Recientemente se publicó Horas Extras. Por qué necesitamos reducir la semana laboral de William Stronge y Kyle Lewis. Allí los investigadores británicos intervienen en los debates sobre la reducción de la jornada laboral y cómo conquistarla.
De un tiempo a esta parte, el debate sobre la reducción de la jornada laboral se desarrolla en el ámbito académico y también ingresó en la agenda política. Como expresión de esto, William Stronge y Kyle Lewis escribieron Horas Extras. Por qué necesitamos reducir la semana laboral, publicado en inglés tras el primer año pandémico y traducido recientemente al español. [1] Los investigadores, integrantes del think tank Autonomy, abordan el estado de la cuestión a partir de Europa y Estados Unidos pero buscando intervenir en el debate internacional.
En la introducción, los autores destacan que la pelea por la reducción de la jornada laboral es una lucha tan antigua como el capitalismo. Señalan que desde la lucha de los canteros australianos —quienes en 1856 fueron los primeros en conquistar una jornada de ocho horas— hasta la actualidad se pueden extraer dos enseñanzas: la liberación del yugo del trabajo es algo por lo que hay que pelear y que esta aspiración se encuentra en cada forma de empleo y en cualquier época del capitalismo.
Stronge y Lewis toman también como punto de partida la llamada crisis del trabajo, potenciada por la pandemia del Covid-19. Esta implica un mayor nivel de trabajo precario, una creciente desigualdad, un aumento de la transferencia al capital en detrimento de los salarios, junto a diferentes elementos que derivan en que mientras algunos se ven afectados por la falta de empleo, muchos otros sufren de agotamiento por largas jornadas laborales. Esto se vio acompañado por una política deliberada, desde la década del 80, de debilitar a los sindicatos y la organización obrera junto con la desregulación.
Además agregan que pese a los vertiginosos avances en la tecnología, algunos indicadores sobre el empleo en el Reino Unido se corresponden más a las descripciones de Friedrich Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra. Por último, remarcan que la reducción de la jornada laboral también es importante para los movimientos feminista y ecologista. Estos problemas serán tratados en diferentes capítulos.
Economía política del tiempo
En el primer capítulo, Stronge y Lewis sitúan las coordenadas del debate sobre tiempo, trabajo y libertad en la contradicción entre los trabajadores y los capitalistas. Para ello recurren a Karl Marx, quien apunta:
[E]l obrero (para la perspectiva de los capitalistas, NdR) a lo largo de su vida no es otra cosa que fuerza de trabajo, y que en consecuencias todo su tiempo disponible es, según la naturaleza y el derecho, tiempo de trabajo, perteneciente por tanto a la autovalorización del capital. Tiempo para la educación humana, para el desenvolvimiento intelectual, para el desempeño de funciones sociales, para el trato social, para el libre juego de las fuerzas vitales físicas y espirituales, e incluso para santificar el domingo, ¡puras pamplinas! [2]
Concluyen, también apoyándose en El Capital, que no se trata de un problema moral e individual entre “vagos” o “jefes malos” sino que tiene una base material en la relación trabajo asalariado-capital. La crítica de Marx al trabajo, agregan, también está ligada a su preocupación por la libertad humana y las formas de coerción que se impone sobre el individuo, así, su pensamiento se adelanta a las preocupaciones de la teoría social contemporánea sobre “la tiranía de la fábrica” o “una sociedad obsesionada con el trabajo”.
El segundo capítulo también comienza citando a un clásico del pensamiento económico, John Maynard Keynes, aunque esta vez es para hablar de una predicción fallida. En 1930, Keynes afirmó que para 2030 la semana laboral sería de 15 horas, es decir 3 horas laborables al día. [3] Stronge y Lewis analizan el optimismo del economista inglés y sus argumentos sobre un crecimiento de la economía y la distribución de las ganancias. Señalan que, sin dudas, lo primero sucedió pero lo segundo no, siendo lo más débil del planteo de Keynes. Como conclusión, los autores discuten que la correlación entre el aumento de la productividad y la reducción del tiempo de trabajo en las décadas de finales del siglo XIX y principios del XX no fue el resultado de una "ley" económica o natural, o de un progreso en curso, sino que fue producto de la lucha emprendida centralmente por los sindicatos. De nuestra parte, agregamos que también las revoluciones como la rusa y la alemana fueron claves para el establecimiento de la jornada de 8 horas.
