El pasado sábado 20 de mayo se presentó en Barcelona en La Literal, la feria del libro que se celebra cada año en la ciudad, el último libro de Matías Maiello, De la movilización a la revolución. A través de una entrevista conducida por Verónica Landa a Santiago Lupe, director de Izquierda Diario/Esquerra Diari, se abordaron varios de los debates del libro sobre la perspectiva socialista en el siglo XXI y su utilidad para pensar y comprender los últimos ciclos de la lucha de clases. En particular se repasaron los procesos vividos desde 2011 en el Estado Español y Catalunya, los desvíos que los desactivaron y cómo poder preparase para romper esta dinámica de nuevos desvíos en el futuro. La Literal es el evento editorial de literatura política de izquierda más importante del Estado español. Este año reunió más de 100 editoriales y 6.000 títulos. El acto fue organizado por Ediciones IPS Estado español y Esquerra Diari. Invitamos a nuestros lectores a ver la presentación en este video, o leer la transcripción a continuación.
Verónica Landa: De la movilización a la revolución. Debates sobre la perspectiva socialista en el siglo XXI es un libro de teoría política que aborda diferentes debates sobre la perspectiva socialista en el siglo XXI. ¿Cuál es para ti la actualidad de abordar hoy la discusión sobre las vías para la victoria de las próximas revoluciones?
Santiago Lupe: El libro, en uno de sus últimos capítulos, hace una referencia a la etapa abierta tras la crisis de 2008 que me parece muy sugerente. La define como la caída del muro de Wall Street o el fin del fin de la historia, en referencia a la tesis del guru de la intelectualidad neoliberal en los 90, Francis Fukuyama, que le daba al capitalismo y la democracia liberal un carácter de eternidad –como la máxima de “Roma es Eterna” del imperio– que ha saltado por los aires.
Si echamos la vista atrás, y es de alguna manera el punto de partida del libro en mi opinión, en estos intensos 15 años todo este triunfalismo neoliberal se ha visto arrollado por la Gran Recesión de 2008, la generalización de crisis de régimen en los países centrales y periféricos, el retorno de las tendencias proteccionistas, la agudización de la crisis climática, con episodios catastróficos como la pandemia... y en el último año, tras el inicio de la guerra de Ucrania, un conflicto en Europa, una escalada militarista sin precedentes desde la IIGM y tendencias crecientes a que el orden mundial se dirima en conflictos armados entre potencias.
Pero no solo hemos visto los rasgos catastróficos de la etapa –las crisis y las guerras– también hemos sido testigos de al menos dos grandes ciclos de lucha de clases sin precedentes desde los 70, aunque todavía sin llegar al grado de extensión y radicalización de entonces. Esto es uno de los aspectos más interesantes del libro, un punto de partida que lo convierte, en mi opinión, en una lectura clave para todo aquel que quiera pensar seriamente los problemas de estrategia hoy en día.
En 2011 vimos las primaveras árabes, las más de 30 huelgas generales en Grecia o aquí la irrupción del 15M y el movimiento de los indignados. Un ciclo que sucumbió con una combinación de salidas reaccionarias –como el golpe en Egipto, la intervención de la OTAN en Libia o la guerra civil siria– y desvíos, como la Transición tunecina y, de forma muy clara, en Grecia con Syriza o en el Estado español con la emergencia de Podemos y los Comunes hasta su llegada a la Moncloa en 2019 con el PSOE.
El proceso catalán fue parte de esos ciclos. De hecho, nació como parte del primero, un subproducto de la crisis de régimen inaugurada por el 15M. Por su carácter destituyente del orden del 78, al cuestionar la forma de Estado y la unidad de España, esquivó el desvío de Podemos, pero no el del procesismo, las viejas élites convergentes devenidas en republicanas. Aun así, se mantuvo dinámico hasta el referéndum de 2017, e incluso con coletazos muy importantes en 2019, con las jornadas de combates callejeros protagonizadas por la juventud contra la sentencia.
Justo en 2019 se inició un segundo ciclo que todavía pervive, aunque tuvo un relativo paréntesis con los meses de duro confinamiento. De este podemos recoger la rebelión de los chalecos amarillos en Francia, la chilena de 2019, procesos de revueltas en Colombia, Ecuador, Myanmar, más recientemente en Sri Lanka. Esta última es la primera de una serie de nuevos procesos hijos de las consecuencias económicas de la guerra en Ucrania, como las oleadas de huelgas que estamos viendo en Reino Unido, las mayores desde los 70, o el gran proceso que se está desarrollando en Francia contra la reforma de las jubilaciones de Macron.
