“Escupís un chicle y sale negro. Estás todo el día aspirando tierra. La ropa tenés que lavarla constantemente, por el veneno. Y cuando te vas a bañar te arde todo”. Cómo es el trabajo a destajo y golondrina de los cosechadores en Tucumán. Un adelanto de la investigación del equipo documental de La Izquierda Diario sobre el movimiento obrero rural en el norte argentino.
El limón tiene múltiples y extravagantes usos. “Oro silvestre”, lo llamó el poeta Pablo Neruda, y con razón.
Fue condimento exquisito en los banquetes de la corte del rey inglés Enrique VIII y adornó las fincas renacentistas de la italiana familia Médici. Es antioxidante, antiinflamatorio, y antiséptico. Con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, hoy se usan también sus derivados industriales. Está escondido en la receta secreta de Coca-Cola, en los más baratos detergentes y hasta Dolce&Gabbana tiene una eau de toilette con su aroma en su refinada Fruit Collection.
Se usa todo. Su pulpa, su jugo, su cáscara, sus semillas. Nada se desecha. Excepto a sus trabajadores.
–Nosotros somos sobrevivientes. Se llenan ellos nada más los bolsillos.
–¿Ellos quiénes?
–Los dueños.
Esos extraños billetes verdes
Argentina es el séptimo exportador mundial de fruta fresca, es decir, limones enteros cortados con tijera. Hasta mediados de septiembre de este año, 260.230 toneladas salieron de las fincas argentinas al mundo. Cada una se vendió a 816 dólares.
El país es, sin embargo, el primer exportador mundial de derivados industriales de este cítrico: aceites esenciales, cáscara deshidratada y jugos concentrados. Son la base de productos de las industrias alimenticia, farmacéutica, cosmética, de limpieza, y la lista sigue. Se calcula que hacen falta 4.000 limones para producir 1 litro de aceite esencial. Por eso, casi ¾ partes del limón cosechado se destina a este sector. En 2021 se produjeron 2 millones de toneladas. Para este año se proyecta que ese número ascenderá a 2,2 millones. Es un negocio floreciente.
Tucumán, la provincia del noroeste argentino apodada “El Jardín de la República”, genera, según datos del 2020, el 80 % de la producción nacional de limón. Hay cerca de 50.000 hectáreas destinadas al cultivo de esta fruta, lo que equivale a un poco más de dos veces el tamaño de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Las empresas Citrusvil, San Miguel y Argenti Lemon lideran el ranking. Y hay alrededor de 45.000 cosecheros registrados, pero se calcula que hay muchos más en la informalidad.
–Sabe qué pasa, sube todo, pero no sube el trabajo de nosotros.
–Sube el dólar también.
–La verdad le digo, yo no sé qué es el dólar. Conozco el peso y nada más.
Él no lo escuchará –no tendrá forma de escucharlo–, pero uno de sus patrones le dirá a este equipo desde en un sillón de cuero, en una especie de alegato: “Si usted tiene que hacer una tarea donde va a sufrir un esfuerzo, si yo le pago más, ¿lo deja de sufrir? ¿Se compensa con más dinero ese esfuerzo?”.
Es uno de los dueños del pujante negocio del limón que aparecen –trajeados, pulcros, incólumes– en la Revista Forbes. Pero quienes encabezan este ránking son los hermanos Lucci. Su familia es dueña de la primera exportadora de derivados industriales de este cítrico, y de otras empresas de venta y producción de caña de azúcar, legumbres, nueces, cereales, soja y ganado vacuno. Y del San Pablo Golf Club, un country en Yerba Buena, una de las zonas más pudientes en las afueras de San Miguel de Tucumán. Tienen un patrimonio de 680 millones de dólares –esos extraños billetes verdes que Federico nunca conoció.
Es que un cosechero del limón llega a cargar entre 2.000 y 2.500 kilos en un día. El trabajo se paga “por tanto”, o sea, por cantidad, que es lo mismo que decir que el tiempo no se mide por horas ni minutos, sino por kilos cosechados.
Por cada maleta de 20 kilos, recibirán 50 pesos. Para que cuente, cada maleta debe ser descargada en una caja de polipropileno con capacidad para 400 kilos, llamada bin. En una finca, los bines se ubican al final de cada fila de árboles, de 50 metros de largo cada una. Por eso, como Lucas, algunos prefieren cargar de a dos, y hasta tres, maletas por vez. Otros prefieren cargar de a una. Y correr.
–¿Y la espalda?
–Liquidada. Es el trabajo del pobre.
Es agosto y la temporada ya casi está terminando. En pocos días, comenzarán las podas y el “raleo”, como se le dice al mantenimiento de las plantas. Habrá que esperar hasta marzo, cuando los limoneros den fruta, para cosecharlas otra vez.
