Liz Truss no lleva todavía un mes como primera ministra del Reino Unido. Pero ya provocó una crisis que puso en jaque la economía británica y fue una advertencia para la endeble economía mundial.
La sucesión de eventos fue vertiginosa. El 6 de septiembre Liz Truss asumió como primera ministra luego de la intempestiva caída de Boris Johnson. Nota de color: su nombramiento fue quizás el último acto político-público de la Reina Isabel II que falleció dos días después.
Descontando los 10 días interminables del funeral real, en los que se construyó el espejismo de una unidad nacional reaccionaria detrás de la corona, en solo 20 días el actual gobierno conservador causó un terremoto económico, político y social que todavía no ha desplegado completamente su capacidad de daño. Todo un récord.
Truss llegó al gobierno predicando el credo monetarista neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, según el cual la clave para el crecimiento económico es bajar los impuestos a los ricos, desregular la economía y liquidar los sindicatos y las conquistas laborales, lo que alentaría la inversión capitalista. Desempolvó la “teoría del derrame” que hace tiempo huele a naftalina, pero que siguen repitiendo como receta mágica los fundamentalistas del libre mercado, como Truss en Gran Bretaña o Milei y Espert (y la derecha tradicional) en la Argentina, nostálgica de los años de Menem-Cavallo.
El 26 de septiembre, Kwasi Kwarteng, el ministro de economía (chancellor of the Exchequer) del gobierno británico, anunció un “mini presupuesto” que establecía un recorte de impuesto sustancial al 1% más rico –corporaciones y millonarios-. Esta “redistribución regresiva” hacia los síuper ricos implicaba una importante desfinanciación de las arcas del estado, lo que contrasta con la política general de ajuste y austeridad, en el marco de una inflación que supera el 10% y que se viene comiendo los salarios y los beneficios sociales.
En un panorama de agitación social y descontento, la única medida de alivio para los sectores populares que ha tomado Truss fue un congelamiento no muy generoso de las tarifas de luz y gas por los próximos dos años, coincidiendo con el plazo máximo para la celebración de las elecciones generales.
Pero a pesar del pedigree ideológico neoliberal de Truss los “mercados” y hasta el FMI le bajaron el pulgar. No por altruistas sino por el frío cálculo que indicaba que el regalo de tan generoso estaba envenenado. En el marco de una situación de alta inflación y recesión (según el Banco de Inglaterra), agravada por las consecuencias de la guerra de Ucrania, el gobierno no tenía otro plan de financiamiento del recorte a los impuestos de los ricos que de incrementar de manera sideral la ya abultada deuda estatal.
La respuesta fue demoledora: la libra cayó a su valor mínimo histórico con respecto al dólar. Y los tenedores de bonos del gobierno se desprendieron masivamente de esos activos, llevando al límite de la quiebra a los fondos de pensión que invierten esos bonos. Además de disparar en un nivel superior el ciclo de caída de la libra, aumento de la presión inflacionaria por el encarecimiento de importaciones y, por lo tanto, aumento de las tasas de interés para tratar de mantener la inflación a raya.
A último momento una intervención masiva del Banco de Inglaterra rescató a los fondos de pensión y evitó la bancarrota, que como toda crisis en un centro neurálgico del capitalismo globalizado, puede ser nacional en la forma pero internacional en el contenido. En ese sentido hay quienes consideran que todavía no se ha disipado el peligro de un “momento Lehman Brothers”, es decir, una crisis financiera de magnitud similar a la de 2008.
En pocos días Truss habrá aprendido a fuego la lección de Margaret Thatcher, quien una vez dijo que “no se puede desafiar a los mercados”. El gobierno ya retiró el plan. Retrocedió del recorte de impuestos y probablemente responda a las exigencias de presentar un plan económico coherente. Pero el daño está hecho.
La crisis obviamente tiene una dimensión política. Truss perdió credibilidad en la clase dominante y está en la cuerda floja. Enfrenta una revuelta conservadora de los miembros parlamentarios que amenazan con someterla a un voto de confianza. La atmósfera de crisis se respira en la conferencia partidaria en Birmingham, donde ya se han anotado varios para reemplazar a Truss.
La actual primera ministra no era la favorita del partido tory institucional, pero fue electa por algo más de 140.000 afiliados-cotizantes del partido conservador, a los que cree haber interpretado con una postura “brexiter” dura. Sin embargo, su popularidad se hundió al ritmo de la libra. Y aunque las encuestas no sean lo que se dice una ciencia exacta (ver Brasil) el Partido Laborista, dirigido por Keir Starmer, un discípulo de Tony Blair, superaría a los conservadores por más de 30 puntos, una diferencia histórica.
La situación ha puesto de manifiesto la profundidad de las tendencias a la crisis orgánica abiertas en 2016 con el triunfo del Brexit. La clase dominante no ha superado su “crisis de representación”. El partido tory no encuentra aún un piso a su decadencia. Y la monarquía, la institución contrarrevolucionaria de reserva, ha perdido a su figura principal. Con Carlos III es mucho más débil. Su principal dique de contención es el Partido Laborista. En el marco de que se intensifca la conflictividad social: la campaña “Don’t Pay UK” (por el no pago de las facturas de energía), la oleada de huelgas (del transporte, del correo) y la crisis política anuncian un invierno del descontento. |