Hago todo este recorrido detallado para tomar en cuenta la magnitud de esta vuelta de la lucha de clases. Sin embargo, se podría objetar ¿Qué resultado han tenido todos estos procesos? ¿Han puesto freno a la degradación de las condiciones de vida? ¿Al giro cada vez más autoritario de los regímenes? ¿A las tendencias a la guerra? La respuesta es no. Ahora bien, creo que el autor, y en eso se diferencia de otros muchos analistas de lo que ha pasado en los últimos años, no se conforma con describir la realidad. Justamente por eso se propone un análisis y una reflexión sobre por qué no y qué se necesitaría para que estas movilizaciones o revueltas devengan en revoluciones y, sobre todo, estas revoluciones puedan ganar.
Para alguien de aquí, me parece una lectura clave para entender por qué pasamos del 15M y el procés al gobierno “progresista” y la restauración autonómica”, y cómo prepararnos para no pase lo mismo en los próximos envates.
Uno de los puntos que trata es la distinción que puede haber entre una revuelta y una revolución, e indaga en la dinámica que puede establecerse entre ambos conceptos o momentos. ¿Qué te parece esta diferenciación y qué utilidad crees que puede tener?
Se ofrece una definición de ambos conceptos, aunque con la salvedad de que las fronteras entre ambos no son de granito, no hay un muro entre revuelta y revolución. Una revuelta puede transformarse en una revolución o no. Y al mismo tiempo, no todas las revoluciones tienen porqué comenzar con una revuelta.
Pero es una distinción que puede ser muy útil justamente para orientar una política que busque que las fuerzas sociales puestas en marcha en estos procesos avancen lo máximo posible en dirección a una idea que recorre todo el libro: la resolución íntegra de sus demandas y abrir la “ventana de oportunidad”, como dirían los neorreformistas, no a reformas del régimen, sino a revoluciones.
Esquemáticamente, se plantea que en la revuelta no se produce un cambio de poder, en el sentido histórico, de una clase a otra clase. El objetivo o el resultado posible por las fuerzas puestas en marcha, es, por lo tanto, la presión sobre el poder, sobre el Estado existente, para la obtención de un cambio parcial. Sería un proceso de presión dentro del régimen.
En una revolución se pone en juego mucho más, está en discusión el poder, el Estado existente, la posibilidad de que el poder pase a la clase trabajadora, junto a otros sectores populares y oprimidos, y, por lo tanto, la posibilidad de construir un orden social y político superador del capitalismo, que para Maiello y para nosotros es el socialismo. Fíjate que uso la palabra posibilidad, porque hay también que distinguir lo que sería una situación revolucionaria, donde esta posibilidad está planteada, de lo que sería una revolución triunfante o un resultado revolucionario, donde, efectivamente, se produce con éxito este cambio de poder.
Que un proceso sea o devenga en una revuelta o una revolución, en una situación revolucionaria de resultado abierto ¿De qué depende? No es solo de la voluntad de sus protagonistas. Cuando las masas irrumpen en escena no lo hacen con un plan preconcebido: para presionar por una reforma o un cambio parcial, o para establecer una república de trabajadores.
Hay elementos, podríamos decir objetivos, el calado y la profundidad de las contradicciones sociales, políticas, que desatan ese proceso. Maiello retoma la definición de Lenin de que las revoluciones se producen cuando se somete a las masas a un nivel de padecimiento fuera de lo normal, por ejemplo una guerra, cracks económicos... como vimos en 1917 o en los años 30. Estas condiciones son las que el capitalismo está avanzando enteros en reproducir en los últimos 15 años, aunque aún no hayamos llegado a los niveles de comienzos del siglo XX de una forma, podríamos decir, generalizada.
Pero también hay elementos subjetivos, que van desde las tradiciones de combate, las experiencias previas de la clase trabajadora, su despliegue o no de sus propios métodos de lucha, de autoorganización, su alianza y relaciones con otros sectores populares... y algo fundamental, el rol de sus organizaciones. La política de estas, tanto si se orientan a contener su energía y canalizarlas a una reintegración en el régimen y limitar su poder de fuego, como si, fuerzas políticas con un programa y una estrategia opuesta, revolucionaria, son capaces de influir y dirigir a las amplias mayorías obreras y populares en acción. Esto último, como y con qué programa se puede avanzar hacia ahí, es creo lo más valioso de este trabajo.
Según esto que cuentas y volviendo a los ciclos de lucha de clases de los últimos 15 años. ¿Qué serían estos procesos entonces?
Creo que, sobre el mapa de la lucha de clases, aunque no haya sido homogéneo, el libro plantea unas características que, más allá de las diferencias, aplican como rasgos compartidos entre los diferentes procesos.
