En Argentina la inflación se elevó en los últimos años hasta ubicarse en zona peligrosa en los meses recientes: hoy las proyecciones ubican la inflación en el 79 % anual hacia fin de año [1]. Pero no se descarta que la espiralización entre la suba del dólar y el aumento de precios lleve al Índice de Precios al Consumidor (IPC) a superar el 100 % anual. Frente a este panorama, se instalaron distintas propuestas para ceder lugar al dólar como forma de intentar domar la inflación.
Javier Milei fue quien hizo circular la idea de dolarizar la economía argentina como una suerte de varita mágica para resolver la inflación y varios otros problemas. Pero, por fuera de las descabelladas ideas de Milei, la discusión sobre el bimonetarismo también estuvo presente en las últimas intervenciones públicas de Cristina Fernández de Kirchner, quien se preguntó y respondió: “¿Qué es la economía bimonetaria? Muy simple. La importancia del dólar en forma total y absoluta en la formación de precios” [2].
Aunque CFK no esbozó su propuesta frente al problema bimonetario, las interpretaciones sobre el pensamiento de la vicepresidenta señalan que podría estar evaluando impulsar cambios en el régimen monetario. Esos cambios podrían ir desde un plan de estabilización y un cambio en el signo monetario, al estilo del Plan Austral del gobierno de Raúl Alfonsín o el Plan Real de Fernando Enrique Cardoso, pasando por la oficialización de la circulación del dólar junto al peso argentino, una suerte de emulación de la experiencia venezolana de los últimos años, la cual le permitió a Nicolás Maduro, a partir de la “oficialización” del dólar, reducir fuertemente la inflación.
El periodista y politólogo José Natanson en un reciente artículo entiende que las alusiones de la vicepresidenta al bimonetarismo podrían indicar que piensa que una inflación por encima del 100 % requiere cambios drásticos a través de la instauración de una doble moneda [3]. Según Natanson, un caso que observan economistas peronistas “heterodoxos” es el Plan Real que aplicó Fernando Henrique Cardoso en Brasil en 1994, en momentos de alta inflación e inestabilidad. El plan comenzó con la creación de la Unidad Real de Valor atada al dólar para que actuara de guía en los contratos y precios. El Plan Real es una suerte de Convertibilidad blanda, donde el tipo de cambio no está fijo ni el Banco Central tiene la obligación de respaldar con dólares el circulante de moneda nacional. El plan brasileño, como la Convertibilidad de Cavallo, tuvo como condición para la estabilidad un fuerte ajuste fiscal, las privatizaciones y una rápida apertura externa.
El economista y periodista Alejandro Bercovich relató que en los pasillos del poder también se habla de una formalización de la economía bimonetaria: “Un ‘peso fuerte’ que funcione como refugio de valor y que conviva con un ‘peso débil’ que haga de medio de pago transaccional. La dificultad para aplicarlo es que no hay reservas en el Central y tampoco una híper que haya licuado los pesos en poder del público. Esos ejecutivos proponen que el respaldo del ‘peso fuerte’ sea otro: el gas de Vaca Muerta” [4].
La intervención de CFK le dio otra envergadura a la discusión sobre el problema (bi)monetario. Además, permite hacer hipótesis sobre lo que un sector de la coalición pueda estar evaluando si fracasan los juramentos ortodoxos que lanzó Silvina Batakis para aplacar a los “mercados”, y se profundizan presiones contra el peso. En perspectiva, la discusión del (bi) monetarismo se ubica en el plano de la elaboración "programática" que realizan las distintas variantes políticas que defienden el régimen capitalista hacia el nuevo gobierno que surja de las elecciones del 2023.
