Con la coordinación de Hernán Ouviña (también autor de varios textos que integran el volumen), publicado por las editoriales argetinas Muchos Mundos y El Zócalo (Bs. As.) y la chilena Quimantú (Santiago de Chile) este libro recoge múltiples abordajes sobre la obra de Gramsci.
En épocas en las que arrecian las “epistemologías” de parte, autodenominadas“ del sur”, “otras”, etc., se agradece que la determinación latinoamericana se presente en este libro de modo más concreto. Solamente con mínimas concesiones a las jergas identitarias en algunos artículos, la pertenencia latinoamericana aparece como algo concreto, sea por la referencia a problemas históricos y políticos del subcontinente, por el diálogo con las lecturas de Gramsci practicadas en América Latina, o por el simple hecho de que quienes contribuyen en el libro desarrollan su actividad en suelo latinoamericano. De allí que la vocación del volumen no sea la de difundir especialmente tal o cual particularismo, sino ofrecer un amplio espectro de debates sobre temas vinculados al pensamiento de Gramsci tanto como a la realidad latinoamericana, pero muchos de los cuales también podrían pensarse en relación con otros lugares del mundo.
Luego de la presentación de rigor, los textos que componen el libro son: “Gramsci y el ‘bienio rojo’: consejos de fábrica, política prefigurativa y cultura proletaria en tiempos del optimismo de la voluntad”, por Hernán Ouviña, “Entre el revisionismo, el colaboracionismo y la revolución: tensiones, conflictos y confrontaciones de la Segunda Internacional a la Internacional Comunista”, por Javier A. Rodríguez, “Gramsci y el fascismo”, por Dario Clemente, “Estrategia revolucionaria y traducción del marxismo en el Gramsci dirigente político (1921-1926)”, por Hernán Ouviña, “Filosofía popular, sentido común y hegemonía en Gramsci”, por Laura Palma y Lucio Oliver, “El principio educativo de Gramsci en la creación de una nueva civilización”, por Giovanni Semeraro, “Maquiavelo, Marx y la ciencia (de la) política. Apuntes en torno a la hegemonía y el poder como relación de fuerzas”, por Francisco L’Huillier y Hernán Ouviña, “Gramsci, el Estado ‘integral’ y las bases materiales del consenso”, por Mabel Thwaites Rey, “Autonomía y sujeto político en el pensamiento carcelario de Antonio Gramsci”, por Massimo Modonesi, “Una aproximación a los conceptos de crisis y revolución pasiva en los Cuadernos de la cárcel”, por Agustín Artese, “Estar al margen: hacia una historia integral de los grupos subalternos. Contribuciones metodológicas del Q 25”, por Josefina Torres, “La cuestión literaria en Gramsci: viejas y ‘nuevas’ interpretaciones”, por Daniela Mussi y “La reflexión sobre el lenguaje en Gramsci”, por Diego Bentivegna y Daniela Lauría.
Dada la multiplicidad de textos y la diversidad de autores y el carácter de compilación que caracteriza el libro, se pueden verificar ciertas repeticiones inevitables entre los textos (por ejemplo al momento de presentar a Gramsci como personaje histórico u otras), al mismo tiempo que una disparidad de registros y niveles de profundidad entre los artículos, pero al mismo tiempo el volumen tiene el mérito de que presenta distintos abordajes sobre varios temas, lo cual permite seguir desarrollando las discusiones en base a esta pluralidad de posiciones. En este artículo intentaremos realizar un punteo de algunas de las principales cuestiones que a nuestro entender deja planteadas este libro.
