La novela –publicada originariamente en inglés en 2001, circulaba en castellano en una edición española de la misma editorial de 2003 ya difícil de conseguir– es la última parte de la saga de Terramar, aquella historia en que muchos de los lectores de Le Guin pensamos cuando apareció Harry Potter con su escuela de magia o Game of Thrones con sus dragones (la nueva edición, probablemente para aprovechar el éxito de esta última, juega con una tapa en la estética de la serie GOT).
Del género de las sagas fantásticas (a veces nombrado como “fantasía” a secas), el mundo de Terramar fue construido por la escritora durante más de 36 años: desde dos cuentos aparecidos en 1964 en sendas revistas dedicadas al fantástico (“La palabra que desliga” y “El poder de los nombres” luego recopilados en Las doce moradas del viento) hasta las primeras tres novelas de la saga publicadas en un período relativamente breve: Un mago de Terramar (1968), Las tumbas de Atuan (1972) y La costa más lejana (1974). Fue 16 años después que se publicó, en 1990, Tehanu, y 11 años después de eso que aparecieron los Cuentos de Terramar y esta novela, En el otro viento.
La diferencia de años transcurridos no solo brindan datos biográficos de la autora, sino que parecen tener su influencia en la historia misma. Las primeras tres novelas de la serie, más cercanas una a la otra, tienen como base varias características del inicio del género: un mundo con toques medievales –reyes, castas, etc.– en línea con las sagas de Tolkien; donde existe y opera la magia, los hechiceros y los dragones, minuciosamente construidos con sus mitos, tradiciones y dinámica propias (mapas de Terramar incluidos) y mucha aventura: guerras entre pueblos, misiones para evitar grandes males por venir. Son en este sentido temáticamente “típicas” aunque no del todo: los personajes de Le Guin siempre contaron no solo con una especie de cosmología colectiva y un destino épico; los protagonistas de los grandes hechos “históricos” de la saga también están siempre desarrollados en su cotidianeidad, los héroes están caracterizados en sus contradicciones y sus dudas, y siempre parece meridianamente claro que, en interacción con elementos fantásticos, de los que tratan estas novelas es de relaciones humanas y sociales. El Bien y el Mal, de hecho, parecen más que entidades fijas y claras, circunstancias de mayor o menor equilibrio entre cómo los habitantes de Terramar actúan y se relacionan entre sí y con su mundo: los dilemas son así más éticos (exploraciones de cómo y por qué se establecieron ciertas normas, instituciones o relaciones, y cómo podrían cambiarse) que morales en el sentido de una delimitación entre buenos y malos (algo parecido a esto último podría decirse de sus series de ciencia ficción respecto a los “clásicos” del género para cuando Le Guin empezó e incursionar en él, en pleno desarrollo en los 60 y 70 de la así llamada “New Wave”, de la que fue una figura definitoria).
La cuarta novela, Tehanu, llegaría muchos años después, cuando estaba abriéndose la década del 90, asentada ya la contracara neoliberal de los movimientos políticos y sociales del período previo –de los que la autora fue parte en sus declaraciones públicas así como en muchas de sus ficciones, donde las referencias políticas eran abiertamente claras–. Y sin embargo, Le Guin parece aún estar tramitando los cambios en la forma de pensar, las lecciones de ese período, públicamente y… en el mundo de Terramar.
Le Guin declaró, precisamente hablando de esa cuarta novela de la saga, que el feminismo de esos años representó un cambio importante en su carrera, pero que “como literatura feminista” la saga de Terramar hasta ese momento “era un fracaso”: las mujeres que la poblaban tenían lugares secundarios o dependientes de algún varón. “Era una mujer tratando de pensar como un hombre”, se autodefinió. La autocrítica sea quizás injusta consigo misma, porque el tema aparecía muy innovadoramente en otras novelas y porque en la misma Terramar algo se anunciaba en el segundo tomo –por otro lado, daría tela para cortar esa capacidad de discutir y discutirse abiertamente hoy que el debate público sobre las posiciones políticas de los artistas se da en términos de adaptaciones “políticamente correctas”, cancelaciones y bandos que no logran dar cuenta de las complejidades del trabajo artístico, ni de su recepción, ni de la política y los cambios en la forma de pensar–.
Lo cierto es que Tehanu podría con cierta justicia caracterizarse como una explícita “bajada de línea” si no fuera porque Le Guin siempre logra dar carnadura y complejidad a sus personajes para que no se conviertan en meros “ilustradores” de las tesis de la autora, y sobre todo si no estuviéramos en los 90, después de que el conservadurismo volviera por sus fueros en la Estados Unidos de Reagan. Preguntarse por qué en Terramar no hay mujeres que ocupen los lugares de poder que ocupan los magos varones, por qué cuando esos poderes aparecen en mujeres se las destina a ser “curanderas” en sus pueblos, o desdibujar el protagonismo de su héroe hasta entonces –Gavilán– para poner como personaje central a una mujer que fue víctima de violencia de género –no en manos de poderes mágicos sino en las de sus propios allegados humanos– y a otra que se la pasa recriminando –a ella misma y a sus relaciones– haber aceptado un lugar secundario, sin reconocimiento social aunque imprescindible para las “aventuras” de otros, parecen no solo no ser los problemas habituales de la literatura infanto-juvenil, pero además, por entonces, son un gesto extemporáneo que además recibió críticas de parte de quienes esperaban más aventura y magia: precisamente como la magia en Tehanu está ligada al poder masculino, su presencia en Terramar es desconfiada y su potencia tendrá menos voltaje. No desaparece, pero el relato de esta etapa en Terramar profundiza en lo cotidiano, en los pequeños gestos y comportamientos interpersonales que dibujan todo un sistema en crisis. ¿Tendrá que ver con la perspectiva biográfica de la autora, que creció con sus lectores?