La cuestión (bi)monetaria en la economía argentina
El bimonetarismo como programa o propuesta surge en primer lugar de la constatación –certera– de que la moneda nacional, el peso, solo cumple funciones limitadas. No termina de ser cabalmente dinero en todos los sentidos: si el dinero es, según la definición tradicional de los manuales, medio de cambio (utilizado para comprar y vender), unidad de cuenta (es decir, base para fijar los precios de bienes y servicios) y reserva de valor (es decir, que permite conservar la riqueza más allá de los procesos de intercambio, ahorrar), el peso argentino cumple plenamente solo la primera de estas funciones, y parcialmente la segunda (los bienes más valiosos, como los inmuebles, no se valúan en pesos). Pero a la hora de ahorrar, es decir, de conservar el valor, los pesos queman. Desde los grandes capitalistas hasta los sectores medios que mantienen alguna capacidad de ahorro, todos corren al billete verde, por las ventanillas legales y paralelas. Solo a cambio de altas tasas o garantías de conservación del valor de compra (modalidad UVA) aceptan conservar algunos activos en moneda nacional. Por eso el Banco Central y el Tesoro se ven obligados a convalidar tasas de interés que crean una bola de nieve de papeles en pesos en manos de bancos y especuladores, que se terminan convirtiendo en coto de caza para la especulación.
La centralidad que tiene el problema del tipo de cambio entre el peso y el dólar en las decisiones que toman millones de actores en todo el entramado económico nacional es uno de los rasgos característicos que ilustra la condición subordinada y dependiente del capitalismo argentino. En Argentina se da de una manera exacerbada, que no se observa en otras formaciones capitalistas de desarrollo intermedio comparable al del país. No en todos lados ocurre que un salto en el precio del billete verde en las pizarras de las casas de cambio (o de las cuevas y cotizaciones financieras en tiempos de mercados cambiarios paralelos como el actual) paralice la producción y el comercio y dispare remarcaciones preventivas de precios o reticencia a liquidar stock.
En el origen de la historia de este bimonetarismo podemos situar el conflicto estructural que existe en la economía capitalista argentina por el tipo de cambio, que tiene que ver con la disparidad de condiciones de productividad –y por lo tanto de competitividad–. La economía argentina, tomada en su conjunto, tiene un tercio de la productividad que tiene EE. UU. (a mediados del siglo XX la relación era 2 a 1 en favor de EE. UU., lo que muestra un claro deterioro de este guarismo en el país que se operó sobre todo en los últimos 45 años). Pero este rezago de productividad no es homogéneo en todos los sectores. Hay núcleos de la economía, como la producción de cereales y oleaginosas y buena parte de la cadena agroalimentaria, que muestra niveles de productividad comparables a los estándares mundiales. Son sectores que se apoyan en las ventajosas condiciones de suelo y clima que caracterizan a la zona núcleo, y que también aprovecharon en las últimas décadas los desarrollos mundiales de la biotecnología y conformaron un fuerte entramado entre proveedores de insumos fundamentales como la semilla, los productores agrarios y el procesamiento y exportación que permitió un salto de los rindes que compiten con los de EE. UU. [5]. En el resto de la economía la situación es ampliamente heterogénea, pero es donde encontramos los sectores que explican esa brecha entre la productividad argentina y la de EE. UU.
El correlato de la menor productividad es que las empresas radicadas en el espacio económico nacional –“nacionales” y extranjeras– producen a un costo comparativamente más alto que sus homólogas de otras latitudes. Por eso, la reproducción del capital en vastos sectores de la economía necesita, para compensar esa menor productividad, una depreciación del tipo de cambio, es decir, que la moneda nacional pierda poder de compra con relación al dólar. Esto permite que los sectores que producen con costos mayores que los imperantes a nivel internacional en su rama puedan funcionar sin ver erosionada su capacidad de valorización. ¿Cómo es esto? Básicamente, la moneda local depreciada respecto de la internacional (el dólar) permite que los costos, mayores al promedio internacional, se vean reducidos en su expresión de valor mundial (es decir, en dólares), respecto de los niveles que tendrían si la moneda no estuviera depreciada [6]. El correlato de esta depreciación cambiaria es una pérdida de poder adquisitivo de los salarios, acompañada de una reducción de la participación de la fuerza de trabajo en el valor generado.
