Los casos son incalculables. Las noticias dicen “se suicidó en el calabozo”. Las familias denuncian asesinato. Aplicación sistemática de un perfeccionado “manual de procedimientos”. Policías y penitenciarios impunes. El Estado es responsable. Nueva entrega de Antipoliciales, crimen y violencia con una mirada de otra clase.
Hola, ¿cómo va? Espero que bien. Lo que hoy te voy a contar, probablemente, en parte ya lo sabés. Si no en su totalidad, al menos algo de esto escuchaste. A esta altura del partido, nadie se extraña si desde la sección Policiales de las empresas periodísticas se informa que, según las fuentes oficiales, alguien “se suicidó” dentro de alguna comisaría o cárcel (de cualquier parte del país) mientras su familia denuncia que se trató de un asesinato a manos de policías o agentes penitenciarios.
Te propongo un relato breve, inventado mientras se me vienen muchos casos a la cabeza. Más abajo hablamos de los hechos reales, pero como versa el sabio dicho popular, si “la realidad supera a la ficción”, va un poco de ficción como anticipo.
Perejiles
Un mediodía de marzo Equis caminaba por su barrio (volvía de trabajar, iba a estudiar o estaba de compras, lo mismo da). Al doblar en una esquina cualquiera, quizás revisando el celular mientras caminaba a paso lento, se le apareció un patrullero de la nada. “Alto ahí, Policía, contra la pared”, le gritaban un par de uniformes que se le acercaban con sus Bersa 9 mm en mano.
Confusión. “¿Qué onda? ¿Por qué me paran así?”, fueron las palabras que atinó a pronunciar. Un par de vecinos de la cuadra se pararon a mirar la escena, manteniendo distancia. Conocían a Equis “de toda la vida”, pero tal vez el cagazo (ése que se mama cada mañana en la radio, cada tarde en la tele y cada noche en las redes) pudo más que la memoria colectiva.
Los polis, viendo la presencia de involuntarios testigos, gritaban “no te resistas, nos vas a acompañar, te tenemos que hacer algunas preguntas sobre el caso de El Sapito”. Cacheo, secuestro de celular y billetera, esposas, viaje gratis por el barrio, seccional. Oficina sin ventanas. “Te venimos siguiendo hace rato, sabemos que estuviste en el asesinato del dueño del supermercado El Sapito. Ya le avisamos a la familia, en un rato vienen a una ronda de reconocimiento”, le dijo, sobrador, el comisario.
Equis nunca supo si la familia del comerciante realmente reconoció su rostro. Quedó en incomunicación “hasta recibir instrucciones” de Fiscalía. “Lo que se dice, perejil”, razonó desde la celda contigua Loli, que ya llevaba tres meses ahí por “narco” (aunque sólo le encontraron un frasco de cogollos entre las ropas). Equis sabía el significado de “perejil”. Se largó a llorar sin darse cuenta. El mundo se le caía encima.
Desesperación. ¿Cómo avisarles a Lucía, a mamá, a Jorge? Era todo un sinsentido, una mierda. Había leído casi todo sobre el crimen de El Sapito y hasta hacía pocas horas creía, como decían el fiscal y la Policía, que los asesinos estaban cercados. Es una locura, pensó. Llorando, empezó a gritar como cuando tenía cuatro años. Vinieron las amenazas (“¡tranquilizate porque te mandamos al buzón!”). Siguió la entrada en patota a la celda tonfas en mano (“¡si no te tranquilizás te tranquilizamos!”. Del otro lado de la pared Loli quería evitar lo peor (“¡Por favor, no le peguen más!”). La llave “mata león” aplicada por el oficial Bermúdez fue letal. Quien terminó llorando fue Loli.
Pasada la medianoche, Lucía recibió un llamado. Del otro lado una mujer le informaba que Equis se había ahorcado en la celda de la seccional con un cable que arrancó de las paredes. Le dijo que no hiciera nada hasta que la llamaran de la Fiscalía. Preguntó si podía ir a ver el cuerpo. “No, ya está en la morgue”. El periplo judicial no sirvió para saber qué pasó. Menos para juzgar a los culpables. Y Equis fue “noticia” un par de días, con la etiqueta de delincuente colgada de su foto. Tras el crimen del supermercado, la banda (liderada en las sombras por el comisario de la seccional) postergó sus salidas hasta que el caso pasó al olvido.
