Los desastres ambientales en múltiples dimensiones que viene produciendo el capitalismo, cuyos efectos vienen resultando cada vez más devastadores, dieron un –necesario– sentido de urgencia a las discusiones de cómo encararla. La rutina de reuniones internacionales en las que los representantes estatales realizan performances en las que se muestran preocupados, para después realizar compromisos apenas cosméticos respecto del nivel de emergencia –especialmente en materia de emisiones de carbono, pero lo mismo vale para muchos otros planos–; el lavado de cara verde que realizan numerosas firmas con campañas que sirven sobre todo –y a veces únicamente– de marketing para estimular un crecimiento de ventas, y el negacionismo del cambio climático que impera en sectores ligados a la extrema derecha (como el trumpismo en EE. UU. o Javier Milei en la Argentina), actuaron de ariete para la puesta en discusión de alternativas que se proponen ser más disruptivas. Entre ellas se ubica el planteo decrecionista, que plantea que es necesario desescalar de manera urgente y voluntaria la producción y el consumo, a través de cambios profundos en la manera en la que estos procesos se llevan a cabo. Desescalar, básicamente en los países ricos, es la única manera para reducir la emisión de gases, pero también los efectos que tiene sobre los ecosistemas la extracción de recursos que hoy supera holgadamente la capacidad que tiene la naturaleza para reponerlos. La discusión del decrecionismo no es nueva. Sus antecedentes se remontan por lo menos hasta La ley de la entropía y el proceso económico de Nicholas Georgescu-Roegen, de 1970-71. André Gorz en la década de 1980 planteó abiertamente la necesidad de que la economía de los países ricos, imperialistas, decreciera, para recuperar un sendero sostenible. Wolfgang Harich también habló en los ‘70 de una perspectiva de “comunismo sin crecimiento” que asociaba necesariamente a un régimen autoritario, noción esta última con las que polemizó Manuel Sacristán (sin rechazar este último la idea de que un régimen comunista debiera ser decrecionista, pero sin renunciar nunca a la posibilidad de una perspectiva de “democratismo radical directo”) [1].
Pero fue, sobre todo en las últimas dos décadas, gracias a las contribuciones de autores como Serge Latouche y a la luz del recrudecimiento de las señales de emergencia ecológica, que esta perspectiva ganó terreno.
En los países desarrollados, responsables casi exclusivos de los mayores trastornos ambientales, empezando por la emisión de gases acumulada en doscientos años de acumulación capitalista, el decrecionismo se ha vuelto una mirada de gran consenso en sectores activistas y académicos ligados a las problemáticas ecológicas desde perspectivas críticas –es decir, entre quienes no adscriben a la noción de que puede ser viable un “capitalismo verde”, con sus soluciones para los problemas ambientales a la medida del sostenimiento de la ganancia y de la acumulación de capital–.
El crecimiento como ideología
El blanco principal del decrecionismo, como su nombre lo indica, es el crecimiento económico. El PBI como indicador económico cargado de ideología es un punto de partida de casi todos los tratados que se ubican en esta corriente. Encontramos un importante espacio dedicado a revelar la construcción selectiva que produjo este índice, que identifica “la economía” con la producción de mercado y otras esferas como los servicios prestados por sector público, mientras deja afuera otras –como el trabajo doméstico–. Al mismo tiempo, se deconstruye la idea de que el crecimiento económico continuado, medido en términos de un Producto Bruto Interno siempre en aumento está necesariamente asociado a una mejora del bienestar. Por empezar, como nos recuerda Jason Hickel en el libro cuyo libro Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará el mundo, recientemente editado en español por Capitán Swing, durante la mayor parte de la historia del capitalismo, “el crecimiento no trajo mejoras en el bienestar en las vidas de la gente común; de hecho, hizo todo lo contrario” [2]. La “acumulación originaria”, que Karl Marx aborda en el Capítulo XXIV de El capital para recordarnos que el capitalismo llegó al mundo “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” [3], con su “liberación” del campesinado que dejaba de disponer de medios directos para su reproducción, creó las bases para poder imponer a la fuerza de trabajo, en Inglaterra primero y luego en el resto de Europa, largas jornadas laborales. El hacinamiento en las ciudades y la insalubridad laboral contribuyeron a un aumento de la mortalidad y reducción de la esperanza de vida. Esta misma “acumulación originaria” tuvo como presupuesto el colonialismo, que devastó poblaciones de África, América Latina, y Asia. La “correlación” entre crecimiento y bienestar se puede observar recién desde mediados del siglo XIX en Europa, y más tarde en otras geografías. Pero, incluso entonces, la mejora en muchos indicadores como la reducción de la mortalidad por enfermedades, la mortalidad infantil, y el aumento de la esperanza de vida, se debió menos al crecimiento que la aplicación extendida de medidas sanitarias básicas, como el acceso a agua potable y cloacas [4]. Sin embargo, el principal argumento es que, pasado un determinado umbral de PBI per cápita, este correlato se disocia, e incluso puede haber casos en los que “más es menos”. Hickel argumenta que “la relación entre PBI y bienestar humano se despliega en una curva de saturación, con retornos decrecientes pronunciados: después de un cierto punto, que las naciones de altos ingresos han superado hace rato, más PBI adhiere poco o nada al florecimiento humano” [5].
