El historiador Gabriel García Higueras nos envía un homenaje a raíz del fallecimiento de Esteban Volkov, nieto sobreviviente de León Trotsky, a los 97 años, el pasado 16 de junio. Higueras es autor del libro Trotsky en el espejo de la historia (1a. edición, Fontamara, 2006). Desde su primer viaje a México, en 1990, entabló una profunda amistad con "Sieva", la que sostuvo a lo largo de estos años. Esa amistad se refleja en sus sentidas palabras frente a la pérdida de su amigo y baluarte de mantener la figura y obra del revolucionario ruso.
A tempranas horas del sábado 17 de junio, a través de un mensaje enviado desde Ciudad de México por mi amigo Pablo Oprinari, recibí la infausta noticia de la partida de mi querido y siempre recordado amigo, Esteban Volkov Bronstein, ocurrida el día anterior. Informarnos de la muerte de una persona querida o cercana es una circunstancia para la que casi nunca estamos preparados. Y esta vez no fue la excepción; aunque, a decir verdad, no me tomó del todo desprevenido, teniendo en consideración su avanzada edad (97 años).
Son muchos los afectuosos recuerdos que guardo de Esteban. La primera imagen que conservo de él es cuando lo vi, vestido con una chaqueta de cuero, en el aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México pasado el mediodía del 15 de agosto de 1990. Antes de ello, pudimos intercambiar algunas misivas y, como lo había visto en una fotografía reciente, pude identificarlo de inmediato entre el público que esperaba la salida de pasajeros. Además, él llevaba escrito mi nombre en un pequeño cartel a fin de que pudiera reconocerlo. Después de darme la bienvenida, me informó que, por causa del retraso del vuelo, llevaba esperando bastante tiempo en el terminal aéreo. Gracias a las gestiones de Esteban, fui invitado a participar en un coloquio internacional sobre Trotsky, organizado con ocasión del cincuenta aniversario de su muerte. Como parte de dicha efeméride estaba programada la reapertura pública de la casa de Trotsky, convertida en museo. Precisamente, a poco de mi arribo, Esteban me condujo en su automóvil hasta la casona de Coyoacán, en donde Trotsky residió sus últimos días. Así, puede conocer este espacio histórico –del que había visto algunas fotografías– y recorrer junto con él sus ambientes. En ese momento, el Museo permanecía cerrado al público y un nutrido personal técnico venía trabajando en las faenas últimas de su restauración.
Esteban no sólo fue uno de los organizadores del programa de actividades conmemorativas, sino que tuvo una importante participación como ponente en una de las mesas redondas del simposio, en donde expuso sus memorias de Trotsky; y, además, fue durante aquellos días de agosto de 1990 un inmejorable anfitrión. Su hospitalidad se expresaba diariamente con sus llamadas telefónicas al hotel para saber cómo me estaba yendo en la capital mexicana. Incluso, cuando se enteraba de la llegada de algún invitado extranjero que participaría en el coloquio, aparecía en el hotel para darle la bienvenida; tal como lo hiciera al arribo del historiador Pierre Broué, de quien era muy amigo. Al finalizar los actos de conmemoración, Esteban y Palmira, su afable esposa, invitaron a varios de los participantes extranjeros y a otros amigos para departir en su amplia y agradable casa. Recuerdo, entre los asistentes de ese día, a Pierre Broué, Marguerite Bonnet, Vlady y Susan Weissman.
Desde aquel primer encuentro, pude conocer la gran amabilidad de Esteban y su don de gentes; y cada vez que era posible le hacía preguntas acerca de sus vivencias al lado de su abuelo y también sobre su propia trayectoria de vida. Como bien sabemos, los avatares del destino personal de Trotsky afectaron dramática y trágicamente el curso de vida de sus familiares, y la de Esteban no fue la excepción, como innumerables veces lo ha narrado a medios mexicanos e internacionales. Desde entonces y a lo largo de mis siguientes visitas a México en 2006 y después, siempre respondió con amplitud a mis preguntas y dudas sobre tal o cual episodio de la vida de Trotsky en el destierro. De esta manera, reuní informaciones de primera mano que utilizaría en mi estudio biográfico –que prologó y comentó– y en la Guía del Museo Casa de León Trotsky, publicada en 2017, en cuya preparación recibí de él un aporte informativo sustancial.
