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La Izquierda Diario
10 de julio de 2022 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
La economía mundial en la montaña rusa
Esteban Mercatante | @EMercatante

Ilustración: @marcoprile y @trinche27

Con la inflación persistente guiando las decisiones económicas en las economías más ricas, las amenazas de un parate económico global y de nuevas crisis de deuda y balanza de pagos se hacen cada vez más pronunciadas. La alta inflación en un contexto de elevados niveles de deuda (de los gobiernos, empresas y personas) hace la situación actual muy diferente de otros momentos históricos de alta inflación. Por las herramientas que involucran, controlar el alza de precios y contener los riesgos de crisis financiera se plantean como objetivos parcialmente contradictorios para la política económica. Los países dependientes endeudados, eslabones débiles en un momento donde los riesgos de crisis de deuda se profundizan.

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El retorno de la inflación

La OCDE reportó recientemente que en el mes de mayo los 38 países que la integran arrojaron una inflación promedio de 9,6 % anual. Son niveles que podrían dar envidia en Argentina, donde el guarismo marcó 60 % anual en ese período y va camino a crecer; pero para dicho club de países representa el guarismo más elevado desde 1988. Los procesos de lucha de clases que están recorriendo Europa y EE. UU. por estos días son empujados por los esfuerzos de la clase trabajadora de no pagar los costos de la carestía con una caída en su poder adquisitivo.

Hace décadas que los países ricos no atraviesan un período duradero de alza sostenida y general de los precios como el que viene teniendo lugar desde la recuperación pospandémica. El ciclo más traumático en EE. UU. se dio durante la década de 1970, cuando el alza de precios fue acompañada de un débil crecimiento económico y caídas recesivas –una situación bastante inédita ya que en la teoría económica convencional la inflación suele asociarse al “recalentamiento” económico que produce “excesos de demanda” [1]– que dio lugar al término “estanflación”. A comienzos de la década de 1980, el llamado “shock Volcker” –por el apellido de quien dirigió la Reserva Federal o Fed, el Banco Central de EE. UU., entre 1979 y 1987– dio el golpe final al flagelo inflacionario. En los años posteriores –con duras derrotas a la clase trabajadora mediante–, la inflación fue desapareciendo del terreno de las preocupaciones más allá de algunas alzas pronunciadas episódicas. En los años que siguieron a la recuperación posterior a la Gran Recesión de 2008-2010, por ejemplo, vimos cómo la Fed quedó sistemáticamente por detrás de su meta de 2 % anual de inflación.

La erradicación de la inflación no se puede explicar solamente por el continuo disciplinamiento monetario que impuso el shock Volcker, como suelen hacer las interpretaciones más convencionales. Entre otras cosas, porque a partir de entonces no hubo una continua restricción de la política monetaria, sino más bien lo contrario –como seguiremos analizando–. Tampoco alcanza, aunque lleve buena parte de razón, la explicación que dio el economista Paul Krugman semanas atrás en una de sus columnas en el The New York Times para explicar por qué se presentan ahora las dificultades que no ocurrieron por décadas:

… fueron las políticas conservadoras (en el sentido no político) las que mantuvieron la economía funcionando por debajo de su potencial.
Esta holgura en la economía significó que había poco riesgo de un brote inflacionario importante, por lo tanto, poca necesidad de cambios importantes en la política.
Todo lo que la Fed tenía que hacer era pisar suavemente los frenos si la economía parecía estar acercándose a su potencial o darle un poco más de nafta a la economía si comenzaba a decaer; no hubo mucho drama involucrado.

Más allá de la pertinencia del debate sobre cuán “pisada” estuvo la economía por debajo de su potencial, hubo transformaciones más de fondo en la configuración de la economía mundial que desataron fuerzas poderosas y llevaron a una contención de precios –con los habituales vaivenes hacia arriba y abajo–. Nos referimos a la conformación de las cadenas globales de producción. Estas permitieron a las empresas multinacionales de los países imperialistas aprovechar la fuerza de trabajo de los países pobres y en desarrollo –a cambio de salarios que son una pequeña fracción de los pagados en las economías ricas– para los procesos productivos más intensivos en trabajo. Las firmas redujeron sus costos, lo que se tradujo, en un contexto de competencia internacional intensificada por la apertura comercial creciente y en el marco de continuas reestructuraciones corporativas (a través de fusiones y adquisiciones), en una fuerte disminución de los precios de producción de los precios, al menos de los productos manufactureros (las commodities han atravesado sus propios ciclos, de alzas y bajas por períodos largos pero con tendencias menos claras, a pesar de los aumentos en los rindes que produjo en sectores como la agricultura la aplicación en gran escala de la biotecnología).