Si tomamos los países centrales, la profundidad y radicalidad de los procesos ha sido todavía relativa. Esto creo que tiene que ver con lo que decía antes de hasta qué punto se sometió a las masas a padecimientos insoportables. Un escenario como el de los años 30 se evitó, o más bien se pateó para adelante. Tendencias como el estancamiento secular que reconocen la mayoría de los economistas burgueses o las tendencias a la guerra demuestran que esto cada vez es más insostenible. Este patear hacia adelante tiene además sus desigualdades, está el concepto de los perdedores absolutos o relativos de la globalización, que da cuenta de que, incluso en los centros imperialistas, hay amplios sectores de la clase trabajadora y los sectores populares que han visto como sus condiciones de vida se hundían en un mar de miseria, precariedad, desahucios…
En otras latitudes, como los países árabes, los procesos fueron mucho más radicalizados y violentos, no había muchos perdedores relativos digamos. O en otras palabras, en 2011 no había colchón alguno después de décadas de expolio imperialista neoliberal. Por eso fueron procesos mucho más agudos y también la respuesta que primó fue la del aplastamiento sangriento por medio de golpes, intervenciones militares o guerras reaccionarias.
En el terreno de las tradiciones y experiencias de lucha veníamos de la larga noche del neoliberalismo, con una gran fragmentación y desorganización de la clase obrera, las burocracias sindicales jugando el rol de aplicadores de los ajustes durante los 90 y 2000, la izquierda reformista convertida al social-liberalismo, como el PSOE, o IU, como su socio menor... fortalecieron así lo que Gramsci llamaba, y retoma Maiello en el libro, el “Estado ampliado”, por medio de en un ejercicio de “transformismo” de las grandes direcciones del movimiento obrero y otros movimientos sociales.
También considero que es importante ver cómo llegó a 2008 una gran parte de la extrema izquierda. Se había abandonado por completo una visión de clase, el trabajo en la clase trabajadora, la pelea por organizar fracciones de la misma bajo una perspectiva anticapitalista o socialista… Aquí en el Estado Español, y en general en Europa, si echamos la vista atrás, habían abrazado las teorías de los movimientos sociales, por la ampliación de derechos dentro del régimen, la apuesta de partidos junto a reformistas con una estrategia electoralista, la construcción de espacios autónomos en los márgenes más o menos permitidos por este o la política performativa.
En este marco vemos que lo que ha primado hasta ahora han sido procesos en los que el sujeto en movimiento se identifica como ciudadanía o pueblo. La clase trabajadora participa, pero lo hace diluida como un ciudadano más. Y esto no es un problema de esencialismo ortodoxo, es que de esa manera no puede poner en juego su poder de fuego, la paralización de los resortes del poder económico y de reproducción capitalista que están en sus manos y hace mover todos los días durante, al menos 8 horas. Pueden manifestarse, estar horas en ocupando las plazas e incluso participando de combates callejeros contra la policía, pero a las 6 de la mañana el despertador vuelve a sonar y los centros de trabajo, permanecían mayoritariamente al margen del conflicto.
Esto alimenta una separación, que está bien cosechada por la burocracia sindical, y también por la burocracia de los movimientos sociales. Esta se basa en que la clase obrera se limita a la lucha económica cuando sale a movilizarse, a hacer huelga… pero no interviene como tal en los movimientos democráticos o de carácter político. El corporativismo de la burocracia sindical se basa en eso, lo hemos visto en Catalunya, donde las direcciones de CCOO y UGT, por ejemplo, hicieron enormes esfuerzos por separar las luchas contra cierres, despidos o los recortes del 2011 con el 15M, o, mucho más con toda la lucha por la autodeterminación. Una política corporativa que es funcional y complementaria con la de las burocracias movimientistas, que alientan la separación y atomización de las luchas por derechos políticos, civiles o contra la opresión, y son contrarias a que esta se ligue a la cuestión de clase, y más aún a métodos de lucha junto a la clase trabajadora.
Esta separación, que es muy interesante como los populistas consideran dada e inmutable. Justamente Maiello discute en contra, es contingente, se puede y debe pelear por romperla… Reflexiona sobre como esta separación ha dado un poder de fuego limitado a estos movimientos, que se reflejaba en los principales métodos de lucha, sobre todo la ocupación de las plazas o el espacio público. Y estos medios llevan a que, a pesar de que en las aspiraciones de muchos estaba “tirar abajo el régimen”, “cambiarlo todo” o la idea de “revolución”, estas terminaban en una adaptación a unos medios que no podían pasar de ser una presión, incluso una enorme presión, al Estado o el gobierno de turno, pero que no llegaban a ponerlo en jaque o, menos aún, disputarle el poder.
La no participación de la clase trabajadora con sus propios métodos de una manera central hace mucho más fácil que estos procesos puedan ser reconducidos a distintos desvíos de reintegración en el régimen: la domesticación de la protesta por parte de la democracia asexuada, sin definición de clase, que Chantal Mouffe defiende y con la que Maiello discute.