El yerro de Keynes no anula que la tecnología haya dado saltos pero este avance está subordinado a la lógica capitalista de aumentar la productividad y la ganancia. Esta tensión entre tecnología y liberación del trabajo es abordada con un repaso de autores de mitad del siglo XX –como Andre Gorz, Hebert Marcuse o Bertrand Russell– y producciones actuales como las Aaron Bastani y Aaron Benanav.
Desde nuestra perspectiva, lo más sugestivo es el apartado referido a la visión socialista sobre la cuestión. En esto, Stronge y Lewis siguen los planteos de Kathi Weeks en su libro El problema del trabajo. La investigadora estadounidense afirma que los proyectos políticos concebidos en el marco del socialismo han fracasado en ofrecer una economía política alternativa al capitalismo, que vaya más allá de lo que ella denomina "productivismo", un supuesto “romanticismo desenfrenado por la productividad”, según una expresión que rescata de Jean Baudrillard. En esta crítica, Weeks distingue dos tendencias, la del humanismo socialista y la de la “modernización socialista”. [4] La primera está ligada a la “Nueva Izquierda” de los 60 y la lectura propuesta por Erich Fromm en El concepto de hombre en Marx, Weeks sostiene, y Stronge y Lewis adhieren, que es una variante del productivismo porque postula que bajo las condiciones laborales capitalistas, el individuo se aliena de su “esencia”, de sus modos “naturales” de trabajo. Como tal, percibe una tendencia hacia la nostalgia y romantización de ciertas formas de trabajo preindustrial.
La segunda tendencia, la “modernización socialista”, tiene como ejemplo sobresaliente a Lenin y es caracterizada como un “intento de alcanzar el pleno potencial de las fuerzas de producción desarrolladas durante el capitalismo”, donde aunque la propiedad no estaría bajo el imperativo de la ganancia, los medios de producción y el proceso de trabajo “seguirían ligados al modelo industrial que conocemos”[51-52]. Para fundamentar esta definición, los autores comparan dos definiciones sobre el taylorismo realizadas por Lenin. La primera es de 1913, cuando el dirigente bolchevique señalaba que el taylorismo tenía el propósito de exprimir tres veces más al trabajo en un mismo lapso de tiempo y que el avance en la técnica y la ciencia, en el capitalismo, estaba destinada al servicio de aumentar la explotación. La segunda es de 1918, tras el triunfo de la revolución, donde Lenin llama a “intentar poner en marcha todos los consejos progresistas del sistema científico de Taylor” en tanto que “como todo progreso capitalista, combina la refinada crueldad de la explotación burguesa con varias de las más valiosas conquistas científicas en el análisis de los movimientos mecánicos durante el trabajo” [53]. Los autores señalan, siguiendo también a Weeks, un presunto cambio de valoración del taylorismo por parte de Lenin, que lo llevaba a sostener una visión donde se mantenían los parámetros capitalistas de la productividad y una jornada laboral similar, en vez de postular un “sistema socialista”.
En nuestra visión, esta crítica tiene problemas de fundamentación, agudizados por la falta de contexto. Tras el triunfo en 1917, la revolución rusa tuvo que afrontar diferentes desafíos: por un lado, un atraso heredado del imperio zarista y potenciado por la primera guerra mundial, por otro lado, la agresión de 14 ejércitos imperialistas, dando inicio a la guerra civil. En el texto citado por Stronge y Lewis, Lenin mantiene su crítica al taylorismo en la lógica capitalista al tiempo de que piensa, incluso en un contexto adverso, cómo en la transición
el empleo del sistema Taylor, correctamente dirigido por los propios trabajadores si éstos son lo bastantes conscientes, constituirá el medio más seguro para una sucesiva y enorme reducción de la jornada laboral obligatoria (...) para que en un período bastante corto realicemos la tarea que se puede expresar aproximadamente así: seis horas diarias de trabajo físico para cada ciudadano adulto y cuatro horas de trabajo en la administración del Estado. [5]
Al seguir los planteos de Weeks, Stronge y Lewis caen en un tratamiento superficial de la experiencia de la revolución rusa. En las reconstrucciones históricas se pueden apreciar matices sobre las posiciones en el naciente poder soviético pero un punto en común es que la adopción de algunos elementos técnicos del taylorismo no se hizo mecánicamente sino que se hizo pensando esos aportes en función de las necesidades materiales y políticas. [6] Además, en términos teóricos, Marx distinguió dos etapas del comunismo y la experiencia rusa aportó nuevos elementos para pensar las etapas entre el período de transición, a partir de la toma del poder, el socialismo y el comunismo.
