Es uno de los más difundidos latiguillos del neoliberalismo: que la clase obrera como la conocíamos ya no existe. Que la globalización hizo que sus organizaciones sociales, sindicales y políticas nacionales sean ya disfuncionales. Que en todo caso somos todos consumidores a los que nos va a llegar el turno de disfrutar de la sociedad de consumo a medida que la riqueza derrame de arriba hacia abajo. Algunos pretendidamente “críticos” incluso llegaron a plantear que la clase obrera se había “aburguesado” porque en la medida en que grandes sectores de la población caían en la desocupación o la precarización, tener un salario y estar registrado era un privilegio.
Si bien numéricamente la clase trabajadora se amplió en las últimas décadas a niveles nunca antes vistos en la historia –contradiciendo a quienes presagiaron su desaparición como fuerza social–, es cierto que su configuración, su organización y su disposición a enfrentar al capitalismo sufrió cambios desde el último ascenso revolucionario más o menos generalizado a nivel mundial, en los años 70. No porque por fin disfrutara de los sueños del consumismo, sino precisamente porque a pesar de su resistencia sufrió las consecuencias de esa derrota que permitió el triunfalismo neoliberal: fue dividida como nunca antes entre ocupados y desocupados, entre precarios, falsos cuentapropistas, tercerizados y asalariados registrados con sueldos que están por debajo o apenas superan la línea de pobreza, entre nativos e inmigrantes. Fue “deslocalizada” para aprovechar condiciones de trabajo y salarios más desfavorables en alguna región, lo que a su vez imponía peores condiciones en aquellos lugares donde aún conservaba algunas reivindicaciones históricas. En la mayoría de los casos, esto se hizo con el aval o la participación de las burocracias sindicales, arreglando con los gobiernos de turno reformas laborales, previsionales, etc., que desprotegieron cada vez más a la clase obrera. El neoliberalismo no fue el surgimiento de nuevas formas capitalistas que permitirían obtener ganancias sin explotar trabajo, sino una política para dividir y quitar conquistas a esa clase social que lo había desafiado. Buscar enfrentar “pobres contra pobres” fue el requisito para imponer sus planes y quedarse con una mayor tajada de la producción social.
Esos planes buscaron legitimarse socialmente con viejas ideas presentadas como nuevas. Como el festejo neoliberal del individualismo, según el cual cada uno se salva solo y es el único culpable de haber fracasado en caso de no tener éxito. En los grandes medios, en la producción cultural comercializada, la discusión pública se tiñó de variedades de recetas de autoayuda, de referentes políticos devenidos “celebridades” del espectáculo y el consumismo supuestamente “para todos” en la nueva promesa de felicidad.
Sin embargo, hace ya más de una década que el neoliberalismo mostró signos de agotamiento, y algunos de sus “triunfos” expusieron sus limitaciones: la “crisis de las hipotecas” de 2007-2008 mostró que la financierización tan festejada en algún momento tiene que responder por la realidad de la producción, y las deslocalizaciones y “cadenas de valor” tejidas en todo el globo mostraron nuevos puntos débiles del sistema de conjunto. Estas limitaciones dieron como resultado nuevos conflictos en una “aldea global” donde los vecinos no parecen ya tan amigables y, también, nuevos procesos de resistencia y movilización de los sectores populares que cuestionan desde abajo un orden social que se presentó como imbatible por varias décadas.
Herencia de la ideología neoliberal y de su intento de borrar a la clase obrera como sujeto político e incluso como sujeto social, en muchos de esos procesos la clase obrera aparece con organizaciones debilitadas, e incluso como “ciudadanos sueltos”, o a lo sumo un movimiento social con demandas sindicales justas, pero sin la potencialidad de organizarse para cuestionar y poner en jaque al sistema, es decir, sin conciencia de clase. Y es cierto que tras los golpes asestados por la burguesía y la complicidad de sus direcciones vendidas, la organización de esa fuerza política puede parecer a veces un recomenzar de cero, a veces un largo proceso político que pone la perspectiva de cambios más radicales lejos en el tiempo. Los resignados de siempre ven solo esfuerzos perdidos, estallidos intermitentes, particularidades locales o comprobaciones de que “no da la relación de fuerzas” en los jóvenes chilenos cuestionando los cimientos del modelo neoliberal latinoamericano; en los que en Amazon o cadenas de comida rápida de EE. UU. vuelven a organizarse sindicatos democráticos; en quienes tomaron las plazas y tiraron gobiernos durante los levantamientos de la Primavera Árabe en 2011; en las movilizaciones y huelgas masivas en Francia contra la reforma en las jubilaciones en 2023, que reunió el malestar con la inflación, la precarización laboral y un régimen autoritario que se presenta como ejemplo de república; en las ya reiteradas huelgas multitudinarias de la gigante clase obrera china; o en los miles de movimientos que denuncian que el capitalismo es la causa del desastre ecológico.
Pero los marxistas hemos insistido a lo largo de la historia de las luchas del movimiento obrero que no hay un muro que separe la “espontaneidad” de la conciencia política, y que de ninguna manera esos cambios en la forma de pensar y de organizarse son evolutivos. Enfrentando los propios desafíos que le pone por delante el sistema como crisis y guerras, en formas de resistencia que se organizan en maneras novedosas y también retomando parte de su larga tradición de enfrentar al capital, en los nuevos organismos que funda, esos “sentidos comunes” impuestos por la derrota pueden rápidamente convertirse en conciencia de la necesidad y posibilidad de acabar con este sistema. Después de décadas de neoliberalismo y de toneladas de propaganda capitalista, esto puede seguir siendo aún difuso para nuevas generaciones que no vieron a la clase obrera luchando al frente con toda su fuerza, pero toda la historia nos muestra cómo, cuando pone en juego su potencia social, la clase obrera no solo es capaz de parar la maquinaria capitalista, sino de fundar las bases de una nueva sociedad.
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