¿Quiere decir que la clase obrera estuvo totalmente ausente en todos estos años? Tampoco. De forma desigual ha tenido participación, por momentos muy destacada o con un rol definitorio. Lo vimos con las huelgas de los mineros de la UGTT en Túnez, las fábricas textiles en Egipto, las huelgas en Grecia, la huelga de noviembre de 2019 en Chile, o aquí con las huelgas generales y la huelga minera en 2012, o la gran huelga del 3 de octubre de 2017 en Catalunya. Que estos hechos encendieran todas las alarmas y todos los esfuerzos de la burocracia sindical fueran para evitarlos o quitarles su filo –como cuando aquí el Govern quiso transformar la huelga del 3 de octubre en un paro patronal– demuestran que ese es el fantasma que los capitalistas no quiere que vuelva a recorrer ni Europa ni el mundo.
Procesos más recientes, posteriores a la publicación del libro, como el que se vive en Reino Unido o, sobre todo, el de Francia, son en mi opinión muy auspiciosos. Si los siguientes envites tienen una participación activa y central de la clase trabajadora como estamos viendo –aunque las burocracias sindicales vayan a jugársela a desempeñar su rol de domesticación– se presentan escenarios mucho más potentes para que se puedan abrir situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias.
El libro también recorre toda una serie de experiencias y debates en la revolución rusa y la III Internacional, así como contrapuntos con algunos de los pensadores de cabecera de los dirigentes de algunos de los desvíos más recientes, como la mencionada Chantall Mouffe o Laclau, leída y seguida por Iglesias o Errejón, o una suerte de volver a la “socialdemocracia” de los orígenes que representan autores como Bhaskar Sunkara o Eric Blanc. ¿Qué te parece esta ligazón de debates, podríamos decir clásicos, con estos contemporáneos tan leídos por una gran parte de la izquierda en los últimos años?
Esta parte es realmente muy sugerente e interesante. Los pensadores contemporáneos que has mencionado creo que parten de un balance de las grandes experiencias del siglo XX que está muy mediatizado no solo por los enormes cambios producidos en 100 años, sino por toda una ofensiva neoliberal que ha moldeado una izquierda del siglo XXI que, de hecho, ha renunciado a la perspectiva de luchar por el socialismo. Son, podríamos decir, hijos de la etapa más antirrevolucionaria, sobre todo en el terreno de las ideas, de los últimos 100 años.
En primer lugar, se recupera la idea de la necesidad de la entrada en escena de la clase obrera, la única con poder de fuego para derrotar el Estado y, muy ligado a esto, también para poner las bases para ese nuevo orden social. Contra todo fetichismo de la tecnología dominadora o liberadora per sé del ser humano, es interesante que se recuerde que las enormes fuerzas creadoras logradas bajo el capitalismo las hacen mover cientos de millones de asalariados. Que estas se dispongan a dar respuesta a las necesidades de las mayorías sociales, reconvertir la producción para frenar el desastre climático, liberarnos de horas de trabajo para poder gozar del tiempo libre… está en manos de la clase que diariamente las hace funcionar.
A la vez rechaza toda visión de obrerismo esencialista que, en reacción al avance del posmodernismo en buena parte de la izquierda mundial en las últimas décadas, es una corriente que está ganando peso, también en el Estado Español y Catalunya. Aquí, por ejemplo, buena parte de las rupturas con la unidad popular de la izquierda independentista catalana y vasca, corre el peligro de caer en este tipo de esencialismo en mi opinión. Confunden la lucha independiente de la clase obrera con la negación a establecer alianzas con los movimientos sociales, sectores populares o participar de fenómenos democráticos, como fue la lucha por el derecho de autodeterminación.
Hay una cosa que dice Maiello que me parece clave. La clase obrera es ya parte de esos movimientos. Es una clase feminizada, integrada por millones de migrantes en los países imperialistas, que sufre también la opresión nacional o de regímenes cada vez más bonapartistas… Pero, además, sin lograr establecer una alianza con esos sectores, sin construir y emerger como una clase hegemónica que se proponga dar respuesta íntegra a sus demandas, no podrá imponerse al Estado, menos aún a formaciones estatales como las del siglo XXI, con un enorme “Estado ampliado”, que se encarga además de alimentar enormes ilusiones y confianza en la democracia.