Para Lenin, Trotsky y los bolcheviques, por el atraso heredado, en la URSS era necesario desarrollar las fuerzas productivas y elevar la cultura para sentar las bases hacia una sociedad socialista ("la etapa inferior del comunismo", según la definición de Marx), planteando una revolución en permanencia y apostando al desarrollo de la revolución mundial. Por esa razón, Trotsky señaló que no había mejor índice para medir el avance hacía el comunismo que la persecución del bienestar de los trabajadores, de su libertad, y del desarrollo de las capacidades. De esta manera enfrentaba la caricaturización del "socialismo en un solo país" realizada por Stalin, luego utilizada por los ideólogos burgueses para hablar de un "fracaso del comunismo". En La Revolución Traicionada, Trotsky discute contra el culto al trabajo impuesto por la burocracia stalinista (el "stajanovismo") y plantea la necesidad de retomar la perspectiva de la reducción de la jornada laboral, en el camino a la abolición del trabajo "por necesidad". "El socialismo –señala– no podría justificarse por la simple supresión de la explotación; es necesario que asegure a la sociedad mayor economía del tiempo que el capitalismo. Sin la realización de esta condición, la abolición de la explotación no sería más que un episodio dramático desprovisto de porvenir". [7]
Entre el tiempo de las mujeres y la hora del ambiente
En el tercer capítulo se plantean los lineamientos para pensar qué pasa con las mujeres y el mundo del trabajo, poniendo el foco en la “relación interseccional entre las presiones del mundo del trabajo y las normas de género”. [p. 60] Para este fin se abordan los cambios y continuidades en las últimas décadas donde se produjo una notable incorporación de las mujeres a la fuerza laboral. Como elemento de continuidad, las “normas de género” se mantienen y al mismo tiempo se profundizó la feminización de determinadas ocupaciones, donde aumentan la precariedad laboral.
Como correlato se plantea la cuestión de la doble o triple jornada, definida como “la sobrecarga estructural y desproporcionada que experimentan las mujeres cuando tienen que cumplir con empleos pagos, labores domésticas y tareas de asistencia emocional”. [p. 68]. Sobre este punto, Stronge y Lewis retoman los planteos por el manifiesto y movimiento “Wages against Houseworks” (Salarios para el Trabajo Doméstico), donde Silvia Federici es una de sus principales figuras, y destacan la importancia de esta demanda para visibilizar el trabajo doméstico, cuestionar su asociación a la feminidad y trazar una intersección con la demanda por el tiempo libre. Los autores adoptaron un punto de vista favorable a esta perspectiva, sin adentrarse en los debates teóricos y políticos que suscita dentro del movimiento feminista. Como parte de estos debates, y desde el feminismo socialista, Andrea D’Atri plantea una mirada donde:
la propuesta de reducir la jornada laboral y repartir las horas liberadas entre todas las manos disponibles, con un salario que cubra las necesidades de la existencia, se opone a la división entre ocupados y desocupados que genera el capital y que el Estado sostiene y reproduce mediante los programas de asistencia social, debilitando la organización de una poderosa fuerza unitaria multitudinaria. Esto permitiría impulsar un plan de obras públicas que incluya construir las viviendas que se necesitan para terminar con el déficit habitacional, extender las redes de agua, cloacas, electricidad y gas, construir las escuelas y hospitales necesarios, en función de una planificación urbana racional. Permitiría, además, disminuir la carga del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, transformándolo en gran medida en servicios sociales públicos y gratuitos que, a su vez, serían una fuente de nuevos puestos de trabajo y podrían erigirse en el camino de la socialización del trabajo doméstico y de cuidados. [8]