Algunos autores, como Latouche, refuerzan la crítica a la asociación entre riqueza –en un sentido amplio– con PBI, apelando a la experiencia –truncada por la fuerza por la imposición de políticas procapitalistas– en los países dependientes y semicoloniales (hablando en nuestros términos, no en los del autor que más bien se refiere al mundo “no occidental”): la ideología del crecimiento y del “desarrollo” (entendido siempre bajo los términos capitalistas impuestos por las potencias imperialistas) se usó como vara para tildar de pobres a sociedades en las que la reproducción estaba ampliamente organizada bajo formas de subsistencia no capitalistas, que eran sustentables en su relación con la naturaleza. La “pobreza” en términos de PBI –que quedaba magnificada por el limitado desarrollo de la esfera mercantil que podía medirse con este indicador pero resultaba más discutible con otras medidas más cualitativas de la satisfacción de necesidades– apuntaba a “remediarse” a través del impulso de las medidas “necesarias” para iniciar el camino del “desarrollo” bajo los lineamientos de las agencias internacionales, que no eran otra cosa que políticas de desposesión que abrían el paso a la acumulación capitalista. Acumulación que, bajo las condiciones de dependencia, produjo cualquier cosa menos desarrollo en casi todos los casos y que, al abrirse paso mediante la desarticulación de las formas de reproducción social preexistentes, no capitalistas, produjo un aumento de la pobreza en gran escala en estas sociedades. En el planteo de Latouche puede haber alguna inclinación a romantizar aspectos de las relaciones de producción no capitalistas, pero es indiscutible el resultado de los programas de ajustes y reformas estructurales implementados bajo mandato del FMI y el Banco Mundial en el mundo periférico.
¿Por qué el decrecionismo toma la crítica a la meta del crecimiento perpetuo del PBI como punto de partida? Básicamente porque, afirman varios autores de esta corriente, este objetivo –ligado a otro concepto con connotaciones todavía más positivas, el de “desarrollo”– es el que ordena todas las herramientas de política económica al menos desde las primeras décadas del siglo XX.
El ya mencionado Jason Hickel, es más específico: el problema no es el crecimiento en sí, sino la ideología del crecimiento, “la búsqueda del crecimiento por sí mismo, o por el bien de la acumulación de capital, en lugar de satisfacer necesidades humanas concretas y objetivos sociales” [6]. Esta pulsión está inscripta en la lógica básica de funcionamiento del sistema capitalista, en el que “el dinero se convierte en ganancia que se convierte en más dinero que se convierte en más ganancia [...] Para los capitalistas, la ganancia no es solo dinero al final del día, que se utilizará para satisfacer alguna necesidad específica: la ganancia se convierte en capital. Y el punto central del capital es que debe reinvertirse para producir más capital. Este proceso nunca termina” [7]. Este autor se distingue por plantear de manera más clara que otros decrecionistas la necesidad de un horizonte anticapitalista, y considera claramente que el crecimiento es una pulsión inevitable de este sistema, y por ende que para decrecer la economía hay que ir más allá del capitalismo. No obstante, comparte con la corriente poner el foco en atacar la compulsión al crecimiento como cuestión nodal.
Y este objetivo de mantener el crecimiento sin pausa del PBI se está, literalmente, devorando el planeta.