De hecho, no es de extrañar que muchos de los que niegan la necesidad de estas alianzas, cuando hablan de la fortaleza del “Estado ampliado”, su conclusión es que la época de las revoluciones, del “asalto”, de pasar de la guerra de posición a la de movimientos, ha quedado atrás, y lo que tocaría ahora es construir contrapoderes –se digan autónomos como en los 2000 o “socialistas” ahora– que progresivamente lograrían desplazar del poder de la burguesía. De ahí que lo que propongan sea luchar por “reformas no reformistas” o una suerte de gradualismo, que ante todo son salidas utópicas. Por ejemplo, la llamada Renta Básica Universal, si se reúne la fuerza para imponer una reforma fiscal que grave a los capitalistas el 90 %. ¿Por qué detenerse ahí y no avanzar sobre los medios de producción? O los llamados contrapoderes socialistas que controlen fragmentos de la producción o el consumo, que lleva a conformarse con la coexistencia en los márgenes que el sistema tolere…
Volviendo a la cuestión de la hegemonía, me parece muy bien como Maiello explica que sin que la clase obrera devenga en una clase hegemónica, no puede ganar. Y que la hegemonía no le viene dada por un elemento objetivo o de posición sin más. Esa es la condición de posibilidad para convertirse en hegemónica. Pero la hegemonía la tiene que construir rompiendo, en primer lugar con todo corporativismo, al que estas visiones esencialistas son tan funcionales.
Por ejemplo, yendo al caso de la cuestión catalana. Una política para que la clase trabajadora tomara en sus manos la lucha por el derecho a decidir con sus propios métodos y con determinación, demostrara que esta solo podría hacerse efectiva por medios revolucionarios, era fundamental para desnudar las ilusiones alentadas por la dirección burguesa –llámese negociación con el Estado central o ayuda de la “comunidad internacional”–.
Por otro lado, cuando un lector de aquí lea la discusión con Laclau y Mouffe, sobre todo el segundo capítulo, le van a venir a la cabeza muchos discursos y estampas tanto del Podemos de los orígenes como del mismo procés. Al contrario que los esencialistas, estos teóricos del populismo, consideran que no existe un sujeto como tal “clase obrera”, y que la fragmentación de las fuerzas populares deben encontrar una articulación para oponer un sujeto “pueblo” a su agonista “antipueblo”. Cuál es la clave para conseguir esa articulación: esencialmente discursiva. Establecer un significante que sea compartido por sectores heterogéneos y en el que se vean reflejadas diferentes demandas o aspiraciones.
Maiello pone el ejemplo del “Perón vuelve” del peronismo de los 70, que aglutinaba a todas las alas y a diferentes sectores sociales, desde obreros, clases medias hasta empresarios. ¿Sirvió para constituir ese bloque “pueblo”? Sí. Para llegar al gobierno, sí, Perón volvió. Pero una vez vuelto, las demandas sociales de cada uno de los sectores sociales que conformaban ese bloque ¿Se podían realizar? Este proyecto de conciliación de clases acabó volando por los aires. Es un bloque simbólico, con un liderazgo carismático, que sirve para llegar al gobierno, pero que no puede dar resolución íntegra de las demandas, porque son opuestas las de unos sectores y otros. Y esto es así, porque el bloque se articula no entre sectores sociales que tienen intereses distintos, sino antagónicos, y, por lo tanto, los que se terminan imponiendo son los del sector dominante, la burguesía. Eso lo hará entrar en crisis, se intentará primero domesticar a la clase obrera imponiéndole un pacto social, y cuando esta se rebela e inicia un ascenso huelguístico se pondrán en marcha la Triple A, antesala del golpe militar de 1976.
Es interesante como se relaciona esta hipótesis populista con experiencias de conciliación de clases como el frente popular. El Frente Popular aquí, por ejemplo, se soldó con el lema de “frenemos a las derechas”, este podría ser el significante cohesionador. Para los campesinos andaluces y extremeños esto significaba acceder por fin a la tierra, para los obreros de las grandes ciudades acabar con el desempleo y los salarios de miseria… pero para la burguesía republicana era defender el sistema liberal y al mismo tiempo evitar la revolución social de obreros y campesinos, es decir que efectivizaran la realización de sus demandas. Al final, después de las elecciones de febrero de 1936, ni tierra, ni salarios… Cuando la derecha fascista da el golpe, la clase obrera llevará adelante su revolución hasta que el bloque republicano-estalinista, el Frente Popular, la ahogue en sangre en Barcelona.
Si venimos al Estado Español y la Catalunya reciente, vemos una repetición en forma de farsa de la historia. Ante la crisis de régimen aparece un significante: contra la casta y el régimen del 78. ¿Qué quería decir para quienes de las plazas pasaron a emocionarse con Podemos? No pago de la deuda, acabar con la monarquía, abrir un proceso constituyente, nacionalización de la banca y los pisos de los especuladores… Desde luego mucho más que un gobierno de centroizquierda que mantiene el legado de reformas laborales del PP y el PSOE, asesina a migrantes en Melilla o es el abanderado imperialista de la OTAN en su flanco sur europeo.