Gramsci: heterodoxia y ortodoxia
En buena parte de los artículos, pero especialmente en el de Hernán Ouviña que abre el libro y el dedicado a la actividad de Gramsci como dirigente de partido, se defiende el marxismo de Gramsci por oposición al “marxismo ortodoxo”. Este marxismo ortodoxo nunca aparece definido con exactitud, a veces puede ser el Lenin de ¿Qué hacer?, otras el maximalismo de Amadeo Bordiga. Esta circunstancia genera una simplificación de los debates. El “marxismo ortodoxo” sería sectario, cultor de la espera pasiva hasta la “toma del poder”, opuesto a la autoactividad de las masas, defensor de una lectura “instrumentalista” del Estado como aparato externo a la estructura de clases, etc. Gramsci, por supuesto, sería heterodoxo, impulsor de la actividad desde abajo, defensor de prácticas prefigurativas que hagan deseable el socialismo y contrario a una mirada instrumentalista del Estado. Este tipo de lecturas tienen el defecto de que proyectan sobre Gramsci discusiones con las que su pensamiento podría tener cierta solidaridad, pero no de manera tan lineal. Entonces la forma de sostener esta imagen requiere del anacronismo o la parcialidad. Por ejemplo, cuando se señala que la concepción de partido de Gramsci a mediados de los años ‘20 (por oposición a la sectaria y autorreferencial de Bordiga) es de tipo “prefigurativo”, pero se olvida la adhesión del comunista sardo a la “bolchevización” zinovievista, que incluía la prohibición de fracciones y la reivindicación del partido “monolítico”. Me animaría a decir que Gramsci tenía una mirada menos simplista de la cuestión y en su propia concepción había una superposición de ortodoxia (que identificaba con la idea de que la filosofía de la praxis se bastaba a sí misma y por ende era independiente de cualquier variante de la ideología burguesa) y heterodoxia (identificada con la traducibilidad de los lenguajes y por ende con la posibilidad de diálogos críticos con otras corrientes que las versiones más elementales del marxismo desaprobaban).
Variaciones sobre el Estado integral y la hegemonía burguesa
Una cuestión muy interesante que queda planteada en este libro es la del Estado integral según Gramsci, que es un tema de discusión en los estudios gramscianos más en general. Dicho muy esquemáticamente, hay dos posibles versiones del Estado integral: una que hace más hincapié en la cuestión del consenso como base de la dominación estatal, que se construye desde la sociedad civil. Esta lectura está ligada a su vez a una definición más general del Estado burgués como integral desde sus inicios y supone una hegemonía más estable. La otra hace más hincapié en la cuestión de la política totalitaria como respuesta a la crisis del régimen parlamentario y por ende presenta la hegemonía burguesa como una hegemonía en crisis que busca su recomposición.
En ambos casos, se trata del rol del Estado en una sociedad de masas, pero la diferencia reside en la relación entre Estado y crisis y, por ende, en el grado de estabilidad de la hegemonía y en las proporciones definidas que se le asignan a la ideología y a la relación de fuerzas. Este tema, que analizamos en su momento respecto del libro de Yohann Douet o el de Francesca Antonini, tiene gran importancia, no tanto por la cuestión filológica –aunque también por ella– sino sobre todo por los problemas de estrategia que se derivan de una u otra lectura. Si lo característico del Estado integral es el consenso, habrá que darle más importancia a la lucha ideológica (en un sentido amplio que va desde la lucha de ideas hasta las luchas políticas centradas en demandas democrático-radicales que demuestren las limitaciones de la democracia burguesa actual así como que el Estado burgués es delincuente de sus propias leyes). Si lo característico es la política totalitaria, cobra mayor centralidad la política tendiente a desarrollar un movimiento obrero y popular independiente del Estado, con un eje en la lucha al interior de sindicatos y organizaciones de masas. En realidad, la diferencia es de énfasis, o puede ser tratada en tales términos, porque ambas cuestiones pueden ser complementarias: incluso en el consenso hay coerción (esto lo señala Twaites Rey) y viceversa. A esto podríamos agregar que las condiciones específicas del poder estatal, la estructura de clases y la relación de nuestro subcontinente con el imperialismo imprimen una tendencia general a una inestabilidad política más o menos permanente, que pone en tensión los modelos clásicos y alimenta las diversas reflexiones de los estudios gramscianos latinoamericanos sobre la “hegemonía imposible”.