Durante ese tiempo, los empresarios dueños de las fincas no tendrán la obligación de pagar un sueldo a sus trabajadores: la ley de Contrato de Trabajo Agrario los ampara. Esta ley de alcance nacional, –la 26.727– reemplazaba la que regía desde la dictadura y fue sancionada por el kirchnerismo en el 2011. Pero entonces, se legalizaron el trabajo temporario y la precarización, al establecer las figuras “contrato de trabajo temporario” –que apaña la relación laboral por estación, con el pago de una indemnización– y “permanente de prestación discontinua”. Esta categoría establece que la relación laboral debe mantenerse terminada la temporada, contando como antigüedad solamente los días trabajados, y sin la responsabilidad de pagarles un salario entre cosechas.
En pocas palabras: los exprimen, los descartan, todo legal.
En esos meses, los jornaleros no dejarán de necesitar un ingreso. Algunos se irán para Río Negro, a la cosecha de la cereza, la pera o manzana. Otros buscarán changas, de albañilería, de pintura, de lo que sea. Algunos recibirán el Plan Interzafra, que se cobra tres meses y que este año está en 24.000 pesos. Otros no recibirán ni eso.
Pero hoy, en esta finca, a 21 kilómetros de San Miguel de Tucumán, los árboles, por alguna extraña excepción, todavía no fueron cosechados. Están repletos de limones. Y eso significa que se podrá hacer una buena “maletada”, es decir, una cantidad considerable de maletas llenas.
"Cuando está lindo intentás aprovechar", dice Pablo, y señala el árbol lleno de frutas. "La gente cuando está así se desespera –arranca limones con las dos manos– Ya se acaba –se arrodilla en la tierra, estira los brazos para recoger limones del piso, se levanta. "Ellos tendrían que pagarnos igual. Pero no", se descuelga la maleta, la descarga en el bin y lanza la única ley que vale para los patrones del limón:
–Maletada hecha, maletada pagada. Si no has hecho nada, eso vas a cobrar.
Por eso, cuenta, en noviembre se va al sur, a trabajar en la cosecha de la cereza. Vuelve en diciembre, y se va otra vez en enero. Hasta marzo. Y con la familia, dice, comunicados por teléfono. "Uno se va por ellos, porque acá en el verano no tenemos nada –desaparece tras un limonero, su voz viene desde donde se mueven las hojas– Y con el plan que te dan, ¿a quién le das de comer?".
–¿Tus hijos trabajan?
–No, son chicos. Y que estudien. Porque esto no es vida.
Esto no es vida
Son casi las 2 de la tarde pero ellos, que llegaron en 15 colectivos alrededor de las 9 de la mañana, no pararon a almorzar. Se come algo a esa hora, antes de arrancar, dicen, para tener el andar más ligero. Arroz, salchichón, sánguches. “Comida helada”, la llaman. Algunos no comieron nada. Otros fumaron un cigarrillo como quien se arma de paciencia. Pero todos sabían que les esperaba una jornada dura.
Carolina tiene 32 años y hace 10 que trabaja en la cosecha del limón. A diferencia de sus compañeros, cuenta, sí pudo terminar el secundario. Todos los domingos –el único día libre– aprovecha a jugar a la pelota con su equipo de mujeres. Si no tuviera que trabajar de esto –revela, mientras arranca la fruta– le gustaría dedicarse al fútbol profesionalmente. Llena la maleta, hace una pausa y se echa a correr, hasta el bin, para descargarla. Y uno adivina que quizás, en algunos de esos tantos piques hasta el final de la fila de árboles, imagine una jugada gloriosa de gol.
El murmullo es permanente. De las hojas en movimiento. De las ramas quebrándose. De pasos que corren. De bultos que caen. No hay descanso cuando se trabaja a destajo en una finca del limón. Tampoco salud que resista tanto embate.
Federico tiene una camisa de trabajo. Pero lleva en cada brazo un pedazo de tela atado al cuello con cordones. Son como mangas extra caseras para evitar rasparse con las espinas. Tiene una gorra roja y blanca, guantes, un jogging gris agujereado y unas botitas de cuerina de suela lisa. Pero todo –todo– está teñido de color marrón. No es solo por la tierra. Es por el cobre.
El sulfato de cobre es un fungicida, un químico que se aplica para mantener sanos a los árboles. Pero a los cosecheros les irrita los ojos, la piel y el tracto respiratorio. Si se ingiere, puede causar náuseas y vómitos, afectar a la sangre, los riñones y el hígado. Se cuidan más las plantas y las frutas, que la salud de los obreros.