Siendo uno de los escasos sobrevivientes de la descendencia del revolucionario ruso, Esteban cumplió con una misión de trascendencia que asumió como un deber moral: preservar el recinto que sirvió de morada a Trotsky. Inicialmente junto con Natalia Sedova, persistió en el empeño de su conservación cuando, en más de una ocasión, autoridades mexicanas, cediendo a voluntades políticas, intentaron desaparecerlo. Y luego contribuyó materialmente a su mantenimiento, incluso a expensas de su propio peculio, para legar este espacio histórico a la memoria social. Cuando habitaba allí con su familia, antes de que se convirtiera en museo, recibía y guiaba a personas interesadas en conocerlo, y las veces que él no podía encargarse de ello contaba con el apoyo de sus hijas (Nora, Verónica, Patricia y Natalia). Más tarde, a partir de 1990, con la creación de Museo Casa de León Trotsky, al que se anexó el Instituto del Derecho de Asilo y Las Libertades Públicas, prestó una contribución eminente en su orientación y proyección a la sociedad. En 2015, Esteban asumió la dirección del Museo, y desde entonces recibió de la abogada Gabriela Pérez Noriega una estrecha e invalorable colaboración en su gestión administrativa.
Ahora bien, sus aportaciones a la memoria histórica se expresaron, asimismo, en dar a conocer sus recuerdos de lo que había sido el último año de vida de Trotsky, del que fue testigo de excepción. Esto lo hizo innumerables veces, tanto en conferencias y escritos como en documentales audiovisuales y reportajes periodísticos. Como declaró en una entrevista: “Sin memoria no se entiende el presente y es imposible planear el futuro. De ahí que yo que viví y fui testigo de este remolino de mentiras y falsedades, considero ser mi deber el restablecer, en lo que pueda, la verdad histórica” [1].
Efectivamente, tras su arribo a México en agosto de 1939, a la edad de trece años, pudo presenciar la campaña de difamación y calumnia por parte de organizaciones estalinistas con la intención de que su abuelo fuera expulsado del país y, más tarde, los dos atentados encaminados a arrebatarle la vida. Por tal razón, cada vez que algún investigador o medio de comunicación le solicitaba su testimonio, él aceptaba el requerimiento, narrando con precisión de detalle tales episodios.
Con la misma voluntad, alentaba la difusión de las obras de Trotsky. Como heredero de sus derechos de autor, autorizaba a casas editoriales en diferentes lenguas la publicación de sus libros. Manifestación de ello fue su apoyo a la actividad editorial del Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones “León Trotsky” de Argentina y a la editorial Wellred Books de Gran Bretaña, para cuyas ediciones escribió sendos prólogos. De igual modo, después del año 2000 financió una nueva edición mexicana del último libro que Trotsky concluyó, Los gangsters de Stalin, y dio a conocer por primera vez en español el Libro rojo del proceso de Moscú, de León Sedov.
Sobre su recorrido vital, me contó de sus estudios de ingeniería química en la Universidad Nacional Autónoma de México, de su desempeño profesional en la industria química (sobre todo en la empresa Syntex), de su interés por la fotografía y de su afición por los viajes. A este respecto, me contó que uno de los viajes al extranjero que con más cariño recordaba fue el que realizó con su familia a mi país, el Perú, hacia finales de los setenta. Recordaba muy bien los paisajes de la sierra y de la costa y los sabores de su variada gastronomía.
Un episodio familiar que me confió fue que, después de la muerte de su abuelo, su relación con Natalia Sedova no fue armoniosa, al menos durante algún tiempo. Natalia y Esteban vivieron en el exilio y lograron sobrevivir al asedio y a un atentado criminal ordenado por Stalin. Ella cuidó de él cuando era pequeño y le enseñó sus primeras letras en ruso durante su estancia en Turquía. Es posible que, después de padecer indecibles adversidades y sufrimientos en el destierro, que incluyeron la muerte de sus dos hijos, Lev y Serguéi –víctimas de la dictadura de Stalin– y el asesinato de su esposo, el carácter de Natalia se endureciera. Ello, y su preocupación por la integridad física de Esteban, se expresaría en una exigente disciplina cotidiana, no comprendiendo quizá que, como cualquier persona de su edad, quisiera salir con sus pares y encontrar momentos de diversión. Esteban me explicó que, una vez que obtuvo independencia económica, su relación con Natalia mejoró notablemente. Y más aún cuando contrajo matrimonio y fue padre de cuatro niñas, a quienes Natalia volcó un gran cariño.
Cierta vez le pregunté por su madre, Zina –primogénita de Trotsky– y me respondió que casi no la recordaba (ella murió cuando su menor hijo tenía 6 años). A su muerte le entregaron unas pocas pertenencias de ella. Se trataba apenas de dos libros que Esteban me mostró: uno publicado en alemán de poemas de Heine y otro, en ruso, cuyo título no alcancé a descifrar.