PBI per cápita y huella material
El crecimiento del PBI no ocurre en el vacío; toda producción social es un proceso material. El crecimiento infinito del PBI significa un aumento también sin fin de la utilización de materiales, apropiados de la naturaleza, y de generación de desechos. No faltan entonces motivos para plantear que la hipertrofia de los aparatos de producción capitalista de los países imperialistas, orientados a una perpetua acumulación acrecentada de valor que se consigue a través de procesos de producción material que ocurren en escala necesariamente acrecentada, alcanzó niveles insostenibles en relación con los límites biofísicos del planeta. Una reorganización en gran escala de la producción en estas economías, para reorientarla hacia la satisfacción sostenible de las necesidades sociales de la mano de una reducción de la jornada de trabajo, tendrá que pasar inevitablemente por el desescalamiento de numerosas ramas de la producción –cuestión que con el desarrollo de las cadenas globales de valor implica reorganizaciones que atraviesan fronteras, lo que le otorga otra complejidad–.
Hickel repasa muchos de los indicadores que ilustran los trastornos generados por este crecimiento de los procesos materiales de producción, y la manera drástica en que se aceleraron. Vale la pena detenerse en ellos.
El consumo de materias primas pasó de 7 mil millones toneladas en 1900, a 14 mil millones poco antes de mediados de siglo. Pero desde 1945 hasta hoy creció hasta más de 100 mil millones de toneladas. Al ritmo actual, observa Hickel, vamos encaminados a superar las 200 mil millones de toneladas para 2050, cuando algunos estudios estiman que lo manejable para el planeta –lo que puede extraerse sin dañar de manera irreversible a los ecosistemas– equivale a 50 mil millones de toneladas. Es decir, la mitad de lo que se extrae actualmente. La ONU estima que el 80 % de la pérdida de biodiversidad global se debe a la extracción material [8].
El cambio climático, impulsado por las emisiones de los combustibles fósiles, responde a la misma mecánica. “¿Por qué estamos quemando tanto combustible fósil en primer lugar? Porque el crecimiento económico requiere energía. Durante toda la historia del capitalismo, el crecimiento siempre ha causado un aumento en el uso de energía” [9].
Pero las responsabilidades por este estado de cosas están claramente localizadas geográficamente. El tamaño del PBI per cápita está muy asociado al consumo de materias primas por persona y al impacto ambiental de conjunto. La huella material en los países de bajos ingresos (su consumo de materias primas) es de 2 toneladas por persona por año. Los países de ingresos medianos bajos consumen alrededor de 4 toneladas por persona, y los países de ingresos medianos altos consumen alrededor de 12. Los países desarrollados, de ingresos altos, consumen alrededor de 28 toneladas por persona por año, en promedio. Hickel observa que “un nivel sostenible de huella material, expresado en términos per cápita, es de unas 8 toneladas por persona. Las naciones de altos ingresos superan ese límite casi cuatro veces” [10].
Este exceso tiene consecuencias en variadas dimensiones. “Aumentar la extracción de biomasa significa arrasar bosques y drenar humedales. Significa destruir hábitats y sumideros de carbono. Significa agotamiento del suelo, zonas muertas del océano y sobrepesca. Aumentar la extracción de combustibles fósiles significa más emisiones de carbono, más descomposición del clima y más acidificación de los océanos. Significa más remoción de cimas de montañas, más perforación en alta mar, más fracking y más arenas bituminosas. Aumentar la extracción de minerales y materiales de construcción significa más minería a cielo abierto, con toda la contaminación aguas abajo que conlleva, y más automóviles, barcos y edificios que demandan aún más energía. Y todo esto conlleva más residuos: más vertederos en el campo, más tóxicos en nuestros ríos y más plásticos en el mar” [11].