Es importante tener en cuenta esta cuestión para ir a las raíces del actual incremento sostenido de precios, que no se puede explicar simplemente como resultado de la emisión monetaria. Aunque quienes después de 2020 vienen advirtiendo que la emisión monetaria en gran escala causaría inflación se sientan reivindicados, la misma advertencia fue realizada erróneamente durante años ante las medidas tomadas después de 2008. A pesar de las zonceras que repiten los libertarianos en base a lecturas mal digeridas de Hayek o Friedman, para explicar el alza de los precios no alcanza el crecimiento de la emisión de dinero (que aumentó cualitativamente durante la pandemia) y la laxitud de las tasas de interés impulsadas por la autoridad monetaria. Al contrario de lo que sostienen las explicaciones convencionales ortodoxas, no existe una relación mecánica entre la variación de los agregados monetarios y los precios, sino que es necesario atender a lo que sucede en el conjunto del circuito de valorización del capital.

Tampoco se trata simplemente de un “exceso de demanda” que empuje al alza de los precios. Como observa el economista marxista Michael Roberts: “la recuperación después de la recesión generada por la pandemia del COVID en las principales economías ha sido vacilante: todas las principales agencias internacionales y consultoras de investigación analítica han reducido su pronóstico de crecimiento económico y producción industrial para 2022”.

Así como las conformación de las cadenas globales de valor aporta determinantes estructurales sobre por qué la inflación pasó al olvido durante un largo período en los países imperialistas, hoy la disrupción de esas cadenas globales de valor resulta una causa fundamental en el alza de los precios que estamos observando desde 2021. Sobre esto, la guerra de Ucrania dio un nuevo golpe devastador. En primer lugar, por el trastorno que causó la guerra en mercados críticos, y que ya venían tensionados, como el del trigo o los aceites, en los que ambos países beligerantes son proveedores importantes. Las sanciones económicas, que apuntaron a congelar el intercambio comercial de Rusia con el resto del mundo (al menos con los países que se avinieron a acompañar esta aplicación del “arma económica”), hicieron el resto golpeando sobre la energía y los combustibles.

El fin de una era en la política monetaria

El retorno de la inflación tomó por sorpresa a los banqueros centrales, que primero la trataron como un fenómeno transitorio y tardaron en ajustar sus políticas. Por décadas, quienes estuvieron al frente de la política monetaria se acostumbraron a mover las tasas de interés y la expansión monetaria de acuerdo a las necesidades del ciclo económico y las inquietudes de los bancos y fondos de inversión, sin preocuparse por el impacto de estas decisiones en el nivel de precios. Desde los años de Alan Greespan (que sucedió a Volcker al frente de la Fed en 1987), el mantenimiento de tasas de interés bajas se convirtió en una herramienta privilegiada para estimular la economía, solo abandonada por breves períodos cuando los banqueros centrales observaban señales de “recalentamiento” de la economía y algún indicio –nunca cumplido– de que los niveles de inflación pudieran aumentar. Pero cada vez más, las decisiones sobre la tasa se tomaban de acuerdo a los niveles de “exuberancia irracional” (Greenspan dixit) que podían generar riesgos sistémicos. El “arte” (con perdón del término) de poner algún freno a las manifestaciones más amenazantes de esta valorización financiera, para en última instancia preservar su perpetuum mobile, terminó dominando en los hechos la política económica desde Greespan hasta Jerome Powell.

La política monetaria, olvidada durante un largo período de los riesgos de una inflación significativa, terminó en los países ricos, y ante todo en EE. UU., supeditada a la preservación de valor de una masa cada vez más gigantesca de capital ficticio (acciones, bonos y otras obligaciones de deuda, derivados cada vez más sofisticados) que prosperó bajo el acicate del dinero barato y se volvió EL riesgo sistémico, con mayúsculas.