"A veces escupís un chicle y sale negro. Cuando llego a casa tengo que tomar una cajita de leche. Estás todo el día aspirando tierra -cuenta- La ropa tenés que lavarla constantemente, por el veneno. Echan cobre, aceite, para que la fruta brille, para que no se infecte. Cuando te hincás con una espina, que está con ese veneno, te duele un montón, te agarra como fiebre a la noche. Y cuando te vas a bañar te duele todo".
Él es diabético, insulinodependiente. Todos los días debe inyectarse antes de ir a trabajar. No puede llevar la insulina a la finca porque tiene que guardarla en una heladera, y acá ni siquiera hay comedor. "Me enfermé en Río Negro. Casi me muero. Estuve 22 días internado en coma. Me salvé de...no sé cómo", dice, desde arriba de la escalera que apoyó sobre las ramas del limonero, para alcanzar la fruta más alta. "Tengo una pastilla acá por las dudas –señala un bolsillo– Antes era más gordito, ahora mire cómo bajé".
–Nosotros no tendríamos que andar así.
Fernanda es parte de su misma cuadrilla –como le dicen a cada grupo de cosecheros que llega en cada micro a la finca–. Tiene 50 años y trabaja desde los 9, cuando quedó huérfana. Es menuda, ágil, bajita. Pero está cargando en su espalda un bin vacío, de 1 metro por 1,20, que pesa 35 kilos. Los brazos en cruz, el paso lento. Apenas lo apoye al lado de una fila de limoneros, echará a correr. Llenará una maleta de 20 kilos de limones, hasta rebalsarla, en 1 minuto y medio. Volverá a correr para descargarla. “Todo acelerado, todo acelerado”, dirá, mientras arranque más fruta.
"Yo tengo problemas en los riñones. Se me está achicando el riñón. Y no he podido hacerme ver por trabajar, trabajar, trabajar", repite. En su casa, en Manantial, a 2 horas y media de allí, cuenta, es el único sostén de hogar. Su hija tiene dos nenes chiquitos, y solo cobra la Asignación Universal. "Yo, de mañana, no me puedo levantar, pero no me queda otra -cuenta- Tenés que estar siempre con Tafirol y así, para que el cuerpo siga adelante".
María está a unos metros de distancia, pero pertenece a otra cuadrilla. De su grupo, es la única mujer. "Tengo un problema de salud, en el corazón, en los huesos, un coágulo en la cabeza que no es operable", enumera, y cuenta: "Tomo 7 medicaciones para poder estar de pie. Llega la tarde y se siente el cansancio, los dolores. No queda otra. Vine a buscar el mango". Es de Salta, pero alquila una pieza en Tucumán mientras dura la temporada del limón. Después, vuelve a cosechar tabaco que, dice, es peor.
Las cosas que uno se pierde
Se llama “trabajador golondrina” a quien, terminada una cosecha, debe viajar por el país en busca de otro cultivo donde trabajar. Se asocia este tipo de trabajo con el ave que migra en busca de alimento finalizada una estación. Como si las despedidas, las ausencias y las mejillas húmedas fueran una cuestión de la naturaleza, y no de lo que poco se cuestiona y se habla: la producción fría y meticulosamente organizada, donde las ganancias de los dueños de la tierra valen todo y las familias rotas no valen nada.
"Tengo dos hijas allá –cuenta María– Lo primero que voy a hacer cuando las vea es abrazarlas, decirles que todo lo que hago es por ellas". "Que el esfuerzo es por ellas –dice, cabizbaja y de rodillas, mientras junta limones del piso. Un compañero suyo advierte la escena e intenta reanimarla: "Contale de dónde sos". "Soy de Rosario de la Lerma", anuncia, y suelta, orgullosa: "Donde reina el carnaval". Se levanta, ahora sonriente, y se calza dos maletas llenas, una en cada hombro. Se aleja rápido. Y uno piensa que, durante esos segundos, se sintió más cerca de quienes la esperan lejos, en su tierra natal.
Federico no escuchó lo que dijo ella, pero le toca vivir algo parecido. Tiene una hija de 11, un hijo de 10: "Tengo que trabajar para que ellos no anden como yo, ¿ves? Que tengan un futuro. Que no anden sucios así –repite–, como ando yo. Sería lindo despertar decir: ’Bueno, hija, cumplís los años, vamos a un parque’. No lo puedo hacer, tengo que venir, poner el lomo acá. No podemos salir ni a tomar un café con la señora, con los chicos, nada".
Pero no solo le gustaría estar en los buenos momentos: "A veces tengo que viajar y cuando vengo me entero de cosas que no me quiere decir mi señora para no preocuparme allá en el trabajo".
–¿Cómo cuáles?
–Mi hijo se quebró el brazo. No estuve. Después, una vez, lo mordió un perro. Tampoco estuve. Son cosas que uno se pierde, la niñez de ellos.