Fin del relato.
“¿Qué matan cuando nos matan con precintos que atan? Qué fake esta mentira y este show que nos montan (...) Que nadie salga, que nadie grite, que nadie venda para vivir vida. Que no mire el hambre que se reparte ahora, más tarde y todos los días. Del otro lado de las orillas la tele cuenta cómo es la movida (...) Más GPS, más miedo y control patrulla tu vida para tu confort”. (A.C.A.B., Sara Hebe y Sasha Sathya, 2019)
Sabemos que este Estado capitalista está corrompido hasta el tuétano. ¿Pero alcanza con hablar de “corrupción” cuando hay crímenes que escapan al encorsetamiento causal según el cuál todo se reduciría a la acción individual de uno o más agentes del Estado contra una o más personas privadas de su libertad? ¿Qué lectura debemos hacer de las condiciones creadas, y sostenidas en el tiempo, para que esos agentes del Estado nunca sean castigados y la historia oficial engorde las estadísticas criminológicas con “perejiles” como Equis? ¿No hay responsables concretos, de carne y hueso, que paguen las cuentas?
En un informe especial que publicamos recientemente con Valeria Jasper en La Izquierda Diario (titulado “Causas armadas en Argentina: una industria nacional que no para de crecer”) damos cuenta del engranaje, cada vez más aceitado en todo el país, entre uniformados que ejecutan, jueces y fiscales que “empapelan”, funcionarios políticos que encubren y voceros mediáticos que reproducen mentiras y arengan por “seguridad”. Una política sin grietas, más allá de quién gobierne, que le deja dividendos a más de uno.
Entre las derivaciones trágicas de las causas armadas están, precisamente, los falsos suicidios en celdas y calabozos. Un camuflaje de la muerte para encubrir a sus ejecutores. Un método de eliminación física que puede servir, según el caso, para acallar testigos, vengarse de enemigos o disfrazar torturas “pasadas de rosca”. Puede parecer exagerado decir que hay una política de Estado que habilita los montajes de escenas con manipulación de cadáveres, autopsias a la carta y falsificación de pericias, ocultamiento de pruebas a las familias de los muertos y demás operaciones en constante perfeccionamiento. Pero no lo es. Eso es así y todos los días hay nuevos casos.
Obviamente no contamos con estadísticas. Pero son las propias familias, acompañadas de abogades con compromiso por la verdad, organizaciones de derechos humanos independientes del Estado y la izquierda quienes arriban a estas conclusiones a partir de investigaciones propias, de encontrarse con otras familia y de corroborar en expedientes judiciales la sistematicidad, tanto del ocultamiento y la destrucción de pruebas reales como del invento y plantado de “pruebas” falsas.
La impunidad de policías y otros miembros del Estado por sus crímenes sobre la población trabajadora y pobre tiene dos efectos directos: los responsables salvan sus pellejos (a lo sumo se “sacrificará” a los más indefendibles) y las atrocidades pueden seguir produciéndose sin culpa. Así, el “manual de procedimientos” (en sus capítulos policial, judicial, penitenciario o político) se sofistica. La trama llega al extremo de tener funcionarios del área de Derechos Humanos que, siendo hijos de desaparecidos, se la pasan mirando al costado (cuando no son cómplices directos).
Desde hace algunos años (con especial impulso durante y después de la pandemia) se desató una política de reempoderamiento de las fuerzas represivas y de encubrimiento de sus atrocidades. Los casos de muerte en custodia empezaron a maquillarse mucho más prolijamente, logrando “convencer” a fiscales y jueces de las versiones dadas por los mismos implicados. De ahí a la impunidad hay un paso.