El problema con el crecimiento económico, afirma Hickel, “no es solo que nos quedemos sin recursos en algún momento”, que era como tendía a presentar la cuestión el informe Los límites del crecimiento presentado por el Club de Roma en 1972. El problema “es que degrada progresivamente la integridad de los ecosistemas” [12]. El autor se apoya en trabajos recientes, como el presentado en 2009 por Johan Rockström, James Hansen y Paul Crutzen que desarrolla el concepto de “límites planetarios”. La biosfera de la Tierra “es un sistema integrado que puede soportar presiones significativas, pero pasado cierto punto comienza a descomponerse” [13]. Basándose en datos de la ciencia de los sistemas terrestres, identificaron nueve procesos potencialmente desestabilizadores que tenemos que mantener bajo control para que el sistema permanezca intacto. Estos son: el cambio climático; la pérdida de biodiversidad; la acidificación de los océanos; los cambios en el uso del suelo; los ciclos del nitrógeno y del fósforo; el consumo de agua dulce; la carga de aerosoles atmosféricos; la contaminación química y la destrucción de la capa de ozono. Los científicos han estimado “límites” para cada uno de estos procesos. Por ejemplo, la concentración de carbono atmosférico no debería sobrepasar las 350 ppm si el clima se mantiene estable (cruzamos ese límite en 1990 y hoy supera los 415 ppm); la tasa de extinción no debe exceder las diez especies por millón por año; la conversión de tierras boscosas no debe exceder el 25 % de la superficie terrestre de la Tierra; etcétera. “Estos límites no son límites ‘duros’, en sentido estricto. Cruzarlos no significa que los sistemas de la Tierra se apagarán de inmediato. Pero sí significa que estamos entrando en una zona de peligro en la que corremos el riesgo de desencadenar puntos de inflexión que eventualmente podrían conducir a un colapso irreversible” [14].
Son muy interesantes y pertinentes las páginas que Hickel dedica a desmontar las nociones de que pueda haber un “capitalismo verde”; o, en otros términos, de que puedan desarrollarse soluciones tecnológicas que puedan eventualmente hacer compatible el crecimiento económico continuado con un metabolismo socionatural equilibrado. Muchas de estas soluciones se centran en el problema de las emisiones de carbono, proponiendo soluciones que puedan absorberlo. De hecho, en la idea de que pueda implementarse en un plazo no muy lejano una tecnología de este tipo, se basan las proyecciones del acuerdo de París de que, con los compromisos de emisiones realizados por los distintos países (que no dan visos de cumplirse) la temperatura aumente “solamente” 1,5 grados a finales del siglo. Sin una tecnología de absorción de carbono, el aumento sería del doble con el nivel de emisiones proyectadas. El problema es que una tecnología de este tipo, aún si fuera realmente viable para absorber todas las emisiones (algo que no está probado ni técnica ni económicamente) requeriría construir decenas de miles de fábricas dedicadas a esto. Un trastorno ecológico formidable.
La energía “verde”, como puede ser una matriz basada en generación solar y eólica, si se pone en función de sostener el crecimiento “verde” también es garantía de desastres. Como observa Hickel, la explotación de litio para producir baterías “apenas está comenzando y ya es una catástrofe [15].
Hickel desmonta de manera implacable muchos de estos mitos, sin renunciar de plano a la idea de que ciertos desarrollos tecnológicos –desembarazados de la lógica capitalista que guía hoy a la innovación– deban ser parte de la respuesta a los desastres ambientales.
¿Más allá del capital?
A remediar los trastornos en las condiciones materiales que ha producido y seguirá profundizando el “crecimiento compuesto” del PBI es que apunta el decrecionismo.
El nombre en el que se embanderan, y las diatribas –bien fundamentadas– contra las ideologías que rodean al PBI como indicador excluyente, podrían llevarnos a concluir que el planteo decrecionista se reduce –nada más ni nada menos– que en una reducción del tamaño de la economía. Si así fuera, todo el planteo se reduciría a poner en el centro un aspecto cuantitativo, o “técnico”, un medio, sin ligazón con aspiraciones claras de una transformación social más amplia. Pero no es este el caso.
Giorgos Kallis especifica que la meta no es simplemente la reducción del PBI, sino que esta sería más bien una consecuencia de las transformaciones buscadas. “El objetivo del decrecimiento no es hacer que el crecimiento del PIB sea negativo. En términos económicos, el decrecimiento se refiere a una trayectoria en la que el “rendimiento” (energía, materiales y flujos de desechos) de una economía disminuye mientras que el bienestar mejora. La hipótesis es que el rendimiento decreciente vendrá con toda probabilidad con el producto decreciente, y que estos solo pueden ser resultados de una transformación social en una dirección igualitaria” [16].