Al mismo tiempo, queda planteada la pregunta por la actualidad de estos problemas. El Estado burgués actual parecería ser mucho menos “integral” que las formas cesaristas, bonapartistas y totalitarias del período de entreguerras, pero también que los Estados “de bienestar” de la segunda posguerra, porque –a pesar de la persistencia de la estatización sindical– la ofensiva neoliberal implicó una política tendiente a la fragmentación del movimiento obrero a través del ataque de sus conquistas históricas e incluso, mediante el llamado “neoliberalismo progresista”, la promoción de políticas identitarias integradas al capitalismo, promoviendo el reconocimiento formal de ciertos derechos, al mismos tiempo que se socavan las condiciones materiales que permitirían garantizarlos.
En este marco, parece muy pertinente el señalamiento que hace en su texto Twaites Rey sobre el consumo como instrumento de hegemonía del capitalismo actual. Cabe sobre este tema también la pregunta de si alrededor del consumo no hay más ideología que hegemonía, en el sentido de que la práctica del consumo es un elemento de legitimación del capitalismo actual, pero en los sectores más pauperizados de la población opera más como una promesa que como una práctica efectiva y permanente, pero esta circunstancia se superpone con un nivel de desprestigio del capitalismo, especialmente en su variante neoliberal, que nos permite dudar de una adhesión activa y pensar más en los términos de una aceptación del hecho consumado.
Esta discusión puede enmarcarse en un espectro más amplio de explicaciones actuales sobre la cuestión del poder burgués. Algunas hacen hincapié en diversas formas de lo que se podría llamar “biopolítica”, más allá de si se usa el término o no: personas cuya vida es moldeada por el sistema a través del uso de pantallas y dispositivos de todo tipo o de la utilización del discurso inmunitario (especialmente durante el auge de la pandemia) o del consumo como práctica que delinea un tipo de subjetividad no antagónica con el sistema. Otras toman como central la comunicación de masas (vinculada a su vez con el las redes y el uso de dispositivos a los que hacíamos referencia) como forma de crear sentidos comunes. Otras trabajan en la óptica de la dicotomización del espacio político, mediante populismos de derecha y de “izquierda”. Las lecturas marxistas más clásicas buscan establecer vinculaciones entre el estado de la economía, el sistema mundial de Estados y la lucha de clases. Las lecturas específicamente gramscianas trabajan la temática del Estado integral, más o menos en estas dos variantes que antes señalaba. Es posible que todas las explicaciones hagan su parte para lograr una explicación de conjunto. Es innegable el rol ideológico de las redes, los medios de comunicación y la cotidianidad que nos propone la anexión más o menos permanente de algún tipo de dispositivo electrónico, como tampoco se puede negar que en el contexto de la crisis de la democracia liberal, funcionan hasta cierto punto (especialmente en lo electoral) los populismos “laclausianos”. Tampoco se podría decir que los aparatos sindicales y de las conducciones de movimientos variopintos ligados al Estado no juegan un rol en el sostenimiento de la gobernabilidad, por más débil que sea (veamos, si no, el rol de la Intersindical tirando baldes de agua fría constantes en la lucha contra la reforma de las jubilaciones en Francia o el de los sindicatos y MMSS ligados al gobierno del Frente de Todos en Argentina), ni el rol del consumo o de la promesa del consumo para lograr, si no una adhesión entusiasta, al menos una aceptación de la sociedad actual. Entonces podríamos pensar básicamente que hoy más que una hegemonía en el sentido clásico del término estamos frente a una combinación de biopolítica, Estado integral disminuido e ideología del consumo, en un contexto de crisis de la hegemonía histórica de Estados Unidos a nivel mundial, que a su vez conlleva formas más débiles de hegemonía en las distinas áreas nacionales. Este libro aporta diversos elementos para pensar este problema.