Maiello dice que la propuesta populista es la receta permite llegar al gobierno sin atender la resolución íntegra de las demandas, y es muy interesante porque justamente este es el mantra repetido aquí por Pablo Iglesias. Primero para justificar la claudicación de Tsipras al convertirse en el aplicador del memorándum, y después para justificar que a pesar de ser gobierno no podían aplicar ni siquiera su ya descafeinado programa de reformas.
El procés tuvo también algo de laclausiano o populista, pero con un resultado abortado aún mucho antes. El significante vacío vino a ser la república catalana. Este no solo era depositario de una aspiración democrática, sino que también era vista la ruptura con el régimen del 78 como una oportunidad para la ampliación de derechos sociales y democráticos por amplios sectores del movimiento. Si hubiéramos llegado a la república, seguramente estas diferentes interpretaciones hubieran quedado expuestas críticamente, pero no llegamos. Y no llegamos porque ese bloque “pueblo”, que David Fernández decía había representado su abrazo con Mas el 9N, se articulaba en torno a un rol claro de dirección de los representantes históricos de la burguesía catalana y aplicadores de los peores ajustes y recortes. El aval que la izquierda independentista le dio a este “pueblo” no le sirvió para incorporar al movimiento a una porción mayoritaria de la clase trabajadora, por otro lado un sector en el que como parte de la izquierda posmoderna nunca ha tenido mucho interés. Cuando la represión del Estado espoleó que esto se revirtiera, con la huelga general del 3 de octubre que supone su entrada en escena, no pasó de un episodio de un día porque la política de mantener cohesionado el bloque implicaba rechazar toda veleidad que la incorporara con sus propios métodos de lucha, mucho menos sus posibles reivindicaciones. El resultado lo conocemos: sin control territorial, sin control de la economía, sin autodefensa… el Estado se impuso ante la claudicación de la dirección procesista. Como Companys en el 34, prefirieron entregarse que arriesgarse a poner en juego fuerzas sociales que podrían poner en riesgo su orden social.
Esta renuncia a los fines, a la realización íntegra de las demandas, tiene pues una relación con cómo se piensan los medios, ¿no?
La discusión con Laclau y Mouffe es muy interesante para reflexionar sobre eso justo, la relación entre fines y medios. Para el populismo este terreno de la estrategia no tiene interés, no se busca la realización íntegra de las demandas, sino su articulación simbólica para una disputa por el poder en los marcos de la democracia capitalista, que sirva para contener, gestionar y domesticar los interese opuestos. Para los esencialistas, al no buscar la articulación de fuerzas capaz de derrotar al Estado, les lleva por otra vía a un resultado también reformista: la clase obrera lucha solo por sus propias demandas, sindicales, económicas –el programa mínimo– y la lucha por el socialismo queda como un fin indeterminado, lejano o para charlas y estudio –el programa máximo de “socialismo para los días de fiesta”–.
El libro me parece una muy buena actualización para el siglo XXI de dos herramientas forjadas en la Revolución rusa y los primeros años de la III Internacional: la estrategia soviética, y el frente único obrero como una táctica fundamental, y el programa transicional.
Si el objetivo es la realización íntegra y efectiva de las demandas, para tal fin se necesitan otros medios, otra articulación opuesta de los volúmenes de fuerza para hacerlos posible, distintos a la discursiva del populismo o la esencialista obrera que termina en otra forma de reformismo. Esto no quiere decir, y Maiello así lo plantea, un desprecio a la importancia de la batalla por el discurso, por dotar de contenido las reivindicaciones y consignas del movimiento de masas. ¿República? ¿Por qué república peleamos? ¿Abajo el FMI? ¿Qué quiere decir? ¿No pago de la deuda y devaluación de la moneda? o ¿No pago de la deuda nacionalización de la banca y monopolio del comercio exterior?
Ahora bien, ese contenido ¿Cómo se puede conseguir? ¿Con qué fuerzas? Con la clase trabajadora y el resto de sectores populares y oprimidos, que pueden tener intereses y reivindicaciones diferentes, pero no opuestas a las de la clase trabajadora. Algunas son suyas directamente, como contra las opresiones, el racismo… Otras no, como la condonación de deudas a los pequeños productores, el desmantelamiento de los trust de intermediarios, crédito barato para los autónomos… pero su realización es a costa de la burguesía financiera o industrial, por ejemplo con la nacionalización de la banca y los monopolios bajo control obrero, no de la clase trabajadora. Esta es la diferencia de las alianzas para construir la hegemonía de la clase obrera y las políticas de alianza con la burguesía, con el ala más democrática, de entre las que se divide en todo momento de crisis.