En todos los trabajos encontramos la idea de que son necesarios cambios muy agudos en las formas de producción y consumo. La idea de una nueva sociedad está presente incluso en los autores que son más ambivalentes respecto de la necesidad de terminar con el dominio del capital. Según Latouche
El decrecionismo es fundamentalmente anticapitalista. No tanto porque denuncia las contradicciones y las limitaciones ecológicas y sociales del capitalismo como porque desafía su ’espíritu’, en el sentido que Max Weber ve el “espíritu del capitalismo” como una condición previa para su existencia Si bien es posible, en abstracto, concebir de una economía ecológicamente compatible con la existencia continuada de un capitalismo de lo inmaterial, esa perspectiva es poco realista cuando se trata de lo imaginario fundamentos de una sociedad de mercado, a saber, el exceso y el desenfreno (pseudo-)dominación. Un capitalismo generalizado no puede sino destruir el planeta de la misma manera que está destruyendo la sociedad y cualquier otra cosa que sea colectiva [17].
El problema es que no hay equivalencia entre aquello que se quiere desmantelar, y lo que se propone construir. Se pretende que podrá venir el final de un modo de producción a través de la imposición del decrecionismo. Pero este último, por más que se afirme que es mucho más que una postura negativa respecto del crecimiento económico, no termina de delinear una hoja de ruta coherente para subvertir las bases del capitalismo.
Kallis compara en Degrowth las propuestas realizadas por distintos exponentes del decrecionismo. Algunas de las principales que encontramos son:
• volver a tener una huella ecológica menor recortando consumos intermedios (transporte, energía, envases, publicidad);
• aplicar impuestos que graven la contaminación;
• poner fin a la obsolescencia programada;
• relocalizar actividades priorizando la escala urbana;
• revitalizar la agricultura campesina;
• transformar ganancias de productividad en reducción de jornada y creación de empleo;
• incentivar la “producción” de bienes relacionales, como la amistad y vecindad
• limitar el rango de desigualdad en la distribución del ingreso con un ingreso mínimo y un ingreso máximo;
• cortar el desperdicio de energía por un factor de 4;
• imponer sanciones por gastar en publicidad;
• declarar una moratoria en innovación tecnocientífica;
• desmercantilizar los bienes públicos y expandir los comunes;
• establecer un jubileo de deudas;
• aplicar un impuesto global sobre transacciones financieras, ganancias transnacionales, un impuesto global a la riqueza, un impuesto sobre las emisiones de carbono y un impuesto sobre los residuos nucleares altamente activos;
• rerregular el comercio internacional con el objetivo de alejarse del libre comercio, y restringir la libre movilidad de capitales;
• degradar a la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el FMI [18].
Es indudable que muchos de estos planteos atentan contra la viabilidad del capitalismo. Otros, no incompatibles per se con los imperativos básicos de este modo de producción, apuntan contra algunos de los pilares fundamentales que conquistó la clase dominante durante las décadas de ofensivas bajo la ideología neoliberal. Pero, aunque pueda ser un conjunto de propuestas destinados a generar una movilización en favor del decrecimiento, están esencialmente planteadas –y pensadas– como un programa de reformas a ser implementadas por el Estado capitalista, garante de las relaciones de producción que tienen su fundamento en el sostenimiento del crecimiento de la acumulación de valor (y de producción material).
Esta limitación resulta inevitable, ya que hay una contradicción no resuelta entre las intenciones anticapitalistas y la renuencia a plantear abiertamente una estrategia que ataque el principal centro de gravedad del capitalismo: la propiedad privada de los medios de producción. Latouche es explícito en cuestionar cualquier noción de que los objetivos decrecionistas deban alcanzarse a través de una socialización generalizada de los medios de producción. Por el contrario, sostiene que “eliminar a los capitalistas, proscribir la propiedad privada de los medios de producción y abolir la relación salarial o acabar con el dinero” todo lo que hará es “sumergir a la sociedad en el caos, y no podría hacerse sin usar el terror a gran escala” [19]. Latouche, pero también Kallis, apuntan que el “socialismo realmente existente” fue productivista, y extienden esto a todas las principales corrientes del marxismo, incluyendo al trotskismo. Hay una cierta incongruencia entre el reconocimiento que encontramos en autores decrecionistas de que los países que no pertenecen al selecto club de los ricos tienen derecho a invertir esfuerzos en elevar las condiciones de vida, mientras se achaca sin distinción el mote de “productivismo” a pensadores marxistas que en muchos casos no bregaban por un crecimiento sin fin, sino por superar los problemas del atraso en países que eran a todas luces pobres y con estructuras económico sociales distorsionadas por el lastre imperialista. Dicho esto, es innegable que para la burocracia estalinista en la URSS y en Europa del Este, así como para el maoísmo, el productivismo dominó la planificación económica, y la búsqueda del desarrollo estuvo acompañada de numerosos desastres ambientales que podrían haberse evitado. También podemos observar, aún hoy, la existencia de fuertes impulsos productivistas en corrientes y autores marxistas y socialistas. Pero basarse en esto para dar por cerrada cualquier perspectiva de salida anticapitalista y socialista, es cerrar la única puerta que pude sacarnos de las encerronas del capitalismo y su impulso al crecimiento sin fin con miras a la ganancia.
