La historia busca que el espectador sienta empatía por la clase media en ascenso y muestra a la clase popular como incapaz de salir de su barbarie, mientras destaca que la actual administración no es diferente a las pasadas del PRI o el PAN.
Ni “El acorazado Potemkin”, película de 1925, del afamado Sergei Eisenstein, ni “La Patagonia rebelde", del argentino Héctor Olivera, que se estrenó en 1974, fueron dirigidas por cineastas de extracción proletaria. Sin embargo, eso no impidió que expresaran las luchas de las clases trabajadoras y sus intereses más sentidos. Al hacer este señalamiento, el lector ya supondrá a dónde se dirige nuestra crítica a la más reciente película de Luis Estrada “¡Que viva México!” (2023) para ello, alertamos un par de spoilers.
El extenso largometraje (3 horas), que postergó su estrenó previsto para 2022, por fin llegó a los cines este 23 de marzo, donde fue visto por 418 mil espectadores y recaudó 28 millones de pesos en su fin de semana de estreno, y a Netflix recién el 11 de mayo.
El protagonista, Pancho Reyes (Alfonso Herrera), proviene de una familia de mineros en quiebra, a los cuales dejó de ver durante veinte años debido a que se mudó a la Ciudad de México, abandonando su pueblo natal, La Prosperidad. En la capital ha logrado una vida próspera, pertenece a una clase media alta en ascenso.
El drama de la familia Reyes deviene en uno social, pues el gobierno lopezobradorista, que es referido directamente en el filme, sigue haciendo acuerdos leoninos a favor de las agresivas mineras extranjeras. La crítica de Luis Estrada, por supuesto, no fue del agrado del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien catalogó la el filme de clasista y racista.
El que una película exprese los rasgos de clases, no implica que sea clasista, más cuando se retrata un contexto social. O ¿habría que omitir que la deshumanización también recae en los oprimidos y explotados y no sólo en la élite empresarial o del narcotráfico? En este caso, “¡Qué viva México!” recrea, como es usual en las tragicomedias del director, un aspecto del contexto social mexicano, acusarla de clasista por intentar hacer ese retrato es mera politiquería.
La crítica que presentamos pretende ser más profunda. La primera gira en torno a la pregunta ¿por quién se empatiza uno al ver la película? Evidentemente con la clase media, no con la familia Reyes que vive en extrema pobreza, mucho menos con el empresariado nacional y extranjero, pero tampoco con el gobierno cuatroteísta. Es notorio el contraste de Luis Estrada con sus filmes anteriores, “La ley de Herodes” (1999), “Un mundo maravilloso” (2006) o “El Infierno” (2010), en donde el centro de la empatía recae en lo popular.
La segunda consiste en la alternativa social, inexistente en el drama de los Reyes. Si bien es cierto que la miseria expuesta en la película es así en varios pueblos, orillándolos a vivir en la barbarie, no menos cierto es que de esa miseria han nacido los movimientos de izquierda anticapitalista en México, la guerrilla mexicana, de la segunda mitad del siglo pasado, es una prueba de ello, aunque no la única. Quizá por eso la historia carecía de un vacío que había que llenar y al director le pareció que ese papel lo podía cubrir la clase media ilustrada.
Luis Estrada, es hijo del también director José “El Perro” Estrada, del cual heredó la visión popular, pero en “¡Que viva México!” perdió la aguda crítica al gobierno en turno y el centro en lo popular. La película técnicamente es inferior y se pierde en explicaciones gratuitas, el director decae en este sentido al resto de su filmografía que le ha dado algunos reconocimientos como el Ariel.