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La Izquierda Diario
28 de agosto de 2022 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
Imperialismo, crisis de dominio y rivalidades: paralelismos históricos sugerentes
Adrián C.

Ilustración: Juan Atacho

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El siglo XXI comenzó cargado de sucesos históricos muy importantes. En el terreno ideológico hemos visto un reverdecer de los debates en torno al imperialismo.

En esta oportunidad queremos trazar un paralelismo de épocas y hacer una comparación histórica, entre aquel imperialismo sobre el cual escribió Lenin, y el que nos toca a nosotros en este siglo.

Una comparación útil

Un contrapunto entre el imperialismo actual y el de fines de siglo XIX y principios de siglo XX, imperialismo hegemonizado por Gran Bretaña, tendría como primera pregunta pertinente, con cuál momento de la hegemonía inglesa encontramos elementos similares para una comparación.

El economista Isaac Johsua, había definido la crisis de 1929 como “la del interregno, entre una Primera Guerra Mundial que se conformó con poner los problemas al día y una segunda que los resolvió”. Desde el punto de vista de las disputas hegemónicas, este interregno significa el lapsus entre una potencia que no terminaba de morir (Gran Bretaña) y otra que no terminaba de nacer (EE. UU.). No parece que el momento de entre guerras sea (todavía) el período adecuado para proceder con la comparación.

En cambio, el período anterior, es decir el que va entre la crisis de 1873 y la Primera Guerra Mundial, tiene algunas similitudes que pueden permitir el paralelismo. Esta franja de años es un período largo donde confluyen diversos momentos: el proteccionismo post crisis de 1873, la llamada Belle Époque de fines de siglo XIX, la paz armada previa a la Primera Guerra Mundial, etc.

Si bien durante las últimas décadas del siglo XIX se asistió a un momento de creciente consolidación de un mercado internacional “globalizado”, el tipo de capitalismo emergente en el siglo XXI representa un cambio cualitativo con respecto a aquel momento, trazado por un salto en la integración capitalista, el afianzamiento de las cadenas globales de valor y el arbitraje internacional de la fuerza de trabajo. Esto es importante tenerlo en cuenta a la hora de realizar comparaciones históricas.

Independientemente de la complejidad del caso y del hecho de relativizar cualquier relación esquemática, creemos que, de conjunto, es pertinente la comparación, al menos en tres sentidos:

1º) la llamada gran crisis (1873) que significó “el inicio de los problemas” para el reinado imperialista inglés, podríamos pensarla como el “espejo” de la crisis de estanflación de la década del 70 del siglo XX, donde comienza la decadencia de Norteamérica. Ambas potencias continuaran gobernando el sistema de jerarquías mundiales, pero la base de su dominio ya no será la misma. En ambos casos, los “criterios de eficacia” de los imperialismos hegemónicos se deterioraron;

2º) es también en ambos períodos que comienzan a perfilarse potencias con aspiraciones de sucesión, y que se van preparando para ello. Alemania y EE. UU. a fines del siglo XIX y principios del XX, y China, sobre todo desde comienzos del siglo XXI;

3°) en aquel entonces, la dinámica de los acontecimientos condujo a un “caos sistémico”, en el sentido expuesto por Giovanni Arrighi. En la actualidad, un escenario como aquel, se torna no solo posible, sino probable.

Por caos sistémico

entendemos una situación de grave y aparentemente irremediable desorganización sistémica. Cuando la competencia y los conflictos desbordan la capacidad reguladora de las estructuras existentes, surgen intersticialmente nuevas estructuras que desestabilizan aún más la configuración de poder dominante. El desorden tiende a autorreforzarse, amenazando con provocar un resquebrajamiento completo de la organización sistémica [1].

Partiendo de estos 3 elementos en común (una gran crisis que marca el comienzo del fin del liderazgo hegemónico, la aparición de potenciales aspirantes al trono, y una dinámica de transición caótica) es que vemos pertinente la comparación.

El efecto de la crisis de 1873 y las características del capitalismo de aquel momento

En 1873 se produce la llamada “gran crisis”. Podríamos decir que se trató de la primera crisis capitalista sistémica y universal.