Se trata de una cuestión de estrategia, pero también de los actores llamados a intervenir para favorecer una perspectiva decrecionista. El “sujeto” es la ciudadanía, ante la cual es necesario librar una batalla por la opinión para movilizarse ante el Estado, para presionar por medidas decrecionistas y para que modifique sus propias conductas de consumo. Entre el gesto anticapitalista y el rechazo de la socialización de los medios de producción, el planteo de autores como Latouche no logra ser más que un compendio de medidas para poner límites al capitalismo, desde el Estado, sin abolirlo. Una contradicción en los términos, si lo que se pregona es el decrecimiento.
El decrecionismo, como ya señalamos, es un conjunto heterogéneo. Como lo pueden sugerir algunas de las propuestas del compendio presentado más arriba, están quienes propugnan una estrategia de crear espacios de autonomía, no regidos por el crecimiento. Esto se vincula al fuerte énfasis en lo regional/local –en oposición a lo nacional o global–, que también está muy presente en Latouche.
Algunos planteos decrecionistas lo señalan como una salida tanto individual y colectiva en clave “anticapitalista”, cuyo sujeto está también en general en la ciudadanía, pero especialmente en las comunidades rurales, campesinas, originarias, etc.. Así, la crítica al hiperconsumismo y las relaciones mercantilizadas de las grandes ciudades desemboca en una idealización de la vida local y rural; y a menudo la crítica de las consecuencias devastadoras de determinadas tecnologías se convierte en una impugnación general al desarrollo industrial y tecnológico (como se expresa en la “moratoria” a la innovación que forma parte del compendio señalado más arriba). Latouche y muchos otros decrecionistas cuestionan la asociación de la corriente con una romantización de formas de vida precapitalistas o como una propuesta de “retorno” al pasado. Pero esta crítica encuentra asidero en algunos de los planteos del decrecionismo.
Una lógica emparentada con la recientemente señalada, es la bregan por establecer espacios de autonomía con respecto al capitalismo en los intersticios de las sociedades dominantes. Esto lo vemos entre quienes se definen como anarquistas, libertarios (no confundir con los libertarianos), autonomistas o incluso algunos ecosocialistas. Para Giorgos Kallis, por ejemplo, la perspectiva decrecionista puede configurarse a través de una articulación “contrahegemónica” de distintas esferas de la producción social y comunidades no regidas por la valorización, que puedan dar lugar a “economías alternativas”.
meros microcosmos o prefiguraciones de un mundo en decrecimiento. Son incubadoras, donde la gente realiza todos los días el mundo alternativo que les gustaría construir, su lógica hecha sentido común. Los bienes comunes alternativos son nuevas instituciones de la sociedad civil que nutren nuevos sentidos comunes. A medida que se expanden, deshacen los sentidos comunes de crecimiento y vuelven hegemónicas a las ideas compatibles con el decrecimiento, creando las condiciones para que una fuerza social y política cambie las instituciones políticas en la misma dirección [20].
Incluso aunque una transición de este tipo –que reproduce a grandes rasgos la que dio lugar al surgimiento del capitalismo de las relaciones feudales– fuera factible en los marcos del capitalismo (cuya reproducción ampliada opera presionando permanentemente por integrar y subsumir todas las esferas donde haya potencial de producción rentable), implica una transición larga, inconsistente con la urgencia de poner el “freno de emergencia” a la crisis ecológica que recorre todos los planteos decrecionistas.
Tenemos otros autores, como el mencionado Hickel, que ponen más énfasis en las propuestas que apuntan a poner palos en la rueda de la valorización del capital. Pero incluso acá, poner en primer plano el decrecionismo y dejar apenas sugerida la perspectiva ecosocialista, le quita una cierta coherencia estratégica al planteo.
