Despedida de Kiss en Buenos Aires, ante una multitud y con la "Torre Espacial" de Lugano de fondo. Foto: cuenta oficial de Twitter de Kiss.
La factoría de Gene Simmons y Paul Stanley ofreció su acto final en Buenos Aires, capital de un país donde cosechó multitudinario reconocimiento, y cuya obra trascenderá a la memorable noche en el Parque de la Ciudad, de frente a la Torre Espacial.
Kiss es como un cuento viejo que siempre está bueno volver a escuchar. Un cuento que conocemos de principio a fin, pero igual celebramos cada vez que se repite. Todos sabemos que, en algún momento, Gene Simmons brotará sangre por su boca o escupirá fuego desde una espada. También que Paul Stanley sobrevolará en tirolesa para hacer “Love Gun” desde el medio del campo. O que un remolino de fuegos artificiales girará debajo de la batería de Eric Singer.
Así funciona la cosa desde hace décadas en una de las últimas grandes leyendas activas del rock internacional. Una auténtica factoría que llevó el negocio a lugares inesperados (desde películas hasta cruceros con la banda). Y que ahora, a cincuenta años de su primer show, decide bajar la persiana de acero con una despedida mundial.
La gira llegó a Argentina a través del Masters of Rock, festival que el viernes pasado colocó en Villa Soldati a otros bronces del rock pesado. Como Deep Purple y Scorpions. Pero también Helloween, quien sacó pecho pasadas las cuatro de la tarde para anteceder a todos ellos con la novedad de la vuelta del cantante Michael Kiske y del guitarrista Kai Hansen a la formación titular.
Purple es, básicamente, la franquicia de Ian Gillan, Ian Paice y Roger Glover. Apoyados la voz y la base rítmica, claro, por un repertorio que les pertenece. Así, a lo largo de más de una hora se despachan con “Highway star”, “Lazy”, “Perfect strangers” o “Smoke on the water” (rebautizada por un canal argentino como “Smoke under water”). El cierre fue con “Black Night”, mientras el sol se escondía en el sur de la ciudad de Buenos Aires.
Deep Purple demostrando que el temblor y la edad no limitan el rock + Adiós Nonino pic.twitter.com/uzPMQHIu7U
El brete de la gira despedida que sale bien y obliga a repetirse lo están padeciendo no pocas bandas emblemáticas del hard rock y el heavy metal. Judas Priest, por ejemplo (vino en diciembre al Movistar Arena). Y Scorpions, que ya vino antes a Argentina para decir adiós. Como sea, es un problema de ellos: siempre viene bien escuchar “The Zoo”, “Bad boys running wild”, “Blackout”, “Big city nights”, más aún con la incorporación de Mikkey Dee, exbaterista de Motörhead. Y las baladas “Winds of change” y “Still loving you”. O el infaltable instrumental “Coast to coast”, donde el cantante Klaus Meine se cuelga una guitarra para sumarse al eje de Rudolf Schenker y Matthias Jabs. La despedida de esta despedida fue como en la anterior, a la carga de “Rock you like a Hurricane”.
Más allá de la poderosa grilla (que arrancó con Horcas como representante argento), estaba claro que el grueso del público había ido a ver a Kiss. Multitudes de remeras y caras pintadas daban cuento de eso con notable evidencia. Los festivales siempre ofrecen una dinámica propia, según las bandas y sus audiencias, y puede ser común que el artista final no ostente la mayor cantidad de espectadores del evento. Sin embargo, no fue este el caso: muchos de los que concurrieron temprano al predio de Soldati se quedaron hasta lo último, mientras que otra ola de gente apareció cuando se aproximaba el concierto final.
Pasadas las 22, el viento comenzó a arremolinarse en ese claro urbano del confín porteño. Entonces, por los parlantes, comenzó a sonar “Rock and roll”, de Led Zeppelin. Y todos gritaron de euforia: sabían lo que seguiría. Una voz en off que anuncia en inglés: “Muy bien, Buenos Aires. Ustedes quieren lo mejor mejor, ustedes tendrán lo mejor. La banda más caliente del mundo: Kiss”.
Un inconfundible beat de bajo y guitarra abre el telón y entonces los cuatro descienden de plataformas flotantes. Una lluvia de rayos y centellas de artificio ilumina un clásico de un clásico: el comienzo del set con “Detroit rock city”. Le siguen “Shout it out loud” y “Deuce”, otros dos repasos de los 70, la década fundacional. Y luego “War machine”, infaltable rescate de Creatures of the night.
Es increíble que después de tantas visitas a Argentina (y al mundo hispanoparlante en general), Paul Stanley no sepa decir otra cosa que “comprendo tus sentimientos y mi corazón es suyo”, recitando la misma frase que dijo un domingo de 1994 después de un playback en el programa Ritmo de la noche. Es increíble, decimos, porque Stanley es muy fanático de tango, solo por citar un ejemplo de que, efectivamente, conoce y maneja muchas otras palabras, frases y enunciados en español. Pareciera más bien que encontró en esta muletilla una suerte de gag que causa su efecto: cada vez que dice eso (o frases en un simpático spanglish) obtiene risas y aplausos de aprobación por el intento.
Pero cuando los caminos parecen conducirnos a Spinal Tap, Stanley sacude las riendas y vuelve a mostrar que el rock es cosa serie con “Lick it up” o “Black diamond”, mientras Eric Singer hace de Peter Criss en una voz que vuelve drama a la aparente comedia.
Desde la oscuridad, Gene Simmons fiscaliza todo eso con el rictus incorrupto de su máscara. En ese concierto de maquillajes, cueros, brillantinas, rompeportones, luces espaciales y clásicos inoxidables, el bajista encarna el nervio secreto del poder. Si Stanley es el maestro de ceremonias, Simmons es la ceremonia misma. La procesión va por dentro, porque así lo amerita ese juego de roles en el que asume protagonismo como genio maldito. El “God of thunder” que él mismo narra cuando la canta. Como todos los tiranos, el bajista ostenta la soberbia de quién se sabe reverenciado por el miedo o el encanto, si es que acaso no estamos hablando de lo mismo.
Pero en Kiss nada es tan malo, tan serio, ni tan cierto. Ni siquiera cuando los cuatro sese-setentones, vestidos de calza negra en medio de una lluvia de papel picado, proclaman “rock and roll toda la noche y fiesta todo el día”, muletilla de batalla de “Rock and roll all nite”, tradicional cierre de todos sus shows. Luego, una última descarga pirotécnica, el fuego final. Humo y silencio. No había caído la medianoche en Villa Soldati y Kiss ya dejaba para siempre la estela de su leyenda en un país que lo quiere como otros y como pocos.