Podría parecer que el tipo de cambio alto (peso depreciado en términos reales) es una forma sostenible de compensar las desventajas de productividad. Pero no es tan sencillo. En primer lugar, porque la depreciación tiene un impacto contradictorio sobre la rentabilidad esperada de nuevas inversiones. Hace más competitiva la producción nacional, pero encarece los medios de producción importados (máquinas, tecnología, etc.) medidos en moneda nacional. Al momento de invertir se debe utilizar una porción mayor de plusvalía; reaparece así la desventaja competitiva. Esto desestimula la inversión cuando el tipo de cambio está alto, contribuyendo así a que los rezagos de productividad se perpetúen.
Pero el principal efecto que erosiona el tipo de cambio real alto es el que tiene una devaluación en el nivel de precios. Con la devaluación, los capitalistas que producen bienes “transables” –es decir, sometidos a la competencia externa porque se exportan, o se producen para vender en el país pero compiten con mercancías equivalentes que se pueden importar de otras latitudes– trasladan a los precios locales los efectos cambiarios. Ante esto, los demás sectores de empresarios (los productores de “no transables”) también buscarán ajustar sus márgenes elevando precios. Se crean efectos de retroalimentación. Esta es en buena medida la base del proceso inflacionario en el país, alimentada también por cuellos de botella sectoriales, por los estrangulamientos del fisco y otros factores.
En la tradición económica local, varios autores, como Oscar Braun, Marcelo Diamand, Alberto Porto, y Norberto Crovetto, abordaron la cuestión cambiaria desde un enfoque de “restricción externa”, que pone el acento en las consecuencias negativas que tiene para el crecimiento de la economía el faltante de divisas. Las definiciones de CFK tienen afinidad con este tipo de enfoque. Estos autores se centraron en el problema que tienen las disparidades que caracterizan la estructura productiva en el balance de divisas (superavitario en sectores como el agro y deficitario en la industria), aunque no abordaron la problemática desde el punto de vista de la diferente capacidad de generación de valor que caracteriza al capitalismo argentino respecto de los promedios internacionales. Las limitaciones de su esquema teórico se pudieron observar durante la primera década de este siglo, cuando el boom de los precios de los commodities hizo engordar el superávit comercial argentino. Así y todo, el crecimiento siguió encontrando “restricciones”, no por faltante de divisas sino por el débil proceso de inversión productiva de las empresas que operan en territorio nacional [7].
Pero si bien este conflicto subyacente determinado por la estructura productiva, que atenta contra cualquier estabilidad del tipo de cambio, está en la base de las tensiones que derivan en el bimonetarismo, esta historia no podría explicarse sin la trayectoria de crisis de la balanza de pagos, es decir, de las cuentas que conectan la economía nacional con el mundo a través del comercio y los flujos de rentas y movimientos de capitales. Todo el desenvolvimiento de la economía nacional, desde los préstamos de la Baring Brothers a Bernardino Rivadavia en 1824 en adelante, se encuentra atravesada por disrupciones generadas por estrangulamientos producidos por los faltantes de divisas. Durante la segunda mitad del siglo XX, al calor del creciente desarrollo de una industrialización muy dependiente de insumos importados, este tipo de crisis adquirió la dinámica definida como pare siga. Pero a partir de la década de 1970, sobre estos desequilibrios fundamentales de la estructura productiva que se mantienen, se sobreimprimió el estrangulamiento externo producido por desequilibrios financieros. Esto tiene que ver con importantes transformaciones que tuvieron lugar en la arquitectura financiera de ese momento. A partir de las crecientes desregulaciones a los movimientos de capitales que empezaron en ese momento a revertir las restricciones que regían mundialmente desde la crisis de 1929, aumentaron las herramientas disponibles para canalizar activos fuera del sistema financiero local con relativa facilidad.