En cuanto a los economistas y “hombres de negocios” de la época, lo que más preocupaba de aquel momento era la prolongada “depresión de los precios, del interés y de los beneficios”, tal como había expresado en 1888 Alfred Marshall, futuro “gurú” de la teoría económica oficial. Traducido a un lenguaje científico, se trataba de una crisis de sobreproducción generalizada, con enormes caídas de la tasa de ganancia y los precios.

Esta crisis fue un verdadero punto de inflexión, que marcó varias cosas:

• el comienzo de las contradicciones de la gobernanza hegemonía de Gran Bretaña;

• la crisis del ideario liberal, con su famosa teoría de las ventajas comparativas (el gran relato y sentido común económico de la época);

• empalme con la llamada “segunda revolución industrial” que trajo una batería enorme de rubros, prácticas y nichos de acumulación que de alguna manera “airearon” al capitalismo, aunque trayéndole contradicciones significativas. Emergen rubros como la electrónica, la química, el petróleo, el acero, etc., y modalidades de producción tales como el fordismo y el taylorismo. Todo esto significaba un arma de doble filo: Colaboraba con un recupero de los beneficios, pero a su vez echaba leña al fuego en cuanto al aumento de la concentración y centralización capitalista;

• irrumpe una verdadera “aldea global”, con fletes baratos que garantizaban facilidades para el traslado de personas, mercancías y capitales, de cualquier lugar del mundo al otro. Esto supuso una penetración de los tentáculos del capital en casi todos los confines del planeta, y la ocupación imperialista (por las buenas o por las malas) de gran parte del globo.

Con el tiempo se creyó exagerada la denominación de “gran crisis” pues, como admitían muchos economistas de la época, “lo que estaba en juego no era la producción sino la rentabilidad”. Aquellas últimas décadas del siglo XIX exhibían dos novedades importantes para el capital. Una mala otra buena. La buena, que el capital se movía velozmente desplazándose por todo el terreno mundial. La mala, sus crisis también.

Estos cambios serían muy bien interpretados por Lenin al elaborar su teoría del Imperialismo, resumiendo la misma en 5 famosas características:

1) la concentración de la producción y el capital se ha desarrollado hasta un grado tal que ha creado monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el capital industrial, y la creación, sobre la base de este “capital financiero”, de una oligarquía financiera; 3) la exportación de capitales, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere excepcional importancia; 4) la formación de asociaciones capitalistas monopolistas internacionales que se reparten el mundo; y 5) ha culminado el reparto territorial del mundo entre las más grandes potencias capitalistas [2].

Gran Bretaña, la principal potencia hegemónica en aquel momento

Se suele situar como comienzo del “despegue” de la revolución industrial 1760/80. Ya para 1850, es decir 70/90 años después de aquel momento, Gran Bretaña era considerada el “taller del mundo”. En 1873, como explicamos antes, podemos considerar el comienzo de los problemas para la dominación absoluta del imperialismo británico, aunque no su partida de defunción. A partir de ahí, pasarían muchas cosas, pero podemos afirmar que Gran Bretaña estuvo casi 80 años declinando y (co)gobernando, pasando, por supuesto, por muchos estadios dentro de este período, desde el gobierno y liderazgo aunque en claro declive (de 1873 hasta 1913) hasta el declive pronunciado pero con (co)gobernanza (entre 1914 y 1949).

Antes de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña seguía siendo el país más importante del mundo, si bien su retroceso relativo era innegable.

Siempre mantuvo un sólido liderazgo en el terreno financiero. Después de la Primera Guerra Mundial, y de la debacle económica de los años 20, en 1925/6 las economías europeas vuelven al Patrón oro, admitiendo algunas monedas como las más seguras, e incluyéndolas para los intercambios internacionales. Entre ellas, la libra (aunque gracias a un crédito norteamericano que le permitió estabilizarse a un tipo de cambio bastante sobrevaluado).

