El 17 de agosto de 1993, en plena década neoliberal, una patota de la Policía Bonaerense secuestró, torturó, mató e hizo desaparecer al joven estudiante de periodismo. Tres décadas después la “maldita Bonaerense” sigue actuando impune con el aval y encubrimiento del Poder Judicial y los gobiernos de turno.
Corría 1993. Tiempos de privatizaciones y ajuste impuestos por el gobierno peronista de Carlos Menem y del que el por entonces gobernador bonaerense Eduardo Duhalde era parte esencial. Cuando la agudización de los padecimientos sociales estaba a flor de piel, la práctica criminal de la Policía Bonaerense se imponía como la “solución” a las necesidades de los sectores populares (cualquier semejanza con la actualidad no es mera coincidencia).
Al mando de la Bonaerense estaba Pedro “el Polaco” Klodzyck, amigo de Duhalde y quien había prometido “mano dura” contra la delincuencia que, según el relato oficial, “azotaba” a la provincia. Su lema electoral era convertir a la Bonaerense en la “Policía del siglo XXI”.
Una fuerza que estaba compuesta, en un altísimo porcentaje, por hombres y mujeres que habían participado directamente de la dictadura cívico-militar-eclesiástica al mando de Ramón Camps y Miguel Etchecolatz, secuestrando, torturando, robando, violando, matando y haciendo desaparecer a miles de personas. La “secta del gatillo y la picana”, como la había nombrado Rodolfo Walsh décadas antes, seguía intacta.
“Fue un chico punk, un músico punk que no se dejó avasallar por la época, por el sentido común, por el status quo de una ciudad conservadora, y no permitió que nadie le pasara por encima”, recuerda Alarcón (Cristian Alarcón, periodista, compañero de Miguel de la facultad, NdR). Probablemente por eso denunció el atropello policial que había sufrido”, narra Adriana Meyer en su libro Desaparecer en Democracia. Cuatro décadas de desapariciones forzadas en Argentina.
Miguel había nacido el 16 de julio de 1970. Era el mayor de cinco hijos del matrimonio conformado por Néstor Bru y Rosa Schonfeld. Alternaba el estudio en la Escuela Superior de Periodismo (dependiente de la Universidad Nacional de La Plata) con la música junto a su banda Chempes 69.
En 1993 Miguel, quien ya había tenido varios “encuentros” con la Policía, había denunciado a un grupo de efectivos de la Comisaría Novena (ubicada en la esquina de 5 y 59) por un allanamiento ilegal en su casa, es decir sin orden judicial ni nada por el estilo. Luego vendrían constantes hostigamientos contra él. Los policías lo presionaban para que retirara la denuncia.
El 17 de agosto una patota de la Novena, al mando del subcomisario Walter Abrigo y del sargento Justo López, lo “levantó” en una Chevy azul, lo llevó a la comisaría y, según testigos que estaban detenidos ese día allí, lo golpearon hasta matarlo. Se lo llevaron en un auto con rumbo desconocido. El cuerpo nunca apareció.
La familia y los amigos de Miguel nunca bajaron los brazos. Pintadas, volanteadas, masivas marchas por la ciudad, vigilias en la puerta de la comisaría y su señalamiento público como lugar donde fue torturado y asesinado, una camino colectivo que es guiado bajo una simple y contundente pregunta, que retumba hasta nuestros días: ¿dónde está Miguel?
La “investigación” judicial inicialmente estuvo a cargo del juez Amílcar Vara, un nefasto personaje de la época. Después de servir por años al poder económico y político, sería destituido por innumerables irregularidades en al menos 27 casos que involucraban a policías bonaerenses, entre ellos el de Miguel y el del albañil platense Andrés Núñez.
Gracias a la lucha incansable de la familia y amigos de Miguel, junto con organizaciones sociales y de derechos humanos, la causa de Miguel Bru llegó a juicio. En 1999, los oficiales Walter Abrigo y Justo López fueron condenados a prisión perpetua por ser considerados autores materiales de la muerte y desaparición de Miguel.
En el mismo proceso recibieron una pena de tres años el comisario Juan Domingo Ojeda y el suboficial Ramón Cerecetto. Fue la primera condena en un caso de desaparición y sin el cuerpo de la víctima.
En marzo de 2021 el expolicía Luján Martínez fue condenado a prisión perpetua al ser “coautor responsable de homicidio calificado, por haber sido cometido con alevosía” por el asesinato en 2002 de Mauro Martínez. El testimonio de Martínez fue clave para determinar que Miguel Bru estuvo en la Comisaría Novena donde fue brutalmente torturado.
A pesar de las condenas, la unión en el silencio de la familia policial sobre el paradero de los restos de Miguel Bru fue y es absoluta. Así, Rosa lleva contabilizados más de treinta rastrillajes, en su mayoría surgidos a partir de llamados anónimos, en los que se buscan infructuosamente los restos de su hijo. La desaparición forzada a manos de las fuerzas represivas mantiene un hilo conductor desde la dictadura hasta nuestros días. La responsabilidad del Estado también.
El caso de Miguel Bru es parte de una larga lista que muestra la impunidad de la que gozan las fuerzas represivas desde hace décadas, gobierne quien gobierne. Y si hablamos de la provincia de Buenos Aires, esa fuerza represiva tiene un historial nefasto de crímenes, gatillo fácil, torturas y, también, desapariciones en “democracia”: Andrés Núñez, Julio López, Luciano Arruga, Francisco Cruz y Facundo Astudillo Castro son sólo ejemplos, que se suman a la cantidad de pibes y pibas que han pasado por las balas de la Bonaerense en plena pandemia y casos recientes como el de Daiana Abregú.
Todos los avances y las condenadas logradas en el marco de un entramado de complicidad policial, judicial y política fueron gracias a la movilización en las calles y la lucha incansable de Rosa, su familia, amigos y el acompañamiento de organizaciones sociales y de derechos humanos que a casi tres décadas seguimos preguntado ¿dónde está Miguel?.