También me permitió revisar en su casa el archivo fotográfico histórico, que contiene una colección de imágenes originales de Trotsky y su familia. Asimismo, me dio a conocer un manuscrito de Trotsky. Era el original de Los gangsters de Stalin. El texto escrito a máquina en caracteres cirílicos presenta las correcciones y adiciones autógrafas de su autor. Pude entonces comprobar la original forma como el revolucionario organizaba sus escritos. Trotsky adhería las hojas escritas a una larga tira de papel para luego proceder a su revisión y corrección. Y en un acto de suprema confianza, Esteban me permitió acceder a la biblioteca personal de su abuelo para que realizara el registro y catálogo de su acervo bibliográfico. Fue así como, en agosto de 2012, pude revisar ejemplares en diversos idiomas que contienen apostillas y subrayados de Trotsky, y leer en algunos de ellos las dedicatorias de sus autores.
Esteban era un hombre de complexión fuerte, a la que debió contribuir la práctica del montañismo en su juventud. Era admirable que a su avanzada edad luciera en tan buenas condiciones físicas y mentales. El paso de los años no mermó un ápice su lucidez y buena memoria. De su resistencia física contaré que el 20 de agosto de 2010, al concluir un evento del Museo León Trotsky en el Foro Cultural Coyoacanense Hugo Argüelles, Esteban –que había cumplido 84 años– quiso acompañarme hasta el hostal donde me hospedaba en la esquina de Vicente Guerrero y Viena, en Coyoacán. En vez de abordar un taxi, prefirió hacer ese recorrido a pie. Caminamos a paso más bien ligero ese largo trecho sin que mi acompañante evidenciara signos de fatiga, y nos despedimos cerca de una estación de metro en donde abordaría la línea que lo condujo muy cerca de donde vivía.
Uno de los rasgos más destacables de su personalidad era su temple moral. Bien sabemos las aflicciones que padeció desde su desarraigo de Rusia a la edad de cinco años y, ulteriormente, con la pérdida de sus seres más queridos (el suicidio de su madre, la muerte provocada a su tío León Sedov y el asesinato de su abuelo). Y pese a tales experiencias traumáticas, su capacidad de resiliencia le permitió mantener un equilibrio interior que favoreció su desarrollo personal como esposo, padre de familia y exitoso profesional. Era un hombre con sentido del humor y al que le gustaba bromear (¡Me parece casi estar escuchando su vibrante risa!). Sin embargo, a pesar de su carácter jovial –como ha observado Alan Woods en el obituario que le dedicó–, era perceptible en la mirada de Esteban una expresión de melancolía. En nuestra larga amistad, sólo una vez lo noté emocionado. Fue al término del homenaje a Trotsky el 21 de agosto de 2006 –ceremonia realizada en la Casa Museo, al pie del monumento– en que por un instante vi que sus ojos se habían humedecido.
Esteban aprendió el uso de tecnologías informáticas, y eso le permitió estar permanentemente informado y mantener una copiosa correspondencia por correo electrónico. Solía, además, enviar a sus contactos artículos de opinión sobre diferentes sucesos del acontecer internacional. Con el paso de los años, sus comunicaciones electrónicas disminuyeron por la reducción de su capacidad visual.
La última vez que lo vi en persona fue en febrero de 2018. Solíamos encontrarnos en el Museo y almorzábamos en su cafetería. Un día viajamos en autobús a Cuernavaca, en donde permanecimos una tarde muy soleada y paseamos por el centro de la ciudad. Esta oportunidad fue propicia para que compartiera conmigo –una vez más– evocaciones de su vida en México.
Por feliz iniciativa de Gabriela Pérez Noriega, directora jurídica y ejecutiva del Museo León Trotsky, se organizó un homenaje internacional a Esteban con motivo de su 95 aniversario, en marzo de 2021. Eran tiempos de pandemia y, por esta circunstancia, se transmitió de modo virtual. De esta manera, se le tributó un reconocimiento a su amplia y valiosa trayectoria, resaltándose su calidad como persona y amigo y su loable acción como custodio de la memoria de Trotsky.
Gracias a Gabriela pudimos enlazarnos telefónicamente en lo que serían nuestras últimas conversaciones. Dialogamos por última vez el 5 de enero de este año. Esteban se hallaba internado en una residencia para adultos mayores en Tepoztlán. Lo noté de buen ánimo y siempre entusiasta y conversador. Le expresé que confiaba en que este año pudiera regresar a México para visitarlo.
Ante el profundo vacío que deja su súbita partida, lo recordamos como el entrañable amigo que nos honró con su gentileza y confianza. Su extraordinaria historia personal y su misión por preservar el patrimonio histórico del Museo Casa de León Trotsky, representan su mayor legado a la sociedad actual y a las generaciones futuras. Sus cenizas descansan hoy junto a las de su abuelo, por cuya memoria abogó en su prolongada y generosa vida.