Podríamos creer que el estallido de la burbuja inmobiliaria en EE. UU. durante 2007/08, que hizo quebrar a Bearn Stearn, Lehman Brothers, AIG, Fannie Mae y Freddie Mac, y casi se lleva puestos a otros grandes bancos de inversión e instituciones financieras en todo el mundo, sirvió de advertencia para atacar los factores de riesgo más profundos. Pero los cambios impulsados en los años siguientes a la crisis para limitar el entrelazamiento entre banca de inversión y banca comercial, y otras restricciones para la intervención en activos riesgosos, fueron revisados o eliminados desde la llegada de Donald Trump al gobierno. Esto sin embargo es casi anecdótico; lo central es que entre las políticas implementadas para reanimar la economía estadounidense se recurrió a la inyección monetaria en gran escala a través de la compra de activos financieros de largo plazo, lo que contribuyó a estimular nuevamente el valor de los activos que se desinflaban al calor de la crisis. Estas políticas, imitadas también por la UE y Japón, estuvieron en la base de una recuperación bastante duradera, aunque muy desigual en términos sociales, que vivieron estas economías desde 2010 hasta la pandemia (ciclo económico que no se explica solo por factores internos de esas economías sino por el rol de China como mercado e inversor cada vez más importante). Las recetas para salir de la Gran Recesión no hicieron más que multiplicar el problema subyacente del capital ficticio. Particularmente observamos el crecimiento de la deuda (pública y privada, de empresas y personal) hasta niveles exorbitantes. Aunque el sistema financiero se depuró de algunos tipos de derivados especialmente tóxicos asociados a la cobertura de riesgo de la deuda hipotecaria, las fragilidades globales no se redujeron.

Con los precios en alza que se vienen registrando desde la recuperación pospandémica, los bancos centrales ya no pudieron continuar guiándose por estas coordenadas que orientaron la política económica durante las últimas décadas. Estuvieron obligados de enfrentar, al mismo tiempo, el alza inflacionaria y los problemas derivados del endeudamiento, que indican políticas de rumbos contradictorios. El arsenal tradicional para combatir la inflación –basado como ya mencionamos en diagnósticos muy parciales sobre las causas del fenómeno– prescribe aumentos de la tasa de interés y reducción de la cantidad de dinero en circulación. Esto es lo que vienen llevando a cabo la Reserva Federal de EE. UU., el Banco Central de la UE y muchos otros en todo el mundo desde hace más de un año, de manera cada vez más dura. A mediados de junio la Fed elevó la tasa 75 puntos básicos (0,75 anual de aumento en porcentaje), cuando en general los aumentos que anuncia son de 25 o como mucho 50 puntos básicos; se trata del aumento más alto desde 1994. Las minutas de las últimas reuniones de la Fed y el BCE, hechas públicas esta semana, anticipan subas más drásticas de la tasa en los próximos meses, salvo que los precios desaceleren fuerte.

Es a la luz de este cambio en la política económica que debemos leer la montaña rusa que vienen atravesando las bolsas desde comienzos de año, y que a finales de junio entraron otra vez en turbulencia por las últimas subas de tasas. El índice Dow Jones acumula una destrucción de valor accionario de 13 %, y todo indica que está lejos del piso. Las burbujas más infladas, como la de las criptomonedas, estallaron violentamente, y también golpeó a la deuda soberana de algunos países como Sri Lanka. Los “daños colaterales” que el endurecimiento de la política monetaria puede tener se hacen cada vez más riesgosos a medida que el capital ficticio adquiere mayor volumen, y que el apalancamiento de instituciones financieras y desequilibrios en las cuentas de los países son más elevados. Por eso, la situación actual no tiene nada que ver con otras situaciones inflacionarias atravesadas en las economías ricas. La combinación entre masa gigantesca de deuda y otras formas de capital ficticio y alta inflación, hace que el panorama actual muestre una combinación explosiva de factores que empujan a respuestas contradictorias entre sí.

Los bancos centrales entre el fuego cruzado

Si observamos el debate estadounidense, encontramos economistas como Larry Summers que reprochan a la Fed haber actuado demasiado tarde y hecho hasta ahora demasiado poco para combatir la inflación. Si no hay más decisión, advierten, una larga estanflación como la de los años ‘70 podría repetirse. Summers sostiene sin tapujos que hace falta más desempleo para poner coto a la presión inflacionaria, a través del disciplinamiento de la fuerza de trabajo en un momento en que se multiplican las luchas por mejora de las condiciones laborales y por el derecho a la sindicalización en EE. UU. Al contrario de lo que sostiene Summers, Roberts nos recuerda que los salarios vienen corriendo desde atrás en la carrera, mientras que las ganancias capitalistas se elevaron más que los precios.