El cuarto capítulo está centrado a partir de las miradas desde el ecologismo ante la crisis climática. Los autores desarrollan el punto de vista del decrecionismo, que busca contraer activamente la actividad económica por la emisión de gases de efecto invernadero y otros impactos ambientales negativos. Si bien se rescata la ligazón que se establece con la reducción de la semana laboral –“menos trabajo, menos emisiones de carbono”–, se plantea como crítica que el decrecionismo “no suele tener en cuenta que ciertas áreas de la economía debería crecer a toda velocidad para reducir al máximo el promedio de emisiones de carbono”. Además señalan una “falta de sentido político de la estrategia”. [83] Como salida proponen al Green New Deal (GND), aunque con reservas en el punto laboral, ya que consideran que posee “una tendencia de fomentar el trabajo y expandir la fuerza laboral”. Para Stronge y Lewis el GND se acerca a la “modernización socialista”, por lo consideran que se trata de un fracaso al abordar este aspecto y absorber un “espíritu industrialista”. Como alternativa proponen una combinación del GND y el decrecionismo, sin mayores precisiones que lo enunciado y sin resolver las contradicciones de orígen. No obstante, señalan como conclusión que el GND ofrece “los medios políticos y económicos más prometedores para concretar una economía poscarbono superadora del neoliberalismo y quizás incluso del capitalismo”. [91-92]
Esta adhesión al GND, destacando los planteos de figuras neorreformistas como Alexandria Ocasio-Cortez, no repara en los límites políticos y estratégicos para concretar esa “economía poscarbono superadora”. En la versión norteamericana del GND se incluye un plan de infraestructura financiado con fondos públicos y subsidios a empresas privadas, sin cuestionar el dominio de las empresas y monopolios de combustibles fósiles (y mucho menos cuestionar las relaciones de producción actuales). Así, las mismas corporaciones responsables de la crisis ecológica por voluntad ahora serán los salvadores y nos sacarán de la crisis desarrollando una estructura “verde” con ganancias privadas pero con financiamiento público y sin pagar por la destrucción causada. [9] Aquí se plantean la cuestión de quién controla la economía y cómo se planifica. La lógica capitalista está organizada en función de la ganancia, sin importar si eso destruye el planeta, por eso necesario un programa que desafíe al capitalismo, planteando una economía planificada que termina con el lucro capitalista, implementa medidas como la reducción de la jornada laboral y la creación de empleos, y desde ya avanzando en la transición. La clase obrera con su poder social, junto a la fuerza de los jóvenes que nutren los movimientos ecologistas, puede liderar esta perspectiva que realmente supera los marcos del capitalismo.
La lucha por reducir la jornada laboral: un debate actual
En el último capítulo los autores discuten sobre la lucha por reducir la jornada laboral. Comienzan advirtiendo cómo esta demanda se ha utilizado, como en EEUU tras la crisis del 30, como un parche para contener momentáneamente el desempleo, el cual se incrementa cuando se termina la crisis. Como otro elemento, plantean que “hay múltiples actores y estrategias que deben movilizarse para lograr el cambio social”. Centralmente, estos actores son los movimientos sociales, los sindicatos y los partidos políticos.
Respecto a los movimientos sociales, los autores retoman el hilo desde el ecologismo y el feminismo, planteando que la demanda de reducir la semana laboral puede ser “una plataforma en torno a la cual confluyan la organización colectiva y la huelga”. Como ejemplo, se menciona la experiencia del “Viernes largo” en Islandia, cuando en 1975 las mujeres se ausentaron de sus lugares de trabajo y cesaron el trabajo doméstico en reclamo por el trabajo doméstico no remunerado y la exigencia de mayor representación política. Lewis y Stronge establecen un nexo entre el “Viernes largo” feminista, el “Fridays for future” (“Viernes por el futuro”) ecologista y la reducción de la semana laboral.
En torno a los sindicatos, se señala que existe una correlación donde mientras más fuerte es la organización sindical, mayor es la reducción de la jornada. Para los autores, los sindicatos no deben pensar solamente en la defensa inmediata del trabajo y sus condiciones, sino también pensar a largo plazo en el avance de la automatización y en la profundización de la crisis climática. Señalando algunos ejemplos donde sindicatos europeos consiguen una reducción de la jornada, manteniendo el salario, los autores concluyen que “será de vital importancia que los sindicatos de todo el mundo aúnen esfuerzos para reclamar por el tiempo libre y así conseguir la reducción del tiempo de trabajo en el siglo XXI”. [107] No obstante, hay que problematizar que en las últimas décadas, el capital avanzó en fragmentar a la clase trabajadora, por lo que muchos de estos sectores no se encuentran sindicalizados y cualquier conquista no los incluye.