El procedimiento consta de varios momentos y protagonistas. Cada vez es más común escuchar a familias que afirman haber sido engañadas por las propias fuerzas policiales al momento de ser anoticiadas de la muerte de sus seres queridos. Lo que se busca es evitar que los deudos tomen contacto con el cuerpo. Para acelerar la cosa, los comisarios llegan a ofrecer hacerse cargo de los entierros. Entretanto, peritos de la misma fuerza o de un centro judicial ya apalabrado realizan las autopsias que concluirán que “no hubo participación de terceros”. Y se montan escenas del crimen como muestras teatrales, cómodas en su diseño para articular un relato justificador que reproducirán funcionarios verborrágicos y periodistas serviles. Todas esas cosas aparecen en los casos nombrados más arriba. Y son apenas los pocos casos que lograron darse a conocer.
En gran parte de ese proceso es fundamental el aporte de los cuerpos de peritos de los poderes judiciales y los ministerios públicos fiscales. Según surge de la consulta de Antipoliciales a especialistas y expedientes, muchas oficinas periciales ya se especializan en disimular científicamente las muertes de personas bajo custodia estatal. Por ejemplo, si se trata de alguien con consumo problemático que murió siendo trasladado a comisarías (molido a golpes que, llamativamente, se diagnostican como “autoinflingidos”) se hablará del síndrome de delirio agitado. Si la muerte se produce dentro de la dependencia policial o penitenciaria, el suicidio exprés es tendencia. El relato policial se convierte en evidencia científica que, en manos de jueces y fiscales canallas, derivan en sentencias que chorrean cinismo. Un patético modus operandi de alto costo.
El Estado es responsable
Si alguna duda cabe de lo naturalizado del asunto (y por lo tanto de la necesidad de luchar a brazo partido contra este sistema), ahí está lo que escribió en enero el juez que tiene la causa por el crimen de Alejandro Martínez en la comisaría de San Clemente (te lo contamos acá). Diego Olivera Zapiola, titular del Juzgado de Garantías 4 de Mar del Tuyú, debía decidir si le daba validez a un informe de la Policía Federal (pedido por las defensas en pos de liberar a los policías bonaerenses) en el que se afirmaba que Martínez murió sin que nadie le hiciera daño. Tan trucho fue ese informe que el magistrado no quiso quedar pegado y, en la búsqueda de separarse de la trama de impunidad, debió reconocer lo que sistemáticamente es negado.
Dice Olivera Zapiola: “Las muertes en comisarías, como en todos los lugares de encierro, tienen la particularidad de que la escena del hecho se encuentra absolutamente dominada por la fuerza que custodia el lugar. Si el fallecimiento está relacionado con la actividad de la fuerza que custodia, es muy sencillo para sus miembros manipular elementos de prueba y ocultar evidencia en los primeros minutos de ocurrido el hecho, si desean esconder su responsabilidad, así como también coordinar un relato armónico de lo sucedido (...) Son graves violaciones a los derechos humanos por las que el Estado tiene un deber agravado de investigar, dilucidar lo que sucedió e identificar a los responsables”. A confesión de juez, relevo de pruebas.
Postdata 1- Se acaba de conocer otro fallo de impunidad. La Cámara de Casación bonaerense redujo la condena que en octubre de 2022 había recibido el policía Pablo Moresco. Por atropellar y matar a los jóvenes Ezequiel Corbalán y Ulises Rial en plena cuarentena represiva de 2020, el oficial fue sentenciado a 17 años de prisión. Ahora puede quedar libre si la condena finalmente se convierte en “excarcelable”. Federico Berg te lo cuenta acá.
Postdata 2- Este domingo se cumplieron tres años de la desaparición forzada de Facundo Astudillo Castro (también durante el violento ASPO decretado por el Frente de Todos). Gracias a la lucha de su madre Cristina, ahora la plaza de Pedro Luro se llama “Facundo Castro”. Mientras sigue la lucha contra la impunidad, en el pueblo el Kufa está más que presente.
Postdata 3- A fines de abril el juez federal de Rawson Gustavo Lleral (garante de la impunidad en el caso de Santiago Maldonado) procesó a 23 vecinas y vecinos de Chubut porque en 2021 habían cortado la Ruta 3 a la altura de Trelew en defensa del agua, el territorio y la iniciativa popular. ¡Luchar por el agua no es delito! ¡Desprocesamiento ya!
Hasta dentro de quince días. Cuidate de la gorra. Y avisá si te enterás de algún nuevo capítulo del rati horror show. No seas botone.
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