Incluso en los autores que, como Hickel, delinean un –difuso– horizonte postcapitalista, no emerge en ningún momento ni una hoja de ruta clara para alcanzarlo ni los actores sociales que puedan motorizar una transformación que vaya en ese sentido. El autor incorpora a una sumatoria de propuestas que incluye algunas de las mencionadas más arriba, la necesidad de un “imaginario” postcapitalista, y la necesidad de organizar la producción y consumo social “asegurándose de devolver como compensación, haciendo lo posible para enriquecer, en vez de degradar, los ecosistemas de los que dependemos” [21]. Son cuestiones muy importantes, pero no definen las alianzas ni estrategias para hacer ese imaginario realidad. El mismo abismo entre horizonte estratégico ambicioso, sujetos sociales indefinidos y propuestas inmediatas de reformas no transicionales, ocurría con el planteo de comunismo decrecionista de Saito, como hemos señalado en otra oportunidad.
Por otra parte, aunque los autores le atribuyan al decrecionismo un carácter anticapitalista y progresivo, sus coordenadas son tan generales que la bandera de decrecer no está exenta de apropiaciones bastardeadas de algunos de su planteos, que en nombre de la sostenibilidad ecológica puedan abrazar un neomalthusianismo e imponer políticas socialmente regresivas, buscando “desescalar” a costa de los ya raleados consumos de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Las coordenadas para el ecosocialismo
El decrecionismo no es sinónimo de socialismo, aunque algunos ecosocialistas decrecionistas busquen minimizar la diferencia de perspectivas debida a la heterogeneidad de visiones entre los proponentes de la primera perspectiva. Vista como alternativa, es apenas una variante de las propuestas de reformas del estado de cosas existente, aunque las más drásticas –sin las cuales no hay una hoja de ruta “sustentable”– resulten incompatibles con el capitalismo, y por tanto resulten inviables sin una estrategia anticapitalista articulada, que solo puede ser socialista.
Por otra parte, la cuestión no es simplemente reducir la escala de los procesos de producción de acuerdo a los límites biofísicos. Es necesario cambiar de conjunto una lógica de producción de acuerdo a la ganancia, que tiene otras implicancias, como la implementación siempre de los procesos productivos más baratos aún cuando pueda haber otros más costosos pero menos dañinos en términos ambientales. Esta última dimensión del metabolismo socionatural no está claramente presupuesta en el término “decrecimiento”. Por eso, para abordar todas las dimensiones de la problemática ecológica, es necesaria una clara perspectiva anticapitalista y socialista.
Dicho esto, la advertencia decrecionista sobre la urgencia de equilibrar el metabolismo socionatural en concordancia con los límites biofísicos del planeta largamente superados por el capitalismo, no debe ser tomada a la ligera. Es necesario llenar el vacío de estrategia y articulación de fuerzas de clase que los decrecionistas dejan sin resolver, pero no dar la espalda a su diagnóstico y lo que esto significa para la transición poscapitalista, y socialista, en la actualidad. Si es el desarrollo de las contradicciones del capitalismo el que crea las precondiciones para que se desarrolle en el seno de esta sociedad una alternativa superadora, estas potencialidades hoy vienen acompañadas de una pesada herencia ecológica de la que habrá que hacerse cargo.
El objetivo fundamental de los planteos decrecionistas, que es alcanzar un metabolismo socionatural equilibrado, que no imponga sobre el planeta una extracción mayor a la que los sistemas vitales son capaces de regenerar y reduzca la huella material drásticamente desde sus niveles actuales, que busque mitigar los efectos de la emisión acumulada de gases de carbono en el menor plazo posible y apunte hacia un ordenamiento económico que no tenga como meta el crecimiento sin fin; este objetivo, es enteramente compatible y solamente alcanzable con una estrategia socialista. Solo si la clase obrera, en alianza con el pueblo pobre, interviene para socializar los medios de producción estratégicos y los reorganiza priorizando la satisfacción plena de las necesidades sociales en los marcos de un metabolismo socionatural equilibrado, se pueden volver realizables los objetivos que propone el decrecionismo. Esto implica también nacionalizar las tierra urbana y rural para rediscutir los usos del suelo y liquidar la especulación inmobiliaria, nacionalizar los bancos, como algunos de los resortes fundamentales para reorientar la producción social. Sobre esta base, en los países ricos imperialistas se podrá discutir el drástico desescalamiento de muchos sectores de la producción e imponer la redistribución de la riqueza por la que brega el decrecionismo, pero que sin esta “redistribución” de la propiedad de los medios de producción resulta una utopía.