Incluso luego de la Segunda Guerra Mundial, una vez más el patrón oro de aquel momento incluía a la libra dentro de una canasta de divisas “tan seguras” como el oro. Por supuesto el dólar estaba entre estas divisas. Hacia fines de la década del 40, la libra entraría en serias dificultades al son de los problemas existentes en la economía internacional. La devaluación de 1949, del orden del 30 %, si bien le permitió mejorar un poco la posición exportadora del país, solamente redundó en un modesto crecimiento de su economía entre 1948-1979 (2,5 % anual). Este momento puede considerarse el punto culmine de la desaparición definitiva como potencia hegemónica de Gran Bretaña.

Lo importante es lo siguiente: Gran Bretaña, que venía perdiendo en varios terrenos (productividad, exportación de capitales, fabricación de bienes de capital, poderío militar de conjunto, nuevos rubros como la química y electricidad, etc.) sin embargo tenía algunos caballos de batalla nada despreciables: La (todavía importante) industria textil y mecánica, la infantería ligera de la libra esterlina y las finanzas de conjunto, los llamados “servicios invisibles” (fletes, servicios comerciales, etc.), etcéteras varios. Esto le permitía, como dijimos antes, declinar y (co)dominar a la vez.

En todo este período, Gran Bretaña de alguna manera compartió el liderazgo (aunque como socia secundaria) con quien (a partir de la Segunda Guerra Mundial) la sucedería, es decir EE. UU.. Si bien parecía lógico especular con un choque entre ambas potencias (como en la década de 1920 pensaba Trotsky, por ejemplo, que podía ocurrir), finalmente el conflicto contra otras potencias encontró a EE. UU. y Gran Bretaña unidos, y terminó imponiéndose por la fuerza el relevo de una por otra.

Los aspirantes a la sucesión: Un camino para nada exento de contradicciones

La emergencia de Alemania

La Alemania que en la Conferencia de Berlín de 1884/85 solicitaba mayor cantidad de colonias (fundamentalmente en África) preparándose para la disputa por ellas en la Primera Guerra Mundial, existía como país (unificado) hacia poquito más de una década (1871), más allá de que desde los acuerdos aduaneros de 1834 la unificación de alguna manera ya había comenzado.

En 1907, la producción en manos de carteles dentro de Alemania equivalía al 25 % de la producción industrial total. Es decir había una enorme tendencia a la expansión y a la integración vertical. La vinculación entre empresas y bancos era súper estrecha, hecho que también favorecía la concentración de la producción. En aquel momento, sus sectores de punta eran la industria del carbón, del hierro, del acero, la química y la eléctrica.

El ingreso per cápita en Alemania, si bien creció rápidamente en el período anterior a la Primera Guerra Mundial, siguió siendo inferior al de Gran Bretaña (y al de los EE. UU.).

Entre 1873 y 1914, el PBI de Alemania se triplicó, y la actividad industrial contribuyó de manera decisiva a su expansión.

Por otra parte, a pesar del incremento demográfico y de la acelerada urbanización, hasta la Primera Guerra Mundial, el peso del mercado interno de bienes de consumo no fue tan decisivo en la industrialización de Alemania como si lo había sido en el caso inglés o norteamericano.

Hasta mediados de la década de 1870, la mayor parte de las líneas ferroviarias en Alemania fueron construidas por empresas privadas con participación ocasional del gobierno. Pero a partir de entonces el Estado se quedó con las compañías ferroviarias, y las nuevas líneas fueron construidas, en general, por cuenta del gobierno. También era el gobierno quien fijaba las tarifas ferroviarias de modo de favorecer el intercambio entre las diversas regiones, y promover ciertas actividades, fundamentalmente aquellas relacionadas a la industria y (en particular) las exportaciones.

La pujante Norteamérica de aquel momento

Si bien el ascenso de EE. UU. en general es presentado como avasallante, casi carente de conflictos, esto no fue así.

Recordemos que entre 1860 y 1865 EE. UU. estuvo sumergido en la Guerra de Secesión, que si bien permitió “unificar” el país y consolidar el triunfo del norte capitalista (aunque son muchos los autores que creen que el sur esclavista salió victorioso desde el punto de vista ideológico), eso no significó un camino falto de escollos.