A esto se sumó la posibilidad de un salto en el endeudamiento externo –público y privado– alimentado por los bancos de inversión internacionales con bases en las grandes plazas financieras como Nueva York o Londres, que estimulaban esta espiral en todo el mundo para canalizar los llamados “petrodólares”. El endeudamiento hizo posible acceder a moneda extranjera y, gracias a las desregulaciones que Martínez de Hoz pudo imponer de la mano de la dictadura, abrió el camino para la salida de capitales del país en gran escala aprovechando los dólares que ingresaban de la deuda. Si la primera gran crisis híperinflacionaria, el Rodrigazo, fue un salto cualitativo respecto de las depreciaciones recurrentes que había atravesado el poder de compra de la moneda nacional en las décadas precedentes y había terminado de empujar a las clases dominantes a concluir que no hay ahorro confiable en moneda nacional, la apertura financiera y el endeudamiento hicieron posible la formación de activos externos (la “fuga” en criollo) en una escala nunca vista.
Esta síntesis de elementos estructurales y los disruptivos efectos de la reconfiguración de las finanzas internacionales está en las bases del bimonetarismo argentino. Bimonetarismo que produce la paradoja de una economía nacional recurrentemente estrangulada por la escasez de dólares para hacer frente a las necesidades de la producción, los giros de utilidades de las multinacionales, y los pagos de deuda, que al mismo tiempo registra como “ahorro” de una pequeñísima proporción de sus residentes (los más ricos, los grandes empresarios) un valor de activos externos equivalente a un PBI.
Haciendo de la necesidad virtud
Las propuestas en discusión por estos días parten de esta constatación del bimonetarismo realmente existente, y lo convierten en propuestas. Los ensayos con la moneda dual cuentan con cierta historia en América Latina. Son una variante que se queda a mitad de camino de la dolarización lisa y llana, imponiendo algunas de las restricciones que esta implica. La debilidad de la moneda en las economías latinoamericanas y los procesos inflacionarios que conllevan condujeron a la instauración de regímenes monetarios que, en diferentes grados, cedieron de manera oficial o por la vía de los hechos algunas de las funciones del dinero al dólar estadounidense.
Ocurrió con la Convertibilidad de Domingo Cavallo establecida en 1991, que cedió de manera oficial parcialmente la función de reserva de valor y de unidad de cuenta al establecer la equivalencia entre un dólar y un peso. La ficción no duró mucho: estalló en el 2001. Pero hay otras experiencias.
El régimen venezolano pasó de promover el Sucre como moneda para las transacciones de comercio entre los países del ALBA a abrazarse al dólar. En noviembre de 2019, durante una entrevista, Nicolás Maduro afirmó que “Ese proceso que llaman de dolarización puede servir para la recuperación y despliegue de las fuerzas productivas del país y el funcionamiento de la economía. Es una válvula de escape, gracias a Dios existe” [8]. Por ese entonces existía un proceso inflacionario agudo. Y si bien el bolívar era la única moneda de curso legal y existía un control de cambios flexibilizado, no obstante, en los hechos tenía lugar una acelerada expansión de la utilización de la moneda estadounidense a cada vez más rubros. Según Asdrúval Riveros, economista y director de la asesora financiera Ecoanalítica, se estima que en la actualidad dos tercios de las operaciones comerciales y el 86 % de los depósitos bancarios están expresados en dólares [9].