Los Cuentos de Terramar y En el otro viento aparecieron 11 años después, y en la ficción otros tantos desde donde nos dejó Tehanu. Las vicisitudes de los personajes incorporan ahora nuevos problemas humanos, como la vejez o el legado a las nuevas generaciones, aquello que quisiéramos haber logrado modificar y para lo que ya no hay tiempo, y aquello que no soportamos aceptar que cambie. Aquí podrían hacerse hipótesis sobre la edad de la escritora, pero la novela parece ahora resistirse a cobrar tonos más “maduros”, más digeribles para un público más “adulto” si se entiende por eso menos fantástico, sino que al contrario, parece reconcentrar en la presencia de lo fantástico una vuelta de tuerca para dar cuenta de los efectos de un sistema patriarcal en los propios términos de un mundo regido por la presencia de la magia que encontrará salida a su crisis en las manos de mujeres (la que fuera víctima, la que fuera secundarizada, o la que demostró tener un comportamiento no esperable para una mujer en Terramar). Pero además, la magia misma va explicarse como “efectos” de ese problema sistémico causado y propiciado por los miedos, las contradicciones y las acciones humanas que desestabilizaron las posibilidades de una vida común enriquecedora y en armonía entre los humanos y con la naturaleza –dejemos aquí para no spoilear el cierre de la saga–.
No es probablemente un buen consejo hacer paralelos simplistas entre ficción y realidad política, o entre ficción y biografía del autor. Pero lo que llama la atención en el desarrollo de Terramar es cierta extemporaneidad, cierto andar a contramano: en los “tiempos interesantes” de los 60 y 70, cuando la realidad política de cuestionamiento a lo establecido y los movimientos sociales desbordaba la opinión pública y se volcaba en nuevos temas, nuevos protagonistas, nuevos conflictos en la ficción, Le Guin los incorporaba siempre retrabajados, siempre literariamente productivos, pero siempre bastante explícitamente referenciados en sus sagas de ciencia ficción: el problema de género en La mano izquierda de la oscuridad, el capitalismo, el socialismo y la anarquía en Los desposeídos, hasta la guerra de Vietnam en El nombre del mundo es bosque. Pero Terramar, entretanto, mantenía los temas clásicos del género (que por ese entonces, precisamente por sus paisajes medievales, sus reyes y su apelación a los mitos, eran caracterizados por muchos críticos como un “fantástico” de derecha contrapuesto al fantástico “izquierdista” de la ciencia ficción), y si lo cuestionaba era para ampliar lo cotidiano en detrimento de lo épico, de la Historia (fantástica) con mayúsculas. Cuando el neoliberalismo arrecia y los sueños de cambios sociales tangibles parecen ser cosa del pasado, Le Guin da ribetes de denuncia explícita, casi de novela de tesis, a su Terramar, bajándole el tono a la magia. Y cuando ese modelo tan aparentemente ganador y sin contradicciones empieza a mostrar sus hilachas, Le Guin sube el volumen de lo fantástico sin abandonar sus “demandas históricas” (contra el patriarcado y, si se nos permite casi un spoiler, en cuanto a la relación de los seres humanos con la naturaleza, que también está presente en obras previas pero aparece ahora más claramente en Terramar). El “destiempo” juega quizás a su favor: estas demandas parecen enlazar mejor hoy con el panorama ideológico que cuando fueron escritas, más de dos décadas atrás.
En 2014 Le Guin ganó el Premio Nacional al Libro de EE. UU., y en su discurso cuestionó las etiquetas del mercado editorial y de los cánones académicos que otorgan premios, elogios y críticas no por lo que apotan producciones concretas, sino más bien habitualmente a lo que les es manejable, vendedor, está de moda o es considerado “serio”. Y además de reivindicar la literatura fantástica, apeló a una de las reiteradas figuras de las sagas en lo que puede ser una buena descripción de cómo ella las interpretaba: “Los libros no son solo mercancías; la búsqueda de ganancias está amenudo en conflicto con los objetivos del arte. Vivimos en el capitalismo, su poder parece algo de lo que no podemos escaparnos. Pero también así lo parecía el derecho divino de los reyes. Cuaquier poder humano puede ser resistido y cambiado por los seres humanos”.
Terramar es quizás una de las sagas por la que es más conocida, pero es solo uno de los tantos mundos construidos por Le Guin, quien también incursionó como se dijo en la ciencia ficción, en la poesía o el ensayo, incluso alguna novela realista y algunos experimentos difíciles de definir. Reducirla por tanto al género de la “fantasía épica” dirigida a un público infanto-juvenil (como por lo general se la etiqueta comercialmente), sería injusto en vistas a su prolífica obra y sobre todo porque en cada uno de esos géneros desdibujó a su manera los márgenes preestablecidos: ni los temas ni las perspectivas que abordó en sus historias y personajes, ni su escritura abierta a los matices sonoros y semánticos (donde se deja intervenir su entrenamiento como poeta) permiten que le quepan sin más los estereotipos de géneros que habitualmente son considerados despectivamente como recetas relativamente fáciles de reproducir y de “digestión fácil” para los lectores, literaturas menores para públicos inexpertos que aún pueden “asombrarse con esos mundos”. No es por ello que sus libros sean rebuscados artificialmente, sino muestras de que los géneros son productivos si se los pone a trabajar precisamente allí donde los lectores, que conocen previamente sus “reglas”, pueden encontrar tensiones, imágenes y giros que desestabilizan preconceptos y redibujan mapas, como los que ella misma dibujó y redibujó, para sí misma y para sus lectores, en Terramar.