En el terreno político el planteo de Stronge y Lewis entra en terreno movedizo por la adhesión al neorreforismo. Los autores parten de las diferencias internas del Partido Laborista inglés para pensar la “construcción de poder y la oferta de esperanza”, narrando una conferencia partidaria en 2019 donde se plantea la reducción de la jornada laboral. Tras la figura de Jeremyn Corbyn, se reivindica un “programa económico y social que no solo buscaba desmantelar el neoliberalismo, sino también crear y comunicar una nueva idea del socialismo, más apropiada para el siglo XXI”. [108] En este apoyo a figuras del llamado neorreformismo, los autores plantean un punto nodal de la discusión ya que señalan que “incluso si el Partido Laborista de Corbyn o un Partido Demócrata con Sanders de presidente hubieran ganado sus respectivas elecciones, habrían estado en el Gobierno y no en el poder” [112]. Aquí adhieren al punto de vista que Jeremy Gilbert [10], quien remarca que un programa de reformas exitoso no se lleva adelante sin
un movimiento a gran escala de trabajadores, ciudadanos y activistas que lo apoyaran, cuestionaran a los opositores en los medios de comunicación masiva y estuvieran dispuestos a enfrentarse a los chantajes económicos de los capitalistas. [112-113].
Con estas afirmaciones, Stronge y Lewis reducen la lucha por la reducción de la jornada laboral a una estrategia de presión, donde los sindicatos y movimientos sociales pelean por distintos aspectos mientras se subordinan a figuras o partidos que pertenecen a la socialdemocracia integrada a gobiernos capitalistas o al neorreformismo. Así, estas figuras o partidos negociarían con mayor fortaleza una reducción de la jornada laboral, sin sobrepasar la reforma dentro los estrechos marcos del capitalismo. Este camino, presentado como el más realista, colabora para que sean los propios capitalistas quienes ensayen una reducción de la semana laboral en función del aumento de la productividad. En su libro Le futur du travail, Juan Sebastián Carbonell retoma el debate en Francia, donde en los 2000 se estableció la semana laboral de 35 horas pero al mismo tiempo los capitalistas implementaron una flexibilización e intensificación del trabajo. Por eso plantea la importancia de ligar la consigna de la reducción de la jornada laboral con la pelea por el control obrero de la producción:
Esto significaría decidir colectivamente qué producimos y cómo, elegir democráticamente qué tecnologías utilizar y cómo repartir el tiempo de trabajo entre todos, reduciendo así la precariedad y el desempleo. Cuando los trabajadores deciden entre ellos lo que van a producir y cómo lo van a producir, el trabajo adquiere una dimensión política, deja de ser explotación. Y a través de su dimensión política, se convierte en una herramienta de emancipación. [11]
Horas Extras tiene el mérito de abordar una discusión latente en el mundo laboral, condensando otros debates que hacen a la intervención de la clase trabajadora y los movimientos feminista y ecologista. Una conclusión que recorre el libro es que históricamente los trabajadores desplegaron una energía enorme, en un movimiento de escala mundial, para conquistar una reducción de la jornada laboral. Por eso, el debate también tiene que abarcar cómo se impulsa y se construye esa fuerza material. Desde nuestra perspectiva en este debate de estrategias, se trata de desarrollar la autoorganización obrera, con la unidad de sus filas (sin distinciones entre precarizados o desocupados, o fragmentaciones por género o racial) y con independencia política, incluso de las ilusiones neorreformistas a la que adhieren Stronge y Lewis. La pelea por la reducción de la jornada laboral también implica cuestionar y afectar las ganancias capitalistas, por eso es fundamental una articulación con consignas como el control obrero de la producción, la escala móvil de salarios y el reparto de las horas de trabajo, generando nuevos puestos de trabajo. Con esta perspectiva, la clase trabajadora adquiere una centralidad ineludible –incorporando las reivindicaciones de aliados como los movimientos ecologista y feminista– unificando el desafío al orden capitalista.