Desde aquella declaración de Maduro hasta la actualidad la inflación, aunque sigue alta, bajó notablemente desde el 108.000 % en 2018 al 871 % en 2021 [10]. De este modo, en 2021 la inflación se ubicó por doce meses consecutivos debajo del 50 % mensual, el umbral utilizado para hablar de hiperinflación. La utilización del dólar como medio de cambio, unidad de cuenta y reserva de valor en ámbitos cada vez más amplios de la economía, no fue el único factor del “milagro” venezolano. El gobierno de Maduro, además, desmontó controles de precios, prácticamente liberó la cotización del dólar, lo cual implicó una devaluación gigante, destruyó salarios y derechos laborales, instauró medidas de ajuste fiscal y avanzó en privatizaciones, en particular en el sector petrolero [11]. No solo eso. La economía sufrió un derrumbe enorme desde la caída de los precios del petróleo desde 2014. Los siguientes guarismos de variación del Producto Interno Bruto (PIB) grafican la catástrofe: -3,9 % en 2014; -6,2 % en 2015; -17,0 % en 2016; -15,7 % en 2017; -19,6 en 2018; -28,0 % en 2019; -30,0 % en 2020; -3,0 % en 2021 [12].
De este modo, se establecieron dos circuitos económicos y vinculados a ellos dos realidades sociales opuestas. En uno de los circuitos, algunos privilegiados acceden al dólar: se trata de las clases medias acomodadas, los sectores empresarios, grupos económicos, grandes comerciantes y especuladores en general, a lo habría que agregar la alta burocracia estatal y la jerarquía militar. En el otro circuito, las grandes mayorías trabajadoras y populares, como así también la clase media baja, se rigen por el bolívar, la moneda débil, y existe un acceso muy limitado al dólar, en un contexto de pauperización general. Incluso en el circuito privilegiado existen grandes empresarios que realizan sus ganancias en dólares, pero pagan salarios en bolívares. Es así, que la desigualdades se ampliaron y la pobreza alcanza al 95 % de los venezolanos y la pobreza extrema al 77 % de ellos [13].
Dolarización lisa y llana
Venezuela estableció una creciente dolarización de su economía por la vía de los hechos, pero en el caso de Ecuador en el año 2000 se instituyó el dólar como moneda de curso legal. En ese año la inflación alcanzó al 97 % anual [14]. En el 2001 bajó al 15 % y en el 2002 al 2 %. Desde entonces, se mantiene en niveles muy bajos: en 2021 fue de 0,3 %. La dolarización del 2000 fue precedida por una de las crisis más grandes de la historia ecuatoriana y una devaluación importante. La búsqueda es la estabilización económica y de los precios no obró por la vía de un simple cambio en el régimen monetario, sino por el curso de una reestructuración más amplia de la economía. Por un lado, el sistema bancario privado se constituyó en el principal creador de dinero relegando el rol regulador del Banco Central: los ahorros fueron depositados en el exterior.
No solo eso. En Ecuador también se aplicó una fuerte política de austeridad y se redujo el peso del sector público en la economía. Fueron atacados los derechos de los trabajadores: por ejemplo, se habilitó la contratación por horas de hasta el 75 % de los trabajadores de una empresa. Es decir, una amplia precarización laboral. Si bien Ecuador logró mejorar algunos indicadores sociales y controlar la inflación, estos resultados no fueron muy distintos a los que lograron la mayoría de las economías de América Latina durante el auge del precio de las materias primas [15]. Los eventos recientes de la crisis social ecuatoriana y los planes de ajuste con el FMI exhiben que la dolarización no es una solución instantánea a problemas estructurales profundos.
“Si dolarizamos, el salario de los trabajadores va a subir como pedo de buzo”, afirmó Milei en una entrevista con Viviana Canosa. La verdad es la contraria: la dolarización requiere una devaluación tan grande que hundiría el salario hasta el fondo del océano. Pero el economista despeinado mostró la hilacha. En una entrevista con José del Río en LN+ afirmó que “la dolarización no es libre (con tanto que ama la “libertad”, se debe haber atragantado con esta afirmación), sino que está enmarcada en una serie de reformas estructurales de primera generación (una reforma del Estado, flexibilización del mercado laboral y apertura de la economía), y una reforma monetaria financiera”. Traducido al “argentino”, este combo de contrarreformas estructurales implica el despido de miles de trabajadoras y trabajadores estatales, reducción de jubilaciones, programas sociales, la liquidación de derechos laborales en el ámbito público y privado y un mayor avance del dominio del capital extranjero sobre la economía local.