Hay otros economistas que son más escépticos al respecto de la efectividad de un torniquete monetario más duro que el actual. El ya mencionado Paul Krugman sugiere prevenirse del “sadomonetarismo”, que pueda sobreactuar medidas restrictivas ante el fenómeno inflacionario mucho más allá de lo necesario. En su opinión, los factores subyacentes de la inercia inflacionaria estarían siendo controlados con la respuesta actual, y una vez que dejen de actuar fenómenos más coyunturales o “estacionales” el alza de precios disminuirá a niveles más en línea con la meta de la Fed de 2 % anual. Seguir endureciendo la política monetaria traerá más recesión pero no alterará la dinámica inflacionaria.

En una línea intermedia, Brad de Long señala que existen riesgos de sobreactuar en la política monetaria si la inflación está determinada por factores de poca duración, agravando innecesariamente el frenazo económico que ya casi todos dan por descartado; pero reconoce también que existe el riesgo de actuar demasiado tímidamente ante un proceso inflacionario como en de los años ‘70, para el cual en su opinión sí corresponde actuar rápida y drásticamente. Otros, como Nouriel Roubini, directamente cuestionan la firmeza del actual jefe de la Fed, Jerome Powell, para mantener la línea actual de restricción monetaria cuando se confirmen los pronósticos de recesión. Roubini observaba días atrás:

La mayoría de los analistas de mercado parecen pensar que los bancos centrales mantendrán su postura dura, pero yo no estoy tan seguro. Mi visión es que terminarán aflojando y aceptando la inflación más elevada –seguida de estanflación– una vez que el aterrizaje forzoso se vuelva inminente, porque estarán preocupados por el daño de una recesión y una trampa de deuda, debido a una acumulación excesiva de pasivos privados y públicos después de años de tasas de interés bajas.

El economista evalúa que si interrumpen el giro actual una vez que un aterrizaje forzoso se vuelva factible,

…podemos esperar un aumento persistente de la inflación y un sobrecalentamiento económico (inflación por encima de la meta y por encima del crecimiento potencial) o estanflación (inflación por encima de la meta y una recesión), dependiendo de si predominan los shocks de demanda o los shocks de oferta.

En este contexto, el autor polemiza contra quienes hasta hace poco afirmaban que la Fed podía evitar un ajuste recesivo, y ahora aceptan que el parate económico es una perspectiva más probable pero afirman que será poco profunda y breve. En su evaluación, “esta visión es peligrosamente ingenua”. Con el nivel de deuda actual, “una rápida normalización de la política monetaria y las crecientes tasas de interés harán que muchos hogares, empresas, instituciones financieras y gobiernos zombis altamente endeudados caigan en quiebra o en un incumplimiento de pago”.

En esto se apoya el autor para afirmar que se puede dar “una combinación de la estanflación al estilo de los años 1970 y crisis de deuda al estilo de 2008 –es decir, una crisis de deuda estanflacionaria”. Ante la crisis, “el espacio para una expansión fiscal también será más limitado esta vez. Ya se ha utilizado gran parte de la munición fiscal y las deudas públicas se están tornando insostenibles”. En lo monetario y en términos de gasto público, las herramientas posibles se encuentran mucho más limitadas que después de 2008.

Los eslabones débiles

Este panorama poco tranquilizador vuelve a mostrar como eslabones débiles, como suele ocurrir, a los países dependientes que más recurrieron al endeudamiento en los últimos tiempos. Ya el endurecimiento monetario de 2018, que fue mucho más leve en un contexto donde no primaba la inflación como hoy, arrastró a crisis de deuda a países como Argentina y Turquía. Ahora ya tenemos el caso de Sri Lanka que entró en cesación de pagos. Pero la lista de países amenazados es mucho más extensa, aunque algunos lograron mitigar los riesgos durante los últimos meses gracias a los altos precios de los commodities. Ahí también se encendieron las luces de alarma por estos días, con bajas muy pronunciadas en las cotizaciones como resultado de las tasas de interés en aumento y los temores a una recesión en EE. UU.. El trigo, maíz, soja y otros commodities tienen hoy precios como los de febrero de este año, antes de la guerra que los llevó por las nubes. No sería sorprendente que siguieran bajando. Hace meses que los “mercados emergentes” –en la jerga financiera– sufren la salida de capitales, además de enfrentar mayores tasas de interés para financiar la deuda pública.

La inestabilidad y los shocks disruptivos marcan la situación mundial.

 
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