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26 de agosto de 2015 Twitter Faceboock

POLÍTICO
Fraude y crisis en la democracia para ricos
Eduardo Castilla | X: @castillaeduardo

La crisis en Tucumán ilustra la degradación de un régimen funcional solo a los intereses del empresariado. “Progresistas” y “republicanos”, unidos en su defensa.

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Tucumán puso sobre el tapete la degradación de la democracia burguesa en Argentina. Los “excesos” ocurridos este domingo no pueden jugar el papel de árbol que tape el bosque. Junto al fraude manifiesto, la elección evidenció otros mecanismos que se aceptan como “normales”, incluso por los voceros del “proyecto nacional y popular”.

Irónicamente, las elecciones de Tucumán muestran a “progresistas” y “republicanos” unidos, defendiendo el procedimiento de voto por sí mismo. Los primeros presentando el hecho consumado, los otros pidiendo que se vote de nuevo pero “sin fraude”. Pedido ilusorio si los hay.

Extorsión social y narco-política

La degradación de la democracia burguesa emerge claramente en el fin de ciclo kirchnerista. La lucha de fracciones internas solo pone en evidencia que se acerca el momento de barajar y dar de nuevo.

Pero las denuncias de clientelismo que se hicieron el domingo trascienden la coyuntura y son una constante en cada elección a lo largo del territorio nacional. La entrega de alimentos y otros productos aparece como un recurso constante de punteros y dirigentes. La misma casta política que gobierna para los empresarios, usa las necesidades del pueblo trabajador, de manera extorsiva, para imponer votar por una u otra figura.
Las elecciones tiene así el “defecto” de ser compulsivas para un sector no menor de la población pobre del país. Difícil catalogarlas como plenamente “libres”.

La descomposición política de la democracia burguesa emerge por todos los poros. Partidos patronales y gobiernos estrechan vínculos con sectores capitalistas que hacen del narcotráfico, la trata y otros delitos su fuente de ganancias. Delitos “penados” formalmente por la ley, pero amparados y garantizados por el poder estatal.
Si la ley resulta laxa para esos sectores, no ocurre lo mismo en el otro extremo del arco social. Las cárceles argentinas se atestan con cientos de miles de pobres que “atentaron” contra la propiedad. Mientras, los organizadores del crimen a gran escala gozan de impunidad y protección estatal.

Democracia de clase y casta política

Si la podredumbre del régimen democrático y sus límites emergen a cada momento, eso se debe a una “falla de origen”.

Como ya lo señalara Karl Marx en el Manifiesto Comunista, el rol del gobierno del Estado moderno es la defensa de los intereses de la clase capitalista en su conjunto. Una definición que destila actualidad. En ese carácter de clase debe buscarse la explicación de su “ajenidad” a los intereses del pueblo trabajador.

La democracia, lejos de un valor abstracto, es una de las formas políticas de ese Estado. La igualdad formal a la hora de votar se desdibuja bajo el peso de las diferencias sociales que consagran el poder del gran empresariado en detrimento del pueblo trabajador. Como la definiera el revolucionario ruso Lenin, una democracia sólo para los ricos.

En la Argentina actual, ese contenido tiende por momentos a coincidir con la forma. Massa, Macri y Scioli, principales aspirantes a la presidencia, sirven de botón de muestra. Ligados por sus orígenes familiares en el empresariado, una educación anclada en el sector privado y estrechos vínculos con el mundo de la farándula y el deporte. Los une, además, un común desprecio por la ideología y una furiosa reivindicación de “la gestión”.

La existencia de una casta política que se enriquece en su función y se integra con el mismo empresariado, actúa como reaseguro frente a los intentos de imponer una agenda política y social ligada a los intereses del pueblo trabajador. La defensa de radicales, peronistas y macristas de sus dietas millonarias se torna así una cuestión de Estado. Defienden su rol de gerentes del gran capital.

Una democracia más amplia y generosa

Frente a un régimen político que funciona como garante de los negocios del capital, los socialistas revolucionarios sostenemos la imperiosa necesidad de poner de pie un nuevo tipo de Estado, basado en nuevas relaciones sociales donde la gran propiedad privada capitalista haya sido liquidada. Una democracia más amplia sólo puede florecer sobre esa base.

Pero incluso en el régimen capitalista, la misma democracia burguesa aparece extremadamente constreñida, demostrando la utopía de la “igualdad ante la ley”. Con solo mirar algunas instituciones del régimen político argentino se descubren esos límites.

El Congreso Nacional, en su composición, lo pone de manifiesto. En el Senado, 72 personas -que representan los intereses de las oligarquías provinciales- pueden bloquear leyes que afectan la vida de millones. Por su parte, la Cámara de Diputados tiene solo 257 integrantes. Así, poco más de 300 personas tienen, en sus manos, la capacidad de legislar sobre cuestiones que afectan la vida de 40 millones. Esa potestad permitió, por ejemplo, votar la gigantesca indemnización a la imperialista Repsol en minutos, a espaldas de toda la población. A eso es preciso añadir el cáracter social y político de la enorme mayoría de sus integrantes, provenientes de los grandes partidos que defienden los intereses capitalistas.

La institución presidencial concentra un gigantesco poder, por ejemplo mediante los Decretos de necesidad y urgencia así como con el Veto a las leyes del Congreso. Valga de ejemplo el veto de Cristina Fernández al 82% móvil en 2010, una medida que hubiera mejorado radicalmente la vida de millones de jubilados.

En el camino de la lucha por el poder de la clase trabajadora y el pueblo pobre, la perspectiva de pelear contra estas reaccionarias instituciones puede permitir movilizar a cientos de miles o millones. Luchando por una democracia más amplia y generosa que permita dar solución a los padecimientos más aguidos de las masas, éstas pueden avanzar eventualmente en el camino de la lucha por expropiar a los capitalistas y conquistar un régimen social que asegure verdadera libertad.

La conformación de una Asamblea nacional única, con diputados revocables que cobren el salario de un trabajador y que duren solo dos años en sus funciones, implicaría constituir un organismo mil veces más democrático que el actual Congreso. La posibilidad de concentrar las funciones legislativas y ejecutivas permitiría reemplazar la institución presidencial cuya única razón de ser es mantener una figura “fuerte” para garantizar “orden”. Estas demandas, junto a otras que no señalamos aquí, sirven para ilustrar la perspectiva de una democracia más amplia y generosa que la que ofrece el régimen político argentino.

La pelea por esa perspectiva es inseparable de la lucha contra la casta política que se enriquece en su función. La exigencia planteada por el Frente de Izquierda de que todo legislador y funcionario cobre como una maestra va al nudo de esa cuestión.
Dicha consigna abreva en la tradición socialista revolucionaria, que vio en la Comuna de París (1871) una forma política sobre la que sentar la base de un nuevo tipo de Estado, ampliamente democrático y dirigido por la clase trabajadora. Los Soviets en Rusia de 1917 amplificaron y profundizaron ese tipo de experiencia social y política, donde los explotados se hacían con el poder. Un nuevo tipo de Estado surgía sobre la base de la expropiación a la clase capitalista y la constitución de órganos representativos mil veces más democráticos que los existentes hoy.

La historia y la realidad actual ponen de manifiesto los enormes límites del régimen democrático burgués, incluso bajo sus propios preceptos. La propagandización y agitación de estas consignas, incluso en la campaña electoral, puede aportar a plantear una perspectiva superior para la clase trabajadora y el pueblo pobre.

 
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