¿Cómo articular estas fuerzas? Aquí está para mi uno de los debates clave de los que aborda el libro. Cuando se pelea porque la clase trabajadora entre en escena con sus métodos de lucha, hablamos de la huelga o los bloqueos, pero también de que ponga en marcha un proceso lo más amplio y rico posible de autoorganización. Maiello recoge en su libro muy diferentes experiencias históricas, la más conocida y avanzada es el del soviet, que sirve para unificar a la clase trabajadora más allá de categorías, tendencias o si está o no previamente organizada, en sus unidades de producción, sin un programa preestablecido, como escenario de disputa de las diferentes corrientes por la influencia y la dirección de las masas, y como un organismo que permite “rubricar” los “acuerdos” con otros sectores populares, construir la hegemonía.
Pero también recoge otras instancias o tácticas, incluidas muchas para tiempos de “paz” o no revolucionarios, que permiten generar una “gimnasia”, “educar” o recrear una cierta tradición, sin la cual sería mucho más difícil que estos organismos emergieran en un proceso revolucionario. Hablamos desde los acuerdos parciales de unidad de acción, los comités de acción –entendidos como instancias que pueden agrupar a los sectores de vanguardia en un proceso– o el frente único obrero.
Sin autoorganización, sin este tipo de organismos, la posibilidad de combatir una de las más importancias discordancias de tiempos de todo proceso revolucionario se hace mucho más difícil. Cuando las masas salen a luchar lo hacen con las viejas direcciones de tiempos de paz. Los cambios en la conciencia que se producen en meses, semanas o días pueden ser enormes. Pero sin organismos de tipo soviético, estos no se reflejan en una nueva dirección. Este tipo de organismos son fundamentales para que las masas puedan tomar las riendas, y si lo consideran, deponer a las viejas direcciones conciliadoras que son los agentes de los procesos de desvío que venimos hablando. El mismo ejemplo de los soviets es muy claro, de mayoría menchevique en junio del 17 y de mayoría bolchevique y socialista revolucionarios de izquierda en octubre.
¿Puede haber revoluciones sin soviets o consejos de este tipo? Sí, las ha habido. La mayoría han sido aplastadas. Algunas han triunfado por condiciones excepcionales en las que no nos podemos detener. Pero la pelea porque estos organismos se construyan, aún a posteriori, ilustran que no solo son muy importantes para ganar, sino para que las bases del nuevo orden social se fundamenten en la democracia obrera, la planificación democrática, establezca y controle las alianzas con otras clases populares o sectores oprimidos… y no reproduzcan los aparatos burocráticos y totalitarios de los Estados obreros del siglo XX, que terminaron jugando un rol contrarrevolucionario a nivel internacional –conformándose con la coexistencia y acuerdo con el mundo capitalista– y restauracionista del capitalismo de los 90 en adelante. En definitiva, sin soviets no puede haber un socialismo desde abajo.
Como parte de este sovietismo, destaca la táctica del frente único obrero, definida por la III Internacional después de la Revolución rusa, que buscaba la unidad para el combate de todas las fuerzas obreras, manteniendo la independencia y el derecho a crítica en todo momento para los revolucionarios.
¿Cuáles eran sus fundamentos? Terminar con la división de la clase trabajadora en diferentes organizaciones. Amplificar su poder de fuego para conseguir sus reivindicaciones, ganar experiencia, fuerza moral… Y, muy importante, permitir que la política de los revolucionarios llegase a amplios sectores, incluidos los que confían y se organizaban en organizaciones reformistas, facilitar el desenmascaramiento de sus políticas conciliadoras, acompañar la experiencia con sus traiciones y las derrotas autoinfligidas, y por esta vía, aumentar su influencia y conseguir organizar a los sectores más conscientes que peleen por una política revolucionaria.
¿Qué relación hay entonces entre esta lucha por la autoorganización y la lucha por que las ideas socialistas avancen y se hagan carne en sectores de la clase trabajadora? Creo que si el sovietismo y el frente único obrero nos dan, por decirlo de alguna manera, el escenario o las condiciones para el avance de la influencia de los revolucionarios, el programa de transición, al que el libro dedica una buena parte, nos brinda el cómo, con qué contenido se pueden establecer puentes entre las luchas actuales, el nivel de conciencia del grueso de nuestra clase, con sus ilusiones en las reformas posibles, la democracia parlamentaria… y esos soviet, esa lucha por una sociedad socialista.
Maiello retoma el programa de transición, que es el programa fundacional de la IV Internacional, pero cuya lógica es heredera de la misma revolución rusa y los debates de la III Internacional antes de la estalinización. Un despliegue de demandas articuladas entre sí y que parten de las aspiraciones y necesidades sentidas y que son “motoras” de la movilización, por ejemplo, el desempleo, la precariedad, los salarios de miseria…
Promueve la movilización por una resolución íntegra, mediante medidas transicionales, que ataquen directamente los intereses de los capitalistas y recreen la sociedad que queremos construir. Por ejemplo, la distribución de todas las horas de trabajo entre las manos disponibles sin merma salarial alguna, sino con salarios que se actualicen automáticamente con los precios. Consignas que atacan la ganancia de los capitalistas, pero también incorpora la idea de una planificación de la economía en función de los intereses de la mayoría, de la ampliación de nuestro tiempo para el ocio, la cultura o la participación política… Y a la vez unifica las filas entre ocupados y desocupados, aporta al como la podemos conseguir, a la posibilidad efectiva de realizarla.