EE. UU. avanzaba a pasos agigantados, con un enorme crecimiento poblacional (que para la Primera Guerra Mundial era explicado en un 50 % por la promocionada inmigración), con el desarrollo del taylorismo y el fordismo como métodos de producción burgués de avanzada, con un mercado interno robusto y con producción diversificada.

Pero en medio de su paso acelerado, aun la renta per cápita era inferior a la de Gran Bretaña. Todavía previo a la Primera Guerra Mundial el dólar no jugaba un papel importante (solamente la libra era aceptada en los intercambios del patrón oro de aquel entonces).

También mostraba un contraste significativo en términos de “productividades”, con un norte con tecnología de avanzada pero con un enorme porción del país (el sur) que salía del esclavismo, pasaba por la aparcería, y comenzaba a hurgar las relaciones capitalistas, aunque en todos los casos mantenía un desarrollo raquítico, en gran parte por haber dedicado durante siglos las tierras a plantaciones con una modalidad expansiva más que intensiva (en capital).

EE. UU., al inicio del siglo XX, tenía una población de más del doble que la de Gran Bretaña (con un territorio más de 40 veces mayor).

La clase dominante norteamericana de aquel entonces aún tenía dudas sobre el destino a seguir entre un ala aislacionista y otra que aceptaba el mandato a ejercer la gobernanza mundial.

Hacia el “caos sistémico”

Como vimos recién, pasaron casi 80 años para que la primera transición hegemónica en el capitalismo (de Gran Bretaña a EE. UU.) culmine. Si la transición comienza con la enorme crisis de 1873, podemos situar como fecha de referencia “final” el año de la devaluación de la libra y su desaparición (ahora si para siempre) como potencia mundial principal. Dicho de otro modo, antes de la I Guerra Mundial nadie tenía dudas en posicionar a Gran Bretaña como principal país imperialista del mundo, de la misma forma que a partir de la década del 50 del siglo XX nadie discutiría que ese lugar pertenecía a EE. UU.. Todo lo que pasó en el medio (2 guerras mundiales, Revolución rusa, crisis de 1929, etc.) pertenece al (convulsionado) período de transición.

Si hay algo que nos queda como experiencia de aquel momento es que, independientemente de algunos períodos de mayor o menor crecimiento, de mayor o menor estabilidad coyuntural, durante varias décadas se vio “una situación de grave y aparentemente irremediable desorganización sistémica” [3].

La situación actual del imperialismo yanqui

Dentro del “hemisferio izquierdo” de la intelectualidad existe una polémica desde hace décadas en relación a la decadencia del imperialismo norteamericano. Hemos escrito muchas líneas al respecto [4]. En la presente nota no nos explayaremos sobre esto. En la década del ‘50 y ‘60 era tautológico pensar al imperialismo norteamericano como una potencia absoluta. Hoy la situación es distinta. Resulta evidente que aun EE. UU. sigue siendo la principal potencia mundial, pero si comparamos algunos indicadores con los de hace 40 años, el declive yanqui (como principal potencia hegemónica) es evidente.

¿Cómo se puede dirigir, conducir, liderar el entramado geopolítico mundial, pero a la vez estar en declive permanente desde hace casi medio siglo?

La comparación con el caso británico muestra que las transiciones son largas y caóticas, y que esta pregunta no tiene una respuesta lineal. Sostener una caracterización que combina ambas caras de la moneda es más una contradicción lógica de una situación compleja y viva, que una incompatibilidad.

En un intercambio para debatir sobre estos temas entre Esteban Mercatante y Claudio Katz, este último afirma que lo que define al imperialismo norteamericano del siglo XXI es: a) Su intento de revertir la situación de decadencia histórica; y b) su fracaso en dicha empresa. Esta definición en general correcta, no obstante, no invalida la “otra cara de la moneda”, que EE. UU. sigue siendo el país más importante del mundo, como lo era Gran Bretaña en 1914, aun con décadas de decadencia encima.