Según Gonzalo Paredes: “La crisis argentina de 2001 (tanto su desarrollo como su salida) es una experiencia análoga a la de un Ecuador que carece de soberanía monetaria. La convertibilidad (currency board) y la dolarización pertenecen a las integraciones monetarias pasivas caracterizadas por abandonar la toma de decisiones sobre la política monetaria, crediticia y cambiaria al integrarse a una moneda de un país o una zona monetaria. En esas integraciones, los factores que determinan la cantidad de dinero son endógenos y la restricción monetaria se vuelve mucho más difícil de manejar” [16]. La pérdida de soberanía monetaria, señala este autor, deja a los países expuestos a los flujos de capitales extranjeros, como en el caso de la Convertibilidad argentina, o a los vaivenes del comercio exterior, como en el caso de Ecuador. O a una combinación de ambos factores, podríamos agregar.
Noemí Brenta es doctora en Economía de la UBA. En su libro Argentina atrapada [17] señala que las primeras propuestas de dolarización surgieron en el contexto del fin de la Guerra Fría, con el avance del neoliberalismo y el triunfalismo norteamericano. Los organismos financieros internacionales, como el FMI, llevaron esta novedosa propuesta a los países de Europa del Este que se encontraban en pleno proceso de restauración capitalista. Finalmente, ninguno se dolarizó, pero algunos implementaron un régimen de convertibilidad imitando el “éxito” argentino. No obstante, el Plan de Convertibilidad de Domingo Cavallo, implementado desde 1991, devino como una dolarización incompleta, una aplicación parcial, de un plan dolarizador más amplio que estaba esbozado desde antes.
En un país con rasgos semicoloniales como la Argentina, la soberanía monetaria está limitada por la extranjerización de su aparato productivo y por su dependencia con los centros financieros imperialistas. Mucho más en estos días en que el FMI tomó el comando de la economía. La dolarización, plena o parcial, haría trizas directamente cualquier mínima posibilidad de política monetaria autónoma, la cual quedaría en manos de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Algunos ensayos bimonetaristas mantienen cierto margen de acción para operar sobre la moneda más “débil” del sistema dual, pero no sobre la moneda “fuerte”. Lo que tienen en común, más allá de los relatos con los que se las busca vender como salidas virtuosas e indoloras, es que no hay alquimia monetaria que evite los ajustes estabilizadores con su duro reparto de costos, en general siempre acompañados con un combo de reformas estructurales regresivas en términos sociales.
Un fetichismo del dinero recargado
El bimonetarismo surge de las deformaciones del capitalismo dependiente argentino. Las “salidas” que buscan convalidarlo como vía para estabilizar la economía exhiben un fetichismo monetario recargado.
Con el peso actual como moneda única, con el peso y dólar compartiendo protagonismo, o con cualquier otra variante, la Argentina se encamina a profundizar el ajuste que ya viene atravesando. No hay cambio de moneda que evite ese duro reparto de costos. La clase capitalista quiere descargarlos sobre la clase trabajadora, para reiniciar otra vez el circulo vicioso del capitalismo argentino que les produce amplias riquezas a unos pocos, que seguirán convirtiendo en moneda “fuerte” cualquiera sea el régimen monetario, al precio de hundir cada vez más en la miseria, degradación y precariedad a las amplias mayorías de la clase trabajadora y el pueblo oprimido.