Héctor tiene 47 años, y trabaja hace 4 temporadas en el limón, en Tucumán. Como muchos, todos los noviembres también viaja a Río Negro. Pero cuando su papá falleció, estaba en la cosecha del arándano, en Entre Ríos.
“Uno tiene que venirse a los santos pedos para poder estar”, explica. Cuando viaja al sur del país, es peor: “Te pasa algo grave y pensás: ’Uh, tengo dos días de micro’. O el avión tenés que tomártelo en Neuquén. Y la empresa a veces no se hace cargo de los pasajes porque dicen que es caro. Pasó con un compañero que estuvo en la cosecha de la cereza en el sur y le falleció el hijo. Tenía que salir inmediatamente y la empresa no le daba solución. Entre los compañeros tuvimos que hacer un bolsillo. Le compramos el pasaje y se vino”.
Abrazarlos, verlos crecer, velarlos. Todo lo humano que les es privado a los obreros de la tierra.
Le damos de comer al mundo
El trabajo en el campo trae acarreadas muchas incertidumbres para los cosecheros. Uno podría imaginar solo algunas pocas de las preguntas sin respuesta segura. ¿Cuánta plata se podrá hacer en el mes? ¿Habrá trabajo en el sur cuando termine la temporada? ¿Cómo pagar la educación de los hijos? ¿Cuándo terminar los estudios propios? ¿Cómo costear un tratamiento para la salud? Pero, para Federico hay, al menos, una certeza:
–Lo que ellos ganan, lo ganan gracias a todos los que trabajamos.
"Usted ha visto –reflexiona, cómplice– si nosotros no cosecháramos, se echaría todo a perder. Los patrones explotan al obrero”. "Si toda esta gente se para –agrega Héctor, desafiante– no hay exportación, no hay salida de fruta".
Y un día, con esa idea como norte, empezaron a decir “basta”.
En 2021, los cosecheros del citrus y trabajadores rurales de varias localidades de Tucumán, cortaron durante 19 días rutas y puentes en toda la provincia. Lo hicieron después de que su sindicato, la Unión Argentina de Trabajadores y Estibadores (UATRE) arreglara una paritaria miserable a sus espaldas con los empresarios del citrus.
"Ven un poco de plata y nos dejan a la deriva a nosotros, eso es lo que pasa –señala Federico, en referencia a sus representantes gremiales– Todos los años cambian camionetas, autos, dicen que pelean para la gente. No pelean nada".
Por eso, colgaron sus maletas, se bajaron de los micros que los llevaban a las fincas e impulsaron los piquetes en Concepción, Alberdi, La Ramada, Taruca Pampa, Macomita, El Cajón y El Chañar, entre otros puntos. Exigieron un aumento salarial, un jornal garantizado para terminar con el trabajo a destajo, obra social todo el año y elementos de protección para trabajar.
El gobierno también mostró para qué lado juega. El entonces gobernador y actual Jefe de Gabinete Juan Manzur les mandó la represión que se llevó detenidos a cinco cosecheros. Incluso un delegado de la misma UATRE había pedido el desalojo de los cortes.
–El sindicato tendría que tirar para nosotros.
A pesar de todo aquello, un sector de cosecheros, junto a trabajadores de la industria del sector, pusieron en pie un organismo –Coordinación de Autoconvocados del Limón– para debatir y organizar las medidas a tomar. Sacaron la conclusión de que unidos son más fuertes.
A principios de este año, las rutas de Tucumán volvieron a ser cortadas y los cosecheros lograron superar el techo que había querido arreglar el sindicato, que, justamente por esa fuerza organizada, se vio obligado a convocar a un paro activo provincial. Aunque el gobierno dictó la conciliación obligatoria y quedaron varias demandas sin cumplir, ese round a favor significó un importante punto de apoyo.
Pero sobre todo, dejó planteada una posibilidad: que los paros y piquetes realizados desde abajo por los obreros del citrus sean cada vez menos una eventualidad y más el resultado de una organización consciente de su propia fuerza.
Es que a ese oro silvestre, que será riqueza de manos ajenas; a ese Tucumán, que es primer exportador de derivados industriales del limón; a ese “orgullo nacional”, que es el Jardín de la República, lo cultivan –a costa de todo, a cambio de poco–, los cosecheros. Y ellos lo saben:
–Nosotros somos los que le damos de comer al país, al mundo.
Esa certeza tiene raíces robustas. Se sembró con fuerza. Se abona con cada abrazo partido. Se siente en los pulmones que respiran tierra.
Y promete florecer.
Esta crónica fue realizada en el marco de una investigación audiovisual exclusiva de La Izquierda Diario sobre el trabajo en el movimiento obrero rural en Jujuy y Tucumán, que podrá verse en los próximos meses en nuestro portal. Los nombres de los trabajadores son falsos para proteger su fuente laboral.