Autonomía y hegemonía
Modonesi presenta un estudio del tema de la autonomía en los Cuadernos, buscando precisar el lugar teórico que la autonomía ocupa en la problemática de la hegemonía. Este tema aparece también desde otras ópticas en el primer artículo de Hernán Ouviña y en el de Josefina Torres sobre la historia de las clases subalternas. Modonesi señala que la autonomía aparece mencionada bajo seis modalidades en los Cuadernos: como autonomía del marxismo respecto de la ideología burguesa, como autonomía de la política respecto de la economía, como negación de la autonomía de la intelectualidad respecto de las clases sociales, como autonomía del alumno en el proceso educativo, como autonomía del Estado respecto de determinaciones diversas y como autonomía del sujeto socio-político, que Modonesi considera la más importante. En este contexto, rescata la cuestión de la autonomía como intersección entre subalternidad y hegemonía. Este problema es importante porque hace al tipo de hegemonía que se piensa. Si la hegemonía es un discurso político de tipo “generalista” puesto en práctica por un partido o determinados líderes, la autonomía no es tan importante como componente o como condición necesaria de la hegemonía, ya que el problema se resuelve, por así decirlo, desde arriba o desde afuera, es decir la superación de las luchas o demandas puntuales reside especialmente en una instancia separada de manera más o menos rígida respecto de las experiencias de las bases y/o ubicada en una relación jerárquica respecto de estas. Entonces, si desde el punto de vista filológico es cierto que en los Cuadernos de la cárcel son mínimas las referencias a la democracia fabril (aunque existen) [1], no menos cierto es que desde el punto de vista conceptual así como desde el político-estratégico, se puede pensar una hegemonía sin autonomía, pero se trataría de un modelo de hegemonía burguesa o de discursivismo laclausiano y no de la clase trabajadora unida a los demás sectores oprimidos y subalternos, cuya propia auto-organización es indispensable para cualquier tentativa hegemónica. Y este planteo se puede identificar claramente en los propios pasajes de los Cuadernos en los que Gramsci habla el tema. Dicho sea de paso, esta problemática puede pensarse también vinculando las elaboraciones de Gramsci con las de Trotsky –especialmente en sus escritos de la Revolución rusa de 1905–, para quien la hegemonía sería un resultado de la dinámica ascendente de la lucha de las masas, así como con la mirada del operaismo italiano de los años ‘60 y su formidable lema de “partido de clase, sindicato popular”.
Si bien los contextos son muy distintos entre sí –Trotsky pensaba la hegemonía del proletariado urbano en un país campesino y el operaismo tomaba nota de los cambios estructurales y de la recomposición objetiva y subjetiva de la clase obrera en la Italia de la segunda posguerra, sociedad mucho más industrializada y urbanizada, que el PCI desconocía en función de una narrativa de “partido popular”– y también son distintos de nuestro contexto actual –en el que la urbanización va acompañada de una creciente heterogeneidad de la clase trabajadora producto de la ofensiva patronal sobre sus conquistas históricas–, vincular estas reflexiones con las de Gramsci permite reforzar la importancia de la autoorganización y la actividad desde abajo, así como de la independencia política e ideológica como condiciones necesarias de una política hegemónica. En este marco, el rol de un partido político revolucionario se construye en interacción permanente con las iniciativas de autoorganización, de las que el mismo partido debe ser impulsor, estableciendo una dinámica productiva entre lucha social y política.
A modo de conclusión: en busca de la “antítesis vigorosa”
Aunque quizás no todas las contribuciones del libro coincidan exactamente en este aspecto, creo que uno de sus méritos principales es el de volver a poner en discusión la cuestión de la hegemonía como algo que va más allá de una articulación política o discursiva generalista y desde arriba. La importancia del “espíritu de escisión”, la autonomía y la independencia de la clase trabajadora y los movimientos populares respecto de las visiones nacionalistas y estatalistas como condición previa para el desarrollo de una política hegemónica desde los sectores subalternos es una idea central para pensar el próximo período de la lucha de clases.
En un contexto en el que aún no terminamos de hacer el balance de las revueltas recientes, la guerra y la crisis ya están abriendo el camino a nuevos procesos de lucha de clases, como el que acabamos de ver en Francia, con el resurgir de un movimiento obrero simultáneamente “tradicional” (organizado y sindicalizado) y “nuevo” (multiétnico, con desiguales condiciones de trabajo, con alta composición femenina, vinculado a la población de las grandes barriadas populares, etc.), que vuelven a plantear la cuestión de la posible forma actual de la hegemonía. En ese camino, la “antítesis vigorosa” que Gramsci buscaba construir frente a la política de recomposición del poder en crisis sigue siendo una tarea pendiente, en otras condiciones y con nuevos problemas sobre los cuales reflexionar a la hora de delinear un estrategia.