crisis económica y un sector de la clase obrera, comenzaron a ganar las calles, con paros regionales y cortes de rutas, contra el gobierno de Castillo y la continuidad de las políticas neoliberales. La particularidad es que tuvieron su epicentro en las regiones del interior del país donde Castillo había ganado las elecciones.
Una primera importante diferencia con el ciclo de revueltas anterior que ya muestran estos procesos es que, si antes los enfrentamientos se dieron exclusivamente contra gobiernos de derecha neoliberal, actualmente ningún lado del espectro político parece salvarse, como muestra el caso de Perú. Por otro lado, un nudo estratégico que sigue planteado es que durante el ciclo anterior primó un carácter mayormente “ciudadano”, es decir, la expresión atomizada y en buena medida desorganizada del movimiento. Las burocracias sindicales y de los “movimientos” cumplieron un papel clave en esta configuración, separando a los diferentes sectores que protagonizaron las protestas, y buscando mantener al movimiento obrero –y a las posiciones estratégicas que detenta– lo más separado posible del conflicto. Este es uno de los grandes problemas que dejó planteados el ciclo de 2019 de cara a los futuros procesos de lucha de clases.
La forma que ha adoptado la crisis actual ya viene llevando en Europa a una renovada actividad del movimiento obrero para enfrentar la inflación, que en algunos casos no se veía desde hace décadas: la histórica huelga del transporte en el Reino Unido, la reciente huelga de los ferroviarios franceses, la huelga general en Bélgica, la huelga del metal en Cantabria en Estado Español, la de los petroleros en Noruega, etc. En EE. UU., por su parte, se está desarrollando un profundo proceso de organización y lucha protagonizado por la llamada “generación U” (por Union, sindicato en inglés) formando sindicatos en empresas antes impensadas como Amazon, Apple o Starbucks. En el mainstream comienza a discutirse si el avance en una “desglobalización” y una menor competencia entre salarios a nivel mundial, combinada con alta inflación, va a empalmar con un nuevo empoderamiento de los trabajadores que recién acaba de comenzar.
Siendo una de las características distintivas del ciclo de lucha de clases de 2019 su extensión internacional, una pregunta oportuna es de qué manera se expresarán aquellas tendencias en los futuros procesos de lucha de clases en América Latina. Lo que parece difícil es que, si estas se desarrollan, nuestra región se mantenga al margen de ellas. A su vez, desde el punto de vista del escenario global de la lucha de clases, el levantamiento en Sri Lanka que viene desarrollándose desde abril ya es un producto genuino del nuevo escenario mundial y muestra que las tendencias que habían tenido su pausa relativa por las restricciones de la pandemia están llamadas a reactivarse.
Estrategias en la izquierda
Los elementos que fuimos reseñando marcan un punto de partida indispensable para el debate estratégico de fondo. La situación de América Latina, los elementos de “crisis orgánica” que atraviesan a muchos de sus países, la ausencia de salidas claras en el marco de la inestabilidad internacional, ubican a la región, en mayor o menor medida según las particularidades nacionales, como un terreno “propicio para las soluciones de fuerza” así como para la irrupción del movimiento obrero y de masas. En este marco, frente a la nueva “moderada” marea rosa latinoamericana y la amenaza latente de variantes de derecha –incluso ultraderecha– regional se plantean dos estrategias en la izquierda.
La primera, llevada hasta el final por la mayoría del PSOL brasilero que “contra” Bolsonaro y la ultraderecha pasó a formar parte de la coalición electoral del PT con sectores de la derecha golpista y neoliberal, detrás de la fórmula de Lula con Geraldo Alckmin –un representante del neoliberalismo local más o menos equivalente a Macri en Argentina o a Piñera en Chile–. Valério Arcary la sintetizaba en un debate con Diana Assunção y otros dirigentes de la izquierda brasilera que publicamos en el número anterior de IdZ:
Creo que la batalla decisiva en este momento –decía– es la batalla por derrotar a Bolsonaro […] Sería izquierdismo ingenuo pasar a segundo plano la importancia de la batalla electoral del próximo 2 de octubre, porque es en ese terreno. No es lo que yo quería […], queríamos que fuera distinto, queríamos el Fuera Bolsonaro en las calles el año pasado a partir de mayo, y fuimos una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces y no funcionó. Va a ser en las urnas.