Toma también la lucha por la resolución efectiva de demandas democráticas, por ejemplo, la autodeterminación o acabar con un régimen como el español. Esto no es solo clave para conseguir la hegemonía que veníamos hablando, sino también para combatir las ilusiones en la democracia parlamentaria. La burguesía vende que esta es la vía para conseguirlas, oponerle consignas como que todos los diputados ganen lo que un trabajador medio, la revocabilidad de los cargos, la elección por sufragio de jueces y los juicios por jurado… ayuda a chocar con los límites que las democracias capitalistas degradadas no van a cruzar.
Por último, demandas que nos devuelven a la idea de sovietismo o frente único, demandas organizacionales. El programa no es una “carta a los reyes”, ni una serie de reivindicaciones a solicitar pasivamente o por medio de alguna acción de presión al Estado. La lucha por asambleas decisorias y democráticas, coordinadoras, comités de acción, piquetes de autodefensa… para imponerlas, es parte también de este “cómo” los revolucionarios pueden hacer avanzar la conciencia, la autoconfianza de la clase trabajadora en sus propias fuerzas.
En un programa que convertido en una herramienta de intervención en la realidad, puede permitir a los revolucionarios amplificar su influencia y avanzar en construir una organización revolucionaria, que se prepare para ser una alternativa de dirección cuando se dan esas discordancias en los tiempos que mencionabas antes, cuando la acción y la conciencia de las masas va por delante y rompe con las direcciones tradicionales y conciliadoras.
Por último, sobre esa organización, la cuestión del partido. ¿Qué aporta el libro a esta discusión que ha sido en gran medida un tabú para la izquierda en las últimas décadas, la de qué partido construir?
El libro creo que sirve mucho para clarificar y discutir contra algunos de los mantras de la izquierda emergida en las últimas décadas y que se fundaba en el rechazo a la idea de partido. Es muy interesante porque discute contra las versiones estalinistas de lo que es la idea de un partido leninista, de combate, de vanguardia.
El estalinismo tiene una visión que identifica a los socialistas con la representación de la clase obrera. “El PC es el partido de la clase obrera” ¿Nos suena no? Es una visión en primer lugar totalitaria. La clase obrera es heterogénea socialmente y también en cuanto a su nivel o tipo de conciencia. Pero además es la puerta de atrás por donde se cuela la socialdemocratización y la política de frentepopular, de los partidos que se otorgan, o aspiran, a ser la representación de la clase obrera. Terminan adaptándose al nivel de conciencia medio del obrero medio, y también de ahí su rechazo a incorporar en su agenda temas que “dividen” o “espantan” al obrero medio, como la lucha contra el machismo, el racismo… Es una visión, esta de aspirar a representar al obrero medio, que comparten con cierta izquierda esencialista que nos hemos referido.
Los populistas tipo Laclau, por su parte, absolutizando la experiencia estalinista, consideran que todo intento de querer “representar” a la clase trabajadora, deviene en totalitarismo. Su alternativa ya hemos hablado: bloque “pueblo” detrás de un significante vacío, un líder carismático y disputa por ocupar espacios en el régimen. No es ni muy democrática, y más bien un engaño anunciado.
Es interesante que Maiello parte de reconocer esa heterogeneidad de la clase obrera, de su nivel de conciencia. El partido que considera necesario construir no aspira, por tanto, a representarla tal cual es ni en su totalidad. Aspira a agrupar a los sectores más conscientes, organizarlos en disposición de intervenir en la lucha de clases, en la política, peleando por el álgebra que hemos ido desgranando: autoorganización, programa transicional… y por esa vía tratar de ampliar sus fuerzas en primer lugar, influenciar a muchos más amplios sectores –por todos los medios posibles, medios de comunicación, elecciones, diputados… y sobre todo su contribución a la lucha de clases–, en la perspectiva de poder generar las tradiciones necesarias –sovietismo, otros sentidos comunes–, las fuerzas materiales –cuadros, posiciones en sindicatos, comités de empresa, universidades…– y las instancias de autoorganización –soviets– para poder intervenir y ser la fuerza decisiva que en momentos donde –como en el otoño del 17 en Rusia, en el verano del 36 o en mayo del 37 aquí– se dirime el triunfo, el desvio o el aplastamiento del intento de tomar con éxito y de verdad, el cielo por asalto.