¿Deberá abandonar el socialismo cualquier perspectiva de “abundancia material”? No nos parece que esto deba ser así, pero esta abundancia no puede entenderse como un incremento ilimitado de la disponibilidad individual de bienes de consumo, que es la única manera en que nos permite entenderla el capitalismo. Autores como el ya mencionado Sacristán tienen el mérito de haber intuido tempranamente esta cuestión, abordando a la vez los “atisbos político-ecológicos” de Marx (al decir de Sacristán) para repensar el comunismo frente a la crisis ecológica.
Una crítica central de Marx al modo de producción capitalista, se encuentra en el empobrecimiento que impone a la fuerza de trabajo al establecer una relación enajenada con esta, como mercancía y forzarla a ponerse al servicio del capital para sostener la rueda constante de la acumulación. La dinámica de la producción por la producción misma, que apunta hacia la máxima extensión posible o socialmente tolerable del tiempo de trabajo en pos de la valorización, niega todas las posibilidades del desarrollo de la riqueza social en el amplio sentido planteado en la cita que reproducimos más arriba de los Grundrisse. De igual modo, esta dinámica arrasa con la riqueza de la naturaleza. Romper con esa enajenación, socializando los medios de producción, sienta las bases para un desarrollo más pleno de las potencialidades negadas bajo el capitalismo. A esto apunta Marx cuando discute el pasaje del reino de la necesidad al reino de la libertad.
La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica [22].
Creemos que John Bellamy Foster está en lo correcto cuando señala que:
la sociedad, particularmente en los países ricos, debe avanzar hacia una economía de estado estacionario o de estado estacionario, lo que requiere un cambio a una economía sin formación neta de capital, que se mantenga dentro del presupuesto solar. El desarrollo, particularmente en las economías ricas, debe asumir una nueva forma: cualitativa, colectiva y cultural, enfatizando el desarrollo humano sostenible en armonía con la visión original del socialismo de Marx. Como argumentó Lewis Mumford, un estado estacionario, que promueve fines ecológicos, requiere para su cumplimiento las condiciones igualitarias del “comunismo básico”, con la producción determinada “según la necesidad, no según la capacidad o la contribución productiva”. Tal alejamiento de la acumulación de capital y hacia un sistema de satisfacción de las necesidades colectivas basado en el principio de lo “suficiente” es obviamente imposible en cualquier sentido significativo bajo el régimen de acumulación de capital. Lo que se requiere, entonces, es una revolución ecológica y social que facilite una sociedad de sostenibilidad ecológica e igualdad sustantiva [23].
Esta perspectiva ecosocialista requiere más que nunca actuar internacionalmente. Ante los desafíos que plantea la crisis ecológica, es hoy más claro que nunca que no hay transformaciones posibles “en un solo país”; atacar las múltiples dimensiones de la crisis ecológica requiere respuestas globales, que deben ser radicalmente distintas a los formalismos habituales de las cumbres de países donde la batuta la tienen las potencias imperialistas y el gran capital. Las transformaciones en los países imperialistas ricos, que hace tiempo han excedido los límites biofísicos, hacia sociedades socialistas “estacionarias” a, decir de Foster y los desafíos de los países oprimidos y semicoloniales, en los cuales la pelea de la clase trabajadora y los sectores populares para cortar los lazos con el imperialismo y sus socios capitalistas locales –socios en el extractivismo– es clave para poder satisfacer demandas sociales fundamentales –sin repetir los patrones ecológicos insostenibles del desarrollo capitalista pero sí concentrando esfuerzos en inversiones impostergables para elevar el nivel de vida– deben estar como nunca entrelazadas. Solo un movimiento revolucionario ecosocialista internacionalista que derrote a la clase capitalista y sus agentes políticos, podrá cambiar los juegos de “suma cero” que hoy dominan la (ausencia de) política ecológica bajo la batuta de las potencias imperialistas, que en los discursos de las cumbres hablan de coordinación y de “responsabilidades” pero evitan cualquier reconocimiento significativo de la “deuda ecológica” –es decir, el saqueo acumulado contra los países oprimidos–. En las luchas de hoy contra grandes grupos trasnacionales imperialistas que generan en todo el planeta numerosos desastres ecológicos aunque sean muchas veces los mismos que apelan al “greenwashing” en vistosas campañas publicitarias, debemos ir forjando la necesaria la unidad internacionalista de las clases trabajadoras y los pueblos oprimidos de todo el planeta. |