Una variante menos extrema expresan quienes aún sostienen que es posible enfrentar a la derecha de la mano de los neorreformismos o “populismos de izquierda”, pero apostando a superar la “moderación” de la actual “oleada rosa”. Martín Mosquera la sintetiza en términos más globales, en el editorial del último número de la revista Jacobin:
Todo indica que cuando emerge una nueva izquierda radical, sin compromisos neoliberales, los sectores populares responden rápido y favorablemente: Bernie Sanders y Jeremy Corbyn en la socialdemocracia anglosajona, Podemos, Syriza y La France Insoumise en la Europa continental, el bolivarianismo en América Latina. Por el momento, el hilo no se cortó del todo: la extrema derecha se apoya sobre todo en la radicalización de la base social tradicional de la derecha […]. De esto se sigue una conclusión estratégica. Si queremos combatir a la extrema derecha no podemos subordinarnos —retomando una expresión acuñada por Keynes en el período de entreguerras— al ‘partido del viejo mundo’: los Macron, los Clinton, los Alckmin. Ellos son los representantes del statu quo frente al cual se alza la revuelta reaccionaria.
Por sobre los matices se trata de estrategias predominantemente institucionales combinadas con acciones “de protesta”, con la perspectiva de constituir alguna especie de ala izquierda de “frentes antiderecha” (electorales y/o parlamentarios) con fuerzas de conciliación de clases –llámese PT, kirchnerismo, o el que fuere–. El correlato sería fomentar la convivencia pacífica con sus respectivas burocracias en los sindicatos y “movimientos”, y la adaptación a un programa de reformas del capitalismo. El problema son las sobradas conclusiones que pueden extraerse de esta perspectiva, no solo a partir del derrotero del primer ciclo de gobiernos posneoliberales, cuyo ímpetu pasivizador terminó abriendo camino a la derecha, sino del reciente ciclo de revueltas en la región y de las conclusiones que ya es posible extraer de esta nueva “oleada rosa”, algunas de las cuales hemos reseñado en este artículo.
En la entrevista con Massimo Modonesi que publicamos en este número de IdZ sintetiza un recorrido paradigmático donde “el PSOL sale de una ruptura y ahora termina a la cola del progresismo brasileño”, y agrega: “otra cosa es el Frente de Izquierda en la Argentina que me parece que es el resultado más exitoso que tenemos en la región”. Efectivamente, aquí están presentes dos estrategias enfrentadas. La segunda, a la que apostamos y venimos desarrollando desde el PTS en el Frente de Izquierda de Argentina –así como de las diferentes organizaciones que conforman la FT– pasa por aprovechar la experiencia de sectores de clase trabajadora y el pueblo pobre con los nuevos gobiernos posneoliberales de la “marea rosa” –en el caso de Argentina con el peronismo y el kirchnerismo– para poner en pie partidos revolucionarios para la lucha de clases.
Es decir, partidos que apuesten a evitar que la energía desplegada por los procesos de la lucha de clases que vienen atravesando la región terminen siendo canalizados por nuevas variantes al interior del régimen burgués o sean derrotados bajo los golpes de la reacción, y que se transformen en la fuente de las revoluciones del siglo XXI. Partidos cuya intervención en los parlamentos y en las elecciones esté al servicio de la lucha extraparlamentaria, que disputen con las diferentes burocracias (sindicales, estudiantiles, etc.), articulando volúmenes de fuerza para imponer el frente único de la clase trabajadora y la alianza con el pueblo explotado y oprimido con un programa transicional que vaya más allá del malmenorismo y apunte contra los pilares del capitalismo latinoamericano sometido al imperialismo.
La esperanza de que el avance de la izquierda, o peor aún, de que el avance hacia el socialismo en el siglo XXI, venga de la mano de los Estados capitalistas semicoloniales, atrasa ya veinte años. La cuestión es si del escenario que se está configurando a nivel internacional y en América Latina, a partir del desarrollo de la lucha de clases, puede emerger la fuerza social de la clase trabajadora capaz de encabezar la perspectiva de un socialismo desde abajo, que valiéndose de su lugar privilegiado para articular un poder independiente capaz de aglutinar al pueblo explotado y oprimido a partir de las unidades de producción (empresa, fábrica, escuela, campo, etc.) y para crear un nuevo orden (socialista) pueda avanzar en liberar a la sociedad de la explotación y la opresión. Todo lo demás nos remite a un eterno retorno de “ciclos” –cada vez más degradados por cierto– que sería muy oportuno apostar a superar. |