La actual emergencia del gigante asiático, China

Es sabido que para comienzos del siglo XX había dos potencias que se perfilaban para disputar la hegemonía: EE. UU. y Alemania.

No inventamos la pólvora si dijésemos que podría ser China una aspirante al trono en la actualidad. Sabemos las polémicas que existen al respecto. ¿Es China una formación social plenamente capitalista? ¿Es una potencia imperialista en la actualidad? ¿Podrá/querrá China disputar la hegemonía mundial a EE. UU.?

Ya hemos escrito bastante al respecto [5]. No es la idea continuar en esta oportunidad el debate.

Daremos por sentado que China es un país en lo esencial capitalista, y que aunque no se trate de un proceso acabado, la película muestra un proceso acelerado de construcción imperialista, que no está exento de contradicciones, y cuyo desenlace final tampoco está garantizado.

En los 40 años previos a la Primera Guerra Mundial vimos que el PBI de Alemania se había triplicado. En el caso chino actual, por ejemplo, el PBI a precios corrientes del año 2007 se había multiplicado por 75 en relación al de 1978, claro que partiendo de un nivel muy bajo. De alguna manera, estas situaciones de grandes saltos en la producción vuelven ambos casos comparables.

También comentamos, para el caso de Alemania, que el peso de su mercado interno nunca fue similar a otros procesos exitosos de revolución industrial (como el inglés o el belga, por ejemplo). Aquí también se podría hacer algún tipo de paralelismo con el caso chino actual, ya que son muchas las voces que ponen este punto (la ausencia de un mercado interno de peso) como un límite para cualquier salto. Las autoridades chinas son conscientes de ello (por eso la discusión del “rebalanceo”), aunque su resolución no sea fácil.

El peso que tuvo en sus comienzos el capital externo (ver el caso de los FFCC en Alemania, por ejemplo) es otro elemento que permite una comparación. El caso chino fue absolutamente excepcional, al poder utilizar la penetración del capital extranjero (como toma de judo) para su desarrollo, suceso que prácticamente no tiene réplicas en ningún lugar.

Para negar toda posibilidad de que China pueda avanzar en dicho proceso (digamos, birlarle, por las buenas o por las malas, el primer puesto a USA) se suele utilizar el fundamento que a comienzos del siglo 20 quienes venían con un “envión” en la disputa (EE. UU. y Alemania) eran países que ya superaban en casi todo al imperio en declive de aquel momento (Gran Bretaña). Hemos visto que no es así. Se trataba de países que avanzaban no sin contradicciones, sino a pesar de ellas.

Una simple comparación de la China actual con la Alemania o la Norteamérica de fines del siglo XIX, nos muestra realidades complejas donde no todos los indicadores van para el mismo lado.

Uno de los matices para pensar a China hoy como imperialista (incluso como capitalista) es la forma particular en la que se dio el desarrollo/restauración sobre la base de la unidad nacional lograda por la revolución, proceso complejo que condujo a la existencia dentro de China de “muchas chinas” (regiones con productividades distintas).

Hemos visto como, para el caso Alemán, de mínima habían “dos alemanias” dentro de Alemania, con un occidente muchísimo más industrializado, y un oriente (en aquel entonces) semi rural.

Es evidente que China cuenta con una combinación de modernidad y atraso que es resultado de la manera acelerada por la que travesó fases tan diferentes en el último siglo en cuanto a su desarrollo, pasando de los logros de la revolución, a la restauración comenzada a fines de la década de 70, hasta convertirse en una pieza central del formato mundial capitalista. Si EE. UU. creó las bases para su ascenso durante más de 100 años (apelando a todo tipo de políticas proteccionistas), China lo hizo en 40 años y apelando al capital imperialista. Esto le posibilitó desarrollarse, más allá de las enormes desigualdades con las que lo hizo, producto inevitable de la forma acelerada que tuvo su “salto de etapas”.

Hoy, la amplia escala de la producción en China (casi 1 de cada 5 personas en el mundo es de China) hacen relativizar la magnitud de los resultados estadísticos, aun en comparación con países grandes en dimensión y población como los EE. UU.. De todas maneras, a inicios del siglo XX EE. UU. tenía más del doble de la población de GB, y su territorio (como vimos) era más de 40 veces superior.