El problema no es (solo) la moneda, sino que el desorden monetario es expresión concentrada de las contradicciones características del capitalismo dependiente argentino. El bimonetarismo surge de las condiciones específicas que adquiere la lógica de la producción en pos de la ganancia en las condiciones de desarrollo dispar, atraso relativo y expoliación imperialista que se dan en el país. La única manera de atacar la cuestión es cuestionar de raíz que la producción social esté regida por estos imperativos de la valorización. El capitalismo argentino, sometido al imperialismo a través de mil lazos por la clase dominante, no puede cortar con el atraso y la dependencia que tienen en este caos monetario una de sus tantas expresiones. La “escasez de dólares” opera en una economía que genera una importante suma de dólares en el comercio exterior: el país acumuló entre 2000 y 2021 un ingreso neto de U$S 184.000 millones. En el Gobierno de Mauricio Macri se produjo un endeudamiento rápido y furioso. Pero tanto los dólares del comercio exterior como los que ingresan por el endeudamiento se van por otras “ventanillas”: una gran parte se va al exterior por el repago de la misma deuda pública; otra gran porción se fuga legalmente a guaridas fiscales; pero también se fugan miles de millones de dólares ilegalmente a través de las maniobras de sobrefacturación de importaciones o subfacturación de exportaciones, o a través del pago ficticio de deuda privadas de las grandes empresas a sus casas centrales en las potencias imperialistas.
Es necesaria una salida de otra clase, que la clase obrera acaudillando al conjunto del pueblo oprimido imponga otras condiciones para cambiar la sociedad desde la base mediante la socialización de los medios de producción y la planificación del desarrollo. La única solución progresiva al problema del (bi)monetarismo es con un programa socialista de la clase trabajadora, el único que puede enfrentar el atraso y la dependencia.
Este camino alternativo a la continua degradación que imponen los capitalistas empieza por pelear por una serie de medidas fundamentales que permitan establecer otro reparto de costos: terminar con la sangría de la deuda odiosa y repudiar el chantaje de los organismos internacionales, rechazando los compromisos adquiridos por el macrismo y convalidados por el Frente de Todos: recordemos que fue el propio FMI el que, contrariando su estatuto, financió la fuga de capitales en los últimos meses del macrismo en el poder. Está demostrado en diversas investigaciones en el Congreso (la fuga de 2001; el caso HSBC; la fuga durante el macrismo) que es el sistema bancario el que organiza la fuga de capitales al exterior. Esa sangría debilita las reservas del Banco Central para defender el valor del peso argentino. Por eso, también es necesario imponer la nacionalización de los bancos para conformar un banco estatal único gestionado por la clase trabajadora: constituiría una gran herramienta para contener la espiral de precios con su destrucción de poder adquisitivo, como así también para preservar los depósitos de los pequeños ahorristas, que siempre fueron el pato de la boda en cada cambio de régimen monetario. En el mismo sentido, es necesaria la nacionalización del comercio exterior para terminar con el “monopolio privado” de grandes exportadores e importadores que administran el comercio de acuerdo a su conveniencia, realizando todo tipo de maniobras para no pagar impuestos y sacar dólares del país, como quedó demostrado en el caso Vicentin y en una reciente denuncia de Aduana de una empresa multinacional de litio que declaraba exportaciones a un tercio del valor real. No son casos aislados, es una práctica generalizada. Otro tanto ocurre con la gran burguesía agraria, especialista en retener la venta de granos para provocar devaluaciones que aumenten sus ingresos: la defensa de la moneda requiere la liquidación de la gran propiedad terrateniente.
Este conjunto de medidas son clave para cambiar los términos en los que esta “cuestión monetaria” –como un aleph borgeano en el que se concentra todo un universo de contradicciones de la economía nacional– se plantea habitualmente, y terminar con la naturalización de las salidas (devaluacionistas, dolarizadoras o semidolarizadoras) que apuntan a beneficiar a los ganadores de siempre. Son el puntapié inicial para cambiar de raíz las bases de la sociedad, terminar con la subordinación de toda la producción social a las estrechas miras de la ganancia y que sea la clase trabajadora, en alianza con el pueblo pobre, la que determine qué y cómo se produce. |