Hoy, no parece haber una profunda división en la burguesía concentrada China en relación al rumbo imperialista emprendido, como si la hubo en la clase dominante norteamericana, llegando al colmo de que el congreso de Norteamérica, le vetó al presidente Wilson su propia idea de integrar la Sociedad de las naciones, imponiéndose una línea aislacionista por algunos años luego de la Primera Guerra Mundial.

Contradicciones como las comentadas para el caso de China no son un impedimento absoluto. Estudiando los procesos históricos desde la óptica del desarrollo desigual y combinado, estas situaciones contradictorias son la regla.

También existen argumentos que matizan el avance de China en la actualidad en base al atraso de alguno de sus sectores, o a la falta de un libre albedrío “puro” de las leyes de oferta y demanda capitalistas (vigencia de la ley del valor), o el peso fuerte del capital extranjero en algunos resortes de la economía (el exportador, por ejemplo).

Digamos que si el accionar no tan libre de la ley del valor en la China actual podría ser un límite a la emergencia de un tipo de capitalismo “eficiente y puro”, el modelo de capitalismo de Estado de Alemania de fines de siglo XIX corría con la misma suerte. Y sin embargo aquello no fue un impedimento para que Alemania avance en su carrera imperialista.

Si existen en la actualidad límites para un diagnostico seguro y preciso de China como país imperialista es justamente porque muchos de estos elementos (de atraso) son ciertos. Se podría agregar la situación de relativo confort con respecto al orden, el raquitismo de su productividad horaria (como promedio de todo el país), su posición precaria en la expansión de su poder financiero, la unidad nacional incompleta, etc.

Estas contradicciones son reales. También Alemania y EE. UU. tuvieron las suyas hace más de un siglo en su escalada imperialista. No obstante, y a pesar de las contradicciones, el lugar que ocupa hoy el gigante asiático en el concierto de naciones es indiscutible, y el norte de la brújula China apuntando a consolidarse como país imperialista de primer orden, tampoco.

Hacia una situación caótica de carácter histórico

Si Alemania o Estados Unidos pudieron dejar atrás económicamente a Inglaterra fue en efecto, porque ambos países venían rezagados en la marcha del capitalismo. [...] El desarrollo de una nación históricamente atrasada hace que se confundan en ella, de una manera característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso, embrollado, mixto [6].

Es una realidad que EE. UU. viene actuando en función de lo que percibe como un desafío y esto es otra fuente de exacerbación de la rivalidad con China, así como de otros numerosos trastornos en las relaciones interestatales. Toda la presidencia de Trump fue una muestra de esto, así como lo viene siendo la de Biden.

Con lo dicho hasta acá, queremos evitar dos cosas. Así como sería incorrecto otorgarle un carácter de acabado a la proyección China en la carrera imperialista o a la decadencia histórica norteamericana, también sería un error descartar dichas posibilidades por encontrar varios indicadores que van en sentido contrario.

Después de todo, a los marxistas no es lo que más nos importa acertar si tal imperialismo superará a tal otro, sino comprender la conmoción que dicha posibilidad supone para las masas de todo el mundo, y ser conscientes que no hay solución progresiva para los destinos de la humanidad que venga de la disputa entre diversos imperialismos.

La discusión por las causas (y costos) de la pandemia, las escaladas producto de la guerra en Ucrania, los actuales sucesos de Taiwán, etc., son solo algunos de los hechos que preanuncian similitudes con la última transición hegemónica, signada por la tenencia hacia un caos sistémico.

Esta comparación puede servirnos para hurgar en la dialéctica y complejidad de situaciones de transición, y para afianzar una idea que al calor de los acontecimientos puede resultar difícil de percibir: Es probable que estemos ante momentos históricos, donde la puja de intereses “iguales” pero de sentido contrario podrían estar anticipando el desmembramiento de un equilibrio cuyas implicancias